11 de febrer 2018

La lógica del extranjero













¿Soy extranjero sólo para quien es extranjero para mí?
Merece la pena plantearse la pregunta en la estructura de reciprocidades que exigiría una sociedad del reconocimiento mutuo. La respuesta depende sin duda más de dónde uno está que de dónde uno es. Soy extranjero para el otro cuando estoy fuera de mi país —pero ¿cuál es mi país?—; el otro es extranjero para mí cuando viene de su país para estar en el mío —pero, también, ¿cuál es su país?—. Rápidamente se ven entonces algunas disonancias en las reciprocidades: si el otro está en un país que no es el suyo pero que tampoco es el mío, entonces no lo considero tan extranjero, sobre todo si yo no estoy en ese país en el que él está; si yo estoy en un país donde el otro tampoco es de ese país, entonces no seré considerado por él como tan extranjero. El grado de extranjería depende más de allí donde estoy que de dónde soy o de dónde vengo.

No es seguro entonces que yo sea siempre extranjero de la misma manera para quien es extranjero para mí. Depende del lugar en el que estemos yo y el otro. El ser se evapora necesariamente en el estar hasta el punto de mostrarse como una falta de ser —es el término lacaniano—, una identidad vacía. ¿Sería entonces lo extranjero uno de los nombres de esta identidad vacía?


Por otra parte, es interesante observar que cuando dos personas se reconocen como extranjeras estando en un país que no es el suyo, entonces ya no son tan extranjeras la una para la otra. Y en el caso de que sean del mismo país, ese rasgo de extranjería las hará aún más extrañamente familiares, en una solidaridad secreta. Es en esta extraña familiaridad donde podemos encontrar aquella dimensión que Freud designó con el término de Unheimlich, lo siniestro, lo extraño de tan familiar que es. Me ha ocurrido, por ejemplo, cuando he encontrado en otro país rastros de la historia del mío. Y es sobre todo allí, en el lugar del Otro, donde he reconocido más a ese país como el mío. Pero entonces, ¿cuál es mí país cuando lo reconozco especialmente en el lugar del Otro, en otro país? En este lugar, siempre extranjero, puedo encontrar precisamente lo que me es más familiar. Y es ahí entonces donde llego a sentirme extranjero para mí mismo.


En este punto puedo ser también extranjero, precisamente, para alguien que no es extranjero para mí. Y alguien puede serme extranjero sin serlo yo para él. Es la extranjería callada, no reconocida de manera recíproca. Sólo cuando se hace patente esta extranjería algo se me hace radicalmente extraño y llego a hacerme la pregunta: ¿qué soy para el otro cuando estoy en el lugar del Otro, en su país? 


La relación de extranjería nos parecía en un principio biyectiva: soy extranjero sólo para alguien que es extranjero para mí. Pero esta apariencia esconde siempre en su fundamento una relación reflexiva, más íntima, la relación de cada elemento consigo mismo: ¿soy extranjero para mí mismo? Sí, allí donde encuentro en mí mismo a este Otro que me habita, en su palabra y en su forma de gozar, ese Otro que se agita en mí y que también podemos llamar “inconsciente”. Es el mejor término que Freud encontró para designar aquello de mí mismo que me es más extranjero. Es una relación muy singular en la construcción de un conjunto de pertenencia porque, aplicada como relación reflexiva a cada elemento consigo mismo, excluye a este elemento a la vez que lo incluye en el conjunto, al poner en suspenso el principio de identidad: si soy extranjero para mí mismo como lo soy para otro, entonces no formo parte del conjunto de pertenencia, a no ser que este conjunto se defina precisamente por el rasgo “ser extranjero para uno mismo”.


Es en la medida que el otro hace presente en mí esta Otredad, esta alteridad de extranjería, que aparece entonces el sentimiento más radical de extranjero, un sentimiento que es opuesto y correlativo a la identidad entre ser (de un lugar) y estar (en un lugar).


Por el contrario, si separamos el ser del estar, cada uno es extranjero para sí mismo sin estar necesariamente en el extranjero; o bien cada uno está en el extranjero sin ser necesariamente extranjero para los otros. Sería el principio de un reconocimiento mutuo y generalizado, fundado en el reconocimiento de lo extranjero que hay en cada uno. Es un ideal, sin duda. Pero un ideal mejor, sin duda también, que cualquier relación de segregación inherente al lazo social fundado en la identificación, más ideal todavía, entre el ser y el estar.


Deduzcamos al final de esta extraña lógica de lo extranjero un rasgo de la propia experiencia analítica. Es un modo de saber estar allí donde no soy, también de saber ser allí donde no estoy. Y eso sin producir grandes desastres, sabiendo reconocerse en cada lugar como extranjero para uno mismo.



Nota de extranjería entre las lenguas


La precisa diferencia en castellano entre el “ser” y el “estar” no se produce, o no se produce de la misma forma, en otras lenguas. De ahí la dificultad que habrá para traducir este breve texto al francés, donde ser y estar se reúnen en être. Lo mismo para la lengua inglesa, que dispone de to be, aunque to stay pareciera acercarse más etimológicamente al estar. El italiano, como el catalán, dispone de la diferencia entre essere y stare, pero sin recubrir los mismos campos semánticos. Es por ello que, como se señala con frecuencia, el uso de los verbos ser y estar resulte siempre confuso para los estudiantes extranjeros, aunque de manera distinta según de donde vengan, de donde sean, y ello en grados diversos. Buen ejemplo para preguntarse de dónde es cada uno según donde esté para sentir lo extranjero en sí mismo. Finalmente es a través de la diferencia de las lenguas como hacemos la más profunda experiencia de lo extranjero. El bárbaro fue en primer lugar una manera de nombrar al Otro cuya lengua no se entendía: bar, bar, bar…