25 de gener 2010

Los clásicos lacanianos de la psiquiatría


La clínica psicoanalítica - que llamamos del "caso por caso" para señalar la singularidad del sujeto que trata - es heredera de la clínica pisquiátrica del siglo XIX y XX*. Es difícil hablar hoy de la existencia de una “clínica psiquiátrica”. Hay quien sostiene que esa clínica, centrada en la descripción del detalle clínico y de la construcción de las grandes entidades nosológicas, terminó hace ya un tiempo y que la implantación del manual del DSM (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders), el “Manuel diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales”, firmó a finales del siglo pasado su acta de defunción. Hay incluso quien señala que la tesis del Dr. Jacques Lacan del año 1931, la famosa tesis sobre el Caso Aimée (De la psicosis paranoica en sus relaciones con la personalidad) fue, de hecho, la última gran tesis hecha en psiquiatría, una clínica que tuvo sus mejores momentos entre la fenomenología y la clínica estructural.

La evaluación del trastorno mental sustituye hoy la clínica del síntoma, “de la envoltura formal del síntoma” (para retomar la expresión del propio Lacan) que sigue orientando al psicoanalista. Es llamativo que una fórmula como “trastorno mental” (mental disorder), introducida de hecho como una mala solución para designar las formas del sufrimiento psíquico, se haya convertido finalmente en la designación "normal" que impone las formas de evaluación y tratamiento en todos los registros de la salud mental. En la introducción del propio Manual del DSM, escrito por su Comité elaborador, puede leerse (p. 21): “El problema planteado por el término trastornos ‘mentales’ ha resultado ser más patente que su solución y, lamentablemente, el término persiste en el título del DSM-IV, ya que no se ha encontrado una palabra adecuada para sustituirlo (…) Debe admitirse que no existe una definición que especifique adecuadamente los límites del concepto ‘trastorno mental’. El término ‘trastorno mental’, al igual que otros muchos términos en la medicina y en la ciencia, carece de una definición operacional consistente que englobe todas las posibilidades.”Aún así, es con esta brújula sin norte que se siguen construyendo y ampliando las clasificaciones cada vez menos operativas del DSM y proponiendo los tratamientos correspondientes donde la escucha y la interpretación del sujeto del síntoma no pueden ya tener lugar.
Hoy, en un momento en que el psicoanálisis se confronta a una extensión cada vez mayor de una ideología de la evaluación generalizada que  impregna la “gestión” – y no ya la clínica – de la salud mental,  nos parece de un interés especial el estudio de las referencias lacanianas a la psiquiatría clásica. Autores como Jules Séglas, Robert Gaupp, Gaëtan Gatian de Clérambault, Emil Kraepelin serán tratados en este ciclo de conferencias junto al propio Jacques Lacan del caso Aimée o el Sigmund Freud del caso Schreber, para retomar lo mejor de una clínica cuyo conocimiento nos parece capital en el tratamiento de la singularidad del sujeto psicótico y, por ende, del sujeto mismo de la experiencia analítica.


* Presentación del ciclo de Conferencias Clínicas del Instituto del Campo Freudiano, realizadas en la Sección Clínica de Barcelona durante el curso 2010.

24 de desembre 2009

La voz del objeto 'a'








“Si cantamos y si escuchamos a los cantantes, si hacemos música y si la escuchamos, la tesis de Lacan, según mi punto de vista, comporta que todo eso se hace para hacer acallar a aquello que merece llamarse la voz como objeto a”.[1]*

Así concluía una intervención de Jacques-Alain Miller que se ha convertido en una referencia obligada para el estudio de la voz como objeto y su función en la clínica psicoanalítica. La voz, como una de las formas del objeto a, es en efecto una voz áfona, es una voz indecible en el registro del significante, una voz que permanece en el registro del “sileo”, del silencio tan absoluto como ensordecedor que anida en el ombligo de la estructura del lenguaje, ombligo que insiste y se repite como lo más real e imposible de representar. Pero esta voz áfona es también la voz que el sujeto puede “escuchar” desde lo real del cuerpo cuando el significante retorna desde lo real, por ejemplo en los fenómenos alucinatorios vinculados a lo que conocemos en la clínica de la psicosis como “automatismo mental”. Es la voz que, una vez localizada como exterior a lo simbólico, atribuimos también a un texto a cuyo autor nunca hemos escuchado hablar en la realidad. Es la voz distinta al registro fónico, también fonográfico, la voz que no es reducible en ningún momento a un sensorium, a un sentido perceptivo, y que incluso un sordomudo puede testimoniar que “escucha” en algunas alucinaciones auditivas[2].

El testimonio del caso princeps analizado en su texto por S. Freud, el famoso caso Schreber, sigue siendo aquí de un valor clínico ejemplar. Recordémoslo:

“El piano tuvo para mí un valor inapreciable, como sigue teniéndolo hoy. Confieso que me resulta difícil imaginar cómo habría podido soportar durante esos cinco años el juego forzado del pensamiento, con todo su cortejo de fenómenos, si me hubiera visto imposibilitado de tocar el piano. Mientras toco, el parloteo insano de las voces que me hablan queda cubierto: junto con el ejercicio físico, es una de las formas más adecuadas del famoso ‘pensamiento que no piensa en nada’ (Nichtsdenkungsgedankes), cuyos beneficios habían intentado quitarme, aduciendo que en el buen lenguaje de las almas, no se trataba más que de un ‘pensamiento musical de no pensar en nada’. Por añadidura, mientras toco, los rayos conservan constantemente la imagen visual de mis manos y de las notas. En definitiva todo intento por ‘hacerme pasar por’ mediante el ‘moldeado del humor’ o cualquier otro medio, fracasaba ante la suma de sentimientos que yo podía expresar mientras tocaba el piano. Es por ello que el piano desde siempre, y aún hoy, constituye uno de los principales objetos de execración”[3].

El sonido del piano cumple así la función de “cubrir” la voz impuesta al pensamiento para introducir en él una “nada”. Cubrir para rodear una nada es, en efecto, la función de o que llamamos “semblante” en la orientación lacaniana y tiene la virtud de vaciar, para rodearlo, el cuerpo de un goce que se le hace extraño de tan cercano. Ese “pensamiento que no piensa en nada” de Schreber tiene aquí la misma estructura que el “tocar nada” que antes evocábamos a propósito de la operación Miles Davis en In a silent way. Se trata de incluir el vacío sonoro que localice de alguna forma y en alguna forma el objeto a separado del cuerpo del sujeto. De ahí también que el acto de “tocar”, en la medida que pone en juego el cuerpo del músico, tenga siempre esta vertiente de contacto directo con el instrumento como localizador de un goce fuera del cuerpo pero, a la vez, en contacto con el cuerpo. Basta “ver” tocar a un Glenn Gould, o a un Keith Jarrett, para entenderlo, pero también basta “escuchar” su cuerpo incluido en la música – con sus famosos sonidos guturales – para entender la función que el goce separado del cuerpo tiene en contacto con el instrumento.

En la operación de la que Schreber da testimonio no se trata tanto entonces de un alegato en favor de una musicoterapia generalizable a los trastorno del lenguaje como de una precisa localización de la voz como objeto a-fono que se hace presente para cada sujeto de formas diversas.

Desde esta perspectiva, ¿de qué se trataría en la música? Nos encontramos finalmente con un tratamiento del objeto del goce en los márgenes del lenguaje, donde lo indecible toca lo más real como imposible de representar, pero donde se localiza también ese goce separado del cuerpo donde deberá desarrollarse la razón musical. La música, esa música de la que Lacan dijo en una ocasión que “algún día habría que hablar, al margen”[4], se organiza así como un saber hacer con el sonido para acallar el ruido del objeto a, el objeto que anida en el lenguaje in a silent way


*Quinto capítulo del artículo "Cinco Variaciones sobre In a silent way"

[1] Jacques-Alain Miller, “Jacques Lacan y la voz”, en Freudiana 21, Paidós, Barcelona 1997, p. 17.

[2] Ver al respecto, A. Cramer, “A propos des hallucinations chez les sourds-muets”, Analytica 28, pp. 3-28.

[3] D. P. Schreber, Memorias de un neurópata, Ed. Petrel, Buenos Aires 1978, p. 173.

[4] “Alguna vez – no sé si tendré tiempo algún día – habría que hablar de la música, al margen”. Jacques Lacan, Seminario 20, “Aún”, Paidós, Buenos Aires 1981, p. 140.

Variaciones sobre "In a silent way"
















In a silent way (De una manera silenciosa) es también el nombre de una de las piezas más enigmáticas e influyentes de la historia del jazz*. Dio título al disco de Miles Davis que marcó en 1969, junto a Bitches Brew en 1970, un antes y un después en su música y, por ende, un antes y un después en la música de jazz señalando uno de sus límites más fecundos. El autor de esta encantadora melodía fue el músico austríaco Joe Zawinul y es interesante señalar la coyuntura que precedió y dio lugar tanto a su creación como a sus grabaciones. Tal como indica su biógrafo,[1] In a silent way fue compuesta por Joe Zawinul un par de años antes de la grabación con Miles Davis, durante un descanso invernal pasado en Austria con su familia. Y cita directamente el testimonio del autor: “Había dejado a mis hijos con mis padres y me fui con mi mujer a un hotel. Afuera nevaba y no podía dormir. Estaba allí sentado y por algún motivo, - quizás por el hecho de estar de nuevo en Austria después de tantos años -, un primer encuentro con la familia significaba mucho. Tomé un papel y un lápiz y lo escribí en minuto y medio, sin parar. El concepto estaba muy claro desde el inicio”.[2] Sin instrumento musical alguno como soporte, la pieza fue pues escrita por Joe Zawinul en el silencio insomne de una noche invernal, en una habitación de hotel cercana al lugar más familiar y distante a la vez, una habitación en la que su mujer dormía mientras por la ventana él veía caer la nieve en silencio. La escena puede evocar my bien aquella otra, final, del relato de James Joyce titulado “Los muertos” y que el genio de John Huston pasó a la imagen en su última película, “Dublineses”. La melodía se trazó de un solo golpe en el pensamiento de Joe Zawinul, en el más puro silencio del “concepto” que el lápiz transcribió directamente en las notas sobre el papel. El disco titulado “Zawinul”, grabado por Atlantis Recording Studios de New York en 1970, incluye el siguiente comentario en los créditos de la pieza: “Impresiones de los días en los que el muchacho Joe Zawinul hacía de pastor en Austria”.
Es un momento que evoca un objeto perdido. De hecho, Joe Zawinul había perdido a los cuatro años un hermano gemelo enfermo de neumonía. Una frase del padre quedará para él como índice de lo que podría haber sido: “Es una pena que Erich no esté vivo todavía. Los dos habríais podido ser otros Blue Diamonds”, pareja de éxito en los años sesenta. Por lo demás, el recuerdo de Joe Zawinul es elocuente sobre el lugar dejado por el objeto perdido en relación al ideal del Yo: “Puedo recordarme estando en un cochecito para gemelos. También recuerdo una noche a mi madre sosteniendo en brazos a Erich que estaba enfermo y llamando a un médico que no llegó hasta la mañana, pero para entonces Erich ya había muerto... Solía preguntar a mis padres, ‘¿Dónde está Erich?’ y ellos me decían, ‘Estará fuera durante un tiempo, está en el cielo’. La litera vacía me hacía sentir realmente solo… Él era más inteligente y también más fuerte que yo”.[3]
In a silent way se escribe en el mismo lugar de esta pérdida. El nombre de la pieza se debe en realidad a un comentario del trompetista Nat Adderley, el hermano de Cannonball Adderley en cuyo grupo Joe Zawinul estaba tocando: “Oye, esto es muy bonito, parece hecho de una manera silenciosa”. Era un modo de nombrar lo más real del silencio que la había causado.
Cuando Miles Davis invitó a Joe Zawinul, un día de Febrero de 1969, a presentarse al estudio de grabación sin un plan preconcebido, le pidió simplemente que trajera “alguna música”. El proceso de grabación, recogido hoy en una edición especial,[4] muestra la operación de Miles Davis realizada sobre la pieza de Joe Zawinul. Miles actuó per via di levare, sacando la intro y los acordes con los que su autor había acompañado la melodía. Pidió a los músicos[5] que simplemente tocaran esa melodía, despojada de buena parte de sus acordes y dejando la armonía sin su resolución final en las frases. La diferencia entre la versión finalmente publicada y la no publicada da cuenta de este proceso parecido al de un escultor que vaciara el material sonoro. Hizo (re)aparecer así el silencio que habitaba en la pieza original de Joe Zawinul. Seguramente, si hubiera podido, Miles hubiera pedido a los músicos que simplemente no tocaran nada… o mejor, que tocaran “nada”. El, en aquel entonces, jovencísimo pero ya muy experimentado guitarrista John McLaughlin, que desgrana en la grabación la melodía de Joe Zawinul con singular sensibilidad, recibió del artífice Miles la orden de tocar la pieza como si fuera un novato, dejando de lado cualquier preciosismo armónico en los acordes. El ambiente generado en la grabación tiene así algo de los sonidos producidos sin intención que John Cage buscaba con su fuga silenciosa y que sólo podrían aparecer como si fuera de una manera distraída, con una suerte de atención flotante. Algunos atentos oyentes de la grabación señalan que los silbidos o los siseos a veces se escuchan entre las notas más que las notas mismas, ¡hasta el punto de resultarles molestos! Para otros es precisamente este rasgo el que da el tono singular a la pieza. Una edición con remezclas hechas por Bill Laswell a partir de las cintas originales que el propio Miles Davis le dio[6] hizo más patentes todavía estos silencios sibilantes. El aire que se escucha soplando en los metales sin el sonido de las notas hace aquí presente, como en algunos otros músicos de jazz, la dimensión más pura de la pulsión oral en el silencio.
Como dirá el propio Miles Davis en otra ocasión, “The silence is the strongest noise, perhaps the strongest of the noises”: el silencio es el ruido más fuerte, tal vez el más fuerte de los ruidos. El término no es aquí “sound” (sonido) sino “noise” (ruido), resto irreductible de la operación de conversión, de transformación de uno en otro. Hacer del silencio-ruido un silencio-sonido requiere, en efecto, un denso y sutil proceso de elaboración sobre la materia sonora. Y acallar este ruido del silencio, verdadera voz áfona que habita en el ombligo más real del lenguaje, será en efecto una de las tareas mayores de la música.



* Cuarta parte del artículo "Cinco variaciones sobre In a silent way"
[1] Brian Glasser, In a silent way. A portrait of Joe Zawinul, Sanctuary Publishing, London 2001.
[2] Brian Glasser, op.cit. p. 109.
[3] Brian Glasser, op. cit. p. 20.
[4] The Complete In A Silent Way Sessions, Columbia Records 2003. Ver al respecto, Paul Tingen, “The Making of In A Silent Way & Bitches Brew”, Billboard Books, New York 2001.
[5] No eran cualesquiera. Además de Miles Davis a la trompeta y Joe Zawinul al piano eléctrico y al órgano, se trataba de Wayne Shorter (saxo tenor y soprano), Chick Corea (piano eléctrico), Herbie Hancock (piano eléctrico), Dave Holland (contrabajo) y Tony Williams (batería).
[6] Bill Laswell, Panthalassa: The 
Music Of Miles Davis, Columbia 1998.

El silencio de John Cage
















Cuando John Cage entró un día de 1948 en la cámara anecoica de la Universidad de Harvard buscando el silencio absoluto escuchó sorprendido dos sonidos, “uno alto y otro bajo”*. Según su propio testimonio, al describírselos al ingeniero técnico encargado de la cámara, éste le informó que el sonido alto correspondía a su sistema nervioso en funcionamiento, y el sonido bajo a la circulación de la sangre en sus venas. Hay razones para preguntarse, en primer lugar, cómo pudo John Cage distinguir estos dos sonidos, “uno alto y otro bajo”, por qué los distinguió precisamente como sonidos (sounds) y no como meros ruidos (noises), y cómo llegó también a describirlos para recibir una respuesta tan precisa referida a lo más real de su organismo. Seguramente se trataba de una respuesta standard, que vale para todos pero que no quita nada a la singularidad de la experiencia de John Cage como sujeto: cuando ya no hay nada más que escuchar, uno oye entonces el chisporroteo de las neuronas con sus sinapsis correspondientes en el interior del cráneo y el repicar de los glóbulos fluyendo en sus venas, el primero en una frecuencia más alta que el segundo. Una cámara anecoica es una sala diseñada de modo que cualquier sonido es absorbido por las paredes, por el techo y por el suelo. En su interior, cualquier reflexión de una onda sonora es amortiguada al máximo. Los ruidos escuchados por John Cage tenían que proceder, sin duda alguna, del interior de su cuerpo. ¿Los escuchó desde ese mismo interior, o bien desde el exterior? La pregunta no es ociosa porque en este punto la frontera entre interior y exterior del cuerpo se desvanece en lo real del organismo, - un real que no tiene, propiamente, lugar -, en una contigüidad que borra cualquier intervalo entre significantes para diluirlos en el ruido silencioso del Uno sin el Otro. Del mismo modo, la distinción entre ruido y sonido, pero también entre sonido y silencio, se desvanece en esta contigüidad que sólo la intención de escuchar distinguirá de modo discreto.
La conclusión de John Cage después de esta experiencia, - traumática, nos atrevemos a decir-, será tan definitiva como irreversible: el silencio absoluto no existe. "I literally expected to hear nothing" – literalmente esperaba no oír nada (o tal vez sería mejor traducir mal: “literalmente esperaba oír nada”)**. Sin embargo, escuchó algo, un ruido interpretado ya como sonido procedente del interior del cuerpo. Se trata de la atribución de una voz en lo real, una voz que sólo se hace presente a partir de la “intención de escuchar”. Entre oír y escuchar, entre ruido y sonido, entre el supuesto silencio absoluto – ese que no existe - y cada uno de estos términos, se abre entonces un intervalo que es el índice preciso de un sujeto que escucha. Es un supuesto sujeto intencional, aunque en realidad es un sujeto efecto de la entrada del significante en lo real. Es un sujeto que escucha y que no sólo oye, un sujeto que surge recortado de la frontera entre interior y exterior, - interior y exterior, en primer lugar, de su cuerpo -, entre ruido y sonido, entre sonido y silencio…
El silencio, tal como lo entenderá John Cage, no puede ser entonces definido como la ausencia de sonido. El silencio está necesariamente habitado por la serie de sonidos-ruidos que nos rodean y que no escuchamos de manera intencionada. La vaga noción de intencionalidad introduce de hecho la pregunta por el sujeto: ¿qué sujeto hay en un sonido? ¿puede darse un sonido sin sujeto? La experiencia en la cámara anecoica llevó así a John Cage a reformular el concepto mismo de silencio, no como la ausencia de sonido sino como la ausencia de toda intención de escuchar. Una vez introducida esta “intención de escuchar”, no hay nada semejante al silencio sino en todo caso los ruidos del propio cuerpo escuchados como sonidos. “There is no such thing as silence”[1], es el axioma fundamental de John Cage . Si el silencio no existe como tal es porque se revela finalmente como una posición subjetiva ante lo real, consecuencia de un prestar o no prestar atención como respuesta ante este real imposible de ser representado como tal. Lo que llamamos silencio absoluto sería así, siguiendo a John Cage, la ausencia de toda “intención” de producir un sonido o de escucharlo. Pero en la realidad cada objeto, cada instante, tiene su sonido permanente que deberíamos saber escuchar. Lo real, para John Cage, nunca está en silencio y sólo es por inadvertencia que dejamos de escucharlo. La música sería de hecho la mejor forma de poder escucharlo.

* Primera parte de un artículo titulado "Cinco Variaciones sobre In a silent way".
** Nuestro colega Iván Ruiz nos ha indicado que era mejor traducir así la frase en lugar de la forma que habíamos escogido: "literalmente no esperaba oír nada". El lugar de la negación es, en efecto, decisivo para localizar en ella al sujeto.
[1] John Cage, Silence, Middletown, CT: Wesleyan University Press, 1961, p. 191.

09 de desembre 2009

Cartel bisagra











Hace unos días escribí unas líneas sobre el pase - experiencia y dispositivo - como una bisagra de la Escuela, como un dispositivo que permite transmitir lo más íntimo y singular de la experiencia de convertirse en analista hacia el exterior que habita en la Escuela misma y hacia su exterior en el discurso social*. Pues bien, el dispositivo del cartel me parece que es la otra bisagra inventada por Jacques Lacan para que las aberturas de la Escuela sean verdaderos lugares de pasaje y no barreras de clausura. El cartel, como lugar de elaboración de un saber de cada uno de sus miembros en un trabajo que es también colectivo, es un lugar de pasaje del saber del psicoanálisis entre lo interior y lo exterior de la Escuela.

Tres experiencias distintas en carteles vienen ahora a ponerme de manifiesto esta función de bisagra del cartel de maneras diversas.

El primero fue el primer cartel como tal en el que participé, a principios de los años noventa al inicio de la experiencia de la Escuela, justo antes de su misma creación, en lo que era en ese momento una suerte de crisol donde se fusionaban grupos distintos para dar lugar a la Escuela Europea de Psicoanálisis. Era realmente la experiencia de una elaboración colectiva con un exterior que hasta ese momento era tan cercano como distante y que se hacía presente por colegas que venían de otro grupo. Algunos forman hoy parte de la ELP, otros se fueron antes de su creación. El tema del cartel giraba entorno a la identificación en distintas vertientes y fue un modo de entender que no se podía construir una Escuela con los emblemas de las identificaciones sino a partir del vacío que hace presente el ser del psicoanalista. El trabajo de aquel cartel coincidió de hecho con mi entrada como miembro en la Escuela que se constituía entonces.

Los otros dos carteles en los que participo actualmente tienen rasgos distintos en esta función de bisagra y hacen presente la extimidad de la Escuela de dos modos diversos.

Uno está integrado por dos miembros y por tres no miembros de la Escuela. Inscrito en la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis, esta circunstancia hace presente en ella una exterioridad de hecho, una exterioridad que cumple una doble función de control y de transmisión que siempre debería ser propia del cartel de una forma u otra. El cartel tiene un tema que se está trabajando de modo específico para cada miembro siguiendo el hilo del Seminario XVII de Jacques Lacan, “El reverso del psicoanálisis”. El tema articula tres términos, “Discurso, capitalismo y subjetividad”, que son cada uno el reverso del otro: el sujeto y el discurso del Otro, el discurso del psicoanalista como reverso del discurso del Amo, el capitalismo como una reversión de términos de este último.

El tercero de los carteles es el cartel del pase B9 de la École de la Cause freudienne, cartel en el que cumplo la función de Más uno y que tiene la delicada función de decidir el nombramiento de los Analistas de la Escuela (AE) a partir de la retransmisión de los testimonios de los pasantes por los pasadores. Realiza así un trabajo clínico en los más fino y depurado de la experiencia analítica, allí donde el sujeto realiza el pasaje de analizante a analista y se postula a la Escuela como el que puede ser analista de su experiencia. La experiencia en este cartel del pase está suponiendo para mí una enseñanza crucial sobre cuál es la verdadera pareja-sinthoma de los analistas tomados uno por uno y para entender cuál es hoy la verdadera pareja-sinthoma de la Escuela tomada como sujeto que hace presente el discurso del psicoanálisis en la contemporaneidad.


*Contribución a la publicación virtual Cártel Express.

Pase bisagra











Un reciente debate en Barcelona sobre el pase ha planteado un punto que me ha parecido interesante aportar al Collège de la passe en la Ecole de la Cause Freudienne*. Hablábamos allí del pase como un dispositivo bisagra, en primer lugar en el testimonio del pasaje del analizante al analista, también en la puerta de entrada de la Escuela en la época en la que el dispositivo cumplía esta función, en los batientes de la ventana interior de la Escuela donde se formula la pregunta sobre qué es un analista… Pero la experiencia y el dispositivo son también una bisagra entre el interior de la experiencia analítica y de la Escuela y el exterior que viene a ser con frecuencia su propia extimidad. De hecho, podemos leer en la “Proposición” de Lacan también una apuesta para transmitir qué es un analista, - “cómo se convierte uno en analista” -, al Otro del discurso social de la manera más clara y precisa posible. Y es así precisamente como la Escuela en tanto sujeto encuentra en la experiencia del pase su propia división, una división que debe ser renovada cada vez en esta función de bisagra entre su interior y su exterior, en la tarea de testimoniar y transmitir qué es una analista a principios del siglo XXI.

Las recientes Jornadas de la ECF de este mes de Noviembre han sido, en efecto, el mejor ejemplo que se podía dar de esta función de bisagra entre lo más interior y privado y lo más exterior y público de esta experiencia singular del convertirse en analista. La Escuela ha encontrado allí lo más vivo de su propia división como sujeto ante lo que hoy es la causa analítica. Y ello en la medida en que cada uno ha hecho un gran esfuerzo minimalista, en un ideal de relámpago y de simplicidad, para reducir este testimonio a lo más esencial a fin de ser convincente para el primero que venga, uno cualquiera de la multitud de participantes de esas Jornadas.

Se plantea entonces la cuestión de lo que esta experiencia puede enseñarnos – a los pasantes, a los pasadores, a los carteles del pase, al propio Collège de la passe – sobre la política que debemos seguir en esta función del pase-bisagra cuando apunta no sólo al supuesto interior de la comunidad analítica (¡siempre hay una comunidad supuesta!) sino sobre todo a este exterior que es hoy el verdadero partenaire éxtimo del psicoanálisis.


*Contribución enviada al Collège de la passe de la Ecole de la Cause Freudienne.

16 de novembre 2009

Soledades II










La soledad aparece, en primer lugar, como un sentimiento, con todo lo que tiene de un sentido compartido, de algo reconocible por el otro, del sentir que corresponde a un afecto, pero sobre todo con lo que ese senti-miento tiene de un “-miento”. La soledad como sentimiento siempre miente un poco sobre la verdadera pareja del sujeto, esa pareja que le acompaña inevitablemente como su sombra, o mejor, que le acompaña bajo la sombra de su imagen narcisista. Cuando alguien nos habla, en un tono más o menos quejoso, de su soledad sabemos que no hay que creerle mucho, que en realidad se está confrontando a lo insoportable de lo que le es más cercano, a lo insoportable de su verdadera pareja.

Es en este sentido que he propuesto distinguir el sentimiento de soledad del “estar a solas”. Siempre se está a solas con algo (con un libro, con uno mismo, hasta con Dios), pero no necesariamente con alguien.

Tal vez la experiencia analítica sea la experiencia más verdadera de estar a solas con… ¿con qué, precisamente? El “a solas” introduce una presencia irreductible, que no pude negativizarse, esa presencia que la enseñanza de Lacan escribe con el objeto a y que es finalmente, una vez despojado de todas las identificaciones narcisistas, el lugar en el que el sujeto puede, si quiere, reconocer a su verdadera pareja.

Tampoco hay que creer mucho al psicoanalista cuando piensa hablar de su soledad. No parece una excepción en este punto y todo depende, en realidad, del uso que haga de ella. Es una soledad enigmática para unos, apreciada por otros, cultivada incluso por algunos más como su bien más preciado e indiscutible.

Freud pensaba, en efecto, que todo grupo humano funcionaba según aquella imagen, acuñada por Schopenhauer, del grupo de puercoespines que se acercaban unos a otros en el crudo día invernal cuando sentían frío pero que debían alejarse de repente cuando se herían unos a otros con sus púas al acercarse demasiado. Y así se pasaban el tiempo sin poder acercarse ni separarse del todo. Podían quejarse sin duda de su soledad, pero en realidad era de la soledad de no poder estar a solas con sus propias púas. Schopenhauer pensaba que la solución estaba en encontrar la buena distancia entre los puercoespines para establecer un vínculo social soportable entre ellos. Encontrar la buena distancia con el objeto fue, por otra parte, el objetivo analítico de una corriente sabiamente criticada por Lacan en los años cincuenta, la así llamada corriente de “la relación de objeto”. El problema es, precisamente, que no hay relación posible con el objeto, no hay relación que pueda escribirse de manera recíproca para fundar esa buena distancia entre unos y otros, esa buena distancia que sería el ideal de comunidad. Así, la comunidad parecería condenada o bien a quejarse o bien a satisfacerse en la soledad de sus miembros.

Una Escuela debería ser otra cosa que una imposible comunidad al estilo de la que pensaba Schopenhauer y el propio Freud. Debería ser el lugar donde se elabora la experiencia singular que supone hacerse analista en un estar a solas. Hacer creer al sujeto, aunque sea por un momento, que no será de este “a solas” del que extraerá el objeto que lo acompaña sin saberlo, hacer creer al sujeto que no será en este “a solas” como podrá autorizarse frente a otros en su deseo de analista una vez extraído este objeto, es una creencia que tiene un precio muy alto para el psicoanálisis. Es el precio de su dilución en las diversas formas del discurso del Amo que hace sentir al sujeto, no sólo que él es único – lo que de hecho es siempre la condición del sujeto dividido por el inconsciente - sino también y sobre todo que él es el único. Creerse el único es, en realidad, la mejor manera de no saberse solo, de no consentir al “estar a solas”. Y es precisamente sobre la distinción entre el único (en francés, le seul) y el solo (seul) que traducimos por el “a solas” que Lacan hace pivotar la relación del analista con el acto analítico en dos densas páginas de su discurso a la EFP de 1967: “no hay, - escribe ahí -, homosemia entre el único (le seul) y solo (seul)”. Y es para poder disponer de una relación con esta otra soledad, con este “a solas” en el que se sostiene el acto analítico, que el sujeto que se forma en el análisis debe encontrar el lugar donde alojarla. Es un lugar donde no habrían unos únicos – función que el propio Lacan llamó “las Suficiencias” en su crítica de la comunidad analítica de los años cincuenta – sino sujetos a solas en su relación con la causa analítica.

La Escuela de Lacan, la Escuela como sujeto del que intentamos hacer la experiencia, es de este orden. En efecto, como ha recordado Santiago Castellanos en “La Vanguardia de Valencia” nº 6, fue renunciando a la soledad, a la soledad del único, como Lacan fundó su Escuela en 1964. Al lado de la famosa frase del Acto de Fundación: “Solo, como siempre he estado en mi relación con la causa analítica…”, hay que leer entonces la de 1967: “Mi soledad, es precisamente a eso que renuncié al fundar la Escuela”. La lectura de las dos páginas que constituyen el contexto de estas dos frases nos llevarían un tiempo, pero me parecen cruciales para distinguir las diversas soledades en el analista y para ver su articulación, muy precisamente, en el paso del analizante al analista que abordamos en la experiencia del pase.

El deseo del analista, es de esto, no lo olvidemos, de lo que se trata en el pase del analizante al analista. En este paso, es cierto, uno está solas con lo que ha llegado a ser su objeto, cuando el Otro que no existe ya para calmar la soledad del sujeto, se ha reducido a este objeto que es su verdadera pareja en el estar a solas. Es con ello que el deseo del analista sabe y debe operar en la experiencia.

Por mi parte, les diré que finalmente no encontré nada mejor para hacer presente esta función del deseo del analista en mi experiencia que… una página en blanco. Algunos saben el destino que esto tuvo en la comunidad analítica. ¿Quieren ustedes algo más solo, y a la vez algo menos único, que una página en blanco? Una página en banco es lo que permite que algo deje de no escribirse para alguien que tenga a bien hacerla servir (hacerla servir para el acto con el que se relaciona, para el acto analítico).

A la vez, una página en blanco no tiene nada de único, es de hecho como muchas otras, es en realidad la que más se parece a muchas otras. Cuando entra en la serie (se la llama entonces, en el mundo de la edición del libro, “página de cortesía”) sirve para que las otras sean legibles. Es cierto, por otra parte, que para hacer presente una página en blanco a veces hay que decir, escribir también, muchas cosas. Y el problema puede llegar cuando uno quiere escribir algo en ella para definirla como un universal. Se suele incurrir en una paradoja imperdonable, al estilo de ese mensaje que encontrarán en algunos libros impresos o también en Internet, This page intentionally left blank (“Esta página se ha dejado en blanco de forma intencionada”). No es fácil hacer aparecer, en efecto, aquello que no cesa de no escribirse en el decir y que cumple la función de orientar al sujeto en lo real.

Pero el analista es decididamente el que soporta hacer presente en nuestro mundo esta página en blanco del inconsciente real para que algo deje de no escribirse en el inconsciente transferencial de cada sujeto. Diré incluso, para concluir, que es de la posibilidad, siempre contingente, de esta operación que depende el futuro del psicoanálisis.


*Intervención en las Octavas Jornadas de la ELP, Valencia 14-15 de Noviembre de 2009.