23 de novembre 2011

Tecnociencia y frenesí












“La ciencia no ha desaparecido”[1]. Es la frase que encontré al abrir el libro al azar y que me hizo seguir leyendo. ¿Se trataba de una simple constatación, de una defensa epistemológica, más bien de una queja contra el cientificismo moderno, o tal vez de una sutil denegación? ¿Y quién podría suponer que la ciencia hubiera desaparecido?
Al fijarme en el nombre del autor del libro, Javier Echeverría, recordé cierto acercamiento que mantuvo hace algunos años con el texto y la enseñanza de Lacan, su posterior dedicación a la filosofía y metodología de la ciencia, y en especial al análisis de la sociedad telemática y a la realidad virtual en textos como Telépolis (1994) o Un mundo virtual (2000). Interesante: ¿qué podía decir un matemático y filósofo español, que no debe desconocer la enseñanza de Lacan, sobre la actualidad de la ciencia? ¿Qué podría enseñarnos en un momento en que el propio psicoanálisis se confronta a ese “océano de falsa ciencia”?
La hipótesis de partida es sugerente. Inspirada en los estudios de los nuevos paradigmas de la ciencia después de Kuhn, distingue la revolución científica iniciada en el siglo XVI de una nueva “revolución tecnocientífica” iniciada después de la Segunda Guerra Mundial. Si la primera fue una creación europea, la tecnociencia[2] contemporánea tiene una fuerte marca norteamericana y ha sido impulsada por grandes empresas multinacionales más que por los Estados modernos. Si le ciencia se justificaba por la “búsqueda de la verdad y por el dominio de la naturaleza”, la tecnociencia tiene como nuevos objetivos “garantizar el predominio militar, político, económico y comercial de un país”.[3] El inicio de esta nueva “revolución” estaría situado en el conocido Informe Vannevar Bush (Science, the Endless Frontier, 1945) que impulsó en EEUU un contrato social entre científicos, ingenieros, políticos, militares y corporaciones industriales, con el preciso objetivo de convencer al Presidente Roosevelt y al Congreso de la necesidad de diseñar una política científica para la posguerra. A partir de entonces, una profunda modificación se puso en marcha, por la cual “el conocimiento científico ya no es un bien en sí, sino un bien económico, y en concreto un capital”.[4] Las comunidades científicas se convierten entonces en “empresas tecnocientíficas” y, lo que es más importante, modifican el contexto y los modos de investigación, de aplicación y de evaluación de la práctica científica. Surgen nuevas profesiones, como los asesores y expertos en gestión de políticas científicas, así como en evaluación de la ciencia y la tecnología que se multiplicarán para substituir en muchos casos a los propios científicos e ingenieros.
El autor indica acertadamente el horizonte utilitarista de esta “revolución” de la tecnociencia para concluir en la necesidad de estudiar el conflicto que plantea al sujeto de nuestro tiempo: “Al no haber polis, no hay ciudadanos, únicamente clientes, usuarios y consumidores”.[5] Pero justo ahí donde podría situar los efectos de esa reducción del sujeto a un usuario-consumido, no encuentra nada mejor para proponer que unas “matrices de evaluación” de la práctica tecnocientífica regidas por el número y por “representaciones matemáticas e informáticas”, con toda su cohorte de protocolos, en un desesperado intento de cuantificar los efectos, más o menos devastadores, de la práctica tecnocientífica. ¡Paradojas de la fascinación tecnocientífica! Tal vez volviendo a la lectura de un Martin Heidegger, que el autor deja de lado explícitamente por “esencialista”[6], podría reconocer algo de ese ser que se desvela en la nueva tecnociencia.
Digamos por nuestra parte que a la forclusión del sujeto de la ciencia, se añade hoy su objetivación, su reducción a un puro ser de objeto, reducción operada por las tecnociencias y su “ciclo de innovación frenética”, para retomar la expresión usada por Jacques-Alain Miller en el Congreso de la AMP en Comandatuba[7]. Y es precisamente en este reconocimiento del nuevo lugar que ocupa el objeto a como brújula del sujeto hipermoderno donde la experiencia del psicoanálisis debe encontrar su nuevo lugar en la civilización.

[1] Echeverría, J. La revolución tecnocientífica, Madrid: Fondo de Cultura Económica, 2003.
[2] El término "Tecnociencia" fue acuñado a finales de los años 70' por un filósofo europeo especialista en bioética, Gilbert Hottois, miembro de varios Comités de Ética que empezaron a parecer imprescindibles para orientarse en la incidencia social de la ciencia.
[3] Echeverría, J. (2003), p. 28.
[4] Ibidem, p. 193.
[5] Ibidem, p. 272.
[6] Ibidem, p. 46, n. 49.
[7] Miller, J.-A. Una Fantasía”. El Psicoanálisis nº 9. Noviembre 2005.