El
sonido del agua unifica las imágenes, la imagen del cuerpo y el cuerpo de la
imagen coinciden en la unidad del espejo.
La imagen en el río y la imagen en el espejo,
el espejo reemplazando al río, pero seguimos como fantasmas errantes tras la
unidad de la imagen.
José Lezama Lima[1]
I
El tema del próximo ENAPOL* —séptimo de la serie—
nos sumerge de lleno en el vasto océano del registro imaginario. El poder de
penetración de las imágenes se muestra hoy creciente en una realidad que
admitimos cada vez más como una realidad virtual, separada de lo real imposible
de representar. Es una realidad virtual promovida sin duda por los antiguos y
nuevos medios, desde la Televisión hasta Internet, a través de una
fetichización de la imagen exterior del cuerpo que bien podemos decir que se ha
alzado como un nuevo objeto en el cenit del universo social. Es una realidad
virtual promovida también por la multiplicación de las imágenes del interior
del cuerpo, cada vez más extendidas con las nuevas tecnologías de resonancia
magnética y neuroimagen. La unidad de la imagen exterior del cuerpo se
fragmenta así desde el interior cuando se dobla como un guante mostrando su
reverso de cuerpo despedazado. La endoscopía del cuerpo que en otra época
formaba parte sólo del delirio o del sueño es hoy una realidad al alcance de la
mirada que se localiza en cada parte del organismo, borrando los límites entre
su interior y su exterior.
El poder de la imagen como Gestalt unificadora
revela así su reverso en un despedazamiento del cuerpo tan virtual como
minucioso.
II
Los analistas escuchamos un amplio abanico de
testimonios de esta reversibilidad de la imagen vinculada al despedazamiento y
multiplicación de la unidad imaginaria del cuerpo. La primera imagen del feto
observada con perplejidad por la mujer que lo porta en su interior, la angustia
del adolescente que encuentra la imagen de su cuerpo difundida por las redes
sociales después de una primera experiencia de sexo virtual, la compulsión
sintomática de otro haciéndola circular por esas mismas redes, la joven
anoréxica que debe volver cada día al mismo espejo del gimnasio para buscar en
él la única medida posible de su compulsión a comer la nada del objeto oral que
la carcome… La imagen revela así su múltiple poder de captación del goce del
cuerpo, tanto en el sufrimiento del síntoma como en el placer del fantasma.
Los efectos del poder de la imagen se hacen
sentir así en la clínica: causa de fascinación o de rechazo, de placer o de
angustia, de erotización o de mortificación, imagen pública o de privada
intimidad, difundida masivamente como un tótem o preservada en la singularidad
única del fetiche, portadora de la tensión agresiva hasta su fraccionamiento o
de la unidad perdida en la alienación del Yo a la imagen del otro especular. En
cada caso, el imperio de las imágenes no puede reducirse en el ser que habla a
los efectos miméticos o de camuflaje que encontramos en el reino animal y que
funcionan en él de modo unívoco, sin la mediación del lenguaje y sus
equívocos.
La captura que la imagen produce en el orden de
la Naturaleza fue muy bien estudiada por Roger Caillois para distinguirla del
poder que despliega en el ser humano. Su libro Medusa y Cia es una referencia
lacaniana del mayor interés para este tema. Allí podemos leer: “En el hombre la
imaginación reemplaza al instinto, la ficción a la conducta, el terror
proyectado por una oscura fantasía, al desencadenamiento automático, fatal, de
un reflejo implacable”[2].
La imagen condensa así lo imaginario de la forma
y la ficción de la verdad vehiculizada por el lenguaje en una sola entidad que
Lacan nombró al principio de su enseñanza con un término de tradición
freudiana: la imago, formadora tanto de las identificaciones como de los
objetos de satisfacción para la pulsión que se deshace así de su referencia al
instinto natural. Nada hay de natural en la relación del ser que habla con la
imagen en la que se refleja la opacidad de su goce.
III
Para el ser que habla, el poder de la imagen
tiene pues y en primer lugar efectos de goce sobre el cuerpo. Y ese poder no
reside ya por entero en la propia imagen. La imagen vela siempre su poder en un
enigma —(enigma en español es anagrama de imagen)—, un enigma que reside en
Otro lugar, en lo simbólico del lenguaje. Si las imágenes tienen un poder efectivo
es entonces en la medida que están anudadas a las significaciones que la cadena
significante introduce en el cuerpo.
Se trata en cada caso de la relación de la imagen
corporal —i(a)— con los significantes del Ideal del Yo —I(A)—, términos que
Lacan distinguió muy pronto en su enseñanza para desbrozar la significación del
narcisismo en la obra freudiana. Esta distinción puede ya encontrarse, aunque
no formulada así, en su famoso texto sobre el “Estadio del espejo” con el que
Lacan hiciera su entrada en el psicoanálisis. En efecto, el poder de la imagen
reside en su “eficacia simbólica”[3], en su relación con los significantes que
conforman en el cuerpo la unidad imaginaria que llamamos Yo. De allí deducimos
una equivalencia que determina el poder de la imagen: “Lo imaginario —como
señalaba Jacques-Alain Miller en la presentación del tema del próximo Xº
Congreso de la AMP— es el cuerpo”[4]. Y el cuerpo, a diferencia del organismo,
está capturado en las redes del lenguaje.
Tal como sugiere la cita del poeta que hemos dado
en exergo, es el sonido de la lengua, de las resonancias semánticas que el
significante introduce en el cuerpo, el que provee la unidad permanente de la
imagen especular, unidad siempre virtual. Esta unidad, fundada desde la imagen
exterior del cuerpo, es a partir de entonces cuerpo de la imagen, imagen corporizada
a partir de la que será percibida cada imagen. “Si es verdad que la percepción
eclipsa la estructura”, entonces toda imagen conduce al sujeto a “olvidar, en
una imagen intuitiva, el análisis que la soporta”[5]. La intuición de la imagen eclipsa así la
estructura simbólica que le da su unidad, su poder y su significación.
En el seno mismo de esta unidad —i(a)— se
encuentra sin embargo el objeto (a) que descompleta cada uno de los efectos de
la imagen. Descompleta su unidad en el punto ciego que la mirada introduce en
el cuadro de la percepción, mirada desde entonces separada del cuerpo.
Descompleta también su poder de sugestión al revelar la causa del deseo que lo
sostiene debajo de las insignias del Ideal del Yo. Descompleta finalmente su
significación al hacer aparecer el sinsentido de toda imagen (i) separada del
objeto que recubre (a). La historia del arte es un buen campo de investigación
de las distintas formas en las que el objeto se separa de su imagen,
parcializando su unidad. La fascinación producida por el tríptico de El jardín
de las delicias de Hyeronimus Bosch, evocada por Lacan en diversas ocasiones,
representa una cúspide de ese sinsentido en la variedad de objetos separados de
la unidad imaginaria del cuerpo.
IV
Si la ciencia empuja por su lado hacia la
parcialización omnivoyeur del cuerpo, el arte, que desde la época clásica había
modelado su imagen exterior con el goce de su sacralización, introdujo también
desde el siglo pasado el reverso despedazado de la imagen del cuerpo con la
abstracción de su unidad.
El estrecho vínculo de esta operación de
reversibilidad con la experiencia de goce del cuerpo ha conocido un episodio
reciente en el Musée d’Orsay, un episodio más paradigmático que escandaloso,
con la performance de una joven artista exponiendo al visitante la intimidad de
su sexo delante del famoso cuadro de Gustave Courbet, El origen del mundo.
Según sus propias palabras, la obra bautizada Espejo del origen “no refleja el
sexo sino el ojo del sexo, el agujero negro” para “mostrar lo que no se ve en
el cuadro original”[6]. Mostrar lo que no se ve, mostrar la
mirada misma como el objeto que sólo aparece como punto ciego de la
representación, es hoy la operación que se revela en lo más íntimo, y en lo más
exterior a la vez, del imperio de las imágenes.
V
“Una imagen vale más que mil palabras”. Se suele
decir la frase olvidando al decirla que hacen falta al menos esas siete
palabras para evocar una significación que ninguna imagen podría mostrar por sí
misma, si esta imagen pudiera alguna vez quedar desligada del lenguaje. Ni mil
imágenes valdrían entonces para decir esa significación, como tampoco para
decir cualquier otra. Hablando propiamente, una imagen no dice nada, oculta más
bien lo indecible que sólo la palabra puede evocar o invocar.
El vasto océano del registro imaginario, con toda
la consistencia que adquiere para el ser que habla en su realidad virtual, se
muestra entonces únicamente delimitado por el horizonte, no menos virtual, que
es el registro simbólico del lenguaje: “el horizonte deshabitado del ser”[7] gustó en llamarlo Lacan.
Una imagen aislada de ese horizonte, aislada de
la red simbólica que la vincula con el propio cuerpo no tiene de hecho ningún
poder de significación. Este poder de significación fue formalizado por Lacan
en su primera enseñanza con el símbolo y la significación del falo, el
significante del deseo del Otro, el significante también que anuda la
significación en una cadena significante.
A partir de este punto, el poder de la imagen es
siempre correlativo de la construcción de un espacio simbólico en el que
irradia su poder de significación. El espacio del sujeto de la fobia
—claustrofobia o agorafobia, espacio fijado en un objeto de evitación imposible
o diseminado en su multiplicación al infinito— nos enseña muchas veces qué le
debe este espacio a la señal enviada por el deseo del Otro para el sujeto. Por
otra parte, el espacio inhabitable del niño autista nos enseña también la
función y el poder de una imagen desligada por completo de la unidad de su
cuerpo, unidad que no puede simbolizarse como ausente para el Otro.
El imperio de las imágenes se revela entonces
como aquel otro “Imperio de los semblantes” que Lacan encontró en los años
setenta en un Japón que anticipaba su extensión a escala global[8].
Nuestro VII Enapol será sin duda la mejor ocasión
para estudiar tanto las leyes que lo rigen como el real sin ley en el que se
funda.
[1] José Lezama Lima, “El reino de la imagen”, Biblioteca Ayacucho, Caracas 1981, p 535.
[2] Roger Caillois, “Medusa & Cia.
Pintura, camuflaje, disfraz y fascinación en la naturaleza y el hombre”. Ed.
Seix Barral, Barcelona 1962.
[3] Jacques Lacan, Écrits, Du Seuil, Paris 1966, p. 95. Lacan retoma aquí el término
de Claude Lévi-Strauss.
[4] Jacques-Alain Miller, “El inconsciente y
el cuerpo hablante”, publicado en la Web de la AMP: Wapol.org.
[5] Jacques-Alain Miller, retomando la
referencia de Lacan, en la nota introductoria de la “Tabla comentada de las
representaciones gráficas” de los Écrits,
Du Seuil, Paris 1966, p. 903.
[6] Declaraciones de Deborah de Robertis al
diario “Le Monde” el 29 de Mayo de 2014.
[7] Jacques Lacan, Écrtis, Du Seuil, Paris 1966, p. 641.
[8] Jacques Lacan, “Lituraterre”, Autres écrits, Du Seuil, Paris 2001, p.
19.
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