13 d’octubre 2012

Independencia y Trinidad


El nudo, urbano, de La Trinitat en Barcelona 












De repente, parece como si fuesen las palabras las que gobiernan y los gobiernos los que fuesen gobernados por ellas, arrastrados como se encuentran tantas veces por su poder. Las palabras, demasiado rápidas, corren más que los sujetos que las dicen, y mucho más que los políticos que se hacen, como suele decirse, portavoces suyos. Es lo que nos parece que está ocurriendo estos días, por ejemplo, con la palabra: “Independencia”. Dicha y gritada por una multitud en las calles de Barcelona el pasado once de Septiembre —no hacía falta escribirla en ninguna primera pancarta de manifestación para hacerla escuchar—, ha sido después inevitablemente desplazada, a veces hasta silenciada, como un arma que se vuelve contra el que la blandía. El presidente Artur Mas, después de declarar que “todo es posible”, tuvo que transformarla unos días después en una “Interdependencia” tal vez más manejable políticamente, después de que el mismísimo Jordi Pujol la hubiera puesto claramente en solfa: “la independencia es imposible”. Así y todo, cuanto más imposible parece más resuena el eco de su grito en la multitud, desde el majestuoso Passeig  de Gràcia hasta el Camp Nou. Y cuanto más contestada y negada resulta desde el gobierno central español, más consistencia obtiene para ambas partes. Parece entonces que tiene la fuerza de aquellas palabras que resultan más afirmadas cuanto más negadas. Es lo que podemos muy bien calificar como un significante amo, —lo escribimos S1—, el signo que reúne y da consistencia a un grupo, a toda una comunidad, pero que también puede dividirla después para hacer aparecer el reverso de toda identificación: la división del sujeto, su falta de ser —lo escribimos $— que ningún significante ni ningún objeto podrá nunca clausurar. De ahí que la palabra “independencia” tenga hoy tanta fuerza para reunir y dividir a la vez.
Hacía falta sin embargo que alguien, una mujer y con la fuerza que da hacerse portavoz de un millón y medio de personas, la volviera a decir a las claras en las puertas del Parlament de Catalunya. Carme Forcadell, presidenta de la Assemblea Nacional de Catalunya, que había convocado ese mismo día la multitudinaria manifestación, lo decía de este modo al ser recibida por Núria de Gispert, presidenta del Parlament: la independencia es lo que queremos y es lo que deben encomendarle a nuestro presidente como un deseo irrenunciable. ¡Cómo decirle que no! Digamos mejor “estado propio”, matizará unos días después el presidente. De repente, la palabra nos conduce de nuevo a un nudo difícil de manejar y no sabemos ya cómo deshacernos de sus efectos. Carme Forcadell es también quien supo transformar la conocida frase de Jordi Pujol, “es catalán todo aquél que vive y trabaja en Catalunya”, en esta otra: “es catalán quien quiere serlo”, desde un discurso mucho más dúctil todavía a la fragilidad del ser, a su vaciedad inherente. Serlo es ahora quererlo,  sin atributos ni complementos que determinen su condición de ser. Es realmente el deseo ideal, que no haga falta ya pasar por la alienación que supone tener que pedirlo. No hace falta tampoco pasar por la pesada condición de vivir y trabajar… De hecho, es la afirmación contundente del hecho que la vaciedad del ser siempre tiende, necesariamente, a buscar la identidad: $ --> S1, escribámoslo ahora de este modo.
El problema llega cuando alguien no sólo quiere serlo sino que dice que ya lo es, cuando afirma su ser en un “Yo soy” que llena de atributos aquella vaciedad del ser que se manifestaba como pura voluntad, cuando lo llena de condiciones y complementos para hacer con esa voluntad una identidad completa. Entonces el Yo se cree el amo de aquel ser de lenguaje cuando sólo es sirviente suyo. Entonces empiezan los problemas, el día después de la fiesta. De hecho, lo que un análisis cuidadoso viene a descubrirnos es que la independencia del Yo es más una creencia que no un sueño, una creencia tan religiosa como cualquier otra, tan dependiente de los significantes ideales que la gobiernan como de la imagen del otro, de la imagen del otro Yo en la que se alimenta.
Teresa Forcades —sí, a veces el significante tiene estas cosas y vamos desde la Forca-d’ell (la horca de él) a las Forcades (las horconadas)—, la monja benedictina que se hace escuchar con fuerza y precisión en ámbitos muy diversos, había puesto unos días antes un toque de atención que no deberíamos menospreciar en absoluto. Decía así: “la independencia es un proyecto de diversidad” comparable a “la pluralidad de la Trinidad cristiana”. No habría verdadera independencia si no es en un vínculo tan interdependiente como el que implica el nudo de la Trinidad, un nudo que tiene una estructura muy sólida: sólo hace falta que uno cualquiera de los tres se desate para que los otros dos queden también enseguida desatados. Pero desatados no serán independientes, simplemente ya no serán… diversos. Los lectores de Lacan —y Teresa Forcades sostiene que lo es—, conocen muy bien las virtudes de este nudo que forma la unidad trinitaria. Pero ¿cuál sería hoy la trinidad catalana que diría la unidad de su identidad? Un misterio. El padre hace tiempo que está en declive —Jacques Lacan dixit—, el hijo sigue en casa sin encontrar trabajo. ¿Y el Espíritu Santo? ¿El amor tal vez formará el vínculo que falta, entre la España que fue y la Europa que debería llegar?
Siguiendo con los vínculos familiares, tendamos la oreja a otro hecho de lenguaje. Estos días escuchamos un desplazamiento bastante sintomático cuando se habla de los difíciles vínculos entre Catalunya y España. De nuevo las palabras mandan y de la metáfora del matrimonio, cuando uno de los dos consortes pide el divorcio, estamos pasando a la metáfora de los hermanos, cuando uno de los dos revindica más poder que el otro.
Visto así, está claro que nos hará falta una trinidad allí donde la dualidad no sabe cómo arreglárselas. Sí, Europa tal vez…