25 de gener 2010
Los clásicos lacanianos de la psiquiatría
24 de desembre 2009
La voz del objeto 'a'

“Si cantamos y si escuchamos a los cantantes, si hacemos música y si la escuchamos, la tesis de Lacan, según mi punto de vista, comporta que todo eso se hace para hacer acallar a aquello que merece llamarse la voz como objeto a”.[1]*
Así concluía una intervención de Jacques-Alain Miller que se ha convertido en una referencia obligada para el estudio de la voz como objeto y su función en la clínica psicoanalítica. La voz, como una de las formas del objeto a, es en efecto una voz áfona, es una voz indecible en el registro del significante, una voz que permanece en el registro del “sileo”, del silencio tan absoluto como ensordecedor que anida en el ombligo de la estructura del lenguaje, ombligo que insiste y se repite como lo más real e imposible de representar. Pero esta voz áfona es también la voz que el sujeto puede “escuchar” desde lo real del cuerpo cuando el significante retorna desde lo real, por ejemplo en los fenómenos alucinatorios vinculados a lo que conocemos en la clínica de la psicosis como “automatismo mental”. Es la voz que, una vez localizada como exterior a lo simbólico, atribuimos también a un texto a cuyo autor nunca hemos escuchado hablar en la realidad. Es la voz distinta al registro fónico, también fonográfico, la voz que no es reducible en ningún momento a un sensorium, a un sentido perceptivo, y que incluso un sordomudo puede testimoniar que “escucha” en algunas alucinaciones auditivas[2].
El testimonio del caso princeps analizado en su texto por S. Freud, el famoso caso Schreber, sigue siendo aquí de un valor clínico ejemplar. Recordémoslo:
“El piano tuvo para mí un valor inapreciable, como sigue teniéndolo hoy. Confieso que me resulta difícil imaginar cómo habría podido soportar durante esos cinco años el juego forzado del pensamiento, con todo su cortejo de fenómenos, si me hubiera visto imposibilitado de tocar el piano. Mientras toco, el parloteo insano de las voces que me hablan queda cubierto: junto con el ejercicio físico, es una de las formas más adecuadas del famoso ‘pensamiento que no piensa en nada’ (Nichtsdenkungsgedankes), cuyos beneficios habían intentado quitarme, aduciendo que en el buen lenguaje de las almas, no se trataba más que de un ‘pensamiento musical de no pensar en nada’. Por añadidura, mientras toco, los rayos conservan constantemente la imagen visual de mis manos y de las notas. En definitiva todo intento por ‘hacerme pasar por’ mediante el ‘moldeado del humor’ o cualquier otro medio, fracasaba ante la suma de sentimientos que yo podía expresar mientras tocaba el piano. Es por ello que el piano desde siempre, y aún hoy, constituye uno de los principales objetos de execración”[3].
El sonido del piano cumple así la función de “cubrir” la voz impuesta al pensamiento para introducir en él una “nada”. Cubrir para rodear una nada es, en efecto, la función de o que llamamos “semblante” en la orientación lacaniana y tiene la virtud de vaciar, para rodearlo, el cuerpo de un goce que se le hace extraño de tan cercano. Ese “pensamiento que no piensa en nada” de Schreber tiene aquí la misma estructura que el “tocar nada” que antes evocábamos a propósito de la operación Miles Davis en In a silent way. Se trata de incluir el vacío sonoro que localice de alguna forma y en alguna forma el objeto a separado del cuerpo del sujeto. De ahí también que el acto de “tocar”, en la medida que pone en juego el cuerpo del músico, tenga siempre esta vertiente de contacto directo con el instrumento como localizador de un goce fuera del cuerpo pero, a la vez, en contacto con el cuerpo. Basta “ver” tocar a un Glenn Gould, o a un Keith Jarrett, para entenderlo, pero también basta “escuchar” su cuerpo incluido en la música – con sus famosos sonidos guturales – para entender la función que el goce separado del cuerpo tiene en contacto con el instrumento.
En la operación de la que Schreber da testimonio no se trata tanto entonces de un alegato en favor de una musicoterapia generalizable a los trastorno del lenguaje como de una precisa localización de la voz como objeto a-fono que se hace presente para cada sujeto de formas diversas.
Desde esta perspectiva, ¿de qué se trataría en la música? Nos encontramos finalmente con un tratamiento del objeto del goce en los márgenes del lenguaje, donde lo indecible toca lo más real como imposible de representar, pero donde se localiza también ese goce separado del cuerpo donde deberá desarrollarse la razón musical. La música, esa música de la que Lacan dijo en una ocasión que “algún día habría que hablar, al margen”[4], se organiza así como un saber hacer con el sonido para acallar el ruido del objeto a, el objeto que anida en el lenguaje in a silent way…
*Quinto capítulo del artículo "Cinco Variaciones sobre In a silent way"
[1] Jacques-Alain Miller, “Jacques Lacan y la voz”, en Freudiana 21, Paidós, Barcelona 1997, p. 17.
[2] Ver al respecto, A. Cramer, “A propos des hallucinations chez les sourds-muets”, Analytica 28, pp. 3-28.
[3] D. P. Schreber, Memorias de un neurópata, Ed. Petrel, Buenos Aires 1978, p. 173.
[4] “Alguna vez – no sé si tendré tiempo algún día – habría que hablar de la música, al margen”. Jacques Lacan, Seminario 20, “Aún”, Paidós, Buenos Aires 1981, p. 140.
Variaciones sobre "In a silent way"

In a silent way (De una manera silenciosa) es también el nombre de una de las piezas más enigmáticas e influyentes de la historia del jazz*. Dio título al disco de Miles Davis que marcó en 1969, junto a Bitches Brew en 1970, un antes y un después en su música y, por ende, un antes y un después en la música de jazz señalando uno de sus límites más fecundos. El autor de esta encantadora melodía fue el músico austríaco Joe Zawinul y es interesante señalar la coyuntura que precedió y dio lugar tanto a su creación como a sus grabaciones. Tal como indica su biógrafo,[1] In a silent way fue compuesta por Joe Zawinul un par de años antes de la grabación con Miles Davis, durante un descanso invernal pasado en Austria con su familia. Y cita directamente el testimonio del autor: “Había dejado a mis hijos con mis padres y me fui con mi mujer a un hotel. Afuera nevaba y no podía dormir. Estaba allí sentado y por algún motivo, - quizás por el hecho de estar de nuevo en Austria después de tantos años -, un primer encuentro con la familia significaba mucho. Tomé un papel y un lápiz y lo escribí en minuto y medio, sin parar. El concepto estaba muy claro desde el inicio”.[2] Sin instrumento musical alguno como soporte, la pieza fue pues escrita por Joe Zawinul en el silencio insomne de una noche invernal, en una habitación de hotel cercana al lugar más familiar y distante a la vez, una habitación en la que su mujer dormía mientras por la ventana él veía caer la nieve en silencio. La escena puede evocar my bien aquella otra, final, del relato de James Joyce titulado “Los muertos” y que el genio de John Huston pasó a la imagen en su última película, “Dublineses”. La melodía se trazó de un solo golpe en el pensamiento de Joe Zawinul, en el más puro silencio del “concepto” que el lápiz transcribió directamente en las notas sobre el papel. El disco titulado “Zawinul”, grabado por Atlantis Recording Studios de New York en 1970, incluye el siguiente comentario en los créditos de la pieza: “Impresiones de los días en los que el muchacho Joe Zawinul hacía de pastor en Austria”.
El silencio de John Cage

** Nuestro colega Iván Ruiz nos ha indicado que era mejor traducir así la frase en lugar de la forma que habíamos escogido: "literalmente no esperaba oír nada". El lugar de la negación es, en efecto, decisivo para localizar en ella al sujeto.
09 de desembre 2009
Cartel bisagra

Hace unos días escribí unas líneas sobre el pase - experiencia y dispositivo - como una bisagra de la Escuela, como un dispositivo que permite transmitir lo más íntimo y singular de la experiencia de convertirse en analista hacia el exterior que habita en la Escuela misma y hacia su exterior en el discurso social*. Pues bien, el dispositivo del cartel me parece que es la otra bisagra inventada por Jacques Lacan para que las aberturas de la Escuela sean verdaderos lugares de pasaje y no barreras de clausura. El cartel, como lugar de elaboración de un saber de cada uno de sus miembros en un trabajo que es también colectivo, es un lugar de pasaje del saber del psicoanálisis entre lo interior y lo exterior de la Escuela.
Tres experiencias distintas en carteles vienen ahora a ponerme de manifiesto esta función de bisagra del cartel de maneras diversas.
El primero fue el primer cartel como tal en el que participé, a principios de los años noventa al inicio de la experiencia de la Escuela, justo antes de su misma creación, en lo que era en ese momento una suerte de crisol donde se fusionaban grupos distintos para dar lugar a la Escuela Europea de Psicoanálisis. Era realmente la experiencia de una elaboración colectiva con un exterior que hasta ese momento era tan cercano como distante y que se hacía presente por colegas que venían de otro grupo. Algunos forman hoy parte de la ELP, otros se fueron antes de su creación. El tema del cartel giraba entorno a la identificación en distintas vertientes y fue un modo de entender que no se podía construir una Escuela con los emblemas de las identificaciones sino a partir del vacío que hace presente el ser del psicoanalista. El trabajo de aquel cartel coincidió de hecho con mi entrada como miembro en la Escuela que se constituía entonces.
Los otros dos carteles en los que participo actualmente tienen rasgos distintos en esta función de bisagra y hacen presente la extimidad de la Escuela de dos modos diversos.
Uno está integrado por dos miembros y por tres no miembros de la Escuela. Inscrito en la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis, esta circunstancia hace presente en ella una exterioridad de hecho, una exterioridad que cumple una doble función de control y de transmisión que siempre debería ser propia del cartel de una forma u otra. El cartel tiene un tema que se está trabajando de modo específico para cada miembro siguiendo el hilo del Seminario XVII de Jacques Lacan, “El reverso del psicoanálisis”. El tema articula tres términos, “Discurso, capitalismo y subjetividad”, que son cada uno el reverso del otro: el sujeto y el discurso del Otro, el discurso del psicoanalista como reverso del discurso del Amo, el capitalismo como una reversión de términos de este último.
El tercero de los carteles es el cartel del pase B9 de la École de la Cause freudienne, cartel en el que cumplo la función de Más uno y que tiene la delicada función de decidir el nombramiento de los Analistas de la Escuela (AE) a partir de la retransmisión de los testimonios de los pasantes por los pasadores. Realiza así un trabajo clínico en los más fino y depurado de la experiencia analítica, allí donde el sujeto realiza el pasaje de analizante a analista y se postula a la Escuela como el que puede ser analista de su experiencia. La experiencia en este cartel del pase está suponiendo para mí una enseñanza crucial sobre cuál es la verdadera pareja-sinthoma de los analistas tomados uno por uno y para entender cuál es hoy la verdadera pareja-sinthoma de la Escuela tomada como sujeto que hace presente el discurso del psicoanálisis en la contemporaneidad.
*Contribución a la publicación virtual Cártel Express.
Pase bisagra

Las recientes Jornadas de la ECF de este mes de Noviembre han sido, en efecto, el mejor ejemplo que se podía dar de esta función de bisagra entre lo más interior y privado y lo más exterior y público de esta experiencia singular del convertirse en analista. La Escuela ha encontrado allí lo más vivo de su propia división como sujeto ante lo que hoy es la causa analítica. Y ello en la medida en que cada uno ha hecho un gran esfuerzo minimalista, en un ideal de relámpago y de simplicidad, para reducir este testimonio a lo más esencial a fin de ser convincente para el primero que venga, uno cualquiera de la multitud de participantes de esas Jornadas.
Se plantea entonces la cuestión de lo que esta experiencia puede enseñarnos – a los pasantes, a los pasadores, a los carteles del pase, al propio Collège de la passe – sobre la política que debemos seguir en esta función del pase-bisagra cuando apunta no sólo al supuesto interior de la comunidad analítica (¡siempre hay una comunidad supuesta!) sino sobre todo a este exterior que es hoy el verdadero partenaire éxtimo del psicoanálisis.
*Contribución enviada al Collège de la passe de la Ecole de la Cause Freudienne.
16 de novembre 2009
Soledades II

La soledad aparece, en primer lugar, como un sentimiento, con todo lo que tiene de un sentido compartido, de algo reconocible por el otro, del sentir que corresponde a un afecto, pero sobre todo con lo que ese senti-miento tiene de un “-miento”. La soledad como sentimiento siempre miente un poco sobre la verdadera pareja del sujeto, esa pareja que le acompaña inevitablemente como su sombra, o mejor, que le acompaña bajo la sombra de su imagen narcisista. Cuando alguien nos habla, en un tono más o menos quejoso, de su soledad sabemos que no hay que creerle mucho, que en realidad se está confrontando a lo insoportable de lo que le es más cercano, a lo insoportable de su verdadera pareja.
Es en este sentido que he propuesto distinguir el sentimiento de soledad del “estar a solas”. Siempre se está a solas con algo (con un libro, con uno mismo, hasta con Dios), pero no necesariamente con alguien.
Tal vez la experiencia analítica sea la experiencia más verdadera de estar a solas con… ¿con qué, precisamente? El “a solas” introduce una presencia irreductible, que no pude negativizarse, esa presencia que la enseñanza de Lacan escribe con el objeto a y que es finalmente, una vez despojado de todas las identificaciones narcisistas, el lugar en el que el sujeto puede, si quiere, reconocer a su verdadera pareja.
Tampoco hay que creer mucho al psicoanalista cuando piensa hablar de su soledad. No parece una excepción en este punto y todo depende, en realidad, del uso que haga de ella. Es una soledad enigmática para unos, apreciada por otros, cultivada incluso por algunos más como su bien más preciado e indiscutible.
Freud pensaba, en efecto, que todo grupo humano funcionaba según aquella imagen, acuñada por Schopenhauer, del grupo de puercoespines que se acercaban unos a otros en el crudo día invernal cuando sentían frío pero que debían alejarse de repente cuando se herían unos a otros con sus púas al acercarse demasiado. Y así se pasaban el tiempo sin poder acercarse ni separarse del todo. Podían quejarse sin duda de su soledad, pero en realidad era de la soledad de no poder estar a solas con sus propias púas. Schopenhauer pensaba que la solución estaba en encontrar la buena distancia entre los puercoespines para establecer un vínculo social soportable entre ellos. Encontrar la buena distancia con el objeto fue, por otra parte, el objetivo analítico de una corriente sabiamente criticada por Lacan en los años cincuenta, la así llamada corriente de “la relación de objeto”. El problema es, precisamente, que no hay relación posible con el objeto, no hay relación que pueda escribirse de manera recíproca para fundar esa buena distancia entre unos y otros, esa buena distancia que sería el ideal de comunidad. Así, la comunidad parecería condenada o bien a quejarse o bien a satisfacerse en la soledad de sus miembros.
Una Escuela debería ser otra cosa que una imposible comunidad al estilo de la que pensaba Schopenhauer y el propio Freud. Debería ser el lugar donde se elabora la experiencia singular que supone hacerse analista en un estar a solas. Hacer creer al sujeto, aunque sea por un momento, que no será de este “a solas” del que extraerá el objeto que lo acompaña sin saberlo, hacer creer al sujeto que no será en este “a solas” como podrá autorizarse frente a otros en su deseo de analista una vez extraído este objeto, es una creencia que tiene un precio muy alto para el psicoanálisis. Es el precio de su dilución en las diversas formas del discurso del Amo que hace sentir al sujeto, no sólo que él es único – lo que de hecho es siempre la condición del sujeto dividido por el inconsciente - sino también y sobre todo que él es el único. Creerse el único es, en realidad, la mejor manera de no saberse solo, de no consentir al “estar a solas”. Y es precisamente sobre la distinción entre el único (en francés, le seul) y el solo (seul) que traducimos por el “a solas” que Lacan hace pivotar la relación del analista con el acto analítico en dos densas páginas de su discurso a la EFP de 1967: “no hay, - escribe ahí -, homosemia entre el único (le seul) y solo (seul)”. Y es para poder disponer de una relación con esta otra soledad, con este “a solas” en el que se sostiene el acto analítico, que el sujeto que se forma en el análisis debe encontrar el lugar donde alojarla. Es un lugar donde no habrían unos únicos – función que el propio Lacan llamó “las Suficiencias” en su crítica de la comunidad analítica de los años cincuenta – sino sujetos a solas en su relación con la causa analítica.
La Escuela de Lacan, la Escuela como sujeto del que intentamos hacer la experiencia, es de este orden. En efecto, como ha recordado Santiago Castellanos en “La Vanguardia de Valencia” nº 6, fue renunciando a la soledad, a la soledad del único, como Lacan fundó su Escuela en 1964. Al lado de la famosa frase del Acto de Fundación: “Solo, como siempre he estado en mi relación con la causa analítica…”, hay que leer entonces la de 1967: “Mi soledad, es precisamente a eso que renuncié al fundar la Escuela”. La lectura de las dos páginas que constituyen el contexto de estas dos frases nos llevarían un tiempo, pero me parecen cruciales para distinguir las diversas soledades en el analista y para ver su articulación, muy precisamente, en el paso del analizante al analista que abordamos en la experiencia del pase.
El deseo del analista, es de esto, no lo olvidemos, de lo que se trata en el pase del analizante al analista. En este paso, es cierto, uno está solas con lo que ha llegado a ser su objeto, cuando el Otro que no existe ya para calmar la soledad del sujeto, se ha reducido a este objeto que es su verdadera pareja en el estar a solas. Es con ello que el deseo del analista sabe y debe operar en la experiencia.
Por mi parte, les diré que finalmente no encontré nada mejor para hacer presente esta función del deseo del analista en mi experiencia que… una página en blanco. Algunos saben el destino que esto tuvo en la comunidad analítica. ¿Quieren ustedes algo más solo, y a la vez algo menos único, que una página en blanco? Una página en banco es lo que permite que algo deje de no escribirse para alguien que tenga a bien hacerla servir (hacerla servir para el acto con el que se relaciona, para el acto analítico).
A la vez, una página en blanco no tiene nada de único, es de hecho como muchas otras, es en realidad la que más se parece a muchas otras. Cuando entra en la serie (se la llama entonces, en el mundo de la edición del libro, “página de cortesía”) sirve para que las otras sean legibles. Es cierto, por otra parte, que para hacer presente una página en blanco a veces hay que decir, escribir también, muchas cosas. Y el problema puede llegar cuando uno quiere escribir algo en ella para definirla como un universal. Se suele incurrir en una paradoja imperdonable, al estilo de ese mensaje que encontrarán en algunos libros impresos o también en Internet, This page intentionally left blank (“Esta página se ha dejado en blanco de forma intencionada”). No es fácil hacer aparecer, en efecto, aquello que no cesa de no escribirse en el decir y que cumple la función de orientar al sujeto en lo real.
Pero el analista es decididamente el que soporta hacer presente en nuestro mundo esta página en blanco del inconsciente real para que algo deje de no escribirse en el inconsciente transferencial de cada sujeto. Diré incluso, para concluir, que es de la posibilidad, siempre contingente, de esta operación que depende el futuro del psicoanálisis.
*Intervención en las Octavas Jornadas de la ELP, Valencia 14-15 de Noviembre de 2009.