03 d’agost 2015

Ciencia y confianza

René Descartes

















En quién confiar?* La pregunta está bien planteada: en quién y no en qué. La dimensión de la confianza supone siempre, en algún lugar, un sujeto del deseo, un sujeto de la decisión que puede responder o no, que puede engañar o no. La confianza, como el amor, hace existir al lugar del Otro del que se espera una reciprocidad.
Y, sin embargo, cuando alguien quiere asegurar esa confianza, garantizarla ante el público, prefiere hacerlo refiriéndola a un lugar del Otro que no haga signo de sujeto alguno, preferentemente a un objeto despersonalizado. En Octubre de 2014, cuando el presidente Obama salió ante las cámaras para tranquilizar al mundo en plena crisis de contagio del virus del ébola, enfatizó su mensaje recurriendo a la evidencia científica de los datos empíricos, más que a los sujetos que los producían y los manejaban: “Esto es la ciencia, estos son los hechos (…) Debemos ser guiados por la ciencia, debemos ser guiados por los hechos, no por el miedo”[1].  La ciencia moderna, como lugar del Otro que no engaña, viene en efecto al lugar del Dios de Descartes, lugar del que de hecho esa misma ciencia es deudora.
Recientemente, en ocasión del dramático siniestro del vuelo de Germanwings estrellado en los Alpes, el comentario se ha hecho escuchar en distintos ámbitos: mejor confiar en las máquinas, en los programas, que no en las personas, mucho más complicadas e imprevisibles. Pero el argumento introduce una primera paradoja: no hay objeto en el cual confiar sin la suposición de alguien, un sujeto, que ha producido ese objeto y en el que reposa la confianza de su uso.  De hecho, fue activando el piloto automático con unos parámetros determinados como el avión de Germanwings fue a estrellarse de manera precisa en el lugar especialmente pensado por el sujeto.
La dimensión del sujeto de la confianza resulta así irreductible, aunque muchas veces sea preciso obviarlo, incluso forcluirlo, para garantizar esa confianza. Esta es, en efecto, la paradoja en la que reposa la ciencia desde su nacimiento y que en nuestros días se ve llevada hasta sus últimas consecuencias.


El Dios que no engaña

Recordemos la temprana observación de Jacques Lacan en su Seminario III al abordar el elemento no engañoso en el discurso como un punto de referencia fundamental, “incluso para lo que llamamos objetividad, el mundo objetivado de la ciencia”[2].  Se trata de aislar aquello que no puede engañar y que la ciencia ha situado en la reproducibilidad de un experimento, más allá de su comunicación por la palabra. Si un experimento no puede reproducirse no es fiable, no puede validarse de ninguna forma. De ahí, en efecto, que el psicoanálisis no pueda nunca ser considerado una ciencia de manera plena: ¿cómo reproducir el efecto de una interpretación, de un sueño, de un acto fallido, de una formación del inconsciente?
El elemento no engañoso y su posición en el discurso no ha sido sin embargo siempre el mismo. Para Aristóteles y el pensamiento anterior a la ciencia moderna, este elemento no se encontraba en la repetición de la experiencia sino en la repetición de la posición de los objetos supralunares en el firmamento. “Las cosas en tanto vuelven siempre al mismo lugar, a saber, las esferas celestes”[3] eran aquello que aseguraba la no-mentira del Otro en tanto real.
Es muy distinto encontrar lo que no engaña en la esencia divina de lo que vuelve siempre al mismo lugar que encontrarlo en la reproducibilidad de una experiencia. Con el advenimiento de la ciencia, las voces de las esferas celestes fueron silenciadas por las letras de la fórmula que rige la ley de gravitación universal y ésta debe verificarse en la repetición de la experiencia, haciéndola así falsable según el conocido criterio de cientificidad de Popper.
La observación de Lacan apunta sin embargo a aquello que está presente en el pensamiento científico a partir de Descartes en la creencia irreductible en un Dios que no puede engañarnos. Es un Dios que también está presente en Einstein —Dios es astuto pero honesto, no juega a los dados— y también, de hecho, en muchos presupuestos de la ciencia actual, lo sepa o no.  Erwin Schrödinger lo llamó “la hipótesis p” en un artículo al que hemos dedicado una atenta lectura en otro lugar.[4]


“¿Hay un piloto en el avión de la ciencia?”

Desde esta perspectiva, podemos captar hoy un nuevo fenómeno, que podría parecer sorprendente y que no puede explicarse simplemente por los casos de impostura, cada vez más frecuentes por otra parte, propios de toda empresa económico-científica: es el aumento progresivo de la desconfianza en la propia ciencia después de un tiempo en el que ha ocupado el lugar de sujeto supuesto saber que tenía la religión.
Entre otros muchos, alguien como Laurent Ségalat[5], genetista y exdirector de investigación en el CNRS, ha puesto sobre la mesa el cuestionamiento actual de esta credibilidad. El primer párrafo de su ensayo publicado en 2009, La science à bout de soufle, se nos aparece hoy extrañamente actual, y ello por partida doble: “Hacia dónde va la ciencia?, se preguntaba ya Max Planck hace tres cuartos de siglo en un célebre libro consagrado al funcionamiento de la investigación. Esta pregunta es hoy de una ardiente actualidad. ¿Hay un piloto en el avión de la ciencia? No. ¿Corre el riesgo el avión de la ciencia de estrellarse? El riesgo es real. Es la tesis de este ensayo.”[6]
El argumento cientificista que Laurent Ségalat critica en su ensayo sigue de manera siniestra la misma paradoja que ha permitido estrellar estos días un avión real en los Alpes: redoblar las medidas de control y seguridad, de evaluación objetiva para controlar el factor humano termina por encerrarlo cada vez más en el interior del propio sistema que se trataba de salvaguardar. Es la paradoja del sujeto de una ciencia sin sujeto.
Y de ahí la serie de paradojas que se derivan de ésta:
— La investigación como una actividad de producción en un contexto de industria masiva tiene como principio la competición entre equipos, y como método la evaluación entre pares. Así, la evaluación en sus múltiples formas absorbe hoy más de la mitad del tiempo de un investigador.
— Para obtener apoyos y subvenciones, hay que hacer explícito aquello que se va a encontrar en la investigación, excluyendo así buen número de posibles malas sorpresas. Pero la ciencia ha funcionado precisamente por estas “malas sorpresas”, algunas de las cuales han hecho posible nuevos descubrimientos.
— Dicho en términos popperianos: el famoso principio de falsabilidad puede ir en contra finalmente del encuentro sorpresivo de lo real. La ciencia no funciona en realidad por el principio de falsabilidad, principio por otra parte que casi nadie sigue actualmente. La ciencia funciona por rupturas epistemológicas —hay que releer siempre al respecto a G. Bachelard, a A. Koyré—, no por la falsabilidad de experiencias locales. Este último principio, como tampoco el anterior, no es a su vez falsable sino simplemente dejado de lado por un cambio de paradigma que subvierta al anterior. La reintroducción del sujeto en el campo y en la experiencia de la ciencia pudo ser en un momento, para Jacques Lacan, una subversión de este orden.
— El verdadero principio de cientificidad, aquello que funciona hoy como el Otro de la verdad a falta de un falsacionismo pragmático, es el consenso de la propia comunidad científica que funciona entonces de hecho como Otro de la garantía. Los Comités de Ética han sido en algunos casos un recurso para hacer más verosímil este lugar del Otro de la garantía. El Premio Nobel de Medicina en 2013, Randy Schekman, ha hecho algo más que llamar la atención sobre los impasses que esta función del consenso ha introducido en las revistas científicas y en la investigación en general. Pone de hecho en cuestión el propio sistema de validación en el que se apoya este consenso[7].
— Si bien hay un diagnóstico compartido al respecto por una parte importante de la comunidad científica —la ciencia va mal—, se mantiene la misma creencia que la comunidad financiera ha aplicado erróneamente al mismo sistema por el que pretendía velar: la creencia que este sistema se estabilizaría y se curaría por sí mismo de sus males. En este punto como en otros, la ciencia no sabe que cree cuando cree saber, para retomar la sabia expresión de Alain Besançon[8] a propósito de Lenin.
— No hay pues ciencia sin creencia. Pero es por no poder localizarla en su sistema que la propia ciencia está también entrando en una crisis de credibilidad apuntada hoy desde diversos flancos.
En palabras de Laurent Ségalat: “La credibilidad interna, es decir la confianza de los investigadores en los resultados de los otros investigadores, disminuye día por día, y seguirá disminuyendo lógicamente si las reglas siguen siendo las que son. En cuanto a la credibilidad externa de la ciencia, está todavía intacta. La ciencia sigue dando, a pesar de algunas disonancias, una imagen tranquilizadora de continuidad. Surfea todavía sobre su antiguo aura. ¿Por cuánto tiempo? Nadie puede decirlo, dado que la percepción de la ciencia por el público es irracional.”[9]


El goce no es relativo

Entonces, en efecto, ¿en quién confiar cuando la tecnociencia de nuestro días ha dejado de lado definitivamente la singularidad del ser que habla para someterlo al principio general de una ley cibernética? Uno de los miembros más significados del Comité Consultivo Nacional de Ética en Francia (CCNE), el biólogo Henri Atlan, plantea el problema en un reciente libro, Croyances[10]. Buscando una alternativa entre el cientificismo dominante y el relativismo postmoderno, Henri Atlan apuesta finalmente, “en esta andadura de prudencia pragmática, en el caso por caso, sin regla universal”[11], por un “relativismo moderado”, o incluso un “relativismo relativo” en el que tengan cabida “pluralidades de creencias”. Sería, en efecto, un mundo posible donde la creencia en el inconsciente tendría también cabida, y seguramente para demostrar el valor siempre relativo de esa creencia, incluida la propia creencia en el inconsciente.
Pero si la experiencia analítica enseña algo es la existencia de un factor nada relativo en el ser que habla. Ese factor es el goce, aquel hermanito de la verdad[12] que llega a tener un valor de significación absoluta cuando queda fijado en el fantasma de cada uno. En este punto, toda verdad se convierte en sospechosa, hasta engañosa, en relación al goce que habita en el ser por el hecho de hablar.
Cuando se trata del goce, en efecto, ¿de quién fiarse? De la inconsistencia del Otro, allí donde éste ya no existe como Otro sujeto, allí donde su verdad coincide necesariamente con su valor de goce. Pero, cuidado, también allí podrás fiarte sólo de tu inconsciente[13]… si sigues siendo un analizante que ha sabido encontrar su biendecir, ese que, al decir de Jacques Lacan, no dice dónde está el Bien.
Allí, no hay duda que no lleve a una certeza imborrable.



* Texto original del artículo publicado en francés en la revista de la ECF, "La Cause du Désir" nº 90, dedicado al tema À qui se fier?

[1] That’s the science, those are the facts (…) We have to be guided by the science, we have to be guided by the facts, not fear. Barak Obama, 25/10/2013.
[2] Jacques Lacan, Seminario 3, Las psicosis, Paidos, Buenos Aires 1981, p. 95.
[3] Ibidem, p. 97.
[4] Schrödinger E. (1935), “Algunas observaciones sobre las bases del conocimiento científico” en La nueva mecánica ondulatoria y otros escritos, Madrid: Biblioteca Nueva, 2001.
[5] Laurent Ségalat es alguien que, más allá de su culpabilidad real, se ha encontrado con la inconsistencia del Otro de la ley jurídica al recibir dos sentencias contrarias sobre el mismo proceso que se instruyó contra él acusado del asesinato de su suegra. El asunto “Ségalat” sigue hoy dando vueltas tanto en los medios de comunicación como en los medios jurídicos como un ejemplo especialmente espinoso de la pregunta: ¿de quién fiarse? No es pues por nada que hemos escogido precisamente su argumentación, tan sólida como instructiva cuando se trata de abordar la no existencia del Otro de la garantía en la ciencia.
[6] Laurent Ségalat, La science à bout de souffle, Editions du Seuil, Paris 2009, p. 7.
[7] Randy Schekman, “How journals like Nature, Cell and Science are damaging science”, in The Guardian, 9/12/2013.
[8] Alain Besançon, Los orígenes intelectuales del leninismo, Ediciones Rialp, Madrid 1980, p. 23: “Lenin no sabe que cree. Cree que sabe”.
[9] Laurent Ségalat, opus cit., p. 106.
[10] Henri Atlan, Croyances, Éditions Autrement, Paris 2014.
[11] Henri Atlan, opus cit., p. 336.
[12] Para retomar la expresión de Jacques Lacan en su Seminario XVII, “El reverso del psicoanálisis”, Paidós, Buenos Aires 1992, p. 63.
[13] Retomamos aquí un luminoso tweet de Jacques-Alain Miller del 21/10/09: “Peut-on se fier à son inconscient? Oui, tout en restant sur ses gardes, car il en est de traîtres et sans foi, et d'autres qui sont bêtes...”.