24 de desembre 2009

La voz del objeto 'a'








“Si cantamos y si escuchamos a los cantantes, si hacemos música y si la escuchamos, la tesis de Lacan, según mi punto de vista, comporta que todo eso se hace para hacer acallar a aquello que merece llamarse la voz como objeto a”.[1]*

Así concluía una intervención de Jacques-Alain Miller que se ha convertido en una referencia obligada para el estudio de la voz como objeto y su función en la clínica psicoanalítica. La voz, como una de las formas del objeto a, es en efecto una voz áfona, es una voz indecible en el registro del significante, una voz que permanece en el registro del “sileo”, del silencio tan absoluto como ensordecedor que anida en el ombligo de la estructura del lenguaje, ombligo que insiste y se repite como lo más real e imposible de representar. Pero esta voz áfona es también la voz que el sujeto puede “escuchar” desde lo real del cuerpo cuando el significante retorna desde lo real, por ejemplo en los fenómenos alucinatorios vinculados a lo que conocemos en la clínica de la psicosis como “automatismo mental”. Es la voz que, una vez localizada como exterior a lo simbólico, atribuimos también a un texto a cuyo autor nunca hemos escuchado hablar en la realidad. Es la voz distinta al registro fónico, también fonográfico, la voz que no es reducible en ningún momento a un sensorium, a un sentido perceptivo, y que incluso un sordomudo puede testimoniar que “escucha” en algunas alucinaciones auditivas[2].

El testimonio del caso princeps analizado en su texto por S. Freud, el famoso caso Schreber, sigue siendo aquí de un valor clínico ejemplar. Recordémoslo:

“El piano tuvo para mí un valor inapreciable, como sigue teniéndolo hoy. Confieso que me resulta difícil imaginar cómo habría podido soportar durante esos cinco años el juego forzado del pensamiento, con todo su cortejo de fenómenos, si me hubiera visto imposibilitado de tocar el piano. Mientras toco, el parloteo insano de las voces que me hablan queda cubierto: junto con el ejercicio físico, es una de las formas más adecuadas del famoso ‘pensamiento que no piensa en nada’ (Nichtsdenkungsgedankes), cuyos beneficios habían intentado quitarme, aduciendo que en el buen lenguaje de las almas, no se trataba más que de un ‘pensamiento musical de no pensar en nada’. Por añadidura, mientras toco, los rayos conservan constantemente la imagen visual de mis manos y de las notas. En definitiva todo intento por ‘hacerme pasar por’ mediante el ‘moldeado del humor’ o cualquier otro medio, fracasaba ante la suma de sentimientos que yo podía expresar mientras tocaba el piano. Es por ello que el piano desde siempre, y aún hoy, constituye uno de los principales objetos de execración”[3].

El sonido del piano cumple así la función de “cubrir” la voz impuesta al pensamiento para introducir en él una “nada”. Cubrir para rodear una nada es, en efecto, la función de o que llamamos “semblante” en la orientación lacaniana y tiene la virtud de vaciar, para rodearlo, el cuerpo de un goce que se le hace extraño de tan cercano. Ese “pensamiento que no piensa en nada” de Schreber tiene aquí la misma estructura que el “tocar nada” que antes evocábamos a propósito de la operación Miles Davis en In a silent way. Se trata de incluir el vacío sonoro que localice de alguna forma y en alguna forma el objeto a separado del cuerpo del sujeto. De ahí también que el acto de “tocar”, en la medida que pone en juego el cuerpo del músico, tenga siempre esta vertiente de contacto directo con el instrumento como localizador de un goce fuera del cuerpo pero, a la vez, en contacto con el cuerpo. Basta “ver” tocar a un Glenn Gould, o a un Keith Jarrett, para entenderlo, pero también basta “escuchar” su cuerpo incluido en la música – con sus famosos sonidos guturales – para entender la función que el goce separado del cuerpo tiene en contacto con el instrumento.

En la operación de la que Schreber da testimonio no se trata tanto entonces de un alegato en favor de una musicoterapia generalizable a los trastorno del lenguaje como de una precisa localización de la voz como objeto a-fono que se hace presente para cada sujeto de formas diversas.

Desde esta perspectiva, ¿de qué se trataría en la música? Nos encontramos finalmente con un tratamiento del objeto del goce en los márgenes del lenguaje, donde lo indecible toca lo más real como imposible de representar, pero donde se localiza también ese goce separado del cuerpo donde deberá desarrollarse la razón musical. La música, esa música de la que Lacan dijo en una ocasión que “algún día habría que hablar, al margen”[4], se organiza así como un saber hacer con el sonido para acallar el ruido del objeto a, el objeto que anida en el lenguaje in a silent way


*Quinto capítulo del artículo "Cinco Variaciones sobre In a silent way"

[1] Jacques-Alain Miller, “Jacques Lacan y la voz”, en Freudiana 21, Paidós, Barcelona 1997, p. 17.

[2] Ver al respecto, A. Cramer, “A propos des hallucinations chez les sourds-muets”, Analytica 28, pp. 3-28.

[3] D. P. Schreber, Memorias de un neurópata, Ed. Petrel, Buenos Aires 1978, p. 173.

[4] “Alguna vez – no sé si tendré tiempo algún día – habría que hablar de la música, al margen”. Jacques Lacan, Seminario 20, “Aún”, Paidós, Buenos Aires 1981, p. 140.

Variaciones sobre "In a silent way"
















In a silent way (De una manera silenciosa) es también el nombre de una de las piezas más enigmáticas e influyentes de la historia del jazz*. Dio título al disco de Miles Davis que marcó en 1969, junto a Bitches Brew en 1970, un antes y un después en su música y, por ende, un antes y un después en la música de jazz señalando uno de sus límites más fecundos. El autor de esta encantadora melodía fue el músico austríaco Joe Zawinul y es interesante señalar la coyuntura que precedió y dio lugar tanto a su creación como a sus grabaciones. Tal como indica su biógrafo,[1] In a silent way fue compuesta por Joe Zawinul un par de años antes de la grabación con Miles Davis, durante un descanso invernal pasado en Austria con su familia. Y cita directamente el testimonio del autor: “Había dejado a mis hijos con mis padres y me fui con mi mujer a un hotel. Afuera nevaba y no podía dormir. Estaba allí sentado y por algún motivo, - quizás por el hecho de estar de nuevo en Austria después de tantos años -, un primer encuentro con la familia significaba mucho. Tomé un papel y un lápiz y lo escribí en minuto y medio, sin parar. El concepto estaba muy claro desde el inicio”.[2] Sin instrumento musical alguno como soporte, la pieza fue pues escrita por Joe Zawinul en el silencio insomne de una noche invernal, en una habitación de hotel cercana al lugar más familiar y distante a la vez, una habitación en la que su mujer dormía mientras por la ventana él veía caer la nieve en silencio. La escena puede evocar my bien aquella otra, final, del relato de James Joyce titulado “Los muertos” y que el genio de John Huston pasó a la imagen en su última película, “Dublineses”. La melodía se trazó de un solo golpe en el pensamiento de Joe Zawinul, en el más puro silencio del “concepto” que el lápiz transcribió directamente en las notas sobre el papel. El disco titulado “Zawinul”, grabado por Atlantis Recording Studios de New York en 1970, incluye el siguiente comentario en los créditos de la pieza: “Impresiones de los días en los que el muchacho Joe Zawinul hacía de pastor en Austria”.
Es un momento que evoca un objeto perdido. De hecho, Joe Zawinul había perdido a los cuatro años un hermano gemelo enfermo de neumonía. Una frase del padre quedará para él como índice de lo que podría haber sido: “Es una pena que Erich no esté vivo todavía. Los dos habríais podido ser otros Blue Diamonds”, pareja de éxito en los años sesenta. Por lo demás, el recuerdo de Joe Zawinul es elocuente sobre el lugar dejado por el objeto perdido en relación al ideal del Yo: “Puedo recordarme estando en un cochecito para gemelos. También recuerdo una noche a mi madre sosteniendo en brazos a Erich que estaba enfermo y llamando a un médico que no llegó hasta la mañana, pero para entonces Erich ya había muerto... Solía preguntar a mis padres, ‘¿Dónde está Erich?’ y ellos me decían, ‘Estará fuera durante un tiempo, está en el cielo’. La litera vacía me hacía sentir realmente solo… Él era más inteligente y también más fuerte que yo”.[3]
In a silent way se escribe en el mismo lugar de esta pérdida. El nombre de la pieza se debe en realidad a un comentario del trompetista Nat Adderley, el hermano de Cannonball Adderley en cuyo grupo Joe Zawinul estaba tocando: “Oye, esto es muy bonito, parece hecho de una manera silenciosa”. Era un modo de nombrar lo más real del silencio que la había causado.
Cuando Miles Davis invitó a Joe Zawinul, un día de Febrero de 1969, a presentarse al estudio de grabación sin un plan preconcebido, le pidió simplemente que trajera “alguna música”. El proceso de grabación, recogido hoy en una edición especial,[4] muestra la operación de Miles Davis realizada sobre la pieza de Joe Zawinul. Miles actuó per via di levare, sacando la intro y los acordes con los que su autor había acompañado la melodía. Pidió a los músicos[5] que simplemente tocaran esa melodía, despojada de buena parte de sus acordes y dejando la armonía sin su resolución final en las frases. La diferencia entre la versión finalmente publicada y la no publicada da cuenta de este proceso parecido al de un escultor que vaciara el material sonoro. Hizo (re)aparecer así el silencio que habitaba en la pieza original de Joe Zawinul. Seguramente, si hubiera podido, Miles hubiera pedido a los músicos que simplemente no tocaran nada… o mejor, que tocaran “nada”. El, en aquel entonces, jovencísimo pero ya muy experimentado guitarrista John McLaughlin, que desgrana en la grabación la melodía de Joe Zawinul con singular sensibilidad, recibió del artífice Miles la orden de tocar la pieza como si fuera un novato, dejando de lado cualquier preciosismo armónico en los acordes. El ambiente generado en la grabación tiene así algo de los sonidos producidos sin intención que John Cage buscaba con su fuga silenciosa y que sólo podrían aparecer como si fuera de una manera distraída, con una suerte de atención flotante. Algunos atentos oyentes de la grabación señalan que los silbidos o los siseos a veces se escuchan entre las notas más que las notas mismas, ¡hasta el punto de resultarles molestos! Para otros es precisamente este rasgo el que da el tono singular a la pieza. Una edición con remezclas hechas por Bill Laswell a partir de las cintas originales que el propio Miles Davis le dio[6] hizo más patentes todavía estos silencios sibilantes. El aire que se escucha soplando en los metales sin el sonido de las notas hace aquí presente, como en algunos otros músicos de jazz, la dimensión más pura de la pulsión oral en el silencio.
Como dirá el propio Miles Davis en otra ocasión, “The silence is the strongest noise, perhaps the strongest of the noises”: el silencio es el ruido más fuerte, tal vez el más fuerte de los ruidos. El término no es aquí “sound” (sonido) sino “noise” (ruido), resto irreductible de la operación de conversión, de transformación de uno en otro. Hacer del silencio-ruido un silencio-sonido requiere, en efecto, un denso y sutil proceso de elaboración sobre la materia sonora. Y acallar este ruido del silencio, verdadera voz áfona que habita en el ombligo más real del lenguaje, será en efecto una de las tareas mayores de la música.



* Cuarta parte del artículo "Cinco variaciones sobre In a silent way"
[1] Brian Glasser, In a silent way. A portrait of Joe Zawinul, Sanctuary Publishing, London 2001.
[2] Brian Glasser, op.cit. p. 109.
[3] Brian Glasser, op. cit. p. 20.
[4] The Complete In A Silent Way Sessions, Columbia Records 2003. Ver al respecto, Paul Tingen, “The Making of In A Silent Way & Bitches Brew”, Billboard Books, New York 2001.
[5] No eran cualesquiera. Además de Miles Davis a la trompeta y Joe Zawinul al piano eléctrico y al órgano, se trataba de Wayne Shorter (saxo tenor y soprano), Chick Corea (piano eléctrico), Herbie Hancock (piano eléctrico), Dave Holland (contrabajo) y Tony Williams (batería).
[6] Bill Laswell, Panthalassa: The 
Music Of Miles Davis, Columbia 1998.

El silencio de John Cage
















Cuando John Cage entró un día de 1948 en la cámara anecoica de la Universidad de Harvard buscando el silencio absoluto escuchó sorprendido dos sonidos, “uno alto y otro bajo”*. Según su propio testimonio, al describírselos al ingeniero técnico encargado de la cámara, éste le informó que el sonido alto correspondía a su sistema nervioso en funcionamiento, y el sonido bajo a la circulación de la sangre en sus venas. Hay razones para preguntarse, en primer lugar, cómo pudo John Cage distinguir estos dos sonidos, “uno alto y otro bajo”, por qué los distinguió precisamente como sonidos (sounds) y no como meros ruidos (noises), y cómo llegó también a describirlos para recibir una respuesta tan precisa referida a lo más real de su organismo. Seguramente se trataba de una respuesta standard, que vale para todos pero que no quita nada a la singularidad de la experiencia de John Cage como sujeto: cuando ya no hay nada más que escuchar, uno oye entonces el chisporroteo de las neuronas con sus sinapsis correspondientes en el interior del cráneo y el repicar de los glóbulos fluyendo en sus venas, el primero en una frecuencia más alta que el segundo. Una cámara anecoica es una sala diseñada de modo que cualquier sonido es absorbido por las paredes, por el techo y por el suelo. En su interior, cualquier reflexión de una onda sonora es amortiguada al máximo. Los ruidos escuchados por John Cage tenían que proceder, sin duda alguna, del interior de su cuerpo. ¿Los escuchó desde ese mismo interior, o bien desde el exterior? La pregunta no es ociosa porque en este punto la frontera entre interior y exterior del cuerpo se desvanece en lo real del organismo, - un real que no tiene, propiamente, lugar -, en una contigüidad que borra cualquier intervalo entre significantes para diluirlos en el ruido silencioso del Uno sin el Otro. Del mismo modo, la distinción entre ruido y sonido, pero también entre sonido y silencio, se desvanece en esta contigüidad que sólo la intención de escuchar distinguirá de modo discreto.
La conclusión de John Cage después de esta experiencia, - traumática, nos atrevemos a decir-, será tan definitiva como irreversible: el silencio absoluto no existe. "I literally expected to hear nothing" – literalmente esperaba no oír nada (o tal vez sería mejor traducir mal: “literalmente esperaba oír nada”)**. Sin embargo, escuchó algo, un ruido interpretado ya como sonido procedente del interior del cuerpo. Se trata de la atribución de una voz en lo real, una voz que sólo se hace presente a partir de la “intención de escuchar”. Entre oír y escuchar, entre ruido y sonido, entre el supuesto silencio absoluto – ese que no existe - y cada uno de estos términos, se abre entonces un intervalo que es el índice preciso de un sujeto que escucha. Es un supuesto sujeto intencional, aunque en realidad es un sujeto efecto de la entrada del significante en lo real. Es un sujeto que escucha y que no sólo oye, un sujeto que surge recortado de la frontera entre interior y exterior, - interior y exterior, en primer lugar, de su cuerpo -, entre ruido y sonido, entre sonido y silencio…
El silencio, tal como lo entenderá John Cage, no puede ser entonces definido como la ausencia de sonido. El silencio está necesariamente habitado por la serie de sonidos-ruidos que nos rodean y que no escuchamos de manera intencionada. La vaga noción de intencionalidad introduce de hecho la pregunta por el sujeto: ¿qué sujeto hay en un sonido? ¿puede darse un sonido sin sujeto? La experiencia en la cámara anecoica llevó así a John Cage a reformular el concepto mismo de silencio, no como la ausencia de sonido sino como la ausencia de toda intención de escuchar. Una vez introducida esta “intención de escuchar”, no hay nada semejante al silencio sino en todo caso los ruidos del propio cuerpo escuchados como sonidos. “There is no such thing as silence”[1], es el axioma fundamental de John Cage . Si el silencio no existe como tal es porque se revela finalmente como una posición subjetiva ante lo real, consecuencia de un prestar o no prestar atención como respuesta ante este real imposible de ser representado como tal. Lo que llamamos silencio absoluto sería así, siguiendo a John Cage, la ausencia de toda “intención” de producir un sonido o de escucharlo. Pero en la realidad cada objeto, cada instante, tiene su sonido permanente que deberíamos saber escuchar. Lo real, para John Cage, nunca está en silencio y sólo es por inadvertencia que dejamos de escucharlo. La música sería de hecho la mejor forma de poder escucharlo.

* Primera parte de un artículo titulado "Cinco Variaciones sobre In a silent way".
** Nuestro colega Iván Ruiz nos ha indicado que era mejor traducir así la frase en lugar de la forma que habíamos escogido: "literalmente no esperaba oír nada". El lugar de la negación es, en efecto, decisivo para localizar en ella al sujeto.
[1] John Cage, Silence, Middletown, CT: Wesleyan University Press, 1961, p. 191.

09 de desembre 2009

Cartel bisagra











Hace unos días escribí unas líneas sobre el pase - experiencia y dispositivo - como una bisagra de la Escuela, como un dispositivo que permite transmitir lo más íntimo y singular de la experiencia de convertirse en analista hacia el exterior que habita en la Escuela misma y hacia su exterior en el discurso social*. Pues bien, el dispositivo del cartel me parece que es la otra bisagra inventada por Jacques Lacan para que las aberturas de la Escuela sean verdaderos lugares de pasaje y no barreras de clausura. El cartel, como lugar de elaboración de un saber de cada uno de sus miembros en un trabajo que es también colectivo, es un lugar de pasaje del saber del psicoanálisis entre lo interior y lo exterior de la Escuela.

Tres experiencias distintas en carteles vienen ahora a ponerme de manifiesto esta función de bisagra del cartel de maneras diversas.

El primero fue el primer cartel como tal en el que participé, a principios de los años noventa al inicio de la experiencia de la Escuela, justo antes de su misma creación, en lo que era en ese momento una suerte de crisol donde se fusionaban grupos distintos para dar lugar a la Escuela Europea de Psicoanálisis. Era realmente la experiencia de una elaboración colectiva con un exterior que hasta ese momento era tan cercano como distante y que se hacía presente por colegas que venían de otro grupo. Algunos forman hoy parte de la ELP, otros se fueron antes de su creación. El tema del cartel giraba entorno a la identificación en distintas vertientes y fue un modo de entender que no se podía construir una Escuela con los emblemas de las identificaciones sino a partir del vacío que hace presente el ser del psicoanalista. El trabajo de aquel cartel coincidió de hecho con mi entrada como miembro en la Escuela que se constituía entonces.

Los otros dos carteles en los que participo actualmente tienen rasgos distintos en esta función de bisagra y hacen presente la extimidad de la Escuela de dos modos diversos.

Uno está integrado por dos miembros y por tres no miembros de la Escuela. Inscrito en la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis, esta circunstancia hace presente en ella una exterioridad de hecho, una exterioridad que cumple una doble función de control y de transmisión que siempre debería ser propia del cartel de una forma u otra. El cartel tiene un tema que se está trabajando de modo específico para cada miembro siguiendo el hilo del Seminario XVII de Jacques Lacan, “El reverso del psicoanálisis”. El tema articula tres términos, “Discurso, capitalismo y subjetividad”, que son cada uno el reverso del otro: el sujeto y el discurso del Otro, el discurso del psicoanalista como reverso del discurso del Amo, el capitalismo como una reversión de términos de este último.

El tercero de los carteles es el cartel del pase B9 de la École de la Cause freudienne, cartel en el que cumplo la función de Más uno y que tiene la delicada función de decidir el nombramiento de los Analistas de la Escuela (AE) a partir de la retransmisión de los testimonios de los pasantes por los pasadores. Realiza así un trabajo clínico en los más fino y depurado de la experiencia analítica, allí donde el sujeto realiza el pasaje de analizante a analista y se postula a la Escuela como el que puede ser analista de su experiencia. La experiencia en este cartel del pase está suponiendo para mí una enseñanza crucial sobre cuál es la verdadera pareja-sinthoma de los analistas tomados uno por uno y para entender cuál es hoy la verdadera pareja-sinthoma de la Escuela tomada como sujeto que hace presente el discurso del psicoanálisis en la contemporaneidad.


*Contribución a la publicación virtual Cártel Express.

Pase bisagra











Un reciente debate en Barcelona sobre el pase ha planteado un punto que me ha parecido interesante aportar al Collège de la passe en la Ecole de la Cause Freudienne*. Hablábamos allí del pase como un dispositivo bisagra, en primer lugar en el testimonio del pasaje del analizante al analista, también en la puerta de entrada de la Escuela en la época en la que el dispositivo cumplía esta función, en los batientes de la ventana interior de la Escuela donde se formula la pregunta sobre qué es un analista… Pero la experiencia y el dispositivo son también una bisagra entre el interior de la experiencia analítica y de la Escuela y el exterior que viene a ser con frecuencia su propia extimidad. De hecho, podemos leer en la “Proposición” de Lacan también una apuesta para transmitir qué es un analista, - “cómo se convierte uno en analista” -, al Otro del discurso social de la manera más clara y precisa posible. Y es así precisamente como la Escuela en tanto sujeto encuentra en la experiencia del pase su propia división, una división que debe ser renovada cada vez en esta función de bisagra entre su interior y su exterior, en la tarea de testimoniar y transmitir qué es una analista a principios del siglo XXI.

Las recientes Jornadas de la ECF de este mes de Noviembre han sido, en efecto, el mejor ejemplo que se podía dar de esta función de bisagra entre lo más interior y privado y lo más exterior y público de esta experiencia singular del convertirse en analista. La Escuela ha encontrado allí lo más vivo de su propia división como sujeto ante lo que hoy es la causa analítica. Y ello en la medida en que cada uno ha hecho un gran esfuerzo minimalista, en un ideal de relámpago y de simplicidad, para reducir este testimonio a lo más esencial a fin de ser convincente para el primero que venga, uno cualquiera de la multitud de participantes de esas Jornadas.

Se plantea entonces la cuestión de lo que esta experiencia puede enseñarnos – a los pasantes, a los pasadores, a los carteles del pase, al propio Collège de la passe – sobre la política que debemos seguir en esta función del pase-bisagra cuando apunta no sólo al supuesto interior de la comunidad analítica (¡siempre hay una comunidad supuesta!) sino sobre todo a este exterior que es hoy el verdadero partenaire éxtimo del psicoanálisis.


*Contribución enviada al Collège de la passe de la Ecole de la Cause Freudienne.

16 de novembre 2009

Soledades II










La soledad aparece, en primer lugar, como un sentimiento, con todo lo que tiene de un sentido compartido, de algo reconocible por el otro, del sentir que corresponde a un afecto, pero sobre todo con lo que ese senti-miento tiene de un “-miento”. La soledad como sentimiento siempre miente un poco sobre la verdadera pareja del sujeto, esa pareja que le acompaña inevitablemente como su sombra, o mejor, que le acompaña bajo la sombra de su imagen narcisista. Cuando alguien nos habla, en un tono más o menos quejoso, de su soledad sabemos que no hay que creerle mucho, que en realidad se está confrontando a lo insoportable de lo que le es más cercano, a lo insoportable de su verdadera pareja.

Es en este sentido que he propuesto distinguir el sentimiento de soledad del “estar a solas”. Siempre se está a solas con algo (con un libro, con uno mismo, hasta con Dios), pero no necesariamente con alguien.

Tal vez la experiencia analítica sea la experiencia más verdadera de estar a solas con… ¿con qué, precisamente? El “a solas” introduce una presencia irreductible, que no pude negativizarse, esa presencia que la enseñanza de Lacan escribe con el objeto a y que es finalmente, una vez despojado de todas las identificaciones narcisistas, el lugar en el que el sujeto puede, si quiere, reconocer a su verdadera pareja.

Tampoco hay que creer mucho al psicoanalista cuando piensa hablar de su soledad. No parece una excepción en este punto y todo depende, en realidad, del uso que haga de ella. Es una soledad enigmática para unos, apreciada por otros, cultivada incluso por algunos más como su bien más preciado e indiscutible.

Freud pensaba, en efecto, que todo grupo humano funcionaba según aquella imagen, acuñada por Schopenhauer, del grupo de puercoespines que se acercaban unos a otros en el crudo día invernal cuando sentían frío pero que debían alejarse de repente cuando se herían unos a otros con sus púas al acercarse demasiado. Y así se pasaban el tiempo sin poder acercarse ni separarse del todo. Podían quejarse sin duda de su soledad, pero en realidad era de la soledad de no poder estar a solas con sus propias púas. Schopenhauer pensaba que la solución estaba en encontrar la buena distancia entre los puercoespines para establecer un vínculo social soportable entre ellos. Encontrar la buena distancia con el objeto fue, por otra parte, el objetivo analítico de una corriente sabiamente criticada por Lacan en los años cincuenta, la así llamada corriente de “la relación de objeto”. El problema es, precisamente, que no hay relación posible con el objeto, no hay relación que pueda escribirse de manera recíproca para fundar esa buena distancia entre unos y otros, esa buena distancia que sería el ideal de comunidad. Así, la comunidad parecería condenada o bien a quejarse o bien a satisfacerse en la soledad de sus miembros.

Una Escuela debería ser otra cosa que una imposible comunidad al estilo de la que pensaba Schopenhauer y el propio Freud. Debería ser el lugar donde se elabora la experiencia singular que supone hacerse analista en un estar a solas. Hacer creer al sujeto, aunque sea por un momento, que no será de este “a solas” del que extraerá el objeto que lo acompaña sin saberlo, hacer creer al sujeto que no será en este “a solas” como podrá autorizarse frente a otros en su deseo de analista una vez extraído este objeto, es una creencia que tiene un precio muy alto para el psicoanálisis. Es el precio de su dilución en las diversas formas del discurso del Amo que hace sentir al sujeto, no sólo que él es único – lo que de hecho es siempre la condición del sujeto dividido por el inconsciente - sino también y sobre todo que él es el único. Creerse el único es, en realidad, la mejor manera de no saberse solo, de no consentir al “estar a solas”. Y es precisamente sobre la distinción entre el único (en francés, le seul) y el solo (seul) que traducimos por el “a solas” que Lacan hace pivotar la relación del analista con el acto analítico en dos densas páginas de su discurso a la EFP de 1967: “no hay, - escribe ahí -, homosemia entre el único (le seul) y solo (seul)”. Y es para poder disponer de una relación con esta otra soledad, con este “a solas” en el que se sostiene el acto analítico, que el sujeto que se forma en el análisis debe encontrar el lugar donde alojarla. Es un lugar donde no habrían unos únicos – función que el propio Lacan llamó “las Suficiencias” en su crítica de la comunidad analítica de los años cincuenta – sino sujetos a solas en su relación con la causa analítica.

La Escuela de Lacan, la Escuela como sujeto del que intentamos hacer la experiencia, es de este orden. En efecto, como ha recordado Santiago Castellanos en “La Vanguardia de Valencia” nº 6, fue renunciando a la soledad, a la soledad del único, como Lacan fundó su Escuela en 1964. Al lado de la famosa frase del Acto de Fundación: “Solo, como siempre he estado en mi relación con la causa analítica…”, hay que leer entonces la de 1967: “Mi soledad, es precisamente a eso que renuncié al fundar la Escuela”. La lectura de las dos páginas que constituyen el contexto de estas dos frases nos llevarían un tiempo, pero me parecen cruciales para distinguir las diversas soledades en el analista y para ver su articulación, muy precisamente, en el paso del analizante al analista que abordamos en la experiencia del pase.

El deseo del analista, es de esto, no lo olvidemos, de lo que se trata en el pase del analizante al analista. En este paso, es cierto, uno está solas con lo que ha llegado a ser su objeto, cuando el Otro que no existe ya para calmar la soledad del sujeto, se ha reducido a este objeto que es su verdadera pareja en el estar a solas. Es con ello que el deseo del analista sabe y debe operar en la experiencia.

Por mi parte, les diré que finalmente no encontré nada mejor para hacer presente esta función del deseo del analista en mi experiencia que… una página en blanco. Algunos saben el destino que esto tuvo en la comunidad analítica. ¿Quieren ustedes algo más solo, y a la vez algo menos único, que una página en blanco? Una página en banco es lo que permite que algo deje de no escribirse para alguien que tenga a bien hacerla servir (hacerla servir para el acto con el que se relaciona, para el acto analítico).

A la vez, una página en blanco no tiene nada de único, es de hecho como muchas otras, es en realidad la que más se parece a muchas otras. Cuando entra en la serie (se la llama entonces, en el mundo de la edición del libro, “página de cortesía”) sirve para que las otras sean legibles. Es cierto, por otra parte, que para hacer presente una página en blanco a veces hay que decir, escribir también, muchas cosas. Y el problema puede llegar cuando uno quiere escribir algo en ella para definirla como un universal. Se suele incurrir en una paradoja imperdonable, al estilo de ese mensaje que encontrarán en algunos libros impresos o también en Internet, This page intentionally left blank (“Esta página se ha dejado en blanco de forma intencionada”). No es fácil hacer aparecer, en efecto, aquello que no cesa de no escribirse en el decir y que cumple la función de orientar al sujeto en lo real.

Pero el analista es decididamente el que soporta hacer presente en nuestro mundo esta página en blanco del inconsciente real para que algo deje de no escribirse en el inconsciente transferencial de cada sujeto. Diré incluso, para concluir, que es de la posibilidad, siempre contingente, de esta operación que depende el futuro del psicoanálisis.


*Intervención en las Octavas Jornadas de la ELP, Valencia 14-15 de Noviembre de 2009.

10 de novembre 2009

Lenguaje e infinito
















Llegamos de nuevo, una vez más, al laberinto del lenguaje. De hecho, nunca salimos de él pensando que estábamos entrando desde su exterior improbable.
Alguien me ha planteado entonces la pregunta sobre si el lenguaje es finito o infinito.
El diccionario nos
dice - es un decir - que hay un número finito de palabras en cada lengua. Pero, en realidad, siempre pueden crearse neologismos, nuevas palabras como hicieron, por ejemplo, James Joyce, Lewis Carroll, o como hace la propia Ciencia a cada paso. Algunos de estos neologismos tienen el honor de entrar algún día en el tesoro de la lengua que es el diccionario. Pero además, siempre podremos agregar una palabra más a una frase determinada. Así, pues, en el lenguaje parece tratarse inevitablemente de un infinito, siempre (n+1).
De hecho, el lenguaje se nos presenta ya como un infinito potencial hecho a partir de unidades discretas, de los así llamados significantes. Y siempre podemos agregar un nuevo significante a la cadena.
Entonces: ¿El lenguaje es el infinito? Prefiero las paradojas de esta perspectiva a las de la otra, aparentemente más materialista, cuando dice - es otro decir -: el lenguaje es insuficiente para abarcar y representar el infinito que ya estaba ahí, esperando a ser representado. (Esta versión me parece, en cualquier caso, invevitablemente más religiosa que la anterior).

Si nos dirigimos ahora a esta creación maravillosa del lenguaje que son los números, nos encontramos de hecho con una versión depurada del infinito del lenguaje. El lógico Georg Cantor hizo con este problema una verdadera invención de un nuevo significante, el del número transfinito llamado alef cero.
Los números matematizan, en efecto, este infinito del lenguaje. Hay quien sostiene, por ejemplo, que la serie resultante de traducir el Quijote en Base 2, asignando una serie de ceros y unos a cada letra del abecedario, está incluida en algún momento en la serie de decimales del número pi. El problema, por supuesto, es que hay que esperar a que la máquina dedicada permanentemente a escribir estos decimales... ¡cese de no escribir esa serie! Todo el Quijote traducido a Base 2 estaría así escrito alguna vez en el número pi. Y no sólo el Quijote sino también los Principia Mathematica de Whitehead y Russell, y las Obras Completas de Poe, y las de Sigmund Freud, y las de Jacques Lacan (que no eran completas, por consistentes…), y aún las que todavía no se han escrito… (por incompletas que son).
No, una vez iniciada la cuenta del significante no hay ya posibilidad de salir de la paradoja de lo finito y lo infinito
en el lenguaje.
Y aún hay algo peor - es un decir - si seguimos en el laberinto de lenguaje: una misma palabra, una misma frase, un mismo discurso, repetidos en momentos distintos tienen sentidos también distintos. Como en el cuento de Borges, Pierre Menard, autor del Quijote, en este infinito potencial que es el lenguaje no hacemos otra cosa que repetir en algún momento lo mismo para decir siempre algo distinto.

Alguien más me ha planteado entonces la pregunta de si una máquina, - un conjunto debidamente ordenado de algoritmos - podrá algún día escribir realmente un poema con sentido sin reproducirlo o componerlo por medio de una combinatoria de otros ya escritos anteriormente.
Por mi parte, me limitaré a decir - es también un decir - que ninguna máquina podrá escribir nunca el Quijote de Pierre Menard… para decir algo distinto.

18 d’octubre 2009

Respuesta a un neurocientífico localizacionista









Por los mismos procedimientos que en el MIT (Massachusetts Institute of Technology) están encontrando en el cortex prefrontal de los macacos un "director de orquesta que dirigiría tareas cognitivas relativamente abstractas", otros (por ejemplo, Michael Anderson en la Universidad de Oregon), han identificado hace tiempo el mecanismo freudiano de la represión en el mismo cortex prefrontal.


Por los mismos procedimientos de resonancia magnética, el equipo de Mark Solms en la Universidad de Cape Town ha localizado la tópica freudiana, tal cual, en distintas zonas del cerebro.
Cito a Mark Solms, ”Pour la Science”, 2004, p. 78:
”Las cartografías neurológicas recientes están en adecuación con la descripción hecha por Freud. La región central del tronco cerebral y el sistema límbico - responsable de los instintos y las pulsiones - corresponden al Ello de Freud. La región frontal ventral que controla la inhibición selectiva, la región frontal dorsal que controla los pensamientos conscientes, y el córtex posterior que percibe el mundo exterior, corresponden al Yo y al Superyó”.
Y podríamos seguir con otras referencias del mismo estilo. Es la línea de lo que podemos llamar ”determinismo duro” en las neurociencias, que tiene sus defensores en el psicoanálisis, y que el propio Freud consideró muy pronto como un camino sin salida, como un verdadero delirio (ver sus famosas cartas a W. Fliess).


Pero es que resulta que con los mismos procedimientos de resonancia magnética, en el departamento de Psicología de la Universidad de California acaba de comprobarse la reacción ante imágenes de personas en distintas situaciones emocionales claramente localizada… ¡en un salmón muerto!
La noticia no es un chiste, apareció en el apartado de Ciencias de “Público” el 29/09/2009. La imagen que encabeza esta columna la ilustraba y puede consultarse en:

http://www.publico.es/ciencias/investigacion/256304/salmon/muerto/reacciona/fotos?orde =VALORACION&aleatorio=0.5

Por mi parte, prefiero la afirmación del premio Nobel Eric Kandel, (al que usted se refiere y que, por cierto, empezó a interesarse en la biología y en la importancia del inconsciente gracias a su lectura de Freud y a que los padres de su compañera eran psicoanalistas). Las estructuras de la tópica freudiana NO están localizadas en el cerebro. Pero tampoco lo está el sentido de las palabras ni el afecto que las colorea con otro color que el utilizado en las resonancias magnéticas.
Queda por discernir, en efecto, dónde se localizan. Creo simplemente que estamos buscando en el mal lugar, como aquel personaje del cuento que buscaba su llave perdida cerca de una farola con la excusa de que ahí había más luz.

Y la perspectiva localizacionista y determinista en neurociencias puede llevar, en efecto, a apagar la luz del sujeto del inconsciente, tan ilocalizable en lo real del sistema nervioso como la famosa "Carta robada" de Edgar Allan Poe en el espacio de la realidad para la investigación policial.

29 de setembre 2009

Soledades I









¿Soledades?* ¡Las de Luís de Góngora, sin duda alguna! Un analista debería leerlas alguna vez, Una al menos. Parecen incomprensibles, pero qué soledades no lo son… En realidad, son del mismo estilo que los escritos de Jacques Lacan, “el Góngora del psicoanálisis, según dicen, para servirles”, (Escritos, p. 448). Debían ser cuatro Soledades, sólo que Góngora no llegó a escribirlas todas, se quedó en las dos primeras y de hecho no llegó a concluir la segunda. Así que, en realidad, es cierto que sólo podemos leer Una, una sola soledad entera. De la Otra, la segunda, nos faltarán los versos finales para siempre y será mejor consentir a darlos por perdidos. Pero hay también la dedicatoria, que empieza con los muy conocidos versos:

Pasos de un peregrino son, errante,

cuantos me dictó versos dulce Musa,

en soledad confusa,

perdidos unos, otros inspirados.

Los “perdidos unos” son los pasos del peregrino protagonista de las Soledades y de sus versos, que son los “otros inspirados”. El argumento explícito no parecería en realidad lo más importante, más bien una excusa para el desarrollo de la preciosa lengua de las Soledades, aunque podrá evocar hoy múltiples coyunturas: un joven, rechazado por su amada y exiliado de sí mismo, ha naufragado, todo perdido, y llega a un lugar utópico – valga la paradoja de “un lugar sin lugar” – donde es acogido por campesinos e invitado a una idílica boda; todo ello, dicen los críticos, para oponer las delicias del amor y de la vida campesina al negro mundo cortesano. Triste por tantas pérdidas, el peregrino va así a la búsqueda de un nuevo amor. ¿Habrá que rechazar la utopía por demasiado ideal? ¿O más bien encontrar en su imposible lugar lo más real de la lengua del sujeto peregrino?

Por nuestra parte, no nos costará seguir el argumento como si de un verdadero pasante se tratara y cambiar los unos por los otros: ya que se han perdido versos, inspirarnos en sus pasos. Es el pasante quien debe hablarnos, en efecto, de otro amor, del amor por la Escuela como lugar del encuentro con la soledad de cada uno.

Pero ¿de qué soledad se trata? El peregrino en cuestión, antes de ser pasante, no parece en sus Soledades muy solo en realidad, más bien demasiado acompañado por todos sus fantasmas. ¿De qué soledad se trata entonces en estas soledades? Habría que distinguir aquí entre “quedarse solo” y “estar a solas”. Y hay, en efecto, muchos lugares multitudinarios en nuestra civilización donde uno puede estar muy solo sin poder estar a solas fácilmente. (Un aeropuerto, por ejemplo, es un lugar idóneo para estar solo sin poder estar a solas). En esta perspectiva, la experiencia analítica es más bien una experiencia de estar a solas sin saber muy bien con qué, pero no podría llevar al sujeto, menos al analista, a una satisfacción en su soledad.

Mejor ahora Paul Valéry: “Un hombre solo está siempre en mala compañía”, es decir, en compañía de su Yo o en compañía de unos otros en los que buscará entonces encontrar el reflejo de su Yo. Difícil así estar a solas. “¿Y una mujer?”, preguntará enseguida. ¿Una mujer sola está en mejor compañía, más a solas en su soledad? En todo caso, si seguimos le idea de Lacan en su Seminario XX, la mujer parece estar mucho más a solas con el Otro en la medida que está en relación más directa con la radical alteridad de su goce. Y es por ello que dirá, años después, que “las mujeres son las mejores analistas, o las peores”, cuando este estar a solas se puede volver insoportable… sin el Otro.

Sería interesante sostener que es únicamente formado en un estar “a solas” como alguien llega a ser analista y a sostener su acto. Y a sostenerlo en una Escuela.

¿Cómo podríamos traducir entonces aquella otra frase de Lacan en la que su famoso aforismo aparece modulado por otra soledad que la autosuficiente: Seul l’analyste, soit pas n’importe qui, ne s’autorise que de lui-même (Autres écrits, p. 308)? Dado que este seul condensa en francés nuestro “solo” (el de la soledad, sin acento), el “sólo” (con acento, equivalente a “solamente”), pero también el “a solas” que hemos introducido aquí, proponemos la siguiente versión: “Sólo a solas el analista, es decir no cualquiera, se autoriza en él mismo”.

Entonces, estimados colegas… no sólo “un esfuerzo más…” sino: un poco más de “gaya ciencia” para saber estar a solas, con los otros, en la Escuela… También en las próximas Jornadas.

* Contribución al debate para las VIII Jornadas de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis sobre "La soledad del psicoanalista. La práctica analítica", Valencia, 14 y 15 de Noviembre de 2009.

21 d’agost 2009

Macedonio Fernández, la nostalgia de la página en blanco










Ricardo Piglia sostenía en un bonito documental que Macedonio Fernández es la literatura argentina. No conozco lo suficiente el conjunto de esta literatura para confirmarlo pero, en todo caso, el encuentro con la escritura de Macedonio Fernández significó para mí el encuentro con lo más singular de la literatura argentina, aunque hubiera leído ya con fruición a Jorge Luis Borges o a Oliverio Girondo. Mi colega y amigo Germán García me dio a conocer sus escritos en Barcelona a través de las múltiples citas y referencias que hacía de él en sus charlas y seminarios. Después, antes de volver a Argentina, me dejó varios de los libros de Macedonio que tenía en su biblioteca y que desde entonces entraron a formar parte de la mía. Siempre me ha parecido que los textos de Macedonio Fernández condensan y desplazan, despliegan y concentran, algo muy esencial de la lengua y de la cultura argentinas, con sus tropiezos y vacíos, con sus idas y venidas, con sus exilios y múltiples procedencias. Y lo hacen, por decirlo así, a través de un arte de rodear las ausencias y los silencios, los espacios en blanco.

Macedonio Fernández viene a ser así uno de los mejores antídotos contra el “todo lleno” al que nos empuja en la civilización la promesa del goce absoluto. Parece que casi nunca pensaba en publicar y que fue por la insistencia y el cuidado de sus más próximos que nos han llegado finalmente sus escritos. En el universo literario, si existe algo así, se nos aparece él mismo como el personaje de uno de sus chistes del aún no, esos chistes que no se ríen de inmediato porque requieren un tiempo de espera, cierto vacío, cierto tiempo de comprender. Por ejemplo: “había tan pocos que faltaba uno más y no cabía”. Es seguramente este el lugar que le cabe ocupar a Macedonio Fernández en la literatura universal, el de no llegar a caber si faltaba uno más... por si ese que faltaba fuera él. Ese lugar llegó a hacérselo, casi sin proponérselo, a través del vínculo especial que mantenía con la página en blanco, con su paciente escritura no exenta de ambivalencia ante objeto tan paradójico. De hecho, Macedonio buscaba y evitaba la página en blanco, como un fóbico y un nostálgico a la vez de su ser de objeto. Se identificaba así con su estructura antinómica al aparecer él mismo en ausencia, con ese rasgo de no estar nunca ahí donde se lo esperaba, recién venido siempre de Otro lugar. La escritura, decía Freud, es el lenguaje del ausente y es por la magia de la misma escritura que se hace existir también este lugar. Desde ahí viene y escribe Macedonio Fernández. Este lugar de la letra, lo sostiene y lo hace presente de manera especial en la página en blanco en la que llegó a encontrar el defecto más íntimo de la literatura.

“Todos sus defectos [los de la literatura] se hicieron públicos así; ocasionáronse desventajosas comparaciones con el papel en blanco y sobrevino la nostalgia de esta clase de papel, que debe haber existido alguna vez toda una hoja en blanco de papel; parece haber sido encontrada inmediatamente encima de la torre de Babel, del Arca de Noé y del descubrimiento de América, en ruinas, y que habríase de volver a inventar como el agua en un cabaret.” (Papeles de Recienvenido)

La nostalgia de la página en blanco es seguramente el mejor (auto)diagnóstico de Macedonio Fernández. Una melancolía fundamental, estructural, elemental, de la letra convertida en el objeto por excelencia. (Ver al respecto el libro de Germán García, “Macedonio Fernández, la escritura en objeto”). Es el objeto de una mirada que añora la nada en la que se inscribió, por primera vez, la escritura para rodearla. Macedonio Fernández se reconoce así como un melancólico de la pureza de la página en blanco, de la página primigenia, de una primera y originaria “toda una hoja” que alguna vez tuvo que existir, como piedra, tablilla de arcilla o pergamino. Porque, en efecto, ¿en qué momento un objeto fue elevado a la dignidad de superficie para acoger la inscripción de un signo, de una letra? Este momento único, irrepetible, pero repetido también cada vez que alguien aprende a escribir, es el verdadero prólogo macedoniano de todo lo escrito, momento presente en cada letra de su texto como lo que ha perdido de su ser.

Macedonio, que siempre rellenaba con su paciente letra el papel en blanco hasta los límites de la página cultivando, como decía, “el lleno completo”, buscaba también una verdadera página en blanco, esa que, según su parecer, dejó de existir con la literatura misma. Y es curioso que la suponga en la cúspide de la siempre inacabada torre de Babel, él, que se vanagloriaba de saber callar en varias lenguas…

Esta página en blanco irremisiblemente perdida es también la página más real, la que no cesa de no escribirse, y está por lo mismo tan perdida que hay que volverla a inventar… en cada acto de escritura. ¿Sería este uno de los mayores designios de la escritura de Macedonio Fernández como autor? Pero precisamente, nada más dudoso que hablar de Macedonio Fernández como autor. Más bien es él mismo, como sujeto, quien se ha identificado con esta página en blanco imposible de volver a encontrar pero que alguna vez fue, que alguna vez estuvo… Tanto es así, que algunos han llegado a especular con la peregrina idea de que Macedonio Fernández nunca existió en realidad, que fue tal vez sólo un invento de Jorge Luis Borges, seguramente de los más reales en distinguirse de esa realidad en la que creemos a pie juntillas. Y sí, Macedonio más real todavía en la página en blanco que alguna vez estuvo, “toda una hoja”, en la cúspide de la Torre de Babel, o en el Arca de Noé como una especie preservada del diluvio universal de la escritura, o de la América supuestamente descubierta… (Imaginamos aquí la ironía macedoniana: no, si en verdad yo y mi realidad estábamos ya a punto de existir antes de ser descubiertos).

La ficción de su escritura nos asegura que pareció encontrarse esta página en blanco en las ruinas de aquellas tres grandes ficciones occidentales de la totalidad: la de todas las lenguas en la Lengua universal, la de todas las especies y razas en la Humanidad, la de todas las alteridades en el Otro de la América descubierta… Pero es este Otro el que cada vez existe menos y sus ruinas son en realidad las de la propia página en blanco. Nos quedan sólo los restos ilegibles de lo que fue. Pero ¿qué serían los restos, las ruinas de una página en blanco? La imagen es fuerte y no resiste la rápida atribución de una idealización de la página en blanco como pureza del objeto virgen e inmaculado. Debajo de esta apariencia demasiado forzada de lo que ella es como objeto, subsiste su ser como resto en la letra misma de cada escrito. Por esto, a la vez, los restos ilegibles de la página en blanco hacen públicos los defectos, las faltas, de la propia literatura que saldría sin duda perdiendo en la comparación con ella.

¿Sería pues la literatura el intento incesante y renovado de reconstruir, de escribir la página en blanco en su ser “toda una hoja”? Samuel Beckett lo mantuvo una vez como su principal y último objetivo. Tanto como su misma imposibilidad en el objeto que rodea, una y otra vez, sin cesar de no encontrarlo.

Lituraterre, llamó Jacques Lacan a esta operación que linda con el uso del inconsciente.

(Ilustración: René Magritte, La Page Blanche)



28 de juny 2009

“Principio de incertidumbre”, un nombre del superyó*








Gustavo Dessal, Principio de incertidumbre. (RBA, Barcelona 2009).


Seguramente la mejor manera de presentar una novela con este título sería hablar de ella sin conocer su final, especialmente cuando el relato sigue las leyes del suspense de la novela negra. La incertidumbre estaría así asegurada desde el lugar mismo de enunciación de quien la presenta, una incertidumbre que debería transmitirse tal cual al futuro lector. Pero no es este el caso. A la novela de nuestro estimado colega y amigo Gustavo Dessal no le ocurre como a aquella otra evocada por Macedonio Fernández en la que el lector se había ido hacía rato y la novela seguía y seguía y el lector ya no estaba ahí para leerla. No, les aseguro que “Principio de incertidumbre” atrapa de tal modo al lector que debe leerla necesariamente sin poder dejarla hasta el final… final que, por supuesto, no sería de recibo desvelar aquí.

Para presentarla como conviene, les diré pues que conozco el final de la novela pero también que no cuál es su final. Y espero que la incertidumbre que genere esta afirmación, entre conocer y saber, se mantenga hasta el final de mi intervención.

Podemos hablar, eso sí, de su “principio” que también produce una incertidumbre, la incertidumbre del sujeto post-humano, por decirlo así. Sabemos lo importante que es el principio de una novela, su primera frase, su primera escena. Hay famosas primeras frases de novelas, y a veces es lo único que se conoce de ellas. Después del título, que es el álgebra del texto, la primera frase es el teorema que debe estar bien desarrollado a lo largo de las páginas que siguen.

Cada capítulo se inicia de un modo que nos deja en la incertidumbre de quién narra, de quién habla, hasta al cabo de un rato. Debemos esperar unas cuantas frases en cada capítulo para saber de qué se trata en lo que se escribe. Es un recurso narrativo que Gustavo Dessal maneja de un modo tan efectivo, que parece que empecemos una novela en cada capítulo, en una incertidumbre permanente pero ofrecida a pequeñas dosis.

La novela nos sitúa de entrada en un lugar de enunciación marcado por la ironía, en el mundo y la realidad del espectáculo permanente, en el goce del reality show en el que hoy se nos pide vivir. Y mantiene así la incertidumbre de este sujeto desde el principio hasta el final, con la reescritura de una misma escena, -la que abre el relato, la famosa “Noche del cerdo”- cambiando su tiempo y su sujeto. Diez años cambian el sentido de una misma escena. Diez días también pueden bastar. En realidad, basta con contar hasta diez para que ese misterio del sentido penetre en el tejido que llamamos realidad. Y se produce otra ironía: lo que en un momento nos puede escandalizar, un tiempo después puede pasar por un juego de niños, tan inocentes como perversos en su relación con la muerte y con la sexualidad. De hecho, “detrás” de la escena inicial de la “Noche del cerdo”, con su tinte de obscenidad tan actual, hay otra, la de un cuadro enigmático que pone en escena el goce maligno de la infancia, de la violencia de la infancia ejercida sobre la infancia misma. Se trata del cuadro de un tal Anton Van Boek, con la imagen de un niño con los ojos vendados, objeto de una inexplicable crueldad y sujeto de una profunda ignorancia, en un no saber nada del goce que lo habita (p. 223). Es una suerte de escena fundamental, al estilo de la que el texto de Freud “Pegan a un niño” interpretó en la estructura masoquista del fantasma. Ese es el cuadro, Los niños malos, cambiante él mismo, que se pinta y se despinta con el tiempo, y que cambió la vida del protagonista de la novela, Mark.

Desde el principio se nos presenta así la división del sujeto post-humano ante el imperativo de goce que lo corroe, un imperativo que el psicoanálisis nos enseña a leer como el imperativo del superyó. Es un imperativo que divide al sujeto entre lo interior y lo exterior, entre la escena obscena del televisor dentro de su casa y el timbre de la puerta de alguien que llama a horas intempestivas:

“Al decidirme por fin a abrir, temeroso, con esa nerviosa prevención que nos embarga cuando nuestra intimidad se siente amenazada por el mundo exterior…”

Se trata de la división del sujeto que el psicoanálisis nos enseña a tratar en su incertidumbre fundamental ante la muerte y la sexualidad, los dos temas eternos alrededor de los cuales gira todo relato que se precie. Y hay, en efecto, varias posibilidades de tratamiento según el tercer término que haga trío con ellos: la comedia, la tragedia o el drama. Woody Allen decía “comedy is tragedy plus time”: comedia es tragedia más tiempo. El problema es cómo manejar este tiempo, el tiempo de la transferencia en la experiencia analítica, el tiempo de la sesión, el tiempo del análisis, y el tiempo mismo del relato. Gustavo Dessal lo maneja de forma admirable. Hay un tempo de la narración y de las voces distintas que la componen para introducir al lector en el registro de la comedia de los sexos que evitan siempre lo mismo: lo real de la sexualidad y de la muerte.

Creo que, desde esta perspectiva, podemos decir que “Principio de incertidumbre” es una novela que trata sobre el superyó post-humano. Y lo hace poniendo en acto una de las figuras tránsfugas del superyó indicadas por Freud, la del humor. Este superyó está de hecho anunciado en la cita de las Epístolas de Horacio que hace de exordio a la novela: “El culpable es el espíritu, que nunca huye de sí mismo”. En efecto, el sujeto no puede huir de esa parte de sí mismo que encarna el imperativo del goce del superyó. Y el humor de Gustavo Dessal transforma este imperativo en una buena novela.

(Diré entre paréntesis que no todos los que conocen a Gustavo Dessal saben que es un excelente contador de chistes.)


Cinismo e ironía

Frente al goce y a su imperativo encarnado por la voz del superyó hay, es cierto, al menos dos posiciones posibles, la del cinismo y la de la ironía. No es que todo sea apariencia en esta realidad que se nos presenta hoy como reality show, no todo es “semblante”, como dice nos quiere hacer creer el discurso cínico contemporáneo. Lo que ocurre es que cada vez es más difícil aislar lo real de la apariencia, dar a la apariencia lo que es de la apariencia y a lo real lo que es de lo real.

Mark, el personaje de la novela, no niega la condición de cínico que los otros pueden atribuirle con razón. (p. 64):

“Ya sé que todo el mundo me toma por un cínico, y no niego serlo, pero de tanto en tanto me gusta recordar que hubo un tiempo en que era diferente, una existencia anterior en la que de mi boca salían palabras que no estaban dañadas por el salitre del rencor y la rabia. O acaso me engaño, y he sido siempre un hombre envenenado por su mala fortuna”.

Y sí, el cínico se engaña con el fantasma según el cual todo sería posible en el mundo de las apariencias y los “semblantes”.

Pero esa no es “la voz del relato” – para retomar esa expresión de Jacques Lacan a propósito de “El arrebato de Lol V. Stein” de Marguerite Duras – esa no es la voz de “Principio de incertidumbre”. La voz del relato es más irónica que cínica, juega con la apariencia para decirnos que la verdad tiene estructura de ficción pero que esta verdad no autoriza al sujeto a responder al imperativo de goce con un “todo vale”. Y es desde esta ironía que nos ofrece una muy precisa descripción de las paradojas del goce y de la ley del superyó que habita en la voz interior de Mark. Les cito un párrafo, en la página 65, donde se da una preciosa descripción clínica de esta voz del superyó:

“Me acuerdo de su voz, una voz increíble para ser la de un policía, una voz de pájaro desafinado, no sé como pudieron admitirlo. Mientras me hablaba lo imaginaba gritando ‘¡tiren sus armas!’ a un grupo de terroristas, y a los tipos explotando de risa al escuchar unos cloqueos de vieja, te lo juro, él me hablaba de Melinda y yo no podía concentrarme en lo que me decía, porque estaba pendiente de sus cacareos. De acuerdo, no quería aceptar lo que oía, pero no puedes hacerte una idea de cómo sonaba  esa voz. Al final, no tuve más remedio que abrir la oreja y dejar que el mensaje me llegara al cerebro, donde causó una devastación instantánea y convirtió mi mente en esa montaña de escombros que cada día barro de un lado a otro. Es una buena descripción de mi ocupación cotidiana: barro los escombros, los acomodo en un costado de la cabeza, pero se vuelven a desparramar, y entonces tengo que acomodarlos de nuevo, y así día tras día, o casi, porque a veces estoy tan cansado que los dejo por medio, ocupándolo todo. Soy una variante posmoderna de Sísifo, conozco mi castigo y mi culpa. Pero los derechos constitucionales me otorgan un permiso de vez en cuando, a lo sumo un par de días, y vuelta a empezar, echar los escombros a un lado y hacer como que se vive”.

Excelente descripción de los estragos producidos por la voz del superyó en el sujeto de nuestro tiempo. Tal vez, entonces, “Principio de incertidumbre” sea un buen nombre para la voz del superyó: funciona como un imperativo, manda, ordena un goce, pero deja al  sujeto en la más absoluta indeterminación e incertidumbre sobre el objeto de ese goce. - ¡Sí, goza! – le dice al sujeto. - Pero ¿de qué? – responde éste.


La relación de incertidumbre y el goce

No estará de más recordar aquí que el Principio de Incertidumbre fue enunciado por el físico alemán Karl Werner Heisenberg en 1927. Es un principio fundamental de la física cuántica según el cual no se puede determinar, simultáneamente y con precisión, la posición y el momento lineal (la cantidad de movimiento) de un objeto dado. En otras palabras, cuanta mayor certeza se busca en determinar la posición de una partícula, menos se conoce su cantidad de movimiento lineal. Según este principio, sería imposible determinar por ejemplo la trayectoria de un electrón. Como consecuencia del Principio de Incertidumbre se abandonó la noción de órbita ya que ello significaba dar posiciones definidas del electrón y estados de energía igualmente definidos. Sería mejor, como se señala a veces, hablar de una “relación de incertidumbre”.

Pues bien, exactamente aquel mismo año 1927, a no muchos kilómetros de distancia, Sigmund Freud escribía su excelente texto sobre “El humor”, que es también un artículo sobre otra “relación de incertidumbre”, la del sujeto neurótico, que se manifiesta en el superyó. En realidad, el verdadero principio de incertidumbre es la relación de incertidumbre entre los sexos, ese principio que Jacques Lacan enunció con su famoso “no hay relación sexual”: cuanto más creamos definir qué es un hombre, qué es una mujer, menos precisión habrá para definir su relación. O también: cuanto más se ordena el goce, supuestamente con la mejor de las intenciones hedonistas, menos se sabe de qué se goza en realidad. Esto es lo que dice el superyó al sujeto: ¡Goza, pero a condición de que no sepas! “Là où ça parle, ça jouit, et ça sait rien”, decía Lacan en su Seminario Encore.

En ese mismo texto, Freud habla del superyó transmutado en humor como esa voz que le dice al condenado a muerte al levantarse el lunes por la mañana, momento en que va directo a la horca: “bonita manera de empezar la semana”. Pues hay una frase parecida en la novela de Gustavo Dessal (vean la página 101), aunque en una escena inversa en cierto modo:“Ronald empleó las últimas fuerzas del día en desnudarse y meterse en la cama. Cuando estaba a punto de dormirse, cayó en la cuenta de que no se había lavado los dientes. ‘Un día de estos voy a morir con mal aliento’, se dijo, mientras su conciencia se disponía a desmayarse durante seis horas”. Es en esta transmutación del feroz superyó en la figura del humor y la ironía, donde el sujeto encuentra un apaciguamiento de su sufrimiento y una forma de producir algo nuevo en su principio o relación de indeterminación con el goce.

Hay otra “relación de indeterminación”, la del sujeto con su propio inconsciente, ese texto escrito del que ignora qué quiere decir.

Otra página muy interesante de la novela de Gustavo Dessal pone en escena esa relación encarnada en una pareja que se hace escribir sus nombres en chino por una mujer china (en las páginas 112 y 113):

“ … Me gustaría saber si aquí pone mi nombre o no. - ¿Qué más da - Tienes razón, qué más da. Y no volvieron a hablar hasta media hora después, sentados junto a unas jarras de cerveza [Ha hecho falta un tiempo también para que ese hecho cobre una significación y pida ser leído como un enigma]. - Esto demuestra algo muy interesante – dijo Ronald -. Qué cosa nos parece más esencial que nuestro nombre, y sin embargo, cuando lo reducimos a esto, a un trazo, unos cuantos giros de pincel, lo vemos convertido en nada. No puedo saber si éste es mi nombre o no lo es, aunque pongamos por caso que lo fuese. Ya no puedo leerlo, y por lo tanto es indiferente que estos signos me represente. [Pero no, no es indiferente, y es ahí donde habrá que pasar del cinismo a la ironía]. - Es peor que eso –arguyó Mina-, porque te representan sin que tú puedas comprender lo que pone. De algún modo estos cartones son el reflejo de nuestra propia vida, conoces tu nombre pero en el fondo no puedes saber qué es lo que dice. [Conocer no es saber, aunque el knowledge anglosajón de las ciencias cognitivas se confunda en este punto, con consecuencias más bien nefastas.] - Es divertido – replicó McEwan al cabo de un rato. Imagina que la mujer ha puesto aquí la palabra ‘mátame’. Un buen día nos vamos de viaje a China y alguien nos pregunta cómo nos llamamos. Entonces, de pronto nos acordamos de que llevamos en el equipaje el cartón con nuestro nombre. ‘Espere un momento, ya vuelvo, vamos a buscar el cartón y se lo enseñamos al chino’. El tipo lo lee, saca una pistola y nos pega un tiro. Fin de la historia”.

Es un fin posible de la historia del inconsciente en su encuentro con la pulsión de muerte. Pero es una historia de la que nunca sabemos el final: he ahí el principio de incertidumbre.

El cinismo en la relación del sujeto con el texto de su inconsciente se resuelve en un feroz: “eso no tiene nada que ver conmigo”. La ironía es saber avanzar en esta historia pensando: mira que si pone ‘mátame”. Y hay siempre una parte de verdad: desde el momento en que me nombran, que entro en lo simbólico del lenguaje, soy un ser tocado por la muerte, un “ser para la muerte”, por el hecho de ser también un ser sexuado, es decir, prometido al malentendido entre los sexos, al “no hay relación sexual”.

La novela de Gustavo Dessal nos propone precisamente otro final para el principio de incertidumbre que el de la mujer china o el del cinismo contemporáneo, un final al que nos conduce con la sabiduría y el buen humor de la ironía, un final que les invito no sólo a conocer sino sobre todo a saber y a saborear.


* Intervención el 17 de junio de 2009 en Laie Llibreria Cafè, en la presentación del libro de Gustavo Dessal, Principio de incertidumbre, RBA, Barcelona 2009, junto a Lázaro Covadlo, escritor, el autor, y Joan Ramon Lairisa, director de la Biblioteca del Campo Freudiano de Barcelona.

03 de juny 2009

Algunas observaciones acerca del “semblante”












Es un hecho que el término “semblante” ha llegado a formar parte de nuestro vocabulario lacaniano como traducción del semblant francés. Lo hemos adoptado como propio, también en castellano, a falta de haber encontrado una traducción mejor. No deberíamos, sin embargo, dejar de señalar cierto uso neológico que esta adopción supone en nuestra lengua. No hacerlo reduplicaría tal vez el equívoco, pensando que “hacemos semblante” de decir lo mismo en cada lengua, cosa por otra parte imposible si atendemos al título del libro de Umberto Eco (1) sobre lo real con el que trata la traducción: se trata de Decir casi lo mismo, admitiendo que hay algo que no cesa de no escribirse en el paso de una lengua a otra.

I

Al introducir su curso “De la naturaleza de los semblantes” (2), Jacques-Alain Miller empezaba haciendo un recorrido del término semblant en la lengua francesa, recorrido necesario para entender la torsión que Lacan da a la extensión de su uso en el psicoanálisis. Una consulta a los diccionarios de la lengua castellana nos indica que sólo en su uso antiguo o en expresiones muy concretas el “semblante” castellano llegaría a decir casi lo mismo que el semblant francés. Por lo general, el término “semblante” designa hoy la cara o el rostro de la persona, referencia que, siguiendo al Petit Robert, no encontramos en ninguna de las acepciones de semblant (3). Si bien el Diccionario de la Real Academia incluye una cuarta y última acepción de “semblante” como “apariencia”, el Diccionario de Uso del Español de María Moliner deja de incluirla para circunscribir su uso actual al de la cara o el rostro de la persona, y sólo figuradamente toma el sentido específico de “aspecto favorable o desfavorable que presenta un asunto”.  El tan preciso Diccionario Crítico Etimológico Castellano e Hispánico de Joan Corominas y José A. Pascual nos indica los vericuetos que ha seguido el término en su historia. Antiguamente, desde el siglo XIII hasta el XV por lo menos, se usaba el término “semblar” como “parecer” y, más comúnmente, el participio activo “semblante” con la acepción de “parecido”, como “apariencia de algo”. En el mejor de los casos, podríamos recuperar esta acepción. Pero el uso viró muy pronto hacia el sentido de “rostro, aspecto de la cara” del ser que habla, y sólo en el ser que habla, para quedar circunscrito a ellos. La parte fue tomada por el todo, - lo que la retórica llama propiamente metonimia -, y el “semblante” como “el parecido” de algo o de alguien vino a quedar restringido a su rostro. Por este mismo desplazamiento, el “semblante” dejó de aplicarse a las cosas para retener sólo el alma de la persona (4). Ya en el siglo XVII, momento del barroco al que siempre habrá que volver para entender algo del semblant, la acepción del término “semblante” siguió fijada como “rostro”, tal como nos indica el Tesoro de la Lengua Castellana o Española (hecho en 1611): “el modo en que mostramos en el rostro alegría o tristeza, saña, temor o otro cualquier accidente, latine vultus a similitudine, porque semeja en el rostro lo que uno tiene en el coraçón”. Y es la acepción que permanecerá en castellano como la más usada hasta la actualidad.

De estas referencias resulta, pues, difícil extraer un uso del “semblante” cercano al faire semblant, al être du semblant, o al que resulta de la oposición entre el faux-semblant y el vrai-semblant. En castellano, expresiones como “hacer semblante de” o “ser semblante” no tendrían sentido alguno desde la perspectiva del lingüista, a no ser que sean considerados como neologismos de uso, ya sea que sucedan a pequeña o a gran escala. Pero este puede ser precisamente todo su interés. La opción de trasladar el semblant por la “apariencia”, por el “hacer parecer” o incluso por el “parecer ser” no resultaría ahora más fácil. Con la importación del “semblante” se trata, pues, de una suerte de mutación en la lengua  que nos indica, en realidad, la pasta de la que está hecha la propia lengua: meaning is use.  Tal vez algún día los diccionarios del castellano se hagan eco de ella e incluyan una acepción lacaniana de “semblante” como un efecto de verdad del discurso del psicoanálisis en la lengua. Vayan estas observaciones como un ejercicio para situar este nuevo “semblante”.

 

II

Es de señalar que aquel artesano del hacer parecer en el barroco español que fue Baltasar Gracián no usara en toda su obra el término “semblante” más que con el acepción de “rostro”. Lacan calificó al escritor aragonés de “estrella de primera magnitud en el cielo de la cultura europea” (5), y se refiere también a él en el Seminario XVIII aconsejando su lectura (6). Vale la pena repasar un par de referencias donde el término queda forzado más allá de su reducción a lo imaginario del semejante para evocar así lo simbólico del semblant, aunque, bien es cierto, invocando también la vertiente más real de la letra:

- “Yo diría que, a pocas palabras, buen entendedor. Y no sólo a palabras, al semblante, que es la puerta del alma, sobrescrito del corazón” (7).  El semblante, el rostro, es aquí la puerta de entrada a los secretos del alma, pero también es por ello sobrescritura – palimpsesto que borra un texto con otro - de las pasiones del corazón.

- “El apasionado siempre habla con otro lenguaje diferente de lo que las cosas son: habla en él la pasión, no la razón; y cada uno según su afecto o su humor, y todos muy lejos de la verdad. Sepa descifrar un semblante y deletrear el alma en los señales; conozca al que siempre ríe por falto y al que nunca por falso…” (8). El semblante designa también aquí el rostro, - seguimos en la referencia a lo imaginario del semejante -, pero es también un mensaje cifrado que hay que deletrear en sus señales. 

Y es que Baltasar Gracián intuyó la llegada del discurso de la ciencia y de los nuevos semblantes que habitan la naturaleza, desde la constelación de estrellas hasta el trueno evocado por Lacan como uno de los nombres del padre. Cuando despliegue en su obra todo su arte del hacer parecer – es en este punto donde podemos aprender algo del semblant como categoría (9) – encontraremos momentos tan sugerentes como el siguiente: “No ser tenido por hombre de artificio, aunque no se puede ya vivir sin él. Antes prudente que astuto. Es agradable a todos la lisura en el trato, pero no a todos por su casa. La sinceridad no dé en el extremo de simplicidad, ni la sagacidad, de astucia. Sea antes venerado por sabio, que temido por reflejo. Los sinceros son amados, pero engañados. El mayor artificio sea encubrir lo que se tiene por engaño…” (10). Se trata de una suerte de artificio elevado a la segunda potencia que deja de serlo en la primera en la medida que hace de la verdad, precisamente, un “hacer parecer”, en un uso singular de la apariencia, del semblante como un lugar del discurso. Es aquí donde cabe distinguir muy bien la identificación con el significante amo del uso de la apariencia, del parecer ser o del semblante. 

Esta misma circunstancia daría pie para desvanecer otro artificio en el uso implícito que a veces se da a este término: el del semblante como engaño, como fingimiento o como mentira. La propia referencia de Lacan a la verdad como un semblante – a la verdad, pero, ¡cuidado!, no a sus efectos - pone en cuestión este uso del término. La crítica a los discursos que harían de todo un semblante no escapa, en realidad, a la paradoja de considerar una verdad más allá del semblante. Sin duda, el espíritu del barroco nos ayudará en este punto a “brujulear” – el término se usaba entonces para eso - de la buena manera con el semblante.

Pero lo que queda en cuestión es finalmente la idea, sostenida por la aproximación lingüística al sentido y al goce, de que habría un referente preciso del término “semblante”. Y es precisamente a propósito del semblant y del referente que Lacan manifestará pasar de la lingüística, en la misma medida en que se sirve de ella,  indicando que “el referente nunca es el bueno, y eso es lo que hace un lenguaje” (11).  Desde esta perspectiva, toda designación es metafórica  y el referente real queda como un vacío, como imposible de designar.

No se trata tanto entonces de faire semblant, expresión que en francés se acerca al “hacer comedia”, sino de alojarse, de estar en la categoría del semblant como lugar inherente al discurso. En el uso lacaniano del término, como recordaba nuestro colega Patrick Monribot recientemente en Barcelona, no se trata tanto del “hacer como si”, del fingir o del engañar escondiendo la verdad, sino del être dans le semblant, y desde ahí hacerse pasar por lo que, en realidad, se es.

 

 

Notas

(1) Umberto Eco, Dire quasi la stessa cosa. Esperienze di traduzioni, Bompiani 2003. Traducción al castellano, Decir casi lo mismo. Experiencias de traducción, Lumen 2008.

(2) Jacques-Alain Miller, Curso de 1991-92, De la naturaleza de los semblantes, Paidós, Buenos Aires 2002.

(3) Igualmente parece suceder en portugués, donde “semblante” tiene el sentido prevalente de “fisionomia, rosto, face”. En italiano, el “sembiante” parece más cercano al “aspetto, apparenza”, aunque guarda su primer sentido de “sembianza, volto”. En inglés, parece que lo más juicioso ha sido dejar el término en francés y no verterlo al “semblance”. Ver Russell Grigg, “The Concept of Semblant in Lacan's Teaching”, Lacanian Ink. Aunque el propio Russell Grigg indica una buena contingencia en la lengua inglesa: “Foolish men mistake transitory semblance for eternal fact” (Thomas Carlyle). También existe la expresión “a semblance of truth” para expresar lo verosímil.

(4) Este último uso restringido del “semblante” como “rostro” fue de hecho tomado del catalán – donde existen semblar y semblant –, lengua en la que el término siguió manteniendo, si  embargo, la acepción antigua.

(5) Jacques Lacan, “La cosa freudiana”, en Escritos, Siglo XXI, México 1984, p. 389.

(6) “Alguien del que habría que ocuparse un día es por ejemplo Baltasar Gracián, que era un eminente jesuita  que escribió cosas de las más inteligentes que se puedan escribir”. Jacques Lacan, Le Séminaire, livre XVIII, “D’un discours qui ne serait pas du semblant”, du Seuil, Paris 2006, p. 36. Traducción  al castellano, Seminario 18, “De un discurso que no fuera del semblante”, Paidós, Buenos Aires 2009, p. 35.

(7) Baltasar Gracián, “El discreto”, Obras Completas II, Turner, Madrid 1993, p. 123.

(8) Baltasar Gracián, “Oráculo manual y arte de prudencia”, Obras completas II, p. 294.

(9) Una interesante Jornada de trabajo impulsada por Jacques-Alain Miller en Febrero de 1992 reunió una serie de intervenciones sobre el tema publicadas en castellano con el título de “Arte del Hacer Parecer. Clínica del Semblante”, Fascículos de Psicoanálisis, Ediciones Eolia, Barcelona 1992.

(10) Baltasar Gracián, op. cit. p. 275.

(11) Jacques Lacan, Le Séminaire, livre XVIII, “D’un discours qui ne serait pas du semblant”, du Seuil, Paris 2006, p. 148.