Preguntas realizadas por Gisela Smania, responsable del Área de enseñanzas del Centro de Investigación y Estudios Clínicos (Córdoba, Argentina) hacia el XII Seminario
Internacional del “Jóvenes: inhibiciones, síntomas y angustia".
-Hoy
advertimos que los jóvenes están compelidos a inventarse a sí mismos. ¿De
qué forma constata usted en su práctica este esfuerzo de invención?
“Inventarse
a sí mismo” es ya una expresión en la que conviene detenerse. Si hay que
inventarse a sí mismo es porque no hay un “sí mismo” dado de entrada, no hay nunca
un sujeto idéntico a sí mismo. La idea de un “self”, que un día sedujo a los psicoanalistas
y que hoy sostiene tanto la ideología de la autoayuda como de buena parte del
cognitivismo, es un sueño de la razón. Y los sueños de la razón, como se sabe
desde Goya, suelen engendrar monstruos. El sujeto del lenguaje y del goce es de
entrada un sujeto dividido ante el significante y ante la pulsión. En este
sentido, el sujeto debe reinventarse cada vez que se encuentra ante esta
división estructural.
Ahora
bien, es cierto que hay momentos cruciales en la vida en los que esta división
se pone más al descubierto y exige el recurso a un significante con el que
identificarse. Y si no está ahí, hay que inventarlo. La pubertad es sin duda uno
de estos momentos ya que es entonces cuando el sujeto debe poner patas para
arriba algunas identificaciones anteriores para construir otras nuevas que
hagan posible una respuesta más o menos factible a la cuestión del goce, del
goce sexual en primer lugar. Constatamos hoy que los viejos significantes
edípicos fundados en el Nombre del Padre no bastan para ello. Estamos, en
efecto, en la era post-edípica donde la familia clásica deja de funcionar como
un invento que asegure al sujeto ese pasaje de una manera standard. Encontramos
entonces una profusión de ritos de iniciación, por decirlo así, una multiplicación
de andamios que provean al sujeto un modo de responder a la cuestión del goce y
de la muerte. Y ahí sí podemos hablar hoy de invención porque en el momento actual,
hecho de realidades virtuales y de identidades líquidas, no siempre está a disposición
del sujeto un puente que asegure ese pasaje. Tanto es así que el pasaje llamado
adolescencia puede hoy alargarse hasta muy tarde en la vida.
Para
explicar lo que constato en la experiencia analítica en las dificultades para
hacer este pasaje, diré que cada sujeto intenta inventar hoy su avatar.
“Avatar” es un palabra que dice muy bien de qué se trata hoy para el sujeto
dividido cuando se confronta a su falta de ser. Avatar es la imagen gráfica con
la que cada uno se identifica hoy en el espacio virtual de Internet, es el
tótem con el que se hace representar en la tribu. Pero también encontramos el
término avatar cuando a veces hablamos, siguiendo a Freud, de los “avatares de
la pulsión”. Tal vez sea mejor término para la pulsión que el de “destino”, que
da a suponer que ya hay un objeto destinado a la pulsión que no tiene, por
definición, un objeto predeterminado. Por el contrario, la pulsión debe
construir su objeto a través de la serie de sus avatares, siempre singulares
para cada sujeto.
Es
lo que hoy encontramos en la profusión y la multiplicación de avatares que cada
sujeto inventa para dar respuesta a la pulsión y a la falta de identidad
consigo mismo. Pero suelen ser tan pasajeros y poco estables como la propia
realidad virtual en la que tienen lugar.
-La
experiencia subjetiva de los jóvenes parece estar signada por nuevas
formas de desinhibición, por la omnipresencia de la angustia y el mutis del síntoma. ¿Cómo
suena eso en su práctica?
Parece la consecuencia lógica de lo que acabamos de decir. Si las identidades son cada vez más líquidas para soldar la división subjetiva, si los significantes amo que el sujeto encuentra a disposición abren todavía más esta división, entonces la angustia está al orden del día, y el síntoma no encuentra fácilmente un agarradero para dirigirse al Otro, al Otro del saber y de la transferencia. La angustia es hoy la “epidemia silenciosa”, como se la suele llamar, la señal que se propaga y que indica en el sujeto la proximidad del objeto de la pulsión imposible de identificar. La angustia aparece precisamente cuando cae el avatar con el que el sujeto se intentaba representar en el lugar del Otro. De nuevo el espacio virtual es hoy el mejor lugar donde poner en juego esta fractura de las identidades ante el objeto imposible de representar. Es el espacio donde el anonimato del sujeto se puede encontrar con un objeto igualmente anónimo, imposible de localizar en el Otro del significante. Es el espacio donde el Otro deja de existir como tal para pasar a ser una máquina de lenguaje digital. Alguien lo ha llamado precisamente el espacio de “la digitalización del Otro”. Ver, por ejemplo, el libro titulado así de Carlos Miguel Ruiz Caballero, un estudioso de las redes y de los retos que plantea el ciberespacio a las democracias actuales.
Con respecto a la inhibición, las respuestas que
encontramos en el eje de las funciones del Yo pueden ser aquí absolutamente
variadas y hasta contrarias: van desde la respuesta más desinhibida, desde el
exhibicionismo de lo más privado en lo público, desde el goce voyerista a cielo
abierto, hasta la posición más autista y vuelta sobre sí misma, sin vínculo
alguno con el Otro. Lo curioso es que todas parecen compatibles con las nuevas
condiciones del espacio virtual, sin que haya colisiones o conflictos lo
suficientemente importantes como para poner en crisis la subsistencia de ese
mismo espacio. Antes bien, el espacio virtual parece nutrirse de esta variedad
sin que el síntoma haga su aparición de manera manifiesta en el sujeto. El
síntoma aparece sin embargo cuando se trata de responder a un real que no puede
ser reciclado en el espacio digitalizado, cuando ya no se trata del anonimato
del sujeto y del objeto sino que hay que responder en nombre propio a la
presencia del Otro y de sus formas de goce.
Pude tratar así a un joven que no mantenía otros
vínculos que los que su ordenador le proveía y que no manifestaba ningún
síntoma aparente. Su familia lo trajo por esta razón, aunque para él no
representaba un problema en especial. Fuera del espacio virtual parecía
igualmente un perfecto autista. Sólo a partir del encuentro conmigo empezó a
dar consistencia a un síntoma que, por otra parte, lo agarró a la vida de otro
modo, lo agarró al Otro del significante y del goce. Él lo situó a partir de un
interés notable por las lenguas, especialmente por las más extrañas y alejadas
de su entorno. Si hasta ese momento solía tratar con sujetos anónimos en la
red, se despertó entonces el interés por encontrar hablantes de esas lenguas en
vivo y en directo, por decirlo así. Se abrió el lugar del Otro a partir de la
extrañeza de la lengua, una extrañeza que hizo para él signo de un goce
distinto. Lo que le llevó a una serie de avatares, valga ahora la palabra, y de
encuentros nada evidentes. Digamos que pudo construir así un síntoma que lo
agarró de otro modo al Otro del lenguaje y del goce. Para él, a diferencia de
lo que pensaba su familia, las cosas no iban en realidad ni mejor ni peor que
antes. Simplemente, ahora era distinto porque quería encontrarse con hablantes
de esa lengua del Otro. Para nosotros no se trata tampoco, en efecto, de una
finalidad terapéutica, sino de seguir las consecuencias del deseo del sujeto
que se escondía detrás de la serie de sus avatares.
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