18 de novembre 2005

Para no olvidarlo



Hace falta la chispa de la transferencia para que la experiencia del inconsciente se haga realidad y encienda su reguero de pólvora. Es una chispa que, en el instante mismo, siempre se muestra como un encuentro contingente, pero que se demuestra también como necesario visto un tiempo después. Hay que añadir algo de lo imposible de soportar, lo que solemos llamar “síntoma”, para que esta mezcla tenga efectos eruptivos, de verdadera pasión por el saber. O también, lo que puede resultar más complicado, de pasión por la verdad sin saber porqué.

Es lo que me ocurrió contando dieciséis años, cuando el país se debatía contra su propia oscuridad a finales del franquismo y yo con la mía a finales de un bachillerato nada apacible. La imagen que viene ahora para cifrar este encuentro, el que actuó de precipitante de la mezcla, procede de un regalo familiar, el regalo hecho por una hermana, un verdadero regalo: un ejemplar de la “Psicopatología de la vida cotidiana” de Sigmund Freud en la edición española de Alianza Editorial. Era una edición de bolsillo con una sugerente ilustración de tapa: el dibujo a tinta negra de una mano con el dedo índice levantado y un hilo rojo con un nudo atado a media altura. Un nudo para no olvidarse.

¿Para no olvidarse de qué? Había que abrir el libro para empezar a saberlo. Y el lector empezó a saberlo, a leer con pasión, sin saber porqué: Signorelli, la sexualidad y la muerte, aliquis, las mujeres y las generaciones, el olvido de los nombres y las palabras extranjeras, la pluralidad del sentido, el equívoco y los recuerdos infantiles, el olvido colectivo y los puentes de palabras, el goce sexual y las leyes fonéticas, la fe de los padres y la repetición, el estilo y el sinsentido, lo interior y lo exterior, el síntoma y el encuentro con lo nuevo... Cada cosa llevaba por un camino u otro al nudo de la propia historia y del propio malestar.

Sin embargo, el amor al saber conducía entonces en primer término al lugar donde se suponía que ese saber estaba, a la Universidad, la de Psicología si se trataba de seguir los nudos del hilo rojo en cuestión: Great Expectations, como decía el título de una pieza de jazz que acompañaba esas lecturas. Bastaron unos meses para experimentar la desilusión más descorazonadora y casi perder el hilo en las grandes expectativas. ¿Qué tenían que ver las “dos sigmas de separación de la media de adaptación”, el “condicionamiento palpebral” o la “sinapsis neuronal” con aquel nudo que se había formado para mí entre el síntoma, el saber y la verdad? Y además, esa apariencia de falsa ciencia con la que se revestía una ideología sostenida muchas veces desde la impostura, aunque fuera con algunos gestos progresistas, ¿cómo podía ni tan siquiera considerar la existencia de ese nudo con el que me las veía desde hacía un tiempo? Salvo honrosas excepciones, el discurso general iba del eclecticismo más diluido al reduccionismo empirista más banal. Casi nada que hablara de psicoanálisis y, cuando se hacía, era más bien para confinarlo en los anales de la historia de la psicología. Digamos al pasar que la cosa no es hoy, treinta años después, muy distinta. En aquel momento, aquella caída de los ideales de saber tuvo la virtud de hacerme interesar por la epistemología, por las condiciones con las que un saber se constituye y se propone como ciencia, por el estudio del lenguaje y de las lenguas, y de empezar a buscar fuera de aquel medio universitario una relación con el saber más viva y verdadera.

Una cita leída al vuelo como exordio en un libro crítico con la psicología académica, aconsejado por una de aquellas excepciones universitarias, sigue hoy subrayada en rojo: “La psicología es vehículo de ideales: la psique no representa más que el padrinazgo que la hace calificar de académica. El ideal es siervo de la sociedad”. La cita, tan explosiva para mí en aquel contexto como precisa en la actualidad, iba firmada por un tal Jacques Lacan y quedó como hilo conductor de las lecturas de ese primer año de Universidad. Era un hilo a la espera de un nuevo nudo, que no tardaría mucho tiempo en formarse. La frase tocaba de lleno el corazón del síntoma: la servidumbre de los ideales transmitidos en la historia familiar, el rechazo de esos ideales que acuciaban un deseo difícil de escuchar, cuando no imposible de decir, un “padrinazgo” que delataba la orfandad del deseo, el malestar de ese deseo ante cualquier academicismo de impostura.

Digamos que la apariencia de ciencia con la que se revestía la psicología académica era entonces menos pretenciosa: las TMC de la época decían mejor, aunque con igual brutalidad, lo que las TCC de hoy piensan camuflar bajo el nombre de “Terapias Cognitivo Conductuales”: eran puras y meras “Técnicas de Modificación de la Conducta”. Las contradicciones eran, sin embargo, fecundas para quien supiera escucharlas con cierta inquietud: a la vez que se aconsejaba la lectura y la ideología autoritaria de “Walden Dos” de Skinner, se comentaba el crudo impacto de “La Naranja Mecánica” de Kubrik; a la vez que se proponía la modificación de la conducta fóbica por medio de técnicas de implosión confrontando sistemáticamente al sujeto con el objeto fóbico, se flirteaba con el progresismo de Cooper y Laing en el tratamiento de la locura.

Lo heteróclito del panorama no escondía sin embargo el proyecto general, que ya tomaba la forma de programa universitario, de ignorar y hacer ignorar al psicoanálisis en los departamentos de la psicología científica. En el despacho de al lado, los “Psicodinámicos” que hoy diluyen el nombre y la experiencia del psicoanálisis en el eclecticismo de las psicoterapias aconsejaban entonces, lisa y llanamente, no leer a Jacques Lacan: demasiado difícil, demasiado abstracto, demasiado intelectual, demasiado incomprensible, demasiado… Y uno, que siguiendo el hilo rojo de la letra se había encontrado ya con aquella máxima de José Lezama Lima, “sólo lo difícil es estimulante”, no podía no encontrarse ya con el texto de Jacques Lacan.

Fue un encuentro en compañía de algún otro que cultivaba igualmente lo difícil y lo estimulante en la conversación amistosa y fue también un encuentro en la soledad de la lectura. Fue un encuentro mediado por alguien que había sido tocado también por ese texto, en otro país y momento, el psicoanalista argentino Oscar Masotta que había iniciado en Barcelona y otras ciudades de España un trabajo de lectura y de impulso de un movimiento que sería después el crisol para una escuela lacaniana en el país. Sin esta coyuntura, hecha de intersticios y de fracturas, no habría habido para mí encuentro con la disciplina freudiana, con la experiencia y con el discurso del psicoanálisis. Supe ya entonces que esas condiciones son de estructura y que, por lo mismo, un encuentro así no podrá subsumirse ni organizarse nunca en las formas universitarias del saber, que su propia naturaleza y su transmisión implican la existencia de lo intersticial para hacerlo habitable.

El encuentro con el texto de Jacques Lacan fue así lo más parecido a una experiencia traumática, un encuentro como a destiempo, con lo súbito incomprensible, pero realizado a la vez de un modo lento, con el paciente destello de lo que no se comprende pero toca lo más íntimo del ser, lo más ignorado de uno mismo. ¿Cómo un texto podía subvertir de tal manera el sentido común y producir efectos tan estimulantes, exigir un trabajo tan opaco a veces, tan a tientas, y ofrecer finalmente un relámpago tan certero, tan directo y de consecuencias tan singulares como pragmáticas? No, no había nada de “intelectual” en todo aquello, ese texto llamaba a la acción sobre el sujeto en su singularidad más íntima e irreductible, la incluía en su lógica de un modo que ninguna teoría ni ideario “revolucionario” podía ni imaginar. Tardes y tardes de conversaciones, noches y noches de lecturas, mañanas y mañanas de levantarse a tientas y con un sentimiento de fractura subjetiva que llegaba en sus resonancias a cada rincón de la vida. A la vez, había que escuchar de algún avispado y futuro ejecutivo del mundo psi que todo eso eran retóricas vacías, piruetas en el aire cuando el mundo real de la enfermedad y la locura exigía acciones concretas, verificables sólo en la empiria objetivada del laboratorio conductual y científico.

¿Pero qué había de más real que esa división subjetiva que yo mismo encarnaba? ¿Qué había de más concreto y verificable que ese efecto de la letra y del significante sobre el sentido vacilante de la vida en el que algo de la locura y su estructura misma se hacían evidentes? De ese real y de esos efectos podían deducirse las leyes de una clínica mucho más rigurosa que cualquier descripción empírica de lo observable.

Ese era el nudo, el nudo para no olvidar, el nudo que había que defender con una pasión por la verdad que muchas veces hacía estragos en uno mismo. Tiempo después, esa pasión por la verdad se demostraba como un verdadero obstáculo para poder operar con el sujeto de la experiencia analítica. Pero faltaba entonces ver cómo hacer y deshacer ese nudo, cómo rehacerlo para explicárselo a uno mismo y explicarlo a otro.

De ahí a estirarse en un diván había un paso, el que exige dar el sufrimiento del síntoma para empezar un análisis. Y la experiencia de estirarse en un diván y hablar al Otro – “hay que volver a aprender a hablar”, recuerdo haber dicho al inicio – empezó a cambiar muy pronto el pathos de la verdad por cierta alegría en el gay saber y por unos efectos de formación en los que encontré el deseo del analista, es decir, el deseo de ocupar esa extraña posición que es la del analista. Las consecuencias de este pasaje no fueron, por supuesto, extraídas de un día para otro. Tres periodos de análisis con tres analistas distintos – a la tercera fue le vencida, de trece años, y fuera de mi país – y una implicación constante en el movimiento psicoanalítico tejieron los hilos. El nudo, para no olvidarse, está formado ahora por la experiencia analítica y mi vínculo de trabajo con la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis, que hace presente el discurso del psicoanálisis en España en el marco de la Asociación Mundial de Psicoanálisis, la que impulsó y sigue orientando con su deseo Jacques-Alain Miller.

Hoy sé que le debo a esa experiencia haber podido librarme del efecto mortificante de aquellos síntomas, pero también haber podido encontrar un modo de decir que toque y pueda tratar la división subjetiva, la que había sufrido con toda mi pasión, dándole un lugar más digno. Es esta una experiencia que nunca podrá reducirse a una adquisición de saber, una adquisición que, es cierto, no deja de producirse de múltiples formas una vez encontrado ese deseo inédito del analista y haber operado con él en la práctica. “Un modo de decir” es lo que Jacques Lacan formalizó con el Discurso del analista, es también un estilo de vida que parte de lo que no tiene forma para formarse en la singularidad de cada ser que habla, es también lo que cada psicoanalista debe hacer hoy presente para estar a la altura de la subjetividad de su época.

La experiencia analítica me ha enseñado, sin embargo, que tal modo de decir, extemporáneo en relación a los ideales de la época, sólo subsiste en la medida en que fracasa de la buena manera, sin llegar a la suficiencia de su éxito, que sólo obtiene su lugar y sus verdaderas consecuencias sobre lo real en su “no dejar de no conseguirlo”. Era la idea, más bien antiexitista, de Jacques Lacan: “si el psicoanálisis tiene éxito, se extinguirá hasta no ser más que un síntoma olvidado”[1]. El psicoanalista, más que nadie, sabe la importancia de lo fallido para hacer posible el tratamiento del sujeto y no borrarlo de lo real con la solución más rápida y eficaz.

Es para no olvidarlo que conviene defender hoy la experiencia del psicoanálisis de su reducción a un saber evaluable según los criterios generales de la eficacia utilitarista.










[1] Jacques Lacan, “La tercera”, en Intervenciones y Textos 2, Ed. Manantial, Buenos Aires 1988, p. 85.

21 de setembre 2005

O el Tiempo del Psicoanálisis o el Dios de Bush



Cada tanto recibimos la noticia, repetida, de la muerte de Sigmund Freud. Suele venir acompañada de las críticas más severas dirigidas contra el psicoanálisis. Estas críticas no han variado mucho en su contenido desde su origen y ya Freud tuvo que vérselas con ellas, con el rechazo más brutal de su descubrimiento, de sus textos y de su práctica. Las mismas críticas vuelven una y otra vez, con más o menos crudeza, y Freud parece sobrevivir a cada una. Es cierto, hay algo incombustible en la verdad del descubrimiento freudiano del inconsciente: nadie se molestaría en amenazar de muerte, una y otra vez, a un moribundo. La última que leemos es en el diario “El Mundo”, firmada por Ivan Tubau (IT), quien ha coqueteado de modos diversos con el diván analítico. Empieza con “Bush ayuda a Dios en América” para informarnos después de que “Freud agoniza en París”. La frase, aparentemente nueva, reedita la de López Ibor en su libro titulado “La agonía del psicoanálisis”, aparecido en pleno franquismo (1951).

Se supone, según IT, que esta agonía empezó con la distribución masiva del Prozac y la fluoxetina, los antidepresivos promocionados con grandes inversiones por las multinacionales de los laboratorios farmacéuticos. Omite señalar, sin embargo, el amplio debate generado, a ambos lados del Atlántico, por los efectos demostrados en casos de suicidio inducido por estos medicamentos. Estos efectos, que no deberían escapar a ningún clínico, se deben al simple hecho de los efectos desinhibidores – rápidos, sí muy rápidos - que tienen sobre el sistema nervioso. Respecto a este tema, el director del Institut Català de Farmacologia señalaba no hace mucho, y no sin cierto humor involuntario, que “se toman antidepresivos con demasiada alegría”. Y sí, la promesa de la felicidad inmediata, tan estimada por los que ayudan a Dios, suele tener, a la corta o a la larga, efectos de retorno desastrosos. Tanto en política como en salud mental.

IT supone después que la agonía del psicoanálisis continuaría con el tristemente famoso informe del llamado Inserm promovido por los defensores de la evaluación estadísitica y de la “Evidence Based Medecine” en Francia. Pero omite señalar que el propio ministro de la Salud francés anunció su puesta en suspenso inmediata con la frase: “el sufrimiento psíquico no es evaluable ni mesurable”. El debate generado por este episodio atraviesa hoy la vida política e intelectual francesa, y es un debate en el que el psicoanálisis orientado por Jacques Lacan ha tomado la palabra a favor de la libertad de elección del practicante “psi” por parte de los ciudadanos. Es un “no” decidido a los monopolios sobre el sufrimiento psíquico de las personas. El psicoanalista Jacques-Alain Miller, citado por IT en el artículo, es en efecto el impulsor y agitador intelectual de esa respuesta antiautoritaria.

IT sigue suponiendo que el psicoanálisis ha sido abandonado ya “en los países avanzados” y que sólo sobreviviría “malamente” en París, en Buenos Aires… y en Barcelona. Por fin se dice, aunque sea “malamente”: Barcelona, es cierto, es hoy una ciudad con un intenso movimiento psicoanalítico. Pero también Madrid, y Valencia, y muchas otras ciudades de España, y también muchas ciudades de Italia, y de Brasil, y de.... En Estados Unidos, donde como dice IT ayudan a Dios y donde el sistema de sanidad deja a los ciudadanos sin cobertura social y a merced del libre mercado de la eficacia de las compañías aseguradoras, el psicoanálisis, es verdad, se transformó ya hace años en una burda psicología de la adaptación social, la llamada Psicología del Yo. De ahí derivaron, vemos ahora, buena parte de los impulsores de las prácticas de sugestión o de “autocoerción mental inducida” que conocemos bajo el nombre de “terapias comportamentales y cognitivas” y que se quieren importar desde hace años por todos los medios a Europa. Son fáciles de usar, no requieren largas formaciones y sobre todo venden rapidez. El precio subjetivo de esta eficacia puede medirse y evaluarse con la famosa frase del conductista Skinner: “We can’t afford freedom”, “no podemos permitirnos la libertad”.

Cada uno de estos puntos están hoy juego en un debate que es largo, que viene de lejos, y que seguirá sin duda. Es un debate en el que se trata de una elección ética para cada sujeto sobre su estilo de vida, sobre cómo arreglárselas con el malestar de los síntomas y del sufrimiento psíquico.



El punto final del artículo de IT dice, sin embargo, algo de la verdad escondida en todos esos reproches dirigidos a Freud y al psicoanálisis. Es sin duda una provocación calculada, con lo que él llama “una deliciosa boutade”, una frase atribuida, no sabemos si de manera exacta, al académico Francisco Rico refiriéndose al siglo XX: “Tuvo a Hitler, tuvo a Stalin… Y tuvo a Freud, que hizo más daño que los otros dos juntos”. Es una frase algo más que insultante, después de la cual no cabe poner un punto final como si no hiciera falta explicar más. Su enormidad no es en nada ajena a los párrafos que la anteceden. El lector puede intentar descifrar el horror que supone esa frase, dicha así, tan a la ligera. Puede intentar acercarse a la herida sangrante que esa frase toca. Es una herida que quien la dice y quien la escribe no puede ignorar que toca. Quien la dice no puede ignorar que Sigmund Freud era judío, que al final de su vida tuvo que huir del nazismo desde su Viena natal y que tuvo que exiliarse en Londres para terminar ahí sus días. No puede ignorar que las cuatro hermanas de ese mismo Sigmund Freud, -- Rosa, Dolfi, Paula y Mari -- murieron en Auschwitz. Tampoco puede ignorar que el psicoanálisis fue una práctica reprimida y condenada en la Unión Soviética, que se quedó con el Ivan Pavlov del estímulo – respuesta en los centros de represión.

No puede no saberlo. Pero a la vez, quien ha escrito esa infamia necesariamente tiene que ignorarlo, tiene que ignorarlo aún sabiéndolo, necesariamente ha olvidado que ese horror existió, ha olvidado aquello que le haría presente lo más inhumano, lo más imposible de soportar, lo más imposible de decir. ¿Evocaremos aquí a Valente, o a Celan para recuperar algo de esa verdad intratable? No he podido verificar si la frase es una cita textual de Francisco Rico, el académico español editor de El Quijote. Sería una terrible paradoja, que sólo podría producirnos vergüenza ajena, si además tenemos en cuenta que Freud mismo manifestaba con agrado haber aprendido castellano de muy joven para leer… el Quijote.



En efecto, hay que tomar en serio esta frase, es un toque de alerta, un signo para quien quiera combatir la intolerancia y la segregación que brota como si fuera por generación espontánea, esa segregación con la que ya convivimos, la que está también en cada esquina, en cada centro y periferia de nuestras ciudades. El tristemente famoso episodio de la Unidad de Toxicomanías del Hospital de Vall d’Hebron en Barcelona es un ejemplo, para citar el más reciente y dado a conocer por los medios de comunicación.

Para alguien que ha llegado a la convicción de que la verdad habla más allá de las intenciones de la persona, de que habla incluso en la más cruel inexactitud, esa frase encierra un eco verdadero que no se puede rechazar. Tiene el único acierto de separar precisamente la verdad de la exactitud, y lo hace de modo brutal. Se sabe inexacta pero toca así esta verdad subjetiva: Freud abrió una herida muy dolorosa, es cierto, una herida que latía escondida en lo más íntimo del sufrimiento del sujeto, una abertura que roza lo inhumano, el sufrimiento más indecible que cada uno puede experimentar, una abertura que el propio Lacan no dudaba en decir que no volvía a abrir sino con el mayor de los cuidados y de la que no tenemos ninguna razón para pensar que queramos saber nada. Y llamó “Inconsciente” a esa abertura precisamente para indicar que no queremos saber nada de ella. Pero descubrió también que el precio de obliterarla es el sufrimiento del síntoma y del malestar en el vínculo social, y que rechazarla es la mejor manera de asegurarse el retorno de los “dioses oscuros”, los mismos que la frase invoca.

Los psicoanalistas, pero no sólo ellos, son hoy los que deben tratar esa abertura con la palabra, único medio para no cerrarla totalmente, porque ella misma sólo se hace presente por la palabra.

Y sí, hay hoy mucho más psicoanálisis y muchos más psicoanalistas en Barcelona que en aquel 1976 que evoca IT y que es, en efecto, una fecha muy significativa para nuestro país. También lo es para la historia del psicoanálisis en España de orientación lacaniana. Desde entonces se investiga, se abren centros de atención pública, se hacen innumerables jornadas de trabajo, cursos de formación, publicaciones, exposiciones y discusiones de casos, reuniones clínicas a cielo abierto... Los que se orientan con el psicoanálisis pululan cada vez por más lados y bajo formas a veces insospechadas. Y es que el psicoanálisis se expande un poco como la peste – la metáfora fue del mismo Freud, que sabía algo de la epidemia del deseo – sobrevive de forma irreductible al aburrimiento académico y a las leyes del mercado del saber en las que la investigación se mide demasiado a menudo por la rentabilidad y la eficacia inmediatas.



Muchas personas, cada vez más, prefieren hoy ser tratadas como un sujeto y no como una máquina destinada a la eficacia inmediata. (Pero este término, “sujeto”, este término que ha significado para el psicoanálisis de Jacques Lacan una apuesta ética tan radical ¿querrá decir algo para el que ya ha reducido el malestar del síntoma a un asunto de genes y neuronas?) Los psicoanalistas debemos saber explicar qué es este sujeto lo más claramente posible, porque es lo que nos encontramos en nuestra práctica diaria, la del caso por caso, donde se demuestra la verdadera eficacia, tanto en las consultas privadas como en los servicios públicos. Y allí, muchas personas, cada vez más, prefieren y piden ser tratadas como un sujeto y no como un órgano-objeto, como un sujeto de la palabra y no como una máquina cibernética, como un sujeto del deseo y no como el perro de Pavlov sugestionable y manipulable a golpe de campana.




(Nota: artículo enviado a la redacción de “El Mundo – Catalunya”, donde salió publicado el artículo al que responde el pasado 20/09/2005.)

18 de juny 2005

Les TCC : un fourre-tout



Ce que l’on nous présente aujourd’hui sous les sigles TCC (Thérapies Cognitives et Comportementales) est en fait un fourre-tout, un mélange de pratiques de control social et d’adaptation à la réalité dont on doit se demander quel est le facteur commun qui les lie dans sa prolifération et dans sa promotion universitaire. Ce sont un « fourre-tout », un cajón de-sastre, dit-on en espagnol, ce qui fait équivoque entre le tiroir du tailleur, où l’on peut trouver n’importe quoi, et un tiroir ou une boîte-désastre, pour évoquer la black box qui est à l’origine du behaviorisme de Watson et qui efface la dimension du sujet entre le stimulus et la réponse objectivée.La première différence à faire dans ce fourre-tout tient à la notion même de cognition dont on pourrait penser qu’elle fait l’unité épistémique de ces pratiques. Bien au contraire, elle est justement l’alibi de ce manque d’unité. Tel qu’Eric Laurent l’a souligné, - dans un livre qui va sortir en espagnol sur ce sujet et dont je ne vais pas dévoiler le si joli titre -, il faut distinguer l’usage de la notion de cognition dans les TCC et dans les sciences cognitives elles-mêmes. «Leur rapport, (…) est extrêmement vague. Il ne permet d’établir aucun lien entre les pratiques des TCC et les modèles théoriques proposés par les sciences cognitives. » D’une part, les sciences cognitives – que, ne l’oublions pas, sont nées d’une dérivation dégradée des désenchantés de la psychanalyse comme Beck et Ellis – se sont construits comme une critique au comportementalisme classique en proposant d’ouvrir la black box pour y trouver le système cognitif, définit, par exemple par Beck lui-même, d’une façon si flou comme « les pensées, les images, les rêveries et les résultats de tels procès ». Ce n’est que le reflet du procès d’information – dans un modèle cybernétique – utilisé par chaque individu et qui est exprimé comme des représentations internes. D’autre part, les TCC se réfèrent toujours à une notion très vague de cognition qui reste liée de façon irréductible à une intentionnalité floue et opaque de l’individu, à une sorte de supposition de ce qui n’est pas observable.La notion de cognition – elle n’arrive pas à être proprement un concept – n’est finalement que le reflet imaginaire de l’objet de la connaissance dans la continuité temporelle du moi. C’est dans ce sens que nous pouvons affirmer aussi que les TCC sont les héritières de l’ancienne Ego Psychology qui avait réduit la psychanalyse américaine de l’après-guerre à une psychologie de l’adaptation à la réalité. La cognition est le corrélat imaginaire de la supposée consistance de la réalité.Il est très instructif de constater que l’unité imaginaire des TCC se correspond à la perfection avec la notion même de « cognition » qui fonctionne comme son standard. Si on cherche le point d’appui ultime de cette notion dans la pratique des TCC, on le trouve dans « la bonne façon de penser » que chaque thérapeute cognitiviste-comportementale utilise pour modifier ce qu’est finalement le trouble de son patient, c’est-à-dire ses « erreurs de la pensée ». La cognition vient ici à la place de la conduite inadaptée qu’il faut corriger selon la bonne cognition du thérapeute, cognition aussi imaginaire que le Moi que chaque thérapeute prend comme mesure de la réalité.
L’apparente continuité ou l’apparente unité homogène des TCC se révèle alors comme un reflet imaginaire de son propre objet de la connaissance, une unité qui est de plus en plus mise en question – on compte aujourd’hui pas moins de trente tendances diverses dans son sein – mais que chaque praticien peut utiliser comme l’alibi idéologique de son action suggestive sur son client.
Une fois encore on peut constater qu’une pratique n’a pas besoin d’être éclairé pour opérer, qu’elle met toujours en acte, comme autant de préjugés, les notions dont elle est serve quand elle ne peut pas arriver à expliciter sa logique.
Quel est, enfin, le ressort de ces pratiques selon ses notions mêmes ? Il faut souligner la place que, de plus en plus, occupe un terme qui se répand dans ses argumentations, une notion aussi que nous rencontrons ici et là, soit dans les textes universitaires ou bien dans les exemples pratiques. C’est le terme du « style du thérapeute », et c’est ce qui décide finalement, au-delà de la diversité des tendances et de son orientation clinique ou théorique, du ressort de sa pratique et de sa formation. Le style du thérapeute, si vague et subjective qu’il soit, est finalement ce qui fait l’unité dans les fourre-tout de ces pratiques.
Au-dessous de l’apparente unité imaginaire des TCC, au-dessous de la notion de cognition comme l’objet de la connaissance corrélative de l’unité imaginaire du moi, nous rencontrons finalement ce qui était en fait au commencement dans le black box du sujet : c’est ce que nous désignons avec le désir de l’Autre et qui fait fonction ici d’un simple préjugé du thérapeute dans sa pratique.
Et c’est justement pour échapper à ce préjugé, - celui même que les analystes postfreudiens avaient désigné avec une autre impropriété conceptuelle, celle du « contre transfert » -, que Jacques Lacan avait opposé le terme qui a pour nous le statut d’un concept, ressort et produit d’une formation aussi nécessaire qu’exigeante pour chaque praticien, ce désir qui est toujours à formaliser et à réinventer mais jamais à donner comme supposé dans l’Autre, et qui est « le désir de l’analyste ».