El título propuesto* me ha evocado de inmediato aquel otro ocaso, conocido por haber dado título al texto que Freud escribiera hace ahora casi noventa años, “El ocaso —Der Untergang, en alemán— del Complejo de Edipo”. ¿Tendrá algo que ver este ocaso del universo del Edipo con el que sugiere nuestro título en el universo de la psiquiatría?
Se trataba en el texto freudiano del declive del nudo de relaciones organizadas por la función simbólica del padre y de su substitución por una nueva instancia que actuará a partir de entonces como heredero de aquella organización. El heredero es el superyó que, con sus prohibiciones e imperativos, ordenará el goce del sujeto, en los diversos sentidos que tiene la palabra “ordenar”, de organizar y de imponer. El ocaso del Complejo de Edipo detectado por Freud en la primera infancia del niño no indicaba sin embargo un “más allá” de su organización sino más bien su propia pervivencia en el peso de una herencia que, por otra parte, queda siempre por determinar. Conocemos al heredero del Complejo de Edipo, el famoso superyó y sus imperativos de goce, pero no necesariamente la naturaleza y el peso de la herencia que éste recibe y que deberá ordenar.
Se trataba en el texto freudiano del declive del nudo de relaciones organizadas por la función simbólica del padre y de su substitución por una nueva instancia que actuará a partir de entonces como heredero de aquella organización. El heredero es el superyó que, con sus prohibiciones e imperativos, ordenará el goce del sujeto, en los diversos sentidos que tiene la palabra “ordenar”, de organizar y de imponer. El ocaso del Complejo de Edipo detectado por Freud en la primera infancia del niño no indicaba sin embargo un “más allá” de su organización sino más bien su propia pervivencia en el peso de una herencia que, por otra parte, queda siempre por determinar. Conocemos al heredero del Complejo de Edipo, el famoso superyó y sus imperativos de goce, pero no necesariamente la naturaleza y el peso de la herencia que éste recibe y que deberá ordenar.
Si quisiéramos seguir el paralelismo entre
los ocasos, podríamos decir que la psiquiatría parece hoy destinada a
desaparecer bajo el peso de una herencia que ella misma no puede llegar a
determinar de manera clara y precisa. Poco queda de aquella psiquiatría del
siglo XIX que ordenó las grandes entidades clínicas, poco queda de la que
contribuyó en la primera mitad del siglo XX a cierta función civilizadora
señalada en su momento por Jacques Lacan[1],
y de cuya clínica el psicoanálisis fue también de otra manera el heredero.
El siglo XXI ha determinado ya la disolución
de la psiquiatría y de su práctica como especialidad médica en el caldo heterogéneo
de las llamadas neurociencias. Es el objetivo claramente manifestado por las
instancias ordenadoras de la disciplina bajo la hegemonía del paradigma
biomédico más reduccionista: dejar de lado las descripciones clínicas cada vez
más ambiguas para fiarse únicamente de los marcadores biológicos, signos
objetivos del trastorno en el cerebro y el sistema nervioso. La integración de
la psiquiatría en la biomedicina y en las neurociencias va a la par de la
progresiva reducción de la figura del psiquiatra a la de un “gestor de la salud
mental” cuyo objetivo explícito es no tener que depender ya del testimonio
siempre impreciso de la palabra del sujeto sino partir de los únicos datos
objetivos que la tecnociencia de la neuroimagen y de los marcadores biológicos ofrecen
al observador de manera aparentemente más eficaz.
Las reacciones no se han hecho esperar para
declarar extinta a la propia psiquiatría, desde la llamada postpsiquiatría,
pasando por los redactores del manual diagnóstico del DSM, hasta los
epistemólogos más reconocidos como Germán Berrios, de la Escuela
Psicopatológica de Cambridge, que pone el énfasis en el “daño irreparable” que la llamada
“psiquiatría basada en el evidencia” ha causado a la práctica clínica en el
mundo “desarrollado”.
Así se va produciendo, como ha puesto de
relieve recientemente Eric Laurent en su texto “Fin de una época”[2],
un desplazamiento del sistema diagnóstico representado hasta ahora por el DSM
hacia la nueva categorización impulsada desde los propios Estados Unidos por el
National Institute of Mental Health con
el Research Domain Criteria (RDoC),
el nuevo sistema diagnóstico en construcción que tiene como objetivo establecer
la cartografía, el mapping, de cada trastorno
a partir de los datos objetivos proporcionados por las técnicas de neuroimagen
y a partir de los marcadores biológicos.
En esta nueva perspectiva, la función del
diagnóstico llevará más allá la tarea reduccionista que el propio DSM había
iniciado, nombrando disfunciones neurológicas en lugar de cuadros clínicos. El
ideal será poder diagnosticar y tratar el trastorno sin necesidad de
intercambiar una sola palabra con el paciente.
El ocaso de la psiquiatría como práctica
clínica va entonces a la par de la elevación de un nuevo objeto en el cénit del
firmamento cientificista, el objeto cerebro. El objeto del tratamiento es el
así llamado “conectoma”, el objeto definido a imagen y semejanza del genoma
como el mapa exhaustivo de las conexiones neuronales del cerebro. De la
estadística del trastorno, base de la operación del DSM, se pasa así a la
cartografía promovida por el sistema RDoC, al mapping cerebral de las funciones cognitivas en un nuevo uso del
número y de la medición. La medición, como señala Germán Berrios, consiste
ahora en “mapear en números las características de objetos o procesos para que
los cálculos posteriores de dichos números puedan brindar información sobre los
objetos mismos”[3]. El
elemento irreductible que queda fuera de esta cartografía siguen siendo los
llamados qualia, es decir la
semántica de dichos objetos, aquello precisamente que los convierte en
singulares en la experiencia que cada sujeto tiene de ellos. Las escalas de
evaluación se convierten entonces en sustitutos numéricos de los síntomas en la
creencia de que su experiencia semántica no forma ya parte de la naturaleza del
síntoma.
Pero en esta operación lo que queda
obliterado no es sólo el sujeto de la palabra sino el propio objeto “mental” que
la clínica había abordado hasta ahora desde diferentes perspectivas. Porque,
¿qué es en realidad un mapa sino una serie de fronteras y de significantes que
definen y ordenan lugares y los pasajes que pueden hacerse entre ellos? Sin la
introducción de esta operación simbólica en lo real no hay objeto posible de la
experiencia ni de la propia observación. El mapping
es hoy así el fundamento de toda la operación de las neurociencias, —como lo es
también por ejemplo en el modelo propuesto por Antonio Damasio—, una operación
y un modelo que deja siempre supuesto el lugar de un mapeador, de un cartógrafo
que es tan interior como exterior al objeto neuronal considerado. En este
punto, las propias neurociencias en las que se intenta absorber la extinta
psiquiatría son de hecho un mapping
de las funciones biológicas del nuevo objeto percibido como instrumento de las
funciones subjetivas, percibido a su vez por las funciones biológicas de otro
objeto.
Dicho de otra manera y en los términos que
Lacan utilizaba en su Seminario XXIII de 1975 en su crítica al naciente
cognitivismo de Noam Chomsky: “Ya no se cree en el objeto como tal, y es por
esto que niego que el objeto pueda ser captado por ningún órgano. Ya que el
órgano mismo es percibido como un instrumento. Y al ser percibido como un instrumento,
como un instrumento separado, es, por esta razón, concebido como un objeto”. La
idea según la cual la causalidad y el sentido del síntoma podrían ser captados
en una cartografía, en un mapping,
del objeto cerebro es de hecho tan delirante como suponer que podemos
interpretar el sentido de un cuadro, como “Las señoritas de Avinyó” de Pablo Picasso
por ejemplo, a partir del análisis molecular de los pigmentos de su pintura y
del lienzo que le hace de soporte. Es esta reducción cientificista la que Lacan
define de manera simple con esta operación: “El objeto mismo no es abordado más
que por un objeto”.
En esta operación, el objeto desaparece al
considerarse totalmente prescindible la dimensión del lenguaje y de la palabra
que le dan su lugar. Como decía un investigador puntero en la alianza entre la
psiquiatría, las neurociencias y la cibernética, Kevin Warwick, en su reciente
paso por Barcelona: “Si lo comparamos con la transmisión instantánea y precisa
de la red neuronal, el lenguaje se muestra como un código demasiado ambiguo e
impreciso… Y hablar, ¡qué manera tan lenta y primitiva de emisión y recepción
de las ondas sonoras!” El lenguaje se ha convertido para el nuevo modelo en un
obstáculo, en una suerte de enfermedad, en un virus intrusivo que parasita el
cuerpo biológico y lo convierte igualmente en un trastorno de lo real. De
hecho, no es una concepción tan alejada de la que Lacan pudo tener al final de
su enseñanza cuando sostenía que finalmente “la palabra es un parásito, que la
palabra es una lámina incrustada [en el cuerpo], que la palabra es la forma de
cáncer que aflige al ser humano”[4],
Después del ocaso de la psiquiatría, en los
impasses clínicos a los que seguirá llevando el imperativo de la evaluación
numérica, aparece pues más patente todavía un nuevo objeto como herencia imposible
de cartografiar, una herencia que es, sin embargo, la causa misma de toda cartografía :
el lenguaje como un trastorno de lo real. El lenguaje, como lo biológico desde
que se hizo la pregunta todavía sin respuesta de “¿Qué es la vida?”, es hoy el
trastorno de lo real por excelencia, el trastorno donde el psicoanálisis
escucha la singularidad del síntoma de cada sujeto.
Y es en el amplio margen abierto por el
lenguaje en lo real, por el abismo abierto en sus nuevas cartografías, donde por
nuestra parte debemos seguir aprendiendo a escuchar las formas de goce
singulares de cada sujeto.
* Intervención en sesión plenaria del Segundo Congreso Europeo de Psicoanálisis PIPOL 6, Bruselas, 7 de Julio de 2013.
[1] Ver su referencia a la figura de Henri Ey en el
"Discurso de clausura de las
jornadas sobre psicosis infantil", en Psicosis
infantil, varios autores, págs. 150-161, Editorial Paidós, Buenos Aires,
Argentina, 1976.
[2] Eric Laurent, “Fin
d’une époque”, Lacan Quotidien, numéro
319, 14 de Mayo de 2013.
[3] Germán E. Berrios,
Hacia una nueva epistemología de la
Psiquiatría, Editorial Polemons, Buenos Aires 2011, p. 293.
[4]
Jacques Lacan, Le Séminaire, Livre XXIII,
Le sinthome, Paris, Seuil, 2005, p. 95.
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