Gustavo Dessal, Principio de incertidumbre. (RBA, Barcelona 2009).
Seguramente la mejor manera de presentar una novela con este título sería hablar de ella sin conocer su final, especialmente cuando el relato sigue las leyes del suspense de la novela negra. La incertidumbre estaría así asegurada desde el lugar mismo de enunciación de quien la presenta, una incertidumbre que debería transmitirse tal cual al futuro lector. Pero no es este el caso. A la novela de nuestro estimado colega y amigo Gustavo Dessal no le ocurre como a aquella otra evocada por Macedonio Fernández en la que el lector se había ido hacía rato y la novela seguía y seguía y el lector ya no estaba ahí para leerla. No, les aseguro que “Principio de incertidumbre” atrapa de tal modo al lector que debe leerla necesariamente sin poder dejarla hasta el final… final que, por supuesto, no sería de recibo desvelar aquí.
Para presentarla como conviene, les diré pues que conozco el final de la novela pero también que no sé cuál es su final. Y espero que la incertidumbre que genere esta afirmación, entre conocer y saber, se mantenga hasta el final de mi intervención.
Podemos hablar, eso sí, de su “principio” que también produce una incertidumbre, la incertidumbre del sujeto post-humano, por decirlo así. Sabemos lo importante que es el principio de una novela, su primera frase, su primera escena. Hay famosas primeras frases de novelas, y a veces es lo único que se conoce de ellas. Después del título, que es el álgebra del texto, la primera frase es el teorema que debe estar bien desarrollado a lo largo de las páginas que siguen.
Cada capítulo se inicia de un modo que nos deja en la incertidumbre de quién narra, de quién habla, hasta al cabo de un rato. Debemos esperar unas cuantas frases en cada capítulo para saber de qué se trata en lo que se escribe. Es un recurso narrativo que Gustavo Dessal maneja de un modo tan efectivo, que parece que empecemos una novela en cada capítulo, en una incertidumbre permanente pero ofrecida a pequeñas dosis.
La novela nos sitúa de entrada en un lugar de enunciación marcado por la ironía, en el mundo y la realidad del espectáculo permanente, en el goce del reality show en el que hoy se nos pide vivir. Y mantiene así la incertidumbre de este sujeto desde el principio hasta el final, con la reescritura de una misma escena, -la que abre el relato, la famosa “Noche del cerdo”- cambiando su tiempo y su sujeto. Diez años cambian el sentido de una misma escena. Diez días también pueden bastar. En realidad, basta con contar hasta diez para que ese misterio del sentido penetre en el tejido que llamamos realidad. Y se produce otra ironía: lo que en un momento nos puede escandalizar, un tiempo después puede pasar por un juego de niños, tan inocentes como perversos en su relación con la muerte y con la sexualidad. De hecho, “detrás” de la escena inicial de la “Noche del cerdo”, con su tinte de obscenidad tan actual, hay otra, la de un cuadro enigmático que pone en escena el goce maligno de la infancia, de la violencia de la infancia ejercida sobre la infancia misma. Se trata del cuadro de un tal Anton Van Boek, con la imagen de un niño con los ojos vendados, objeto de una inexplicable crueldad y sujeto de una profunda ignorancia, en un no saber nada del goce que lo habita (p. 223). Es una suerte de escena fundamental, al estilo de la que el texto de Freud “Pegan a un niño” interpretó en la estructura masoquista del fantasma. Ese es el cuadro, Los niños malos, cambiante él mismo, que se pinta y se despinta con el tiempo, y que cambió la vida del protagonista de la novela, Mark.
Desde el principio se nos presenta así la división del sujeto post-humano ante el imperativo de goce que lo corroe, un imperativo que el psicoanálisis nos enseña a leer como el imperativo del superyó. Es un imperativo que divide al sujeto entre lo interior y lo exterior, entre la escena obscena del televisor dentro de su casa y el timbre de la puerta de alguien que llama a horas intempestivas:
“Al decidirme por fin a abrir, temeroso, con esa nerviosa prevención que nos embarga cuando nuestra intimidad se siente amenazada por el mundo exterior…”
Se trata de la división del sujeto que el psicoanálisis nos enseña a tratar en su incertidumbre fundamental ante la muerte y la sexualidad, los dos temas eternos alrededor de los cuales gira todo relato que se precie. Y hay, en efecto, varias posibilidades de tratamiento según el tercer término que haga trío con ellos: la comedia, la tragedia o el drama. Woody Allen decía “comedy is tragedy plus time”: comedia es tragedia más tiempo. El problema es cómo manejar este tiempo, el tiempo de la transferencia en la experiencia analítica, el tiempo de la sesión, el tiempo del análisis, y el tiempo mismo del relato. Gustavo Dessal lo maneja de forma admirable. Hay un tempo de la narración y de las voces distintas que la componen para introducir al lector en el registro de la comedia de los sexos que evitan siempre lo mismo: lo real de la sexualidad y de la muerte.
Creo que, desde esta perspectiva, podemos decir que “Principio de incertidumbre” es una novela que trata sobre el superyó post-humano. Y lo hace poniendo en acto una de las figuras tránsfugas del superyó indicadas por Freud, la del humor. Este superyó está de hecho anunciado en la cita de las Epístolas de Horacio que hace de exordio a la novela: “El culpable es el espíritu, que nunca huye de sí mismo”. En efecto, el sujeto no puede huir de esa parte de sí mismo que encarna el imperativo del goce del superyó. Y el humor de Gustavo Dessal transforma este imperativo en una buena novela.
(Diré entre paréntesis que no todos los que conocen a Gustavo Dessal saben que es un excelente contador de chistes.)
Cinismo e ironía
Frente al goce y a su imperativo encarnado por la voz del superyó hay, es cierto, al menos dos posiciones posibles, la del cinismo y la de la ironía. No es que todo sea apariencia en esta realidad que se nos presenta hoy como reality show, no todo es “semblante”, como dice nos quiere hacer creer el discurso cínico contemporáneo. Lo que ocurre es que cada vez es más difícil aislar lo real de la apariencia, dar a la apariencia lo que es de la apariencia y a lo real lo que es de lo real.
Mark, el personaje de la novela, no niega la condición de cínico que los otros pueden atribuirle con razón. (p. 64):
“Ya sé que todo el mundo me toma por un cínico, y no niego serlo, pero de tanto en tanto me gusta recordar que hubo un tiempo en que era diferente, una existencia anterior en la que de mi boca salían palabras que no estaban dañadas por el salitre del rencor y la rabia. O acaso me engaño, y he sido siempre un hombre envenenado por su mala fortuna”.
Y sí, el cínico se engaña con el fantasma según el cual todo sería posible en el mundo de las apariencias y los “semblantes”.
Pero esa no es “la voz del relato” – para retomar esa expresión de Jacques Lacan a propósito de “El arrebato de Lol V. Stein” de Marguerite Duras – esa no es la voz de “Principio de incertidumbre”. La voz del relato es más irónica que cínica, juega con la apariencia para decirnos que la verdad tiene estructura de ficción pero que esta verdad no autoriza al sujeto a responder al imperativo de goce con un “todo vale”. Y es desde esta ironía que nos ofrece una muy precisa descripción de las paradojas del goce y de la ley del superyó que habita en la voz interior de Mark. Les cito un párrafo, en la página 65, donde se da una preciosa descripción clínica de esta voz del superyó:
“Me acuerdo de su voz, una voz increíble para ser la de un policía, una voz de pájaro desafinado, no sé como pudieron admitirlo. Mientras me hablaba lo imaginaba gritando ‘¡tiren sus armas!’ a un grupo de terroristas, y a los tipos explotando de risa al escuchar unos cloqueos de vieja, te lo juro, él me hablaba de Melinda y yo no podía concentrarme en lo que me decía, porque estaba pendiente de sus cacareos. De acuerdo, no quería aceptar lo que oía, pero no puedes hacerte una idea de cómo sonaba esa voz. Al final, no tuve más remedio que abrir la oreja y dejar que el mensaje me llegara al cerebro, donde causó una devastación instantánea y convirtió mi mente en esa montaña de escombros que cada día barro de un lado a otro. Es una buena descripción de mi ocupación cotidiana: barro los escombros, los acomodo en un costado de la cabeza, pero se vuelven a desparramar, y entonces tengo que acomodarlos de nuevo, y así día tras día, o casi, porque a veces estoy tan cansado que los dejo por medio, ocupándolo todo. Soy una variante posmoderna de Sísifo, conozco mi castigo y mi culpa. Pero los derechos constitucionales me otorgan un permiso de vez en cuando, a lo sumo un par de días, y vuelta a empezar, echar los escombros a un lado y hacer como que se vive”.
Excelente descripción de los estragos producidos por la voz del superyó en el sujeto de nuestro tiempo. Tal vez, entonces, “Principio de incertidumbre” sea un buen nombre para la voz del superyó: funciona como un imperativo, manda, ordena un goce, pero deja al sujeto en la más absoluta indeterminación e incertidumbre sobre el objeto de ese goce. - ¡Sí, goza! – le dice al sujeto. - Pero ¿de qué? – responde éste.
La relación de incertidumbre y el goce
No estará de más recordar aquí que el Principio de Incertidumbre fue enunciado por el físico alemán Karl Werner Heisenberg en 1927. Es un principio fundamental de la física cuántica según el cual no se puede determinar, simultáneamente y con precisión, la posición y el momento lineal (la cantidad de movimiento) de un objeto dado. En otras palabras, cuanta mayor certeza se busca en determinar la posición de una partícula, menos se conoce su cantidad de movimiento lineal. Según este principio, sería imposible determinar por ejemplo la trayectoria de un electrón. Como consecuencia del Principio de Incertidumbre se abandonó la noción de órbita ya que ello significaba dar posiciones definidas del electrón y estados de energía igualmente definidos. Sería mejor, como se señala a veces, hablar de una “relación de incertidumbre”.
Pues bien, exactamente aquel mismo año 1927, a no muchos kilómetros de distancia, Sigmund Freud escribía su excelente texto sobre “El humor”, que es también un artículo sobre otra “relación de incertidumbre”, la del sujeto neurótico, que se manifiesta en el superyó. En realidad, el verdadero principio de incertidumbre es la relación de incertidumbre entre los sexos, ese principio que Jacques Lacan enunció con su famoso “no hay relación sexual”: cuanto más creamos definir qué es un hombre, qué es una mujer, menos precisión habrá para definir su relación. O también: cuanto más se ordena el goce, supuestamente con la mejor de las intenciones hedonistas, menos se sabe de qué se goza en realidad. Esto es lo que dice el superyó al sujeto: ¡Goza, pero a condición de que no sepas! “Là où ça parle, ça jouit, et ça sait rien”, decía Lacan en su Seminario Encore.
En ese mismo texto, Freud habla del superyó transmutado en humor como esa voz que le dice al condenado a muerte al levantarse el lunes por la mañana, momento en que va directo a la horca: “bonita manera de empezar la semana”. Pues hay una frase parecida en la novela de Gustavo Dessal (vean la página 101), aunque en una escena inversa en cierto modo:“Ronald empleó las últimas fuerzas del día en desnudarse y meterse en la cama. Cuando estaba a punto de dormirse, cayó en la cuenta de que no se había lavado los dientes. ‘Un día de estos voy a morir con mal aliento’, se dijo, mientras su conciencia se disponía a desmayarse durante seis horas”. Es en esta transmutación del feroz superyó en la figura del humor y la ironía, donde el sujeto encuentra un apaciguamiento de su sufrimiento y una forma de producir algo nuevo en su principio o relación de indeterminación con el goce.
Hay otra “relación de indeterminación”, la del sujeto con su propio inconsciente, ese texto escrito del que ignora qué quiere decir.
Otra página muy interesante de la novela de Gustavo Dessal pone en escena esa relación encarnada en una pareja que se hace escribir sus nombres en chino por una mujer china (en las páginas 112 y 113):
“ … Me gustaría saber si aquí pone mi nombre o no. - ¿Qué más da - Tienes razón, qué más da. Y no volvieron a hablar hasta media hora después, sentados junto a unas jarras de cerveza [Ha hecho falta un tiempo también para que ese hecho cobre una significación y pida ser leído como un enigma]. - Esto demuestra algo muy interesante – dijo Ronald -. Qué cosa nos parece más esencial que nuestro nombre, y sin embargo, cuando lo reducimos a esto, a un trazo, unos cuantos giros de pincel, lo vemos convertido en nada. No puedo saber si éste es mi nombre o no lo es, aunque pongamos por caso que lo fuese. Ya no puedo leerlo, y por lo tanto es indiferente que estos signos me represente. [Pero no, no es indiferente, y es ahí donde habrá que pasar del cinismo a la ironía]. - Es peor que eso –arguyó Mina-, porque te representan sin que tú puedas comprender lo que pone. De algún modo estos cartones son el reflejo de nuestra propia vida, conoces tu nombre pero en el fondo no puedes saber qué es lo que dice. [Conocer no es saber, aunque el knowledge anglosajón de las ciencias cognitivas se confunda en este punto, con consecuencias más bien nefastas.] - Es divertido – replicó McEwan al cabo de un rato. Imagina que la mujer ha puesto aquí la palabra ‘mátame’. Un buen día nos vamos de viaje a China y alguien nos pregunta cómo nos llamamos. Entonces, de pronto nos acordamos de que llevamos en el equipaje el cartón con nuestro nombre. ‘Espere un momento, ya vuelvo, vamos a buscar el cartón y se lo enseñamos al chino’. El tipo lo lee, saca una pistola y nos pega un tiro. Fin de la historia”.
Es un fin posible de la historia del inconsciente en su encuentro con la pulsión de muerte. Pero es una historia de la que nunca sabemos el final: he ahí el principio de incertidumbre.
El cinismo en la relación del sujeto con el texto de su inconsciente se resuelve en un feroz: “eso no tiene nada que ver conmigo”. La ironía es saber avanzar en esta historia pensando: mira que si pone ‘mátame”. Y hay siempre una parte de verdad: desde el momento en que me nombran, que entro en lo simbólico del lenguaje, soy un ser tocado por la muerte, un “ser para la muerte”, por el hecho de ser también un ser sexuado, es decir, prometido al malentendido entre los sexos, al “no hay relación sexual”.
La novela de Gustavo Dessal nos propone precisamente otro final para el principio de incertidumbre que el de la mujer china o el del cinismo contemporáneo, un final al que nos conduce con la sabiduría y el buen humor de la ironía, un final que les invito no sólo a conocer sino sobre todo a saber y a saborear.
* Intervención el 17 de junio de 2009 en Laie Llibreria Cafè, en la presentación del libro de Gustavo Dessal, Principio de incertidumbre, RBA, Barcelona 2009, junto a Lázaro Covadlo, escritor, el autor, y Joan Ramon Lairisa, director de la Biblioteca del Campo Freudiano de Barcelona.