29 d’agost 2011

Los zapatos de Antonio Damasio

















Y el cerebro creó al hombre —es la curiosa traducción, llena de resonancias religiosas, del último título del conocido neurocientífico Antonio Damasio, cuyo original en inglés es Self Comes to Mind—
Se trata, una vez más, del Yo de la psicología y de sus espejismos. ¿Pero dónde encontramos, no al Self ni al Yo, sino al sujeto tachado, escrito $, en el discurso de Antonio Damasio? Allí donde solemos encontrarlo cada vez en la experiencia, en sus formaciones del inconsciente y en su división producida por el despertar de la angustia. Digamos que, en este punto al menos, A. Damasio recibe todavía ciertos ecos de lo que debió ser su lectura de Freud, ya que es a propósito de esta lectura como tendrá la honestidad, aunque haya sido sin saberlo del todo, de hacernos presente esta división. Veamos cómo[1].
Su libro se abre precisamente con la evocación de un momento de despertar: “Cuando desperté, estábamos bajando. Había dormido bastante rato como para que me pasaran por alto las informaciones sobre el aterrizaje y el tiempo. No había estado consciente ni de mí ni de lo que me rodeaba. Había estado inconsciente.”[2] En efecto, nunca un Yo podrá decir: “Yo soy inconsciente” o “Yo estoy inconsciente”. Y es por esto, precisamente, que lo inconsciente —mejor substantivarlo ahora así— no podrá ser nunca entendido como un estado, ni como un proceso subliminal a la conciencia que sería entonces su reverso. No, ese “inconsciente cognitivo”, esa no-conciencia que le habría hecho pasar por alto a A. Damasio las informaciones del lugar de destino al que estaba llegando, no es ni será nunca el inconsciente freudiano. El inconsciente real está siempre en Otra parte, en Otro destino.
¿Estaría tal vez el inconsciente real en el sueño que Antonio Damasio olvidó solo despertar para recobrar su Yo, ese sueño que hubiera sido su verdadero destino como sujeto Antonio Damasio, más allá de su Yo? Pero resulta que Antonio Damasio, según él mismo nos confiesa, suele olvidar siempre todos sus sueños si no los escribe —lo que, por otra parte, es siempre otra forma de “olvidarlos”—.
¿Todos? No, no todos. Hay al menos uno que no se deja olvidar por mucho que el sujeto quiera y que nos dice algo de sus supersticiones.[3] Es un enigmático sueño que lo acucia —una “leve pesadilla recurrente”—, y que suele tener la vigilia de pronunciar una conferencia. De hecho, el propio A. Damasio nos acaba de confesar un poco antes su embarazo ante la invitación a dictar una conferencia sobre Freud y la neurociencia: “Es el tipo de propuesta que habría que rechazar por completo, pero me sentí tentado y acepté”[4]. Y es así como nos narra después su sueño. “Las variaciones compartían siempre la misma esencia: llego tarde, muy tarde, y me falta alguna cosa fundamental. Tal vez me han desaparecido los zapatos, o la sombra de las cinco de la tarde se está transformando en una barba de dos días y no encuentro en ninguna parte la máquina de afeitar, o el aeropuerto ha cerrado a causa de la niebla y no puedo volar. Me siento angustiado y a veces avergonzado, como cuando (en el sueño, por supuesto) caminaba por el escenario descalzo (pero con un vestido de Armani). Es por ello que, todavía hoy, no dejo nunca los zapatos para que me los limpien en la puerta de la habitación del hotel”[5].
Se trata, en efecto, de uno de aquellos  sueños de repetición en los que Freud, en su famoso “Más allá del principio del placer”, encontró una de las formas en las que lo real del trauma se hace presente en una repetición que está siempre más allá del principio del placer. Por supuesto, las asociaciones del propio Antonio Damasio sobre cada elemento de su pesadilla serían necesarias para desplegar las diversas significaciones tejidas en la trama del inconsciente.
Con las variaciones de un mismo punto que se repite, lo real vuelve siempre al mismo lugar porque no llega a tenerlo del todo, llega solo para dividir al sujeto en la angustia y en la vergüenza. Son éstos precisamente los dos afectos por excelencia que en el Yo son signos de un goce, un displacer, tan ignorado por el Yo como experimentado como cierto. El inconsciente real es precisamente este lugar, sin lugar representable en el mapa, al que el sujeto Antonio Damasio siempre llega tarde, muy tarde, demasiado tarde para poder decir que el inconsciente es el mapeador que siempre faltará en su mapa. Este real en el que él, como Yo, no cesa de no representarse es el inconsciente que le pesca a punto de despertar para dejarlo después con el sentimiento de una falta fundamental, una falta que podemos escribir muy bien con la $ del sujeto tachado, del sujeto dividido por el significante y por un goce ignorado.
El inconsciente freudiano es este real todavía por escribir, un real que no cesa de no escribirse en el sistema neuronal por muchos mappings, escaneados o resonancias magnéticas que le apliquemos. Solo a través de la palabra y del lenguaje podemos acceder a él para tratarlo.
¿Cómo insiste en hacerse representar, sin embargo, este real tan íntimo que el sujeto lleva pegado como una parte de su cuerpo? Precisamente con una falta, la falta de los zapatos que brillan por su ausencia en el escenario del sueño. Y brillan más en la medida que el sujeto llega siempre tarde a su conferencia, a su cita con lo real del objeto. Así pues, el inconsciente real de Antonio Damasio es estos mismos zapatos que teme perder y que no cesan de no estar en la puerta de su habitación del hotel cada noche previa a una de sus conferencias. Son esos zapatos, como todo buen síntoma, el reverso de lo más real de su inconsciente que solo el propio sujeto podría decidirse a descifrar.
Aunque, por supuesto, para ello haría falta admitir primero que unos zapatos, en tanto significantes, son tan buena cosa como un cerebro para “crear al hombre”, es decir, para representar al sujeto de su inconsciente.


[1] Señalemos que las cuatro páginas tituladas por A. Damasio “El inconsciente freudiano” nos han parecido sin duda las más jugosas de su libro. Cumplen en su mapa la función que tenían en los mapas antiguos las zonas delimitadas en blanco con el nombre: terra incognita. Pero incluso en esas zonas, los sueños y otras formaciones del inconsciente dan testimonio de los extraños habitantes de su geografía: hic sunt dracones, aquí hay dragones, aparece escrito en ellas algunas veces.
[2] Antonio Damasio, I el cervell va crear l'home, (trad. al catalán), Ed. Destino: Barcelona 2010, p. 15.
[3] Sí, también los científicos son supersticiosos a causa de los significantes que los representan “en su ausencia” en el inconsciente. Y esas supersticiones siempre tienen que ver, más de lo que podría parecer, con sus investigaciones y descubrimientos. El ejemplo del gran físico Wolfgang Pauli y sus “sincronicidades” es tal vez uno de los más conocidos por haber sido tratado y comentado por Carl Gustav Jung.
[4] A. Damasio, op. cit., p. 249.
[5] Ibidem, p. 252.

10 d’agost 2011

Lo que no es medible
























Tal vez la ciencia debería abandonar ya la nostalgia de no haber podido cumplir el imperativo galileano que se suele aducir como la primera máxima de su nacimiento: “Hay que medir todo lo que es medible y hacer medible lo que no lo es”. En realidad, el instrumento que ha sido motivo de grandes avances se demuestra ahora también como un verdadero corsé para hacer el necesario camino de vuelta: de lo cuantitativo a lo cualitativo. Al respecto, la vaga e inconsistente noción de "qualia" con la que las neurociencias actuales intentan atrapar lo imposible de cuantificar es un buen ejemplo del precio que hay que pagar por no dar lugar decididamente a lo más singular e incuantificable del sujeto en la propia ciencia.

¿No será hoy el imperativo galileano, tan imposible de cumplir en realidad en sus dos partes, una ley homóloga al imperativo categórico kantiano, ese imperativo tan cruel y feroz que Freud igualó a la ley loca del superyó? “¡Mídelo, numéralo, cuantifícalo todo!”

Cuando se cita tantas veces la consigna galileana, no habría que olvidar además la enorme distancia que nos separa ya de Galileo y de lo que podía ser "medir" para él y para su época, cuando había que cuantificar, por ejemplo, el tiempo de caída de un cuerpo con una clepsidra, sin disponer todavía de ningún reloj para ello. Hay una historia de la medida y sostener hoy literalmente la consigna de Galileo contra viento y marea puede resultar un anacronismo epistemológico (¡imposible de medir, por otra parte!). De hecho, un vistazo por Internet nos indica que son también los ingenieros del "management" empresarial y de organizaciones los que utilizan la consigna de Galileo como emblema de sus empresas.

A este respecto, las primeras páginas de los periódicos —y las interiores también—, suelen bombardear al lector con cifras para dar la razón de casi todo: desde la economía monetaria hasta el amor.

Por mi parte, cuanto más leo las noticias de estos días sobre la crisis económica, noticias gobernadas por el imperio de lo cuantificable, más me parecen pertinentes las siguientes constataciones sobre la complejidad de la situación actual:

1) La causa de la crisis está más en el miedo incuantificable ante las cifras manejadas por las agencias —la caída absoluta de la llamada "confidence" o confianza de los mercados—, que no en lo que las cifras mismas suponen estar midiendo realmente.
El mismo Paul Krugman señalaba hoy en un artículo de “El País” que la aritmética poco puede decir sobre las razones de esta crisis globalizada.

2) Suponer que una medición empírica es objetiva e independiente de los sujetos que la están haciendo o de los que la están "sufriendo" es un idealismo absoluto y de lo más peligroso. Delirante incluso.

3) Las mediciones pueden ser muy exactas pero dejan escapar necesariamente lo más real de lo que suponen estar midiendo. La verdad va por otro lado y es la que determina los efectos de ese real sobre el que mide y lo que es medido. Exactitud y verdad, como indicaba Lacan en varias ocasiones, no son idénticas. En el caso de la crisis económica, la loca economía del goce y de la pulsión de muerte escapan a cualquier posibilidad de cuantificación. Y esa economía es la que está precisamente en la caída de la “confidence” que se extiende desde los mercados hasta las propias agencias de evaluación, pasando por los bancos.

4) Al imperativo categórico de Galileo conviene responder pues con la máxima de Rabelais: "Ciencia sin conciencia [es decir sin sujeto] es ruina del alma"... y de todo lo demás.