29 de setembre 2015

La técnica, la religión y sus víctimas













El lugar de la víctima ha sido desde siempre un lugar cercano a lo sagrado, vecino de esa “zona sagrada”, como la llamó Lacan al mostrar su proximidad con el objeto indecible, prohibido, intocable, un objeto imposible de representar, o representable sólo como un vacío*. Ese objeto es la Cosa freudiana, das Ding.
Nuestro colega Gil Caroz ha recordado hace poco esta vecindad a propósito de los atentados de Charlie Hebdo en su artículo publicado en Lacan Quotidien, titulado “Cuando lo sagrado se convierte en sacrificador”[1]. Existe, en efecto, un estrecho y sutil vínculo entre el sacrificio de la víctima y la función de lo sagrado, un vínculo que la etimología evoca en diversas lenguas. La palabra “sacrificio” proviene de “sacro” y “facere”, de hacer sagradas las cosas, poniendo a la víctima sacrificada en el lugar mismo de lo sagrado. Todo sacrificio apunta así al lugar de lo sagrado, de la Cosa indecible, ya sea para hacerla existir o para intentar borrarla de la faz de la tierra, ya sea para localizarla en el propio sujeto o en el lugar del Otro, ya sea en el sacrificio suicida o en la masacre en masa.
Lo sagrado no tiene entonces ningún sentido en sí mismo pero está en el corazón de todo sentido, del sentido que es religioso por definición. Es lo que aprendemos en la experiencia analítica cuando el sujeto se aproxima a esa zona de su fantasma de la que se nutre el sentido del síntoma. Y es también lo que aprendemos a escuchar cuando el sentido religioso alcanza el estatuto de epidemia. “Sepan que el sentido religioso va a hacer un boom del que no tienen ni idea, —decía Lacan en Roma en 1974—. Porque la religión es la morada original del sentido.”[2] En la morada original del sentido se encuentra el objeto indecible del goce, el objeto más íntimo y sagrado para cada sujeto, ya sea representado en el sudario que rodeaba el cuerpo de Cristo o en el que recubre lo invisible del cuerpo femenino, ya sea localizado en las torres gemelas de la riqueza, del tesoro del Otro, o en la cabina del avión bloqueada desde su interior para hacerlo estallar en un sacrificio en masa. Imposibles de comparar por un lado, los actos sacrificiales tienen por el otro este punto en común, esta zona de intersección vacía y sin sentido de la que se nutre, sin embargo, todo sentido.
Recordemos cómo abordaba Lacan esta zona vacía de la Cosa freudiana en su Seminario sobre “La ética del psicoanálisis” para hacer de ella la brújula de la experiencia analítica. Señalaba al menos tres operaciones posibles, tres respuestas ante lo real del objeto sagrado imposible de representar.
Si el arte rodea este vacío con sus objetos para elevarlos a la dignidad del objeto de la sublimación, la religión lo evita desplazándolo siempre hacia otro lugar, en una carrera imparable de producción de un nuevo sentido. Por su parte, la ciencia forcluye este vacío, rechaza la presencia de la Cosa en el universo del goce intentando reducirlo en una cuantificación objetivada. Siempre en vano. Cuanto más la ciencia gana terreno sobre lo real con la producción de nuevos objetos técnicos, más el sentido religioso recicla estos mismos objetos con su maquinaria de producción de sentido, más colabora la primera sin saberlo al boom del sentido religioso. Asistimos hoy a una batalla en la carrera del sentido entre la técnica y la religión, en un encuentro tan paradójico como aquel encuentro del paraguas con la máquina de escribir en la mesa del quirófano caro a los surrealistas.
El objeto tecnológico se ha encontrado así con el boom del sentido religioso en la mesa de operaciones del mercado llamado “globalización”, una globalización sin embargo que funciona por una deslocalización sistemática del objeto del goce, de su vacío imposible de localizar. La técnica tiene hoy sus propias leyes fuera de al ciencia que la vio nacer en Occidente. Y ello muy especialmente desde mediados del siglo pasado, cuando la ciencia firmó su acuerdo con la política de la postguerra en el informe que lleva el nombre de Vannevar Bush. Es con el nombre de este científico norteamericano como se conoce el informe, titulado de manera tan elocuente “La ciencia: una frontera sin límites”, que convenció al Presidente Roosvelt y a su Congreso de la necesidad de diseñar una política científica: “La ciencia está entre bastidores —podemos leer ahí—. Habría que ponerla en el centro del escenario, porque en ella radica gran parte de nuestra esperanza de futuro.”[3] El problema es que en lugar de la ciencia, lo que apareció en el centro del escenario fue el objeto técnico elevado al cénit social, y según unas leyes cada vez más independientes del pensar de la ciencia misma. Tal como indicaba Jacques-Alain Miller hace unos años en su Curso: “Nos damos cuanta hoy de que la tecnología no está subordinada a la ciencia, representa una dimensión propia de la actividad del pensamiento. La tecnología tiene su propia dinámica”.[4]
No se trata sólo del buen o mal uso de la técnica, fácil argumento con el que se suele dar carpetazo al problema, sino de los efectos que esta dinámica tiene para cada sujeto en su relación con el goce. Se trata del modo en que cada sujeto, tomado uno por uno, es usado por esta dinámica en su modo de abordar la Cosa freudiana, en su recorrido huidizo entre lo sagrado y el sacrificio.
Cuando el objeto sagrado no puede ser ya localizado en el mundo del sentido, entonces es el objeto técnico el que viene a ocupar su lugar, sin importar ya demasiado el sacrificio que suponga.
Podemos verificarlo en la clínica del caso por caso como un intento de solución de la antinomia entre el sentido y lo real sin sentido. Sirva como breve ejemplo el caso de aquel niño autista que sólo podía acercarse a un objeto, hacer uso de él, si cuantificaba previamente su grado de comodidad a partir de un porcentaje que debía calcular de manera lo más precisa posible, sin encontrar sin embargo la exactitud que le daría la tranquilidad suficiente. El tanto por ciento, el porcentaje de comodidad, era el simple recurso técnico que le permitía consentir o no a ser usado por la dinámica de los objetos, sea cual fuera el sacrificio de goce que implicara para él. No se comportaba, de hecho, de manera distinta a la del consumidor de hoy que consiente a ser usado por la dinámica de cualquier objeto técnico a partir de las estadísticas de satisfacción que las leyes del mercado imponen a su uso.
En otro ámbito, citemos un testimonio referido a los estragos producidos en la imparable carrera del sentido religioso. Es el testimonio de Ayaan Hirsi Ali, una mujer que ha atravesado los distintos grados de la religión islámica, desde su versión más radical hasta su asimilación a los modos de goce llamados occidentales, siendo elegida diputada del Parlamento holandés, viendo en un momento retirada su ciudadanía europea, posteriormente devuelta, y colaborando actualmente con los think tank americanos de tendencia liberal conservadora. Es un testimonio impactante de la dificultad para localizar en su particular travesía del desierto el lugar de lo sagrado, al borde siempre del sacrificio en sus distintas versiones: como mujer, como hereje, o como apóstata a exterminar.
Ayaan Hirsi Ali explica el lugar primordial que ha tenido para ella lo sagrado en la idea y el valor de la vida después de la muerte, un lugar “comparable —escribe— al que ha llegado a representar el reloj para la mentalidad occidental. En Occidente, estructuramos nuestras vidas en función del paso del tiempo, de lo que lograremos la próxima hora, el próximo día, el próximo año. Planificamos en función del tiempo y en general solemos asumir que tendremos una vida larga. (…) En la mentalidad islámica, en comparación, no es el tictac del reloj lo que se oye sino la aproximación del día del Juicio Final.”[5]
La promesa del goce de la Cosa más allá de la muerte es aquí una bomba de relojería que no necesita tictac alguno. Frente a esta aproximación, no hay porcentaje que valga, no es necesaria otra contabilidad que la que procurará alcanzar el goce mismo de la Cosa, del objeto sagrado prometido. Es la misma aproximación de la que daba testimonio un joven yihadista detenido hace unas semanas en Barcelona: “Morir en nombre de Alá no hace daño, es como un pellizco.”
Pero cuidado, este leve pellizco no es en realidad muy distinto en la estructura al pellizco del que ya han dado testimonio los primeros usuarios de una correa diseñada para el nuevo reloj Watch de Apple y que lo dota de 30 horas más de autonomía, como promete su publicidad.
Y es que a la hora de contabilizar el goce, técnica y religión pueden encontrarse hoy muy bien en el mismo camino.


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* Intervención en PIPOL 7, Bruselas, 5 de Julio de 2015.

[1] Gil Caroz, “Quand le sacré devient sacrificateur”, Lacan Quotidien nº 474, 7/02/2015.
[2] Jacquez Lacan, “La troisième”, Lettres de l’École freudienne, 1975, nº 16, pp. 177-203.
[3] Vannevar Bush, Science, the Endless Frontier, Washington, United Sates Government Printing Office, 1945, p. 13. (Traducción de Horacio Pons).
[4] Jacques-Alain Miller, “Nullibieté”, Cours Orientation lacanienne, 14/11/2007 (inédito).
[5] Ayaan Hirsi Ali, Reformemos el islam, Galaxia Gutenberg, Barcelona 2015, p. 117.

26 de setembre 2015

¿Con qué se identifica usted?

Barcelona, 11 de Setembre de 2015

















(En un momento de debate sobre las identidades, reencuentro un texto de 1996 sobre sus paradojas en la comunidad analítica. Puede ser útil para estudiar otras formas de identidades y comunidades. 26 de Septiembre de 2015)


1 - La comunidad analítica no es, no debería ser, una comunidad inconfesable, imposible de declarar. 
En realidad, todo parece llevarla a este imposible, dada la no existencia de El analista como un universal, de  un conjunto consistente y completo de atributos que lo definan como tal. Esta no existencia está en el centro de la experiencia que llamamos Escuela. Entonces, la “comunidad inconfesable” de Maurice Blanchot, esa comunidad de aquellos que no tienen comunidad, parecería ser el destino necesario  e irreversible de la comunidad analítica, una comunidad que en el mejor de los casos estaría formada por una serie de “desidentificados”, de sujetos que han llegado a situar lo que no hace vínculo social con el Otro.
Y, sin embargo, entendemos la apuesta de la AMP y de sus cinco Escuelas [hoy, en 2015, son ya siete] como la apuesta por una comunidad declarable, formulable en la orientación lacaniana, y de una manera que sostenga lo que toda comunidad tiende a reprimir por la propia inercia: su palabra, su decir fundador. 
El problema es que no hay, en realidad, declaración común posible sobre lo que funda una comunidad, por muchas declaraciones de principios que se hicieran. Es otro modo de decir que no hay sujeto de enunciación colectiva, aunque sí haya un sujeto de lo individual, y un cálculo colectivo sobre él. Y es precisamente este sujeto de lo individual lo que constituye a un colectivo, como en el caso de los prisioneros en el famoso sofisma del tiempo lógico explicado por Lacan. El problema se traduce entonces de la siguiente manera: cómo se identifica cada uno ante el Otro imposible de la comunidad. Hay una salida y hay modos de encontrarla... con los otros.
Permítanme, pues, considerarlos a ustedes tan prisioneros como me considero a mí mismo y pedirles que me acompañen en un razonamiento sobre algunos puntos de nuestro debate.

2. Partiré de una frase que indica un deseo del Otro, —siempre partimos de un deseo del Otro—, de una afirmación de Lacan, en su Seminario del 15 de abril de 1975, una afirmación radical sobre su posición en el grupo. Es un deseo, un Wunsch, según el término freudiano, que se formula, nada más y nada menos, así: “Lo que deseo, ¿qué es? La identificación con el grupo”. Es el deseo de Lacan, nada obliga a que deba ser el deseo de cada uno, pero puede resultar en todo caso una formulación bien paradójica en alguien que se pasó el tiempo criticando la identificación con el Otro como modo de conclusión de un análisis o, también, como norma de vida en el grupo. Y por eso modula de inmediato la afirmación:
“Es seguro que los seres humanos se identifican con un grupo. Cuando no lo hacen, están jodidos, están para encerrar. Pero no digo con eso con qué punto del grupo tienen que identificarse”.
Y este es el problema de partida, —o de llegada, si ustedes quieren—, esa es la verdadera pregunta: ¿con qué del grupo se identifica usted, estimado prisionero? ¿qué disco lleva usted cuya verdad sólo le será aprehensible con y por los otros?
Porque la pregunta, bien formulada, no es nunca “¿con quién se identifica usted?”. Uno no se identifica con nadie en realidad, sino con algo, con un rasgo del Otro. La afirmación “usted se identifica con ése” —y “ése” suele ser siempre alguien notorio — parte de un presupuesto engañoso, el presupuesto de la intersubjetividad, la creencia de que el Otro con el que uno se identifica es otro sujeto. En este presupuesto reposa, sin embargo, la consistencia imaginaria de toda comunidad, también la analítica. 
La consistencia imaginaria es uno de los primeros problemas estructurales de la comunidad analítica. Y tenemos razón al avisarnos uno al otro del engaño que supone precipitarse y salir de la prisión identificado con tal o cual imagen del Otro. Se sale sólo para entrar en otra prisión mucho peor, la del mercado de las “profesiones delirantes” a las que siempre empujará el llamado “estado del bienestar” y sus prebendas.

3. Hay, es cierto, otra consistencia que podemos hacer valer. ¿En qué se sostiene nuestra transferencia de trabajo? No es un enigma para nadie que esta comunidad se sostiene en nuestra transferencia con el texto de Lacan. Es la “comunidad epistémica” que ha definido Samuel Basz de forma precisa. Lo cito: “aquella que admite una reconstrucción racional permanente y consensuada de los principios que justifican su práctica”. Esta es otra consistencia, simbólica, cuyo Otro toma cuerpo en la letra del texto de Lacan. Y no es ya tampoco un acuerdo tácito que esa comunidad nombrada AMP se sostiene por el “al-menos-uno” en leerlo, en seguir leyéndolo, para extraer consecuencias que valen para muchos otros. Ese al-menos-uno tiene un nombre, Jacques-Alain Miller. Lean lo que quieran de lo que se produce en nuestra comunidad de no identificados, verán que hay al-menos-uno siempre identificable, incluso, si se fijan bien, cuando no se lo nombra. 
Y es que cuando se trata de la consistencia simbólica se trata de nombres, de nominaciones, del reconocimiento de cada uno en el Otro de la comunidad, siempre exigible. Ahí siempre podrá haber quejas, porque el reconocimiento del Otro nunca es, por supuesto, el que uno esperaba. Lo decimos un millón de veces, pero que ocurra nos sorprende cada vez.

4. Los prisioneros nos detenemos entonces un momento, —segunda escansión—, y nos preguntamos cómo nos llamamos entonces cada uno, cómo somos reconocidos por el Otro. Porque el nombre con el que uno se reconoce modifica también el nombre con el que se reconocen los demás. 
Pero antes de responder les lanzo ya otra pregunta: ¿es que se confunde usted con su nombre? ¿se confunde usted con el reconocimiento que el Otro le da, tal vez, —quién sabe—, para estar más seguro del suyo propio? Concluir aquí demasiado rápido llevará siempre a poner por delante un principio de autoridad en el Otro de lo simbólico que dejará a cada uno sin salir.
Hay, por supuesto, un método más expeditivo, que es no reconocer ningún principio de autoridad. Fue el método, por ejemplo, de Ramon Llull en la comunidad epistémica de su tiempo, en el siglo XIV. A lo largo de sus casi trescientas obras, no hay un solo recurso a una autoridad exterior para argumentar sus ideas. Los críticos de hoy se vuelven locos para explicar de dónde le venían esas ideas. Además de ilegible, eso da un sujeto totalmente identificado con su nombre, perfectamente normal por otro lado, es decir, alguien para encerrar.
Si uno no se confunde con su nombre por el que es reconocido, entonces puede reconocer el principio de autoridad de la palabra del Otro. Pero ahí se abre otro problema, el de la nominación de cada uno más allá de la consistencia simbólica que sostiene la transferencia.
La transferencia en la comunidad analítica es el otro problema estructural. La creencia en el inconsciente que une a sus integrantes puede ser también el mayor obstáculo para transmitir de modo eficaz la certeza de un descubrimiento cuando éste llega a suceder.
Entonces “¿con qué se identifica usted?” No se identifique tampoco, por favor, con el “sujeto supuesto saber”, esa equivocación que nos permite poner en marcha un análisis, que nos permite también enseñar, pero que llevará siempre a la impostura a quien se confunda con él. 

5. El Wunsch de Lacan apuntaba de hecho a lo más radical de lo que hace imposible el grupo analítico, apuntaba a una tercera consistencia, la de lo real en el que se funda cada comunidad. Es imposible identificarse con lo real, porque lo real no sé sabe nunca dónde está y, lo que es peor, cuando no se lo puede nombrar tiende a confundirse fácilmente con las otras dos consistencias en juego. Lo real siempre está en otra parte, cuando no pura y simplemente segregado de esa comunidad, y atrae hacia sí, innombrable, todas las obscenidades del grupo. Pero basta que esa consistencia real se retire del nudo que formaba con las otras dos consistencias, la imaginaria y la simbólica, para que no haya ya nudo ni comunidad posible.
Llamen a esta función de nominación de lo real “extimidad”, escríbanlo con el significante de la falta del Otro, S(A/), denle también la función del “más uno” —es lo que hace Lacan en ese Seminario citado—, denle también la función del A.E., denle las vueltas que quieran, nombrar lo real del grupo analítico no tiene nada de gracioso, aunque pueda tener efectos divertidos. Quiere decir también deshacer ese grupo, ir a contracorriente de la inercia en la que se complace y se displace, es hacerlo Otro para sí mismo. Es hacerlo imposible o, si prefieren, hacer lo imposible para que consista en algo.

6. Una vez situado este problema estructural de la comunidad analítica, viene una última pregunta que, esa sí, me parece realmente divertida: ¿cómo sería una comunidad en la que cada uno pudiera nombrar lo real sobre el que se constituye su imposible comunidad con el Otro? Me parece una buena pregunta para un cartel, como tema y como funcionamiento.
Aunque de hecho, no es esta una pregunta muy distinta a la que el Otro social les está haciendo hoy a los mismos analistas, —en Europa al menos—, alimentada además por su propia dificultad en salir de la prisión: “¡Identifíquense de una vez!”
Ahí, concluyo: si hay comunidad posible es por un decir que se autoriza por sí mismo, aun a riesgo de verse salir en soledad en lo dicho por los otros.

Julio de 1996

(Centro Descartes, Buenos Aires)

08 de setembre 2015

Crisis: un puente hecho de agujeros










(Leonora Troianovski pregunta a Miquel Bassols, en ocasión del tema de las próximas Jornadas de la ELP)
-Crisis es un significante de lo social. ¿Qué dicen los psicoanalistas? ¿Introduce de alguna manera un puente entre intensión y extensión? ¿Cómo piensas esta articulación?
En efecto, la palabra “crisis” se ha instalado en el discurso común del mundo contemporáneo de tal manera que parece que ya no hay posible realidad social, económica o política, que no evoque de algún modo la crisis. ¿Hay algún lugar que no se resienta hoy de la crisis, aunque más no sea porque se la teme? Lo que designaba un momento más o menos pasajero —“Momentos de crisis” ha sido por otra parte el tema del último Congreso en Ginebra de la New Lacanian School—, ha venido a designar una suerte de estado permanente, como el signo de una época que se extiende, aquí y allá, sin percibirse un final preciso. Hasta el punto que la crisis, en la era del neocapitalismo, parece alimentarse de la propia crisis. No era así, sin duda, en otras épocas. De modo que el significante “crisis” experimentó él mismo cierta crisis, en el sentido que tuvo en otros momentos, de momento de decisión, de inflexión súbita en una estructura, de punto de viraje, ya sea para bien o para mal.
Pero no hay una crisis igual a otra. Esto quiere decir que cada sujeto experimenta la crisis de un modo singular e intransferible. Lo escuchamos así en los divanes: ante una misma realidad social, cada sujeto responde de una manera distinta. No deja de ser sorprendente la diferencia de respuestas ante un mismo acontecimiento crítico. Esta singularidad, que el término crisis suele encubrir en el registro social, es lo que situamos en cada psicoanálisis como la experiencia traumática, propia y singular de cada sujeto. El trauma es pues el nombre analítico de la crisis. Y el trauma es también un nombre de lo real cuando irrumpe en la estabilidad de lo simbólico. Estamos aquí, —como señalaba recientemente el presidente de la ELP, Santiago Castellanos—, en “la dimensión de la ruptura, de la discontinuidad, del agujero, del desorden”, de todo aquello que desgarra el tejido de lo simbólico.
De modo que, si aprehendemos lo más esencial de lo que socialmente se detecta como crisis debemos situarlo en la experiencia que el sujeto hace de un agujero, de una brecha ante la que le faltan las palabras.
Y este es el verdadero puente entre la extensión de la crisis, —su significación común, su denotación, la serie de objetos que recubre en la experiencia social—, y la intensión de la crisis, —su sentido más íntimo e intransferible, su connotación singular para cada sujeto—. Es pues un puente hecho de agujeros, de quebraduras, de piezas faltantes, nada fácil de transitar en todo caso. Pero lo que llamamos deseo es también un puente hecho de agujeros, de piezas faltantes.
Así, cuando un sujeto llega al analista aquejado por una crisis, es decir por una experiencia traumática, —ya sea por la pérdida de un ser querido, por la caída súbita de un ideal o por cualquier otro encuentro con un acontecimiento real e irreversible—, la primera cuestión que se le plantea es la pregunta, siempre singular, por su deseo: che vuoi?
No se trata de proponer de inmediato un parche al tejido desgarrado, un tapón al agujero, una sutura a la brecha. Esa es más bien la propuesta de la ideología psicológica que sigue promoviendo la adaptación a la realidad según la concepción previa que cada uno tiene de ella. Esta propuesta, que ha tomado hoy el nombre de “resiliencia”, se sostiene finalmente en la capacidad neurológica y cognitiva de cada organismo para adaptarse a la realidad traumática. Pero para el psicoanálisis de orientación lacaniana, siguiendo la estela de Freud, el síntoma no es una inadaptación a la realidad, es lo que el sujeto inventa para intentar adaptarse a ella, es su respuesta ante una realidad que siempre estará agujereada por lo real.
De modo que se trata entonces de saber rodear de distintas formas ese agujero, incluso de darle una forma que no tenía cuando se abrió en la experiencia traumática. ¿Cuál es la forma de un agujero? Depende de lo que encontremos para rodearlo. En la lengua catalana disponemos de una excelente palabra para ello, una palabra que forma parte del significante “trauma”: es un “trau”, un ojal, el agujero por el que hay que hacer pasar el botón. Y para que eso funcione de la buena manera, hay que saber rodear con el hilo el borde interior del “trau” sin hacer un zurcido. En lugar del zurcido de la “resiliencia”, que hace imposible finalmente pasar ningún botón, tenemos el hilo del deseo que rodea el agujero del “trau-ma”. Es algo más laborioso, pero es la mejor forma de poder abrochar el síntoma de cada sujeto a una realidad siempre traumática.
Para este paciente trabajo de modistería no disponemos de patrón previo, no hay extensión en el sentido lógico de la palabra —significación común—. Sólo disponemos de la intensión —la cualidad singular en cada caso— del hilo del deseo que se trata de descifrar y seguir en un análisis.



A psicanálise, a ciência, o real



















Divididos em cinco partes, os 25 textos que compõem este primeiro livro em português de Miquel Bassols i Puig partem do real da psicanálise e a ele retornam de diferentes maneiras. Afeiçoados por uma prosa segura, serena e, quando preciso, irônica, eles buscam delimitar, entre os mundos simbólicos da ciência e da arte, a singularidades da descoberta do inconsciente por Sigmund Freud, à luz das ressonâncias causadas pelo ensino de Jacques Lacan. Como se aprende ao lê-los, a despeito das recorrentes e infrutíferas tentativas hoje empregadas no afã de localizar o Eu e a consciência em genes ou neurônios, sabe-se lá se no intuito de salvaguardá-los dos efeitos do inconsciente, o real da psicanálise surge quando se perturbam os campos da linguagem e da sexualidade.

Com efeito, em vez de corresponder a uma forma de experimento científico ou mesmo a uma arte clínica insuflada pelas palavras, a psicanálise é, a um tempo, uma prática e um discurso que lidam com sujeitos em sua fala e no gozo de seu corpo. Sujeitos, portanto, tomados um a um,  em face das implicações decorrentes de serem precedidos pelo desejo do Outro. Pois bem, na lida com que se transferem tais implicações, deposita-se passo a passo —  e este é o porto para o qual conflui a argumentação do autor —o que não cessa de não se escrever, ausência em torno da qual, não muitas vezes, é claro, consegue-se aceder ao silêncio próprio e consequente à vida come ela é.

No mesmo hiato de bordas divergentes, porém conjugadas pelo verbo, como as orelhas de um livro, que por inteiro não se deixam ficar nem dentro, nem fora dele, encontra-se aqui (pausa, para não refletir) o convite a que você, leitor, acompanhe o itinerário psicanalítico traçado nas páginas que se seguem.


Contra Capa, 2015
Coleção Opção Lacaniana
Direção: Jacques-Alain Miller
Assistência Executiva: Angelina Harari