Bronzino: Alegoría con Venus y Cupido |
El Segundo Congreso de la EuroFederación de Psicoanálisis, Pipol 6, ha marcado un nuevo giro en la serie iniciada por el programa Pipol. Esta vez el giro se ha hecho especialmente presente en el desplazamiento del tema que se fue produciendo durante el tiempo previo al Congreso: desde “El caso, la institución, y mi experiencia del psicoanálisis”, hacia “Después del Edipo las mujeres se conjugan en futuro”. Gil Caroz fue marcando las escansiones de este desplazamiento de manera tan oportuna como precisa hasta el momento Pipol 6 de este pasado fin de semana.
¿De qué se ha tratado
en realidad en este desplazamiento y en estas escansiones? De varios registros,
y muy especialmente del lugar que la propia experiencia analítica ha tenido y
sigue teniendo en la posición de cada analista, en el uso que éste hace de la
transferencia en cada análisis que conduce, también en el modo en que sitúa los
efectos que cada caso produce en él. Pero, tal como señaló Jacques-Alain Miller
en una de las sesiones plenarias, tenemos razones para preguntarnos “qué
diferencia esta manera de exponer el propio análisis en provecho de un caso, de
lo que se practica en el psicoanálisis bajo el nombre de contra-transferencia”.
La contra-transferencia, —esa “impropiedad conceptual” al decir de Jacques
Lacan en “La dirección de la cura…”—, es en efecto el modo en que el analista
queda empantanado en la experiencia con la reciprocidad de los afectos, de las
pasiones y de los caprichos del Yo, de sus prejuicios en definitiva, todo ello
en una dimisión del deseo del analista, deseo que va precisamente a
contracorriente de esta inercia, deseo que se supone que ha podido atravesar
los velos recíprocos de los afectos. Es el riesgo que corre cada vez que el
analista habla como sujeto de una experiencia en la que nunca está como sujeto
sino en función de objeto. Para hacerlo sólo tiene una salida que es en
realidad una entrada indicada en la continuación del comentario citado por
Jacques-Alain Miller: “para alcanzar lo real, el analista debe ir hasta el
fondo en el registro de la estructura, no en el sentido de sus caprichos”.
El registro de la
estructura no es otro que el deseo mismo puesto en acto como interpretación. Y
de esta puesta en acto no hay sujeto previo ni posterior que pueda decir “Yo”,
sólo sus efectos en un sujeto que no puede situarse ya de manera recíproca al Otro
en la transferencia. Es lo que Lacan pudo deducir al afirmar: “no hay
transferencia de la transferencia”, del mismo modo que no hay “lo verdadero
acerca de lo verdadero” (ver su “Reseña de enseñanza” de “El acto psicoanalítico”).
Lo que podría dejar al analista en una posición más bien incómoda, o también a
veces de buscada y beneficiosa ambigüedad, si no fuera porque él mismo debe
haber hecho la experiencia de los engaños del amor de transferencia, en lo que
muy bien debemos situar como un uso de la transferencia después del Edipo. Es
decir, un uso del amor de transferencia que no dependa del Nombre del Padre
como supuesto Otro del Otro, principio de la impropiedad conceptual de la
contra-transferencia. Este nuevo uso lo sitúa —la observación volvió varias
veces en el transcurso del Congreso— en una posición más bien femenina.
¿Pero no es eso
también lo que descubrimos, como una carta demasiado a la vista de todos, en la
preciosa portada del Seminario VI de Jacques Lacan sobre “El deseo y su
interpretación”? El famoso cuadro del Bronzino (Agnolo di Cosimo), titulado a
veces “El triunfo de Venus”, a veces “Alegoría del amor y del tiempo”, sigue
guardando ese enigma, entre incómodo y ambiguo, de la posición femenina en el
amor. Y lo sigue guardando a pesar de —o
más bien, como señaló el propio Jacques-Alain Miller, precisamente por— ilustrar el desvelamiento mismo de
la interpretación. El biógrafo del Bronzino lo describe del siguiente modo: “Ha hecho una pintura de singular belleza que ha sido enviada al rey Francisco
de Francia; en ella se ve a Venus desnuda con Cupido besándola; y en el otro
lado el Placer y el Juego con varios Amores; en el otro, el Fraude, los Celos y
otras pasiones del Amor". Cada personaje del cuadro,
máscaras incluidas, muestra algún rasgo de equívoca ambigüedad sabiamente
dosificado por el pintor: el propio Cupido con su cuerpo entre masculino y
femenino, evocando a la vez un incesto con su madre Venus. O el gesto de cada
uno a escondidas del otro: Cupido intentando quitarle la diadema a Venus, Venus
la flecha del amor —o del odio— a Cupido. Y así con cada una de las otras
figuras, tal como van desfilando en el precioso comentario que Erwin Panofsky
hizo del cuadro.
En el
juego de judo que el amor mantiene con el goce, donde no hay ya reciprocidad
posible del sujeto con el Otro, es la interpretaci ón, encarnada en el cuadro por el
gesto del Tiempo manteniendo el velo levantado sobre la escena, la que decide el
lugar del objeto en la estructura. Y es un lugar siempre marcado por la
posición femenina, tan Otra para sí misma como imposible de hacerse recíproca
para nadie.
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