21 de juliol 2014

El imperio de las imágenes y el goce del cuerpo hablante

Fragmento de "El jardín de las delicias" de H. Bosch























El sonido del agua unifica las imágenes, la imagen del cuerpo y el cuerpo de la imagen coinciden en la unidad del espejo.
La imagen en el río y la imagen en el espejo, el espejo reemplazando al río, pero seguimos como fantasmas errantes tras la unidad de la imagen.

José Lezama Lima[1]


I

El tema del próximo ENAPOL* —séptimo de la serie— nos sumerge de lleno en el vasto océano del registro imaginario. El poder de penetración de las imágenes se muestra hoy creciente en una realidad que admitimos cada vez más como una realidad virtual, separada de lo real imposible de representar. Es una realidad virtual promovida sin duda por los antiguos y nuevos medios, desde la Televisión hasta Internet, a través de una fetichización de la imagen exterior del cuerpo que bien podemos decir que se ha alzado como un nuevo objeto en el cenit del universo social. Es una realidad virtual promovida también por la multiplicación de las imágenes del interior del cuerpo, cada vez más extendidas con las nuevas tecnologías de resonancia magnética y neuroimagen. La unidad de la imagen exterior del cuerpo se fragmenta así desde el interior cuando se dobla como un guante mostrando su reverso de cuerpo despedazado. La endoscopía del cuerpo que en otra época formaba parte sólo del delirio o del sueño es hoy una realidad al alcance de la mirada que se localiza en cada parte del organismo, borrando los límites entre su interior y su exterior.
El poder de la imagen como Gestalt unificadora revela así su reverso en un despedazamiento del cuerpo tan virtual como minucioso.

II

Los analistas escuchamos un amplio abanico de testimonios de esta reversibilidad de la imagen vinculada al despedazamiento y multiplicación de la unidad imaginaria del cuerpo. La primera imagen del feto observada con perplejidad por la mujer que lo porta en su interior, la angustia del adolescente que encuentra la imagen de su cuerpo difundida por las redes sociales después de una primera experiencia de sexo virtual, la compulsión sintomática de otro haciéndola circular por esas mismas redes, la joven anoréxica que debe volver cada día al mismo espejo del gimnasio para buscar en él la única medida posible de su compulsión a comer la nada del objeto oral que la carcome… La imagen revela así su múltiple poder de captación del goce del cuerpo, tanto en el sufrimiento del síntoma como en el placer del fantasma.
Los efectos del poder de la imagen se hacen sentir así en la clínica: causa de fascinación o de rechazo, de placer o de angustia, de erotización o de mortificación, imagen pública o de privada intimidad, difundida masivamente como un tótem o preservada en la singularidad única del fetiche, portadora de la tensión agresiva hasta su fraccionamiento o de la unidad perdida en la alienación del Yo a la imagen del otro especular. En cada caso, el imperio de las imágenes no puede reducirse en el ser que habla a los efectos miméticos o de camuflaje que encontramos en el reino animal y que funcionan en él de modo unívoco, sin la mediación del lenguaje y sus equívocos. 
La captura que la imagen produce en el orden de la Naturaleza fue muy bien estudiada por Roger Caillois para distinguirla del poder que despliega en el ser humano. Su libro Medusa y Cia es una referencia lacaniana del mayor interés para este tema. Allí podemos leer: “En el hombre la imaginación reemplaza al instinto, la ficción a la conducta, el terror proyectado por una oscura fantasía, al desencadenamiento automático, fatal, de un reflejo implacable”[2]
La imagen condensa así lo imaginario de la forma y la ficción de la verdad vehiculizada por el lenguaje en una sola entidad que Lacan nombró al principio de su enseñanza con un término de tradición freudiana: la imago, formadora tanto de las identificaciones como de los objetos de satisfacción para la pulsión que se deshace así de su referencia al instinto natural. Nada hay de natural en la relación del ser que habla con la imagen en la que se refleja la opacidad de su goce.

III

Para el ser que habla, el poder de la imagen tiene pues y en primer lugar efectos de goce sobre el cuerpo. Y ese poder no reside ya por entero en la propia imagen. La imagen vela siempre su poder en un enigma —(enigma en español es anagrama de imagen)—, un enigma que reside en Otro lugar, en lo simbólico del lenguaje. Si las imágenes tienen un poder efectivo es entonces en la medida que están anudadas a las significaciones que la cadena significante introduce en el cuerpo.
Se trata en cada caso de la relación de la imagen corporal —i(a)— con los significantes del Ideal del Yo —I(A)—, términos que Lacan distinguió muy pronto en su enseñanza para desbrozar la significación del narcisismo en la obra freudiana. Esta distinción puede ya encontrarse, aunque no formulada así, en su famoso texto sobre el “Estadio del espejo” con el que Lacan hiciera su entrada en el psicoanálisis. En efecto, el poder de la imagen reside en su “eficacia simbólica”[3], en su relación con los significantes que conforman en el cuerpo la unidad imaginaria que llamamos Yo. De allí deducimos una equivalencia que determina el poder de la imagen: “Lo imaginario —como señalaba Jacques-Alain Miller en la presentación del tema del próximo Xº Congreso de la AMP— es el cuerpo”[4]. Y el cuerpo, a diferencia del organismo, está capturado en las redes del lenguaje.
Tal como sugiere la cita del poeta que hemos dado en exergo, es el sonido de la lengua, de las resonancias semánticas que el significante introduce en el cuerpo, el que provee la unidad permanente de la imagen especular, unidad siempre virtual. Esta unidad, fundada desde la imagen exterior del cuerpo, es a partir de entonces cuerpo de la imagen, imagen corporizada a partir de la que será percibida cada imagen. “Si es verdad que la percepción eclipsa la estructura”, entonces toda imagen conduce al sujeto a “olvidar, en una imagen intuitiva, el análisis que la soporta”[5]. La intuición de la imagen eclipsa así la estructura simbólica que le da su unidad, su poder y su significación.
En el seno mismo de esta unidad —i(a)— se encuentra sin embargo el objeto (a) que descompleta cada uno de los efectos de la imagen. Descompleta su unidad en el punto ciego que la mirada introduce en el cuadro de la percepción, mirada desde entonces separada del cuerpo. Descompleta también su poder de sugestión al revelar la causa del deseo que lo sostiene debajo de las insignias del Ideal del Yo. Descompleta finalmente su significación al hacer aparecer el sinsentido de toda imagen (i) separada del objeto que recubre (a). La historia del arte es un buen campo de investigación de las distintas formas en las que el objeto se separa de su imagen, parcializando su unidad. La fascinación producida por el tríptico de El jardín de las delicias de Hyeronimus Bosch, evocada por Lacan en diversas ocasiones, representa una cúspide de ese sinsentido en la variedad de objetos separados de la unidad imaginaria del cuerpo.

IV

Si la ciencia empuja por su lado hacia la parcialización omnivoyeur del cuerpo, el arte, que desde la época clásica había modelado su imagen exterior con el goce de su sacralización, introdujo también desde el siglo pasado el reverso despedazado de la imagen del cuerpo con la abstracción de su unidad.
El estrecho vínculo de esta operación de reversibilidad con la experiencia de goce del cuerpo ha conocido un episodio reciente en el Musée d’Orsay, un episodio más paradigmático que escandaloso, con la performance de una joven artista exponiendo al visitante la intimidad de su sexo delante del famoso cuadro de Gustave Courbet, El origen del mundo. Según sus propias palabras, la obra bautizada Espejo del origen “no refleja el sexo sino el ojo del sexo, el agujero negro” para “mostrar lo que no se ve en el cuadro original”[6]. Mostrar lo que no se ve, mostrar la mirada misma como el objeto que sólo aparece como punto ciego de la representación, es hoy la operación que se revela en lo más íntimo, y en lo más exterior a la vez, del imperio de las imágenes. 

V

“Una imagen vale más que mil palabras”. Se suele decir la frase olvidando al decirla que hacen falta al menos esas siete palabras para evocar una significación que ninguna imagen podría mostrar por sí misma, si esta imagen pudiera alguna vez quedar desligada del lenguaje. Ni mil imágenes valdrían entonces para decir esa significación, como tampoco para decir cualquier otra. Hablando propiamente, una imagen no dice nada, oculta más bien lo indecible que sólo la palabra puede evocar o invocar.
El vasto océano del registro imaginario, con toda la consistencia que adquiere para el ser que habla en su realidad virtual, se muestra entonces únicamente delimitado por el horizonte, no menos virtual, que es el registro simbólico del lenguaje: “el horizonte deshabitado del ser”[7] gustó en llamarlo Lacan.
Una imagen aislada de ese horizonte, aislada de la red simbólica que la vincula con el propio cuerpo no tiene de hecho ningún poder de significación. Este poder de significación fue formalizado por Lacan en su primera enseñanza con el símbolo y la significación del falo, el significante del deseo del Otro, el significante también que anuda la significación en una cadena significante.
A partir de este punto, el poder de la imagen es siempre correlativo de la construcción de un espacio simbólico en el que irradia su poder de significación. El espacio del sujeto de la fobia —claustrofobia o agorafobia, espacio fijado en un objeto de evitación imposible o diseminado en su multiplicación al infinito— nos enseña muchas veces qué le debe este espacio a la señal enviada por el deseo del Otro para el sujeto. Por otra parte, el espacio inhabitable del niño autista nos enseña también la función y el poder de una imagen desligada por completo de la unidad de su cuerpo, unidad que no puede simbolizarse como ausente para el Otro.
El imperio de las imágenes se revela entonces como aquel otro “Imperio de los semblantes” que Lacan encontró en los años setenta en un Japón que anticipaba su extensión a escala global[8].
Nuestro VII Enapol será sin duda la mejor ocasión para estudiar tanto las leyes que lo rigen como el real sin ley en el que se funda.


* Texto para el Boletín del VII Encuentro America de Psicoanálisis de Orientación Lacaniana (ENAPOL) que se realiza en Brasil próximamente con el tema "El imperio de las imágenes".
[1] José Lezama Lima, “El reino de la imagen”, Biblioteca Ayacucho, Caracas 1981, p 535.
[2] Roger Caillois, “Medusa & Cia. Pintura, camuflaje, disfraz y fascinación en la naturaleza y el hombre”. Ed. Seix Barral, Barcelona 1962.
[3] Jacques Lacan, Écrits, Du Seuil, Paris 1966, p. 95. Lacan retoma aquí el término de Claude Lévi-Strauss.
[4] Jacques-Alain Miller, “El inconsciente y el cuerpo hablante”, publicado en la Web de la AMP: Wapol.org.
[5] Jacques-Alain Miller, retomando la referencia de Lacan, en la nota introductoria de la “Tabla comentada de las representaciones gráficas” de los Écrits, Du Seuil, Paris 1966, p. 903.
[6] Declaraciones de Deborah de Robertis al diario “Le Monde” el 29 de Mayo de 2014.
[7] Jacques Lacan, Écrtis, Du Seuil, Paris 1966, p. 641.
[8] Jacques Lacan, “Lituraterre”, Autres écrits, Du Seuil, Paris 2001, p. 19.

18 de juliol 2014

Lo femenino, no sólo asunto de mujeres

















Respuestas a Eva-Lilith, Boletín de las VIII Jornadas de la Nueva Escuela Lacaniana sobre "Lo femenino, no sólo asunto de mujeres", Lima 24-26 de Octubre de 2014.


1. ¿Cómo participa lo femenino, esa otra satisfacción, en la división del sujeto entre fantasma y síntoma?

Digamos de entrada que la división del sujeto es interna e inherente al propio fantasma, en su disyunción y conjunción con el objeto que causa esta división: ($<>a), escrito según la fórmula lacaniana. Y añadamos que el síntoma recubre más bien esta división hasta que llegue a obtener un valor de verdad para el sujeto, una significación que sólo puede descifrarse bajo transferencia, es decir, en la medida que el sujeto atribuye a su síntoma un saber supuesto. Sin la operación de la transferencia resulta imposible encontrar la llave para introducir al sujeto a esta división que anida en el fantasma y que está encubierta por el síntoma. Es la llave de entrada a un psicoanálisis, la llave de una puerta paradójica a la que, como indicaba Lacan en su texto “Posición del inconsciente”, sólo puede llamarse “desde el interior”, es decir desde una posición de necesaria “extimidad”. Llamar con lo exterior del síntoma desde el interior silencioso del fantasma es una manera de nombrar la operación analítica por excelencia: confrontar al sujeto a su propia división.
Reformulemos esta paradoja siguiendo la lógica que el propio Lacan encontró muy pronto en la posición de la mujer: ser Otra para sí misma como lo es para el hombre. Sólo haciéndose Otro para sí mismo puede el sujeto abordar su división, sólo “participando” —para retomar el término de la pregunta— de una posición femenina puede llegar a saber algo de ella (de la división y de la posición femenina). Lo femenino “participa” pues en la división del sujeto como la extimidad que anida en su fantasma, ya se trate de un hombre o de una mujer, con una forma de satisfacción que no se sabe a sí misma y que escribimos en la fórmula con la letra a minúscula del objeto.
Pero conviene entonces llevar el término “participar” hasta su raíz etimológica: tomar una parte, partir más que reunirse con ella. Lo femenino es así la partición del sujeto, en un goce del que sólo participa ausentándose, partido de sí mismo por decirlo así. De ahí el rasgo de extravío que encontramos en lo femenino para cada sujeto.


2. Si el fantasma es una máquina para transformar el goce en placer por la vía fálica, ¿qué podemos decir de la participación del goce femenino en la formalización del síntoma al final del análisis?

La pregunta incluye una paradoja más: si hay que formalizarlo, en el sentido lógico del término, es precisamente porque se puede decir muy poco de ese goce, incluso nada la mayor parte de las veces. Que lo encontremos como inefable no quiere decir sin embargo que no dé qué hablar, especialmente al final del análisis, a juzgar por lo mejor de los testimonios que venimos recogiendo desde hace ya algunas décadas en nuestras Escuelas.
En todo caso, para saber algo del final siempre es mejor empezar por el principio, por la “partición” que hemos encontrado en la primera pregunta: ¿Cómo ha quedado cada sujeto partido por el goce, por la satisfacción de la pulsión para retomar el término freudiano? ¿Cómo ha quedado partido en su síntoma para querer saber y decir algo de él? ¿Cómo parte cada sujeto de sí mismo, dividido y sin saberlo, para querer partir al viaje singular que llamamos psicoanálisis?
Según cómo parta de sí mismo podrá decirnos al final algo de la participación del goce femenino en él.


3. Lo femenino hace alusión al no todo significante de la satisfacción, pero, podemos precisar mejor, ¿cómo lo femenino, aquello que de la satisfacción está a la deriva, se relaciona con el “UN” significante cualquiera?

Para se estrictos, no se “relaciona” de ninguna manera. Lo femenino, si seguimos la propia definición que la pregunta introduce por el lado “no todo significante”, es precisamente aquello que viene al lugar de la no relación, y de la no relación entre los sexos en primer lugar.
Por otra parte, si entendemos por “un significante cualquiera” lo que Lacan sitúa como tal (Sq) en su fórmula de la transferencia —en la “Proposición del 9 de Octubre de 1967…”—, se trata siempre de un significante con el que uno se encuentra de la manera más contingente, más azarosa, para vincularse al significante de la transferencia (St) según una ley del significante que siempre se revela a posteriori, una vez ese encuentro ya ha tenido lugar. Lo contingente aparecerá entonces como necesario.
Lo mismo que ocurre en la experiencia de la transferencia ocurre en la experiencia del sujeto con el Otro sexo, en la deriva de la satisfacción pulsional. (Dicho entre paréntesis, aquí el término “deriva” es especialmente conveniente para nombrar el “drive” inglés, o el “Drang” de la pulsión freudiana). Que los significantes se relacionen entre ellos no quiere decir sin embargo que el sujeto, masculino o femenino, encuentre con ellos la relación que no existe. Más bien al revés, es porque no hay relación en el campo del goce —“relación sexual” en primer lugar y según el aforismo lacaniano— que los significantes sacados de la historia de cada uno vienen a cifrar la contingencia de sus encuentros, desencuentros más bien.
Dicho de otra manera, cuando se trata del goce femenino, no hay en realidad destino de la pulsión, —como tampoco destino de la transferencia—, sólo encuentro contingente con un real sin ley.


4. ¿Podría generalizarse la fórmula de “el empuje a La mujer” como una feminización no solo presente en el paranoico sino presente en toda estructura subjetiva y también en la estructura social?

No toda feminización es “empuje a La mujer”, en el sentido que esta expresión tiene para nosotros en la lectura de Lacan y que tiene su punto de partida en “La mujer” que falta a todos los hombres, referencia primera que encontramos en la “Cuestión preliminar…” a propósito de Schreber: “a falta de poder ser el falo que falta a la madre, le queda la solución de ser la mujer que falta a los hombres”.  La feminización transexual, por ejemplo, parte de la certeza de esta solución como única, sin referencia alguna al falo simbólico. Es una identificación con La mujer que opera un salto en lo real de la asíntota con la que Lacan ilustró esta solución. El sujeto transexual no cree en La mujer, es La mujer, pura y simplemente.
Hay, por otro lado, feminizaciones diferentes que son rodeos más o menos alejados de la identificación con “La mujer” que no existe como un universal. Son feminizaciones que creen en La mujer manteniendo el vínculo con el falo que falta a la madre o, dicho con un término posterior en la enseñanza de Lacan, con el semblante que viene al lugar de la falta de relación sexual que pueda escribirse en lo real. El hecho que este semblante tome cada vez más el rasgo de lo femenino implica, en efecto, una feminización generalizada en la medida que se desliga de la función paterna. Llamémoslo también “empuje a La mujer”, pero la asíntota en cuestión mantiene aquí su distancia con lo real en su infinitud, una infinitud que se aproxima continuamente a cero pero sin llegar al cero que indexa al falo cuando se produce su elisión irreversible, Φ0.
Entre el Uno del falo simbólico y el Cero de su elisión en la estructura existe una infinitud de fenómenos de feminización que la clínica psicoanalítica actual puede explorar muy bien en la serie de anudamientos diversos a estudiar: desde la feminización progresiva que constatamos en las profesiones del campo de la salud y de la política hasta las figuras más paradójicas de lo femenino —Conchita Wurst mediante—, son otras figuras de lo femenino que no cesará de ofrecer nuevos semblantes al sujeto contemporáneo.