22 de setembre 2018

Una política para erizos




Introducción (fragmento)

Los animales políticos —así definió Aristóteles a los seres que hablan, ζῷον πολῑτῐκόν, “zoon politikón”— establecen vínculos muy paradójicos entre ellos. Ya decir “entre ellos” parece excesivo, parece más bien un abuso del mismo lenguaje que los define a ellos, a los animales políticos, como seres sociales. Es un abuso, en primer lugar, porque si fuera sólo “entre ellos” cabría preguntar de inmediato por “ellas”, a quienes el universal de “El Hombre” dejó afuera del conjunto en la época de la Ilustración con la proclamación de sus derechos. La diferencia sexual, al decir de Lacan, no admite un “entre”, no admite relación: “no hay relación sexual” es el punto de partida en la orientación lacaniana para entender algo de los animales políticos. Aunque también podemos decir: porque no hay relación entre los sexos que pueda inscribirse en lo real hay vínculos sociales, discursos simbólicos que vienen al lugar de esta no relación. Con todo, estos vínculos están sometidos igualmente a la constante dificultad para definir su “entre”, aquello que diría una relación que se quisiera recíproca, aunque no fuera simétrica. Uno para Otro, y Otro para el Uno, un Uno que sería entonces el Otro del Otro. Pero, precisamente, el Otro no es nunca Uno, si fuera así dejaría de ser Otro. El amor es sin duda la mejor manera de creer en el Otro y en un lazo social, de establecerlo de un modo que se quiere siempre recíproco. Pero para Lacan[1]no hay amor que no contenga y que no lleve en su límite al odio, su reverso irreversible —valga la redundancia. Lacan tuvo que inventar un neologismo en su lengua, “hainemoration” —odionamoramiento—, para situar este límite del amor en todo vínculo social, llegando a decir incluso que todo verdadero amor desemboca en el odio, el odio como aquello que se dirige de la manera más sólida al ser que habla. Pocas esperanzas hay para una pastoral del amor entre los seres hablantes. Un reverso irreversible, que no admite reciprocidad, esta es la naturaleza política del ser hablante en su vínculo con el Otro. 

* * *
Cuando Freud analizó la naturaleza del vínculo social entre los seres hablantes, —especialmente en su Psicología de las masas y análisis del Yo— tomó prestada del filósofo Arthur Schopenhauer una fábula conocida como “El dilema del erizo”. En realidad, no se trataba del dilema de uno solo, en singular, sino de todos los erizos. Y además no eran erizos sino puercoespines (Stachelschweinen). Veamos el párrafo de Freud citando a su vez a Schopenhauer:

Intentaremos representarnos cómo se comportan los hombres [Menschen] mutuamente desde el punto de vista afectivo. Según la célebre parábola de los puercoespines ateridos (Schopenhauer: Parenga und Paralipomena, 2ª parte, XXXI, “Glaichnisse und Parabeln”), ningún hombre soporta una aproximación demasiado íntima a los demás.‘En un crudo día invernal, los puercoespines de una manada se apretaron unos contra otros para prestarse mutuo calor. Pero al hacerlo así se hirieron recíprocamente con sus púas y hubieron de separarse. Obligados de nuevo a juntarse por el frío, volvieron a pincharse hasta que les fue dado hallar una buena distancia media en la que ambos males resultaban mitigados.’[2]

Que la fábula haya quedado traducida en muchas versiones como “El dilema del erizo” tiene su intríngulis. Los erizos, para protegerse de la intrusión del otro, hacen una bola con su cuerpo de púas, envolviéndose a sí mismos en una esfera casi perfecta. Sus púas se dirigen entonces en todas direcciones, quedando en una posición de clausura hacia el interior. A los puercoespines —no tan “pasivo-agresivos” como dirían ahora— les basta con enroscarse un poco sobre su vientre y dar la espalda llena de púas a ese otro que, si se acerca demasiado, notará incluso cómo esas púas se desprenden para quedarse clavadas en su cuerpo. Son un poco más “activo-agresivos”, sin enclaustrarse tanto en sí mismos. Es una pequeña diferencia en relación al otro. En todo caso, tanto para erizos como para puercoespines, el equilibrio que supondría aquella “buena distancia media” y que Schopenhauer pensaba como una buena posibilidad se muestra siempre enormemente frágil, imposible finalmente. La máxima inglesa que evoca como ejemplo —Keep your distance!— depende en realidad de un ideal, o de una norma estadística que nadie cumple. “Your distance”no es nunca “Our distance”, aunque se trate solamente de la distancia entre dos. Este ideal fundamentó toda una ideología en las llamadas “teorías de la relación de objeto”, deriva tan importante en el psicoanálisis post-freudiano como criticada por Lacan en los años cincuenta: conseguir la “buena distancia con el objeto”. Pero esta buena distancia siempre se medía según el criterio de realidad que el propio analista creía mejor. Y en este punto el analista deja de serlo para revelarse como un erizo más, o como un puercoespín también. Para los erizos mutantes que son los seres hablantes, este equilibrio es sólo el límite que el principio del placer intenta imponer al goce del síntoma, goce ante el que no hay nunca buena distancia posible. 

Schopenhauer, quien parecía ser de carácter más bien erizado, optó por una vía tan singular como cualquier otra, una vía evocada al final de su parábola: “quien tiene mucho calor interior propio prefiere permanecer alejado de la sociedad para no dar molestias ni recibirlas”. Con esta breve observación, añadía de hecho un nuevo elemento que es clave para los erizos mutantes habitados por la pulsión y por el lenguaje: el calor interior. Sólo que este calor interior es precisamente también el que puede llegar a quemar al propio erizo en cuestión. Es su púa interior, de la que no puede alejarse de ningún modo. Lacan llamó a este calor interior “jouissance”, el goce, que es también “joui-sens”, un goce-sentido incluido en el lenguaje. Y esta es la verdadera mutación del erizo hablante: ser un erizo para sí mismo, habitado por las púas del goce y del sentido.

El “zoon politikón” es, pues, un erizo para sí mismo, no sólo para los demás. Y este rasgo hace más paradójicas todavía sus relaciones con el Otro —escrito ahora en mayúscula—, más sintomáticas finalmente. Pero el síntoma, lejos de ser el problema, como piensa una política higienista, es un intento de solución, una creación también de las púas del goce y del lenguaje que incluye la clave singular de cada sujeto para hacer algo más que buscar infinitamente la buena distancia, imposible de conseguir. El síntoma puede ser entonces la mejor brújula para la sociedad de los erizos mutantes. De ahí que Lacan dijera hacia el final de su enseñanza que “el síntoma instituye el orden del que resulta nuestra política” y que es por esta razón que el psicoanálisis puede ponerse “a la cabeza de la política”.[3]Desde este momento, el psicoanálisis mismo, como el “zoon politikón” al que trata, es político o no es.



[1]J. Lacan,Seminario 20 “Aún”. Paidós, p. 112-113.
[2]S. Freud, “Psicología de las masas y análisis del Yo”. Obras Completas, Biblioteca Nueva, p. 2582-2583.
[3]J. Lacan, “Lituratierra”, Otros escritos. Paidós, p. 26.