07 d’octubre 2014

Transferencia, amor y goce

Beata Ludovica Albertoni - Bernini - 1674 - San Franscesco a Ripa, Roma



















Entrevista realizada por Carlo De Panfilis para la revista APPUNTI de la Scuola Lacaniana di Psicoanalisi, en Julio de 2014, después del Congreso de la Scuola Lacaniana di Psicoanalisi en Roma, en el que se trató el tema de la transferencia pensada en su relación estructural entre el amor y el goce.


1. — Tal como usted lo ha evocado en su intervención conclusiva del Congreso, entre amor y goce hay siempre una discontinuidad de la cual da cuenta la vida amorosa en sus derivas y en sus síntomas. La transferencia analítica es el intento de construir un vínculo entre estos dos territorios de la vida pulsional del sujeto. ¿Qué fronteras debe afrontar el psicoanálisis del siglo XXI?

Partamos de la idea, fecunda, de frontera. La frontera supone un límite trazado entre dos territorios, dos espacios que existen a partir de ese momento como distintos, como extranjeros el uno para el otro. Antes de trazar una frontera no hay distinción posible entre espacios. De hecho, sin frontera no podemos concebir al propio espacio. La frontera hace existir dos territorios de modo que puedan mantener una relación de reciprocidad, con una medida común entre ellos. Es lo que sucede, por ejemplo, con el cambio entre monedas de dos países distintos. La medida común permite la reciprocidad. Es una idea que Lacan investiga en su texto, difícil, titulado Lituraterre, donde distingue la frontera del litoral, siguiendo la distinción entre la lógica del significante, que traza fronteras simbólicas, y la lógica de la letra, literal, que hace más bien de litoral en lo real. Cuando se trata de la letra, todo un dominio hace de frontera sin que haya pasaje al Otro lado, porque no hay en realidad Otro lado, sólo corte, discontinuidad. El litoral es una frontera muy extraña porque no conduce a Otro lugar. Es la experiencia que podían tener, por ejemplo, los habitantes de uno y otro lado del Atlántico antes de que Cristóbal Colón dibujara sin saberlo una frontera entre ellos con el viaje de sus tres carabelas. Debía ser una experiencia extraña, que ya no podemos conocer, ante la inmensidad de un territorio que no conducía a ninguna parte. Una frontera, en cambio, además de diferenciar dos dominios, supone que hay un pasaje posible de Un lugar al Otro. Es la ley del significante, que permite al sujeto remitirse de un significante a otro, y ser entonces representado por un dominio en relación al otro. La letra, por su parte y tal como Lacan la elabora como distinta de una representación gráfica del significante, no supone al Otro, se inscribe más bien en el lugar del Otro que no existe, supone un corte, un agujero real en los semblantes, en los significantes del lenguaje.
Valga esta breve introducción para responder a la pregunta de un modo acorde con la experiencia analítica orientada por lo real.
El psicoanálisis ha tratado siempre con el dominio más extranjero que existe para cada sujeto, un dominio sin fronteras precisas, imposibles de delimitar en el mapa, una terra incognita que sólo aparece como un espacio en blanco hecho de litorales y de discontinuidades. Freud lo llamó inconsciente y es un dominio que cambia con el tiempo, como cambia también la clínica de un tiempo a otro, como cambia el propio psicoanálisis a través de las décadas. Llamamos también a ese dominio “el campo del goce”, retomando el término que Lacan introdujo para condensar la libido freudiana y la pulsión de muerte. Cuando se trata del goce, no hay reciprocidad posible, hay sólo una extranjeridad radical. No podemos decir, por ejemplo, que el goce del sujeto es el goce del Otro, como sí podemos decirlo del deseo según la conocida fórmula lacaniana: “el deseo es el deseo del Otro”. También podemos decirlo del amor que, cosa extraña, Lacan sostenía que siempre era recíproco: amar es siempre ser amado por el Otro.
En la heterogeneidad territorial que existe entre estos dos dominios del amor y del goce, siempre extranjeros el uno para el otro, podemos situar toda la serie de malestares y síntomas del sujeto contemporáneo que suele llegar al analista precisamente con una queja a partir de su experiencia singular de extrañeza, de imposibilidad de gozar de aquello que ama y de amar aquello de lo que goza, de lo que goza siempre a pesar suyo.
Pues bien, estamos asistiendo precisamente en este siglo XXI al declive definitivo de una clínica, la del DSM, que creía poder trazar fronteras precisas, clasificando hasta el infinito los malestares del sujeto con su descripción normativa. Y la propia psiquiatría no puede concebir hoy qué viene después de ese mar difuso de síntomas y malestares que se abre cada vez más, como tampoco podían concebir los habitantes precolombinos qué venía después de su litoral marítimo.
La experiencia de la transferencia analítica, de la clínica bajo transferencia —como la ha definido hace tiempo Jacques-Alain Miller— es siempre una novedad en el campo de la clínica. Es un nuevo discurso, la apuesta de cada sujeto para investigar esa zona de inclusión y de exclusión entre amor y goce que está en el núcleo de su malestar. Es una apuesta, cada vez renovada, para saber si puede amar aquello de lo que gozaba, sin saberlo, en su síntoma. Dicho de un modo que retoma los términos anteriores: se trata para cada sujeto de saber inscribir y leer su litoral, el de la instancia de la letra de su inconsciente, allí donde no hay frontera posible entre territorios para siempre extraños entre sí, nunca recíprocos. Saber leer la letra del texto del propio inconsciente, esa terra incognita de cada uno, es el fin propio del psicoanálisis, con el efecto terapéutico, el único realmente deseable, que se deriva de ello.
Pero digamos a la vez que el mismo psicoanálisis, desde que Freud descubriera el inconsciente como un Cristóbal Colón del siglo XX, es y funciona como una terra incognita de nuestra civilización. Lo es incluso para sí mismo. Por eso necesitamos la experiencia de la Escuela, que es una forma de inscribir y de leer los litorales tanto del analista como del sujeto que llama a su puerta, allí donde sus fronteras ya no sirven o han desaparecido para tratar el malestar del síntoma.


2.— En Roma, usted nos ha indicado un próximo tema de trabajo que se anuncia, por su contenido, fértil para el psicoanálisis: interrogar la articulación entre los restos sintomáticos y los restos transferenciales. ¿Puede trazarnos este tema de investigación?

Es la investigación que llevamos a cabo en esa terra incognita privilegiada de nuestras Escuelas que es la experiencia del pase, una experiencia después del final del análisis. La experiencia del pase es también un litoral del psicoanálisis, una experiencia heterogénea a la del propio análisis, en un dominio sin fronteras establecidas o dibujadas previamente. El pase es nuestra propia extranjeridad en la que sólo nos podemos adentrar a partir del trabajo y de los testimonios de los Analistas de la Escuela.
Sacamos de esa experiencia en cada caso una enseñanza muy valiosa sobre lo que hemos aislado y llamado “los restos sintomáticos”, los restos opacos de goce una vez el síntoma ha sido reducido a su sinsentido. El núcleo del sinthome que encontramos en la última enseñanza de Lacan está hecho de estos restos sintomáticos una vez han perdido su poder patógeno y pueden ser reutilizados en la invención de cada sujeto. Lo que me parece interesante es el vínculo que podemos establecer ahora entre estos “restos sintomáticos” con aquello que el propio Freud denominó, precisamente en su texto final de “Análisis terminable e interminable”, los “restos transferenciales” de un análisis. Los postfreudianos creían que el final de un análisis consistía en la liquidación de esos “restos transferenciales”, restos que adquirían entonces, como señala Freud, un tinte paranoico. Es el drama de la propia institución analítica cuando cree que puede curarse de la transferencia, del sujeto supuesto saber, de la creencia en el inconsciente. La historia de la IPA puede leerse muy bien siguiendo el pentagrama de esta armonía imposible de la liquidación de la transferencia. Hay que decir que el cientificismo de nuestra época nos empuja a ello, en la creencia —valga aquí la redundancia del término— de que el saber de la ciencia puede ahorrarse esa creencia tachándola de religiosa. Hay cierta verdad en ello cuando los propios analistas no pueden decir nada del destino de la transferencia en su propia formación y en su propia experiencia. El psicoanálisis puede virar entonces hacia la religión, como le sucede a veces a la propia ciencia que ha tomado en muchos casos el relevo de la religión como lugar de autoridad del saber.
En las Escuelas de la AMP se trata por el contrario de dar su justo lugar a la transferencia como el motor mismo de la experiencia analítica y de su transmisión en un uso que no sea de impostura, de pura sugestión o de creencia en el saber. Ahí, cada uno debe encontrar su vínculo singular entre los restos sintomáticos y los restos de la transferencia.
¿Qué hace cada uno con los restos de la transferencia en su propia experiencia? Es la pregunta que debería dirigir la elaboración de cada miembro en nuestras Escuelas. Para mí, una idea fulgurante de Jacques-Alain Miller expuesta en un tweet funciona como una brújula: “El común de los mortales tiene su sujeto supuesto saber en el exterior, un analista debería haberlo introyectado = confiar en el trabajo de su inconsciente”. Pero hay que seguir esa consigna con la que viene en su siguiente tweet: “¿Puede uno confiar en su inconsciente? Sí, estando siempre en guardia, ya que hay traidores y sin fe, y otros que son tontos…”
Me parecen dos principios para una suerte de “Oráculo manual y arte de prudencia” —como el título de la obra de Baltasar Gracián— para un analista a la altura de su tiempo.


3.— Usted nos ha indicado que la apuesta del psicoanálisis, orientada por su real, orientada por el uno por uno, es hacer de los restos elaborados entre amor y goce en el cuerpo hablante, el objeto más fecundo y agalmático para relanzar la transferencia, el amor al inconsciente en el siglo XXI. ¿Nos puede dar una reflexión ulterior?

De hecho, uno de los primeros descubrimientos del psicoanálisis —por el que Freud parece de hecho que sigue sin ser perdonado— fue que en el corazón del amor y del goce se aloja un resto imposible de reciclar en la supuesta armonía entre los sexos. Por mucho que la sexología o la psicología de nuestro días se sigan empeñando en ello, en la imposible complementariedad y reciprocidad entre los sexos se encuentra ese objeto resto que Lacan escribió con la a del objeto abyecto, causa del deseo. En efecto, el objeto fetiche sigue siendo el paradigma del objeto residual sobre el que se construyen las condiciones de goce para cada sujeto, tanto del lado masculino como del lado femenino. Recordemos que Lacan situó muy pronto (“La significación del falo”, en 1958) está condición de estructura en el amor y en el goce, de un modo divergente del lado masculino y de un modo convergente del femenino. Para el lado masculino, siempre hay una fuerza centrífuga que tiende a separar el objeto de amor del objeto del goce. Para el lado femenino, la fuerza es más bien centrípeta, encarnando en un mismo objeto la demanda de amor y la exigencia del goce, aunque sea al precio de separarlo finalmente del cuerpo natural de su pareja. La película “El imperio de los sentidos”, de Nagisa Oshima sigue siendo paradigmática de esta condición del goce femenino haciendo aparecer ese resto del objeto en la castración real del hombre. Sea como sea, el final de la historia hace aparecer siempre el objeto en cuestión como un resto.
No debería sorprendernos tampoco entonces que Lacan situara ese objeto resto como el alfa y omega de la civilización: “La civilización —escribía en 1971— es la cloaca”. Y no se trata únicamente del objeto anal sino de toda la serie de nuevos objetos —orales, escópicos, invocantes, fálicos— que relucen en el cenit social con las nuevas tecnologías. Ya no sabemos qué hacer con sus restos imposibles de reciclar.
Lo interesante del psicoanálisis como nuevo discurso —el último en nacer después del discurso del Amo, con su variante capitalista, del discurso de la Universidad y del discurso del sujeto Histérico— es que muestra la fecundidad de este objeto a condición de renunciar a su reciclaje imposible, a condición de comprender que está en el lugar de un objeto perdido y que funciona en la medida de esa pérdida estructural. Dicho de otro modo: no hay ya objeto natural que podamos recuperar, ya sea en la experiencia sexual o en la experiencia del saber, sólo su sustituto creado por el lenguaje, por el significante, como un “semblante”. El poeta —José Lezama Lima en este caso— lo dijo a su manera citando a Pascal: “como la verdadera naturaleza se ha perdido, todo puede ser naturaleza”. Y añade: frente al pesimismo de la naturaleza perdida, la invencible alegría de la imagen, de la metáfora, de la substitución, de la sobrenaturaleza, de lo que nosotros llamamos también “síntoma”.
El amor en el siglo XXI, el amor en los tiempos del semblante generalizado, es la invención de un nuevo síntoma que haga soportable, “sostenible” podemos decir ahora con un tono ecologista, la imposible relación entre los sexos.



4.—La transferencia y el cuerpo hablante vinculan los trabajos del reciente Congreso de la SLP con el próximo Congreso de la AMP, que tendrá lugar en Rio de Janeiro en 2016. ¿A qué vertientes de la clínica y de la teoría psicoanalítica deberemos confrontarnos, según usted, para orientar el estudio y la práctica psicoanalítica?

En efecto, el tema del próximo Xº Congreso de la AMP, tal como lo ha propuesto Jacques-Alain Miller, será “El cuerpo hablante. Sobre el inconsciente en el siglo XXI”. El cuerpo hablante es un nombre del inconsciente en el siglo XXI. De hecho, es hoy un nombre más enigmático todavía que el propio término de inconsciente. ¿Qué es un cuerpo hablante? Nadie lo sabe definir muy bien, es realmente un misterio, como decía Lacan. Nada que ver en todo caso con la idea de un organismo, por muy vivo y complejo que lo supongamos, tal como lo conciben por ejemplo la biología y las neurociencias de nuestro tiempo. Por otra parte, lo viviente, lo que hace específica la vida, es también un enigma para la propia biología que no ha llegado a definir todavía qué distingue a un ser vivo. La Bios no se deja atrapar tan fácilmente desde la Antigüedad sin remitirla a la muerte que le resulta consubstancial, una muerte que sólo tiene lugar en un mundo simbólico, producto ya del lenguaje. Parafraseando a Heidegger, podemos decir que sólo el ser que habla llega a morir, los otros seres perecen, lo que es muy distinto.
La ironía de nuestro tiempo es que el término Bios, que ha designado la vida desde la Grecia antigua, ha llegado a designar el Basic Input / Output System, el programa firmware de los ordenadores. Parece así que la ciencia esté a un paso de confundir definitivamente el ser vivo con un programa genético, una compleja Máquina de Turing que sería finalmente reducible a una serie de algoritmos. Es el sueño —pesadilla más bien— del cientificismo de nuestro tiempo: reducir el ser que habla a una serie de algoritmos objetivables y manejables de modo computacional. De ahí se han derivado una serie de tratamientos más o menos degradantes, por ejemplo en el caso del autismo, cuando se piensa que ese cuerpo hablante sufre de algún desarreglo en su Bios.
Nada de todo eso tiene en cuenta la especificidad de lo que llamamos “el cuerpo hablante”.
Lo curioso es que allí donde suponemos que algo habla suponemos también una vida, y no necesariamente al revés. ¿Cómo abordar este misterio que es a la vez una evidencia, un indicio más bien del ser que habla? Nuestra clínica es una Evidence Based Clinic sólo en este sentido. Para abordarla, precisamos del término y del campo del goce introducidos por Lacan que reactualizan esta clínica. “Là où ça parle, ça jouit, et ça sait rien”, leemos en el capítulo IX del Seminario “Encore”: allí donde algo habla, —el Ello, el Es freudiano—, algo goza, y no sabe nada de ello. Sólo a partir de esta suposición, creencia incluso, podemos situar la especificidad del cuerpo hablante, un cuerpo que es en primer lugar hablado por la lengua del Ello.
Así pues, existe de entrada esta suposición que es ya una transferencia, un sujeto supuesto saber, allí donde algo habla, donde algo goza entonces, sin saber nada de ello.
El síntoma es el lugar privilegiado que ha encontrado el psicoanálisis para escuchar este saber que no se sabe a sí mismo en el cuerpo hablante. No hay cuerpo hablante sin síntoma. Y la clínica actual nos plantea una gran variedad de nuevas formas con las que el cuerpo habla y es hablado, formas que debemos estudiar a la luz de este nuevo término que viene al lugar del inconsciente freudiano: desde los nuevos síntomas de conversión, pasando por la angustia, siguiendo por las construcciones fóbicas y obsesivas, desde las formas de psicosis que llamamos ordinarias hasta las más floridas en el desencadenamiento y el delirio. En cada caso, la práctica y la experiencia del psicoanálisis parte de este misterio que habita en el corazón del síntoma y que llamamos “cuerpo hablante”, otro nombre del parlêtre lacanianio, del ser que habla bajo transferencia.


26 de setembre 2014

Restauración del diván social

Entrevista de Mario Goldenberg*, publicada en la Revista de Cultura "Ñ" del diario Clarín de Buenos Aires (13/09/2014)
    En el mes de abril se realizó el IX Congreso de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP) –en el Palais des Congrès de Paris– que designó a Miquel Bassols Puig, psicoanalista catalán, como su nuevo presidente. Bassols es un agudo analista y curioso intelectual que venía de ocupar la vicepresidencia de la AMP. Lleva adelante un muy interesante blog personal, llamado Desescrits sobre psicoanálisis lacaniano (http://miquelbassols.blogspot.com.es/), donde se pueden encontrar comentarios de libros, ponencias, entrevistas y demás, tanto en español como en catalán. A fines de noviembre, invitado por la Escuela de la Orientación Lacaniana, estará en Buenos Aires. En esta entrevista revisa la importancia que han tenido la ciencia, la religión y la violencia en el pasado y en el futuro del psicoanálisis.
    –Hay una diferencia de abordaje en la problemática de la ciencia y la religión en Freud y Lacan. En su obra El porvenir de una ilusión (1927), Freud apuesta al progreso de la ciencia y la extinción de la religión. Sin embargo, Lacan tomó un recorrido distinto, plantea que la religión es inagotable, indestructible, y que puede haber cierta vertiente cientificista que intente sustituir a la religión. ¿Cómo lo interpreta usted?
    –Sí, Lacan situó muy bien a la ciencia, a la religión, a la magia y al psicoanálisis a partir de las cuatro causas aristotélicas. Pero es cierto que, Freud partió de un horizonte cientificista para el psicoanálisis, intentando localizar el psicoanálisis en la ciencia de su tiempo. Pero estamos en un momento distinto. Por supuesto que después de la enseñanza de Lacan el psicoanálisis está en otro momento, pero la ciencia misma está en otro momento. Después de la Segunda Guerra, claramente, lo que se ha dado en llamar las tecnociencias –es una palabra que tal vez pueda discutirse– pero que indica algo, indica que ha habido un cambio de lugares en el mismo discurso de la ciencia, y lo que era un deseo de saber, un deseo supuesto de saber, se ha convertido en un deseo de poder, fundamentalmente. Y es un tema de debate en la ciencia misma actual. Pero, sobre todo yo diría que lo propio de la tecnociencia es que ha producido nuevos objetos, que sí, han venido al lugar del objeto religioso. No sólo podemos decir que, como se ha comentado, la ciencia ha venido al lugar de la religión, a dar el lugar de un sujeto supuesto saber o de un sujeto supuesto creer , fundamentalmente sobre algunos asuntos vinculados directamente sobre la vida de los seres humanos, sino que la producción de nuevos sujetos por la tecnociencia, vamos a decirlo así, ha elevado algunos objetos a la dignidad de la cosa sagrada.
    –De lo divino...
    –La cosa divina. Uno de esos objetos, sin duda alguna hoy, es lo que las neurociencias han elevado el objeto más enigmático, que es el cerebro mismo. Y se puede hablar, yo diría, de la elevación del cerebro al objeto, al cénit, al cénit social que la ciencia está proponiendo actualmente. Hasta el punto de que se cae, en lo que algunos han llamado “la falacia mereológica”, es decir, por ejemplo, que el cerebro piensa, o que el cerebro sabe, o que las células saben, o que la neurona sabe lo que hay que hacer. Y cuando no lo sabe muy bien hay que corregirla porque denota algún problema. Ahí está el efecto nuevo, un efecto más radical que el que podía haber en los tiempos de Freud, y es un efecto de sugestión, pero también de promoción de nuevos objetos que vienen a un lugar que antes ocupaba el objeto religioso, el objeto divino. Entonces hay una nueva creencia, hay una creencia nueva de la ciencia y hay una nueva creencia en la autoridad de la ciencia, que también está entrando en sus dificultades porque no hay sujeto supuesto creer que en un momento determinado no entre en crisis. Lo sabemos por el psicoanálisis precisamente, y creo que estamos en ese momento. Estamos en un momento muy interesante donde esos objetos están revelando su otra faz, detrás del semblante de objeto religioso; están haciendo aparecer efectos cada vez más difíciles de soportar por los seres mismos que hablan.
    –Pero hay un matiz en relación a la religión y a la ciencia que está en la conferencia de prensa, del 29 de octubre de 1974 en el Centre Culturel Français de Roma, donde Lacan señala que la religión triunfará. Dice que la ciencia produce un real tan arrasador, que hace más necesaria la religión como refugio de sentido.
    –Exacto. A más avance de la ciencia, más presión de la ciencia. Y lo mismo ocurre con el sentido religioso.
    –A finales de los 90, se empezó a hablar del retorno a la religión.
    –Exactamente, es un fenómeno conocido al que los individuos no son ajenos, se conoce muy bien. Y algunos además manejan, explícitamente, muy claramente, las dos referencias. Y es muy difícil, yo diría, mantener un ateísmo en el campo de la ciencia, a diferencia de lo que podía ocurrir en otros momentos, ese sería un tema para desarrollar. En todo caso, lo importante es en esta coyuntura cómo el psicoanálisis se maneja. Lacan decía que, si el psicoanálisis vencía en esta lucha por el sentido, se terminaba, iba a su extinción. Es muy interesante esa posición de Lacan, porque indica que en esa coyuntura donde ciencia y religión pueden anudarse de una manera cada vez más clara, el psicoanálisis es el discurso que puede hacer aparecer el sinsentido. El sinsentido que aparece en lo real. El real propio que elabora la experiencia analítica, y que finalmente a nosotros mismos nos plantea un problema, cómo manejar el saber distinto de la creencia. Es un tema clásico en la lógica, saber y creer.
    Saber y creer , es un título de Hinttika, al que Lacan se refiere en su seminario en algún momento, y que implica que separando esos dos registros –que la ciencia a veces no puede separar, ni la religión– podamos hacer aparecer el real propio del inconsciente, del inconsciente que llamamos real, como aquello que escapa a la creencia y a la producción total de sentido. Es una tarea para el discurso analítico del siglo XXI.
    –¿Qué ocurre en Brasil, donde hay un cruce entre psicoanálisis, psicoterapia y religión, y donde se está produciendo un intento por reglamentar al psicoanálisis?
    –Para mí es algo totalmente inédito, desconocido. Y esto hasta que en la última reunión de consejo de la AMP apareció el tema. Parece que hay un efecto, una coalescencia, que hay que estudiar. Un fenómeno particular, no sé si es sólo en Brasil o también otros lugares donde se produce esa aleación entre psicoterapia, religión, y cierta referencia científica también. Pero sin duda hay que poder mantener la especificidad del psicoanálisis sabiendo que no hay regulación posible de la transferencia. Hay que saber que la transferencia siempre es sorpresiva: es el encuentro singular de cada sujeto con un real que no se puede normativizar ni programar, ni por el discurso universitario o el discurso del protocolo médico o psicoterapéutico.
    –Su texto para la Organización de las Naciones Unidas sobre la violencia contra las mujeres, tuvo un impacto muy favorable e importante en la Argentina. Lo han leído centros sobre la violencia de género y me interesa que pueda decir un poco más qué puede aportar el psicoanálisis para el tratamiento de estos fenómenos de violencia que tienen que ver más con la época actual, porque las formas de violencia han variado.
    –Es una epidemia.
    –Sí. La violencia familiar, la violencia escolar, la violencia contra las mujeres, dejando de lado lo criminal…
    –Es una epidemia. Además mi hipótesis es que es una epidemia que se contagia por identificación y que, según cómo se trate el problema, es lo que estamos verificando, según cómo se trate el problema, se aumenta la epidemia.
    –¿También por lo mediático?
    –Por lo mediático. Creo que hay un efecto de este tipo y según cómo se trate el problema aumenta el efecto epidémico. Al menos en España es lo que está ocurriendo ante la sorpresa de todos los dispositivos que se han puesto en marcha para tratar lo que ya se da como un efecto de epidemia, especialmente de la violencia contra las mujeres. ¿Qué es lo que el psicoanálisis debe decir y debe aportar para esta problemática? En primer lugar, yo sitúo siempre, y en el texto que presentamos en la ONU lo presentamos así. Hay tres lugares donde la segregación culturalmente se ha operado de la manera más drástica. Esos tres lugares son la infancia, la locura y lo femenino, o la femineidad. La femineidad como alteridad de un goce que no se puede localizar en los parámetros fálicos del universo global y masculino, en primer lugar. ¿Qué podemos decir del psicoanálisis, que es una experiencia precisamente singular en cada sujeto, de tratamiento de lo que es la segregación del goce más íntimo para cada uno? ¿Cómo situarse frente a eso que es lo más ignorado del goce propio, que es lo que hay de loco, de niño y de femenino en cada sujeto, que es segregado por estructura? Porque cuanto más se ignore esa zona fundamental del ser que habla, más aparece la violencia como respuesta a esa segregación. Y eso aparece en lo singular de cada caso, pero también aparece como Freud muy bien anticipó en Psicología de las masas , como reducible a la psicología individual. En los términos de la psicología de las masas, eso aparece traducido en fenómenos de masa como fenómenos de violencia grupal que cada vez están siendo más notorios en distintas partes del mundo. En Europa por supuesto, en América, es un fenómeno que toma formas distintas según los lugares, pero que responde, sin duda, a una lógica de la segregación del goce como lo insoportable, lo no incluible dentro del principio del placer. Eso hay que desarrollarlo en la experiencia analítica distinguiendo principio de placer y goce. El goce como lo que está más allá del principio del placer. Pero lo que sí vemos, es que esos tres objetos, esos tres estatutos del sujeto reducidos a objeto, que son, la infancia, la femineidad y la locura, son objeto de la segregación en la violencia mayor, y lo siguen siendo. Incluso en las sociedades donde el estado del bienestar está supuestamente asegurado, estamos viendo el retorno feroz de esos fenómenos de segregación y violencia. El psicoanálisis lo que puede aportar, es precisamente una elaboración, una distinción clara entre principio de placer y goce, mostrando que la relación no es tan simple, y que el intento de desvictimizar esos lugares tiene también una contrapartida. Victimizarlos tiene otra. Pero la partida debe jugarse en otros términos. Seguramente va a ser un tema de un próximo encuentro, precisamente a partir de ese término crucial que debe saberse declinar a partir del psicoanálisis, que es el lugar de la víctima en las sociedades modernas, que toma lugares cada vez más trágicos, en efecto.
    –Es interesante que en la institución escolar donde la violencia es global y es epidémica, están estos tres términos: los niños, lo femenino –por el lado del encuentro con el otro sexo en los adolescentes–, y también estos fenómenos de locura que estallan.
    –Cada vez más frecuente. Además con el añadido de que se está patologizando este tipo de posiciones. En la clínica actual, sostenida por una orientación más biologicista, se está patologizando ciertas respuestas del sujeto, que tratadas de esta forma, no se retroalimentan de esta manera. Lo que vemos es que el efecto de diagnosticar de hiperactivo a un niño, lo destina muchas veces a una posición de segregación, que va a responder con violencia.
    –Sí, además la lectura del bullying es una lectura fantasmática de victimario y víctima, no responsabiliza y no lee eso como síntoma.
    –Toda la problemática es cómo sintomatizar, en el buen sentido de la palabra, no como un trastorno sino como un malestar del que el sujeto pueda hacerse responsable, sacarlo de esa posición de víctima y poder hacerlo responsable de su posición. Es en efecto algo que da otra salida a esos fenómenos cada vez más crecientes en el ámbito escolar y social.
    *Mario Goldenberg es psicoanalista EOL- AMP, profesor de la Universidad de Buenos Aires y director de la revista digital Consecuencias.

    16 d’agost 2014

    Sociedad de la transparencia, opacidad de la intimidad

























    Contribución al debate para el Forum de Torino de la Scuola Lacaniana di Psicoanalisi (11/10/2014) sobre "Sociedad de la transparencia, opacidad de la intimidad". 
    Agradezco a Begonya Gasch y Jordi Marimon haberme dado a conocer el libro de Han que ha motivado esta reseña.

    “Ningún otro lema domina hoy tanto el discurso público como la transparencia”. Así empieza el breve ensayo del filósofo Byung-Chul Han, titulado La sociedad de la transparencia (Berlín 2012). Sus referencias van de Platón a Heidegger, de Barthes a Foucault, de Freud a Lacan, y abre un amplio abanico de significaciones de lo que se revela ya como un significante amo de nuestra civilización. El ideal de transparencia va hoy mucho más allá de la denuncia de la corrupción política y de la defensa de la libertad de información, llega a cada ámbito del ser que habla para transformar su universo en “un infierno de lo igual”, sin alteridad posible. Es el ideal transformado en un imperativo de hacer transparente a lo Otro, de hacer desaparecer la alteridad que se presenta siempre como opacidad de un goce, reduciéndola a una información objetiva y transmisible, sin equivocidad posible, reduciendo también así la dimensión de la verdad de la palabra a la exactitud de la cifra.
    La experiencia analítica muestra que no hay, sin embargo, imperativo del superyó sin el retorno paradójico de aquello que intenta liquidar. El imperativo de la transparencia alimenta así la opacidad que el goce hace presente en la intimidad de cada ser que habla tomado en su singularidad irreductible. Hasta el punto de hacer de ese retorno un nuevo imperativo, no menos paradójico: ¡Gozar de la transparencia misma sin saber nada de la opacidad que la habita! Y ello en cada uno de los registros señalados por el filósofo:
    — En la sociedad llamada “positiva”, cuyo instrumento ideal sería un lenguaje sin equívocos, como el lenguaje formal de la máquina lógica. El retorno de la opacidad del goce toma aquí la forma de la falta de ser, del sinsentido que habita en la acumulación constante de información.
    — En la  exposición sin secretos ante la mirada del Otro, exposición que aniquila la distancia de lo íntimo en un ideal de integración de cualquier alteridad. Pero la falta de distancia no es cercanía. La opacidad del goce requiere de un “desalejar” (término heideggeriano), de una distancia para alojar su alteridad.
    — En la ideología de la evaluación y de la evidencia de los procedimientos que deja en la opacidad el objeto del goce, ese objeto subrayado por Lacan en la obra freudiana como das Ding, la Cosa imposible de representar, de hacer evidente. De ella sólo tenemos los indicios —es la buena interpretación de la famosa evidence con la que nos machaca el cientificismo actual—, los signos que requieren siempre de una interpretación.
    — En la extensión de la pornografía, de la exposición sin velos que reduce la erótica del cuerpo a la obscenidad de la carne, borrando de la imagen del cuerpo aquel punctum en el que Barthes situaba el tiempo necesario de la contemplación y del deseo.
    — En la aceleración del tiempo de comprender que reduce cualquier relato, cualquier discurso simbólico, a un proceso de información inmediata. Se requiere aquí un toque proustiano, más allá de la desaceleración necesaria, donde el sujeto no aparece en el “disfrute de lo inmediato” sino “mucho más tarde”, en el tiempo de la reminiscencia que es el tiempo propio del significante irreducible a la unidad de información.
    — En la tiranía de la intimidad entendida como transparencia psicológica del sujeto ante sí mismo. Se trata aquí, por el contrario, de situar la intimidad del goce como el máximo grado de opacidad del sujeto, allí donde es más Otro para sí mismo.
    — En la sociedad llamada “de la información” que “no engendra ninguna verdad”. En ella, la hiperinformación no arroja luz en la oscuridad sino que deja a la propia verdad (la aletheia) sin posibilidad de desocultarse.
    — En la revelación, que ha perdido el valor que tuvo por ejemplo en la experiencia religiosa, reducida a la adquisición de un conocimiento objetivo. Rousseau y Kant son aquí dos testimonios de la instauración del Otro de la vigilancia y del control en los que se pueden ordenar hoy dos vertientes del discurso pedagógico.
    — En la sociedad llamada “del control”, donde el panóptico único de Bentham se ha transformado en una red de habitantes que se controlan recíprocamente en la era del “panóptico digital”. La supuesta transparencia convierte aquí al sujeto en un objeto de intercambio bajo la sombra opaca del goce del Otro, diseminado ahora en una ubicuidad virtual.
    En cada uno de estos registros, la experiencia analítica orientada por la brújula lacaniana de lo real podrá sernos útil para replantear la singularidad del ser que habla en las paradojas de la transparencia y la opacidad del goce.


    01 d’agost 2014

    Frontera y litoral, amor y goce




















    Entrevista para la revista APPUNTI de la Scuola Lacaniana di Psicoanalisi
    Preguntas realizadas por Carlo De Panfilis.

    — Esta entrevista viene después del reciente Congreso italiano de la SLP en el que se ha abordado el tema de la transferencia en su relación estructural entre amor y goce. Tal como usted ha evocado en su intervención conclusiva del Congreso, entre amor y goce hay siempre una discontinuidad de la que da cuenta la vida amorosa en sus derivas y en sus síntomas. La transferencia analítica es el intento de construir un vínculo entre estos dos territorios de la vida pulsional del sujeto. ¿Qué fronteras debe afrontar el psicoanálisis del siglo XXI?

    Partamos de la idea, fecunda, de frontera. La frontera supone un límite trazado entre dos territorios, dos espacios que existen a partir de ese momento como distintos, como extranjeros el uno para el otro. Antes de trazar una frontera no hay distinción posible entre espacios. De hecho, sin frontera no podemos concebir al propio espacio. La frontera hace existir dos territorios de modo que puedan mantener una relación de reciprocidad, con una medida común entre ellos. Es lo que sucede, por ejemplo, con el cambio entre monedas de dos países distintos. La medida común permite la reciprocidad. Es una idea que Lacan investiga en su texto, difícil, titulado Lituraterre, donde distingue la frontera del litoral, siguiendo la distinción entre la lógica del significante, que traza fronteras simbólicas, y la lógica de la letra, literal, que hace más bien de litoral en lo real. Cuando se trata de la letra, todo un dominio hace de frontera sin que haya pasaje al Otro lado, porque no hay en realidad Otro lado, sólo corte, discontinuidad. El litoral es una frontera muy extraña porque no conduce a Otro lugar. Es la experiencia que podían tener, por ejemplo, los habitantes de uno y otro lado del Atlántico antes de que Cristóbal Colón dibujara sin saberlo una frontera entre ellos con el viaje de sus tres carabelas. Debía ser una experiencia extraña, que ya no podemos conocer, ante la inmensidad de un territorio que no conducía a ninguna parte. Una frontera, en cambio, además de diferenciar dos dominios, supone que hay un pasaje posible de Un lugar al Otro. Es la ley del significante, que permite al sujeto remitirse de un significante a otro, y ser entonces representado por un dominio en relación al otro. La letra, por su parte y tal como Lacan la elabora como distinta de una representación gráfica del significante, no supone al Otro, se inscribe más bien en el lugar del Otro que no existe, supone un corte, un agujero real en los semblantes, en los significantes del lenguaje.
    Valga esta breve introducción para responder a la pregunta de un modo acorde con la experiencia analítica orientada por lo real.
    El psicoanálisis ha tratado siempre con el dominio más extranjero que existe para cada sujeto, un dominio sin fronteras precisas, imposibles de delimitar en el mapa, una terra incognita que sólo aparece como un espacio en blanco hecho de litorales y de discontinuidades. Freud lo llamó inconsciente y es un dominio que cambia con el tiempo, como cambia también la clínica de un tiempo a otro, como cambia el propio psicoanálisis a través de las décadas. Llamamos también a ese dominio “el campo del goce”, retomando el término que Lacan introdujo para condensar la libido freudiana y la pulsión de muerte. Cuando se trata del goce, no hay reciprocidad posible, hay sólo una extranjeridad radical. No podemos decir, por ejemplo, que el goce del sujeto es el goce del Otro, como sí podemos decirlo del deseo según la conocida fórmula lacaniana: “el deseo es el deseo del Otro”. También podemos decirlo del amor que, cosa extraña, Lacan sostenía que siempre era recíproco: amar es siempre ser amado por el Otro.
    En la heterogeneidad territorial que existe entre estos dos dominios del amor y del goce, siempre extranjeros el uno para el otro, podemos situar toda la serie de malestares y síntomas del sujeto contemporáneo que suele llegar al analista precisamente con una queja a partir de su experiencia singular de extrañeza, de imposibilidad de gozar de aquello que ama y de amar aquello de lo que goza, de lo que goza siempre a pesar suyo.
    Pues bien, estamos asistiendo precisamente en este siglo XXI al declive definitivo de una clínica, la del DSM, que creía poder trazar fronteras precisas, clasificando hasta el infinito los malestares del sujeto con su descripción normativa. Y la propia psiquiatría no puede concebir hoy qué viene después de ese mar difuso de síntomas y malestares que se abre cada vez más, como tampoco podían concebir los habitantes precolombinos qué venía después de su litoral marítimo.
    La experiencia de la transferencia analítica, de la clínica bajo transferencia —como la ha definido hace tiempo Jacques-Alain Miller— es siempre una novedad en el campo de la clínica. Es un nuevo discurso, la apuesta de cada sujeto para investigar esa zona de inclusión y de exclusión entre amor y goce que está en el núcleo de su malestar. Es una apuesta, cada vez renovada, para saber si puede amar aquello de lo que gozaba, sin saberlo, en su síntoma. Dicho de un modo que retoma los términos anteriores: se trata para cada sujeto de saber inscribir y leer su litoral, el de la instancia de la letra de su inconsciente, allí donde no hay frontera posible entre territorios para siempre extraños entre sí, nunca recíprocos. Saber leer la letra del texto del propio inconsciente, esa terra incognita de cada uno, es el fin propio del psicoanálisis, con el efecto terapéutico, el único realmente deseable, que se deriva de ello.
    Pero digamos a la vez que el mismo psicoanálisis, desde que Freud descubriera el inconsciente como un Cristóbal Colón del siglo XX, es y funciona como una terra incognita de nuestra civilización. Lo es incluso para sí mismo. Por eso necesitamos la experiencia de la Escuela, que es una forma de inscribir y de leer los litorales tanto del analista como del sujeto que llama a su puerta, allí donde sus fronteras ya no sirven o han desaparecido para tratar el malestar del síntoma.


    — Usted ha indicado en Roma un próximo tema de trabajo que se anuncia, por su contenido, fértil para el psicoanálisis: interrogar la articulación entre los restos sintomáticos y los restos transferenciales. ¿Puede esbozarnos este tema de investigación?

    Es la investigación que llevamos a cabo en esa terra incognita privilegiada de nuestras Escuelas que es la experiencia del pase, una experiencia después del final del análisis. La experiencia del pase es también un litoral del psicoanálisis, una experiencia heterogénea a la del propio análisis, en un dominio sin fronteras establecidas o dibujadas previamente. El pase es nuestra propia extranjeridad en la que sólo nos podemos adentrar a partir del trabajo y de los testimonios de los Analistas de la Escuela.
    Sacamos de esa experiencia en cada caso una enseñanza muy valiosa sobre lo que hemos aislado y llamado “los restos sintomáticos”, los restos opacos de goce una vez el síntoma ha sido reducido a su sinsentido. El núcleo del sinthome que encontramos en la última enseñanza de Lacan está hecho de estos restos sintomáticos una vez han perdido su poder patógeno y pueden ser reutilizados en la invención de cada sujeto. Lo que me parece interesante es el vínculo que podemos establecer ahora entre estos “restos sintomáticos” con aquello que el propio Freud denominó, precisamente en su texto final de “Análisis terminable e interminable”, los “restos transferenciales” de un análisis. Los postfreudianos creían que el final de un análisis consistía en la liquidación de esos “restos transferenciales”, restos que adquirían entonces, como señala Freud, un tinte paranoico. Es el drama de la propia institución analítica cuando cree que puede curarse de la transferencia, del sujeto supuesto saber, de la creencia en el inconsciente. La historia de la IPA puede leerse muy bien siguiendo el pentagrama de esta armonía imposible de la liquidación de la transferencia. Hay que decir que el cientificismo de nuestra época nos empuja a ello, en la creencia —valga aquí la redundancia del término— de que el saber de la ciencia puede ahorrarse esa creencia tachándola de religiosa. Hay cierta verdad en ello cuando los propios analistas no pueden decir nada del destino de la transferencia en su propia formación y en su propia experiencia. El psicoanálisis puede virar entonces hacia la religión, como le sucede a veces a la propia ciencia que ha tomado en muchos casos el relevo de la religión como lugar de autoridad del saber.
    En las Escuelas de la AMP se trata por el contrario de dar su justo lugar a la transferencia como el motor mismo de la experiencia analítica y de su transmisión en un uso que no sea de impostura, de pura sugestión o de creencia en el saber. Ahí, cada uno debe encontrar su vínculo singular entre los restos sintomáticos y los restos de la transferencia.
    ¿Qué hace cada uno con los restos de la transferencia en su propia experiencia? Es la pregunta que debería dirigir la elaboración de cada miembro en nuestras Escuelas. Para mí, una idea fulgurante de Jacques-Alain Miller expuesta en un tweet funciona como una brújula: “El común de los mortales tiene su sujeto supuesto saber en el exterior, un analista debería haberlo introyectado = confiar en el trabajo de su inconsciente”. Pero hay que seguir esa consigna con la que viene en su siguiente tweet: “¿Puede uno confiar en su inconsciente? Sí, estando siempre en guardia, ya que hay traidores y sin fe, y otros que son tontos…”
    Me parecen dos principios para una suerte de “Oráculo manual y arte de prudencia” —como el título de la obra de Baltasar Gracián— para un analista a la altura de su tiempo.


    — Usted ha indicado que la apuesta del psicoanálisis, orientada por su real, orientada por el uno por uno, es hacer de los restos elaborados entre amor y goce en el cuerpo hablante, el objeto más fecundo y agalmático para relanzar la transferencia, el amor al inconsciente en el siglo XXI. ¿Puede darnos una reflexión ulterior?

    De hecho, uno de los primeros descubrimientos del psicoanálisis —por el que Freud parece de hecho que sigue sin ser perdonado— fue que en el corazón del amor y del goce se aloja un resto imposible de reciclar en la supuesta armonía entre los sexos. Por mucho que la sexología o la psicología de nuestro días se sigan empeñando en ello, en la imposible complementariedad y reciprocidad entre los sexos se encuentra ese objeto resto que Lacan escribió con la a del objeto abyecto, causa del deseo. En efecto, el objeto fetiche sigue siendo el paradigma del objeto residual sobre el que se construyen las condiciones de goce para cada sujeto, tanto del lado masculino como del lado femenino. Recordemos que Lacan situó muy pronto (“La significación del falo”, en 1958) está condición de estructura en el amor y en el goce, de un modo divergente del lado masculino y de un modo convergente del femenino. Para el lado masculino, siempre hay una fuerza centrífuga que tiende a separar el objeto de amor del objeto del goce. Para el lado femenino, la fuerza es más bien centrípeta, encarnando en un mismo objeto la demanda de amor y la exigencia del goce, aunque sea al precio de separarlo finalmente del cuerpo natural de su pareja. La película “El imperio de los sentidos”, de Nagisa Oshima, sigue siendo paradigmática de esta condición del goce femenino haciendo aparecer ese resto del objeto en la castración real del hombre. Sea como sea, el final de la historia hace aparecer siempre el objeto en cuestión como un resto.
    No debería sorprendernos tampoco entonces que Lacan situara ese objeto resto como el alfa y omega de la civilización: “La civilización —escribía en 1971— es la cloaca”. Y no se trata únicamente del objeto anal sino de toda la serie de nuevos objetos —orales, escópicos, invocantes, fálicos— que relucen en el cenit social con las nuevas tecnologías. Ya no sabemos qué hacer con sus restos imposibles de reciclar.
    Lo interesante del psicoanálisis como nuevo discurso —el último en nacer después del discurso del Amo, con su variante capitalista, del discurso de la Universidad y del discurso del sujeto Histérico— es que muestra la fecundidad de este objeto a condición de renunciar a su reciclaje imposible, a condición de comprender que está en el lugar de un objeto perdido y que funciona en la medida de esa pérdida estructural. Dicho de otro modo: no hay ya objeto natural que podamos recuperar, ya sea en la experiencia sexual o en la experiencia del saber, sólo su sustituto creado por el lenguaje, por el significante, como un “semblante”. El poeta —José Lezama Lima en este caso— lo dijo a su manera citando a Pascal: “como la verdadera naturaleza se ha perdido, todo puede ser naturaleza”. Y añade: frente al pesimismo de la naturaleza perdida, la invencible alegría de la imagen, de la metáfora, de la substitución, de la sobrenaturaleza, de lo que nosotros llamamos también “síntoma”.
    El amor en el siglo XXI, el amor en los tiempos del semblante generalizado, es la invención de un nuevo síntoma que haga soportable, “sostenible” podemos decir ahora con un tono ecologista, la imposible relación entre los sexos.



    —La transferencia y el cuerpo hablante vinculan el trabajo del reciente Congreso de la SLP con el próximo Congreso de la AMP, que se realizará en Rio de Janeiro en 2016. ¿A qué vertientes de la clínica y de la teoría psicoanalítica deberemos confrontarnos, según usted, para orientar el estudio y la práctica psicoanalítica?

    En efecto, el tema del próximo Xº Congreso de la AMP, tal como lo ha propuesto Jacques-Alain Miller, será “El cuerpo hablante. Sobre el inconsciente en el siglo XXI”. El cuerpo hablante es un nombre del inconsciente en el siglo XXI. De hecho, es hoy un nombre más enigmático todavía que el propio término de inconsciente. ¿Qué es un cuerpo hablante? Nadie lo sabe definir muy bien, es realmente un misterio, como decía Lacan. Nada que ver en todo caso con la idea de un organismo, por muy vivo y complejo que lo supongamos, tal como lo conciben por ejemplo la biología y las neurociencias de nuestro tiempo. Por otra parte, lo viviente, lo que hace específica la vida, es también un enigma para la propia biología que no ha llegado a definir todavía qué distingue a un ser vivo. La Bios no se deja atrapar tan fácilmente desde la Antigüedad sin remitirla a la muerte que le resulta consubstancial, una muerte que sólo tiene lugar en un mundo simbólico, producto ya del lenguaje. Parafraseando a Heidegger, podemos decir que sólo el ser que habla llega a morir, los otros seres perecen, lo que es muy distinto.
    La ironía de nuestro tiempo es que el término Bios, que ha designado la vida desde la Grecia antigua, ha llegado a designar el Basic Input / Output System, el programa firmware de los ordenadores. Parece así que la ciencia esté a un paso de confundir definitivamente el ser vivo con un programa genético, una compleja Máquina de Turing que sería finalmente reducible a una serie de algoritmos. Es el sueño —pesadilla más bien— del cientificismo de nuestro tiempo: reducir el ser que habla a una serie de algoritmos objetivables y manejables de modo computacional. De ahí se han derivado una serie de tratamientos más o menos degradantes, por ejemplo en el caso del autismo, cuando se piensa que ese cuerpo hablante sufre de algún desarreglo en su Bios.
    Nada de todo eso tiene en cuenta la especificidad de lo que llamamos “el cuerpo hablante”.
    Lo curioso es que allí donde suponemos que algo habla suponemos también una vida, y no necesariamente al revés. ¿Cómo abordar este misterio que es a la vez una evidencia, un indicio más bien del ser que habla? Nuestra clínica es una Evidence Based Clinic sólo en este sentido. Para abordarla, precisamos del término y del campo del goce introducidos por Lacan que reactualizan esta clínica. “Là où ça parle, ça jouit, et ça sait rien”, leemos en el capítulo IX del Seminario “Encore”: allí donde algo habla, —el Ello, el Es freudiano—, algo goza, y no sabe nada de ello. Sólo a partir de esta suposición, creencia incluso, podemos situar la especificidad del cuerpo hablante, un cuerpo que es en primer lugar hablado por la lengua del Ello.
    Así pues, existe de entrada esta suposición que es ya una transferencia, un sujeto supuesto saber, allí donde algo habla, donde algo goza entonces, sin saber nada de ello.
    El síntoma es el lugar privilegiado que ha encontrado el psicoanálisis para escuchar este saber que no se sabe a sí mismo en el cuerpo hablante. No hay cuerpo hablante sin síntoma. Y la clínica actual nos plantea una gran variedad de nuevas formas con las que el cuerpo habla y es hablado, formas que debemos estudiar a la luz de este nuevo término que viene al lugar del inconsciente freudiano: desde los nuevos síntomas de conversión, pasando por la angustia, siguiendo por las construcciones fóbicas y obsesivas, desde las formas de psicosis que llamamos ordinarias hasta las más floridas en el desencadenamiento y el delirio. En cada caso, la práctica y la experiencia del psicoanálisis parte de este misterio que habita en el corazón del síntoma y que llamamos “cuerpo hablante”, otro nombre del parlêtre lacanianio, del ser que habla bajo transferencia.