30 de març 2016

“Freud, misógino contrariado”



















La expresión ha causado cierta extrañeza en algunos. ¡Cómo es posible! ¿Un psicoanalista tachando a Freud, el padre del psicoanálisis, de misógino? ¿Sabrá lo que esta palabra invoca de los más oscuros resentimientos? ¿No está tal vez al tanto de la agria polémica que el tema ha suscitado ya demasiadas veces, desde las filas del feminismo hasta los detractores más acérrimos de su propia disciplina? ¿No conoce el debate que ha tenido lugar, no hace tanto, en el país vecino entre el filósofo académico y la historiadora oficial, el uno para denostar a Freud, la otra para salvarlo de la ignominia? ¿Por quién toma partido entonces?

De hecho, toma partido por Freud, si se lee su obra como conviene a partir de la enseñanza de Jacques Lacan.

Veamos primero el contexto de la expresión que ha sido bien pescada, aunque acortada por la redacción —no por la  periodista— de El País Semanal para el titular de la entrevista en la que el psicoanalista sostiene lo siguiente: “Freud, fruto de su tiempo, era un misógino contrariado, así como hablamos de un zurdo contrariado. A la vez, se dejó enseñar por las mujeres. Le dio la palabra a la mujer reprimida por la época victoriana y planteó la pregunta: ¿qué quiere una mujer? más allá de las convenciones del momento.” Más adelante habla de una “nueva misoginia de la que no se sale tan fácilmente”, una misoginia más sutil que puede recubrirse incluso con la reivindicación justificada de la igualdad de género, una igualdad que puede rechazar sin embargo la alteridad del goce en la que se funda la diferencia de los sexos.

La paradoja está servida: zurdo o diestro, contrariado o no, ¿cómo un misógino puede dejarse enseñar por las mujeres? ¿y para aprender qué? La paradoja es inherente al discurso del psicoanálisis, pero es sobre todo porque se encuentra ya formulada, y por primera vez, en la propia obra freudiana.

Es el Freud de “Análisis finito e infinito” quien habla del “repudio de la feminidad” como la roca dura contra la que choca cada análisis en su final, ya  sea el análisis de un hombre o el de una mujer. Parece sin duda que Freud considera la misoginia como un hecho estructural, como una posición primera de defensa ante el goce, como el límite con el que se confrontará inevitablemente, vaya por el camino que vaya, cada análisis.

En realidad, existe esta premisa en la obra freudiana que salta a la vista desde el principio: todos los hombres son misóginos, todos los hombres rechazan, desprecian y minusvaloran a la mujer a partir del descubrimiento de la diferencia de los sexos, de la castración del Otro para tomar la expresión lacaniana. Todos los hombres rechazan así la feminidad por estructura. Conviene añadir: y también algunas mujeres. No todas, sin embargo.

Rebobinemos entonces el razonamiento a partir de la premisa para seguir el silogismo:

1.     Freud considera a todos los hombres misóginos.
2.     Freud se considera un hombre. (Aunque no del todo, podría añadir el avispado. Y seguramente no le falta razón: cf. su relación con Fliess y el tema de la homosexualidad).
3.     Ergo: Freud mismo se considera misógino.

Pero no del todo, añadimos nosotros.

Y esa fue precisamente la raíz de su descubrimiento del inconsciente, desde el famoso sueño de la inyección de Irma por ejemplo, donde la garganta sufriente de la mujer interrogó su deseo hasta hacerlo despertar. Pero supo despertar un poco más allá del horror de la castración para escribir el texto que ha hecho que ese deseo sea fundador de un nuevo discurso, el discurso del psicoanalista.

Y es en este punto donde Freud se revela como un “misógino contrariado”, un misógino que sabe que rechaza la feminidad allí donde más lo interroga, donde más lo divide a él como sujeto.

Hará falta que Jacques Lacan interprete un tiempo después la paradoja del deseo de Freud para mostrar lo que le debe a la lógica fálica, la lógica misógina por excelencia, la lógica que quiere que “un vaso sea un vaso, una mujer una mujer”, y no Otra cosa.

* * *

Para apoyar nuestro razonamiento, vendrán bien aquí dos referencias de Jacques Lacan al respecto.

La primera se encuentra en su Seminario 4, La relación de objeto, el 6 de  Marzo de 1957: “En algunos momentos Freud adopta en sus escritos un tono singularmente misógino, para quejarse amargamente de la gran dificultad que supone, al menos en determinados sujetos femeninos, sacarlos de una especie de moral, dice, de estar por casa, acompañada de exigencias muy imperiosas en cuanto a las satisfacciones a obtener, por ejemplo, del propio análisis.”[1] Señalemos, sin embargo, que Lacan sitúa este rasgo misógino de Freud en un lugar muy distinto del lugar en el que lo suelen encontrar, falsa evidencia, sus detractores menos lúcidos. No lo encuentra en sus juicios sobre la supuesta inferioridad de la mujer con respecto al hombre sino en su dificultad para soportar la exigencia de una satisfacción que la mujer espera del Otro, una suerte de fijación libidinal al objeto distinto del objeto de amor. Y parece cierto, Freud soportaba mal esta exigencia de satisfacción inmediata en la transferencia de las mujeres en análisis.

La segunda referencia sitúa curiosamente este rasgo misógino de Freud del lado de una lucidez a la hora de escuchar las resonancias del significante en relación a los ideales femeninos de su época. Se trata del comentario sobre el análisis del caso Schreber y se encuentra en el texto de 1958, De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis: “[…] el campo de los seres que no saben lo que dicen, de los seres de vacuidad, tales como esos pájaros tocados por el milagro, esos pájaros parlantes, esos vestíbulos del cielo (Vorhöfe des Himmels), en los que la misoginia de Freud detectó al primer vistazo las ocas blancas que eran las muchachas en los ideales de su época, para verlo confirmado por los nombres propios que el sujeto más lejos les da.”[2]

El párrafo, como siempre en Lacan, merecería un buen y denso trabajo de lectura siguiendo la referencia a las ocas blancas, a los pajaritos saltarines de cabeza hueca que charlan sin parar y sin saber lo que dicen, pero que “parecen estar dotados de una sensibilidad natural para la homofonía”[3], para los juegos de palabras. Son las voces que el delirio de Schreber atribuye a los pajaritos, a cuyas almas dará más adelante nombres femeninos, en una operación de lenguaje, entre el humor y la poesía, nada ajena a su propio proceso de conversión en la mujer de Dios, esa mujer que falta a todos los hombres. Estos pajaritos son seres vacuos pero también milagrosos desde el momento en que nos permiten descubrir, como hizo el propio Presidente Schreber en su delirio, las relaciones significantes más poéticas. Para Freud “al leer esta descripción no podemos menos de pensar que con ella se alude a las muchachitas adolescentes, a las cuales se suele calificar, sin la menor galantería, de pasitas o atribuir cabecitas de pájaro y de las que se afirma que sólo deben repetir lo que a otros oyen, descubriendo además su incultura con el empleo equivocado de palabras extranjeras homófonas”[4]. Misoginia fruto de la época, decíamos nosotros. Pues bien, es este rasgo misógino —tan sutil por otra parte— el que, según Lacan, le permitió a Freud detectar enseguida el vínculo entre los ideales de su época, la degradación del objeto femenino, el goce sexual y su relación con la estructura del lenguaje. Nada más y nada menos.

¿Es que habría que ser entonces siempre un poco misógino para atravesar los ideales que cada época promueve sobre la feminidad, sea la época que sea, y adentrarse en aquella zona del goce que el lenguaje no puede simbolizar, sólo evocar con las resonancias del juego del significante?

El psicoanálisis, el lacaniano al menos, encuentra en este rasgo razones para aprender algo de la hoy llamada “feminización del mundo”.



[1] Jacques Lacan, Seminario 4: La relación de objeto, Paidós, Buenos Aires 1994, p. 206.
[2] Jacques Lacan, Escritos, Ed. Siglo XXI, México 1984, p. 543.
[3] D. P. Schreber, Memorias de un Neurópata, Ediciones Petrel, Buenos Aires 1978, p. 210-211.
[4] El comentario de Freud se encuentra en “Observaciones psicoanalíticas sobre un caso de paranoia autobiográficamente descrito”, Obras Completas, tomo IV, Biblioteca Nueva, Madrid 1972, p. 1502-1503.

19 de març 2016

La voz como objeto

Claude Debussy


















Presentación de “Incidencias del objeto voz en la clínica psicoanalítica”, una tesis de Ruth Liliana Gorenberg
  

Un sonido brillante, un color chillón… Basta detenerse un poco en estas expresiones de la lengua —sinestesias, incluso metáforas calcinadas que ya no escuchamos ni vemos como tales—, para entender que el objeto de la voz y el objeto de la mirada le deben buena parte de su naturaleza al significante y a sus operaciones en la estructura del lenguaje. Y que pueden entonces cruzarse y substituirse recíprocamente, hasta llegar a ver un sonido o a escuchar un color, hasta poder percibir un ruido que mira o una imagen que suena. La clínica clásica de las alucinaciones, de la que el lector encontrará un excelente análisis en varios pasajes de este libro, nos muestra muchos ejemplos de esta operación que sólo puede descifrarse a partir de dos axiomas lacanianos: la alucinación es un hecho de lenguaje, la percepción está estructurada por lo simbólico en el ser que habla. Entonces, el objeto de la percepción no es ya un dato de la realidad, dado de entrada, sino una sutil formación estructurada como un lenguaje que no se distingue de la propia estructura subjetiva, de aquello que la clínica analítica localiza como el fantasma. Ya no será entonces tan apropiado hablar del “objeto de la voz” y del “objeto de la mirada” como fenómenos puramente perceptivos sino más bien de la voz y de la mirada como objetos de la pulsión atrapados en las redes del lenguaje, fijados en la estructura del fantasma de un modo tan singular para cada sujeto como singular es su experiencia de goce y de sentido de esos objetos.
El objeto voz tiene sin embargo una particularidad con respecto al objeto mirada que el arte de Marcel Duchamp supo indicar con un preciosa fórmula: “Se puede mirar ver. ¿Acaso se puede escuchar oír?” La reversibilidad del objeto mirada parece resistirse en el caso del objeto voz de una manera que escapa a esta duplicación o elevación a la segunda potencia propia del registro de lo imaginario. Sólo en la suspensión de un silencio tácito, un silencio que sería idéntico a su propio decir, un silencio que diría el hecho mismo de escuchar, podríamos intentar localizar este punto imposible en el que alguien escucharía oír. Algo así sucede a veces en la intimidad de la experiencia analítica, donde el diván hurta al sujeto la posibilidad de reintroducir su discurso en el espacio imaginario de la mirada del otro, cuando un silencio llega a ser tan o más elocuente que una largo discurso efectivamente dicho. ¿No es entonces, en el silencio del analista, cuando casi parece que se podría escuchar oír —¿o bien oír escuchar?— al Otro en su discurso? Allí se hace presente un real de la lengua que implica la imposibilidad de la reciprocidad o de la duplicación imaginaria que solemos evocar con la fórmula de Lacan: no hay Otro del Otro. No hay, en efecto, Otro del Otro que pueda escuchar que se escucha, ni oír que se oye… En este punto de imposibilidad de representación del acto de escuchar, de representarse también al Otro y a uno mismo en el acto de escuchar, aparece sin embargo una presencia irreductible, una presencia que toma la consistencia de un objeto, ese objeto que la enseñanza de Jacques Lacan formalizó con su famoso objeto a.
La voz como objeto revela entonces su naturaleza más escondida, la de una presencia silenciosa que atraviesa significantes y lenguas diversas, momentos cruciales en la vida del sujeto que han quedado marcados por una experiencia de satisfacción pulsional, ya sea de placer o de displacer, una experiencia de goce en todo caso que hace del objeto a el ombligo alrededor del cual se ordenan las significaciones más o menos ruidosas de esa vida. En cada uno de sus nudos, este objeto a sigue permaneciendo silencioso como el ombligo más real de la realidad, como la misma razón de su consistencia.
Es ahí también donde la fonética —el estudio de los sonidos físicos del discurso— se distingue necesariamente del fonema —la unidad fonológica mínima en cada lengua— en el que ese discurso articula sus significaciones.
Este es precisamente el punto de partida, tanto lógico como expositivo, de la excelente tesis de nuestra colega Ruth Gorenberg que el lector tiene en sus manos y que tenemos el gusto de presentarle gracias a su amable invitación. Es una investigación, tan minuciosa como amena, del recorrido del objeto voz en la enseñanza de Jacques Lacan, de su incidencia en la clínica psicoanalítica siguiendo la paciente construcción de su consistencia lógica. Y es también una enseñanza, en el sentido que este término tiene en el Campo Freudiano más allá de su significación en el discurso universitario: no se trata sólo de la elaboración de un saber sobre su objeto, se trata de la experiencia misma de ese objeto para extraer de ella un saber siempre inédito. Y ello siguiendo las huellas de la experiencia clínica, desde la de los clásicos de la psiquiatría hasta la clínica más elaborada de los testimonios que en las Escuelas de la Asociación Mundial de Psicoanálisis llamamos “clínica del pase”, donde estos testimonios obtienen el más alto grado de densidad subjetiva.
El lector atento sabrá escuchar así en este recorrido las distintas modulaciones que el objeto voz tiene en la enseñanza de Lacan, hasta encontrar aquel “acorde resolutivo” que él mismo evocó muy pronto (cf. su texto “Intervención sobre la transferencia”, en la página 204 de los Escritos) como la anticipación de la melodía en la “frase musical” de la transferencia, la que mueve y agita a cada sujeto en su relación con el inconsciente y en su relación con el saber del psicoanálisis.
Una vez allí, seguirá siendo cierta aquella sentencia de Claude Debussy que vale tanto para la experiencia musical como para la definición de la propia transferencia: “Es el espacio entre las notas lo que define la música”.
Es a recorrer este espacio que las páginas que siguen convocan al lector.





26 de febrer 2016

Le corps parlant et ses états d'urgence


En chemin vers le Xe Congrès de l’AMP qui aura lieu à Rio de Janeiro, au mois d’avril prochain, sur « Le corps parlant. Sur l’inconscient au XXIe siècle », la soirée spéciale de l’AMP ce lundi 1er février a pris un versant d’actualité pour traiter ce sujet*. Cette actualité marque à nouveau la temporalité de nos Écoles. Les événements des derniers mois à Paris, difficiles pour tous mais particulièrement pour nos collègues français, ainsi que les situations de violence générée dans d’autres lieux, nous amènent à une réflexion sur les situations d’urgence subjective produites par l’irruption d’un réel dont nous sommes encore loin de voir toutes les conséquences.
Ce que nous désignons, à partir de l’enseignement de Lacan, par le corps parlant vit en réalité en permanent « état d’urgence » par le fait qu’il est habité par la pulsion, cette exigence immédiate de satisfaction. Que se passe-t-il quand cette exigence se fait présente depuis l’extérieur, dans la rupture même des liens sociaux, comme pure pulsion de mort, et toujours sous une forme distincte pour chaque sujet ? Les états d’urgence prennent dans chaque cas des modes singuliers de réponse qui échappent à toute explication sociologique.
Les collègues, membres du Conseil de l’AMP qui vivent dans des villes diverses de nos Écoles, ont traité cette question dans la soirée avec le tact et la fine sagesse qu’on peut tirer de l’enseignement de Lacan. Un même fil a traversé ces élaborations, celui du temps logique qui marque toujours la réponse du sujet de l’inconscient au réel impossible à symboliser. Et cela dans l’articulation de deux dimensions temporelles.
Il y a d’une part le temps du langage, un temps qui se pose comme éternel dans la mesure où on peut toujours ajouter un signifiant à un autre signifiant dans un glissement infini de la signification. Cela a été de toujours – c’est le cas de le dire – le temps de la religion, du sens même qui dans l’imaginaire pose cette infinitude comme inhérente au temps. Le paradoxe c’est qu’aujourd’hui c’est la techno-science même qui promeut déjà cette éternité en prenant la relève de l’Autre du langage dans une course d’Achille poursuivant sa tortue. En fait, on croit à l’éternité plus que ce qu’on croit. Le sujet du langage, le sujet de la chaîne signifiante se pose comme éternel, tel que le fantasme obsessionnel le fait entendre jusqu’à éprouver la torture d’assister à sa propre mort. C’est ce sujet éternel du signifiant dont un Sade voulait effacer toute trace de la surface de la terre.
D’autre part, l’expérience d’avoir un corps parlant implique l’expérience d’une limite temporelle, et cela toujours comme une urgence subjective. Dans la mesure où le corps est un corps parlant, affecté de la jouissance, de la pulsion justement appelée par Freud « pulsion de mort », il est mortel.
Entre ces deux dimensions, le destin du corps parlant est joué dans ses états d’urgence. Dans cette perspective, le temps logique déployé par Lacan au commencement de son enseignement, – ce temps marqué par l’instant du regard, le temps pour comprendre et le moment de conclure – implique toujours, en effet, un sophisme, c’est à dire un raisonnement logique qui inclut une certaine tromperie. Il se pose comme un temps qui se développe à partir de la structure du langage dans les rails du signifiant mais il y a dans son train un voyageur secret : la pulsion même qui habite dans l’instant du regard et qui fait sa boucle autour d’un objet qui est le regard même. Le regard comme objet pulsionnel introduit un court-circuit dans le temps logique, un court-circuit dans le temps pour comprendre, qui précipite le sujet dans l’acte dans la hâte, dans l’urgence. On ne peut pas résoudre la conclusion de l’acte dans le temps logique sans faire entrer la pulsion dans son train. C’est par cette raison qu’il s’agit finalement d’un sophisme dans ce temps logique qui n’échappe pas à la double dimension temporelle du temps infini du langage et du temps cyclique de la pulsion. C’est la pulsion en fait qui précipite le sujet dans son acte.
Dans cette conjoncture, il y a un paradoxe qui fait notre actualité : plus on promeut l’éternité pour sujet, plus on le pousse à l’urgence subjective ; plus on déplace le sujet dans la chaîne infinie du signifiant, plus on obtient son angoisse comme signe d’un réel, plus on trouve un sujet hyperactif, un sujet poussé à l’acte.
Le sujet de notre temps vit donc entre la métonymie infinie induite par le langage et l’expérience du corps limité par la pulsion de mort et son exigence de satisfaction immédiate. En fait, c’est le temps qui nous impose la techno-science avec ses gadgets, du portable à Internet : on est toujours poussé ailleurs, on est toujours ailleurs que là où est notre corps parlant. Le temps pulsionnel introduit ce court-circuit dans le temps du langage, il y fait irruption d’une façon qui arrive même à l’angoisse. On connaît déjà les effets divers d’addiction, de jouissance dans ce déplacement infini qui pousse le sujet à l’urgence de l’acte.
Le corps parlant est ce nouage même entre le corps et lalangue que nous désignons aussi avec le concept de pulsion. La pulsion est toujours l’expérience d’une urgence subjective par rapport au temps infini du langage. Du côté de la pulsion, comme on le verra dans les exposés de cette soirée, on est toujours trop en retard ou bien trop en avance.
Ce « trop » qui habite le corps parlant est ce qui se fait présent dans toute expérience traumatique qui motive l’urgence subjective.
Dans cette perspective, notre collègue Oscar Zack, de Buenos Aires, fait une subtile reconsidération du temps logique où l’urgence subjective devient le signe d’un réel impossible à supporter mais aussi le facteur nécessaire pour arriver au moment de conclure dans ce temps. C’est en fait la remarque qu’on peut déjà trouver chez Lacan dans son discours de Rome de 1953 : «  Rien de créé qui n’apparaisse dans l’urgence, rien dans l’urgence qui n’engendre son dépassement dans la parole. » L’urgence subjective est la condition de toute création effective. En même temps, la parole, le temps du langage, sont la condition de toute création pour dépasser cette urgence. Dans cette articulation entre les deux temps, il n’y a jamais de rencontre prévisible, il n’y a que la pure contingence.
Juan Fernando Pérez, de Medellín, reprend à nouveau le temps logique comme temps de l’angoisse : entre la menace qui suspend l’acte face à la figure de l’Autre méchant et le combat qui le transforme en ennemi. Et il souligne deux réponses possibles qu’il a rencontrées dans la clinique des états d’urgence : l’insomnie, une sorte de « procrastination circulaire », et l’état d’alerte généralisée qui précipite la fuite, la hâte, devant un signe quelconque de danger. L’état d’urgence prend sa place donc entre procrastination et hâte sans pouvoir rencontrer le kairós aristotélicien, le moment opportun de l’acte. Dans cette conjoncture de l’impossible, il nous propose la subtilité d’un « style tardif » qui habiterait l’acte de création.
De son côté, Marcus André Vieira, directeur du prochain Congrès de l’AMP à Rio de Janeiro, introduit l’instance du surmoi et de l’angoisse dans l’urgence subjective. Notre paradigme pour traiter l’urgence est l’angoisse qu’il faut faire dé-consister à rebours du surmoi, cette voix qui regarde le sujet en lui imposant une jouissance. Il introduit un nouvel élément dans la logique temporelle de l’urgence, c’est la « résonance asémantique » de la voix dans le corps parlant, instance de lalangue hors sens, partie non signifiante de la voix, croisement entre signifiant et jouissance, qui n’a pas un objet prédéterminé mais qui introduit le temps de la contingence. Un savoir faire, donc, avec la contingence pour faire face à l’urgence du surmoi.
Patricia Bosquin Caroz, enfin, nous fait part d’une expérience décidément subjective en deux temps à partir des deux événements tragiques qui ont secoué la ville de Paris les derniers mois : celui des attentats du 7 et 9 janvier 2015 à Charlie Hebdo et l’Hyper Cacher, et celui des attentats du 13 novembre. Il y a eu, en effet, deux réponses différentes à chaque événement, une identification massive au signifiant maître et la bascule du groupe formé comme réponse à l’irruption d’un réel entre un silence imposé et un silence voulu, entre le silence imposé par la terreur et un silence parlant qui s’est fait présent aussi dans le rues de la ville. Il y a donc un temps de silence nécessaire au temps pour comprendre dans un deuil.
Enfin, si on peut conclure dans une formule pour scander ce nouveau temps logique qui marque le temps de l’urgence subjective de notre temps, on peut prendre la formule lancée par Éric Laurent dans un débat riche en nuances : « Finie l’éternité ! »

*9 Février 2016, dans l’après-coup de la soirée préparatoire au congrès de l’AMP, qui s’est tenue au local de l’ECF le 1er février 2016. Texte publié dans L'Hebdo-Blog nº 61.

24 de febrer 2016

La protesta viril, Antígona y Alfred Adler

Charles JalabertEdipo y Antígona



















Flash para la XVI Conversación Clínica del Instituto del Campo Freudiano
Barcelona, 5 de Marzo de 2016

Creonte al Corifeo:

«Esta (Antígona) conocía perfectamente que estaba obrando con insolencia, al transgredir las leyes establecidas, y aquí, después de haberlo hecho, da muestras de una segunda insolencia: ufanarse de ello y burlarse, una vez que ya lo ha llevado a efecto. Pero verdaderamente en esta situación no sería yo el hombre –ella lo sería—, si este triunfo hubiera de quedar impune».

Sófocles: Antígona. Tragedias, Madrid, Editorial Gredos, 1982, p. 154.


Debemos a Alfred Adler y a su transferencia negativa hacia Freud la expresión “protesta viril” para indicar la menara de “sobrecompensar” el sentimiento de inferioridad del hombre en relación a otro hombre. Freud la situó, en efecto, en su justo lugar al interpretarla como un rechazo, incluso como una desautorización, de la feminidad. Aunque no pudiera ir más allá en este campo.
Debemos a Jacques Lacan y a su transferencia negativa hacia Freud —la que él mismo evocó como la mejor forma que tuvo de leerlo— el haber distinguido la posición femenina del “continente negro” en el que Freud la había hallado y en el que detuvo su propia investigación sin poder formular la topografía de ese continente.
Ahí, “el brillo de Antígona”, título que Jacques-Alain Miller escogió para el capítulo del Seminario 7 de Lacan que abre el comentario sobre la tragedia griega, es la luz que Lacan tomó para adentrarse en el continente de la sexualidad femenina en el que no hay otro modo de avanzar si no es a tientas. Y siempre con el equívoco que permitiría confundir este brillo con el que, no por nada, llamamos también el “brillo fálico”.
Pero el  brillo de Antígona, el que su posición entre las dos muertes hace aparecer por un momento en la dimensión de la tragedia, no es precisamente el brillo del falo cuyo velo está destinado a ocultar este espacio imposible de representar por el significante.
El párrafo escogido de Antígona con las palabras de Creonte al Corifeo nos presenta, en efecto, una forma de protesta viril al estilo Adler, la protesta del hombre que no quiere sentirse inferior en relación al Otro. Es interesante subrayar que Creonte, al argumentar las razones de su decisión de sentenciar a Antígona a muerte según la ley de la ciudad, no se dirige a ella directamente sino al Corifeo, al portavoz de esta ciudad, portavoz que es a la vez su cabeza representante. “Corifeo” reúne de hecho estas dos acepciones: portavoz y cabeza de un grupo. Así, Creonte se hace portavoz en estas palabras no tanto de la ciudad como de su protesta viril ante el Otro de la ciudad: “verdaderamente no sería yo el hombre” si el acto de Antígona quedara impune. De hecho, Creonte reconoce implícitamente en estas palabras, casi como si se tratara de un lapsus, el “triunfo” de Antígona sobre él, un triunfo que lo feminiza a él mismo en la medida en que quedará inevitablemente como triunfo más allá del castigo que él le dará según la ley. No es sólo que Antígona haya transgredido las leyes establecidas de la ciudad. Hay un plus que ninguna ley, tampoco la ley fálica, puede medir y que Creonte interpreta como una burla. En realidad, este plus es la asunción de Antígona de la muerte, en su radical alteridad con respecto a la ley que Creonte dice representar.
La alteridad de Antígona no puede reducirse entonces a ninguna diferencia significante que intente representarla en su propio marco, por mucha protesta que se añada. Y este es el malentendido entre los sexos cuando se trata del goce, entre la posición del goce Otro y la posición fálica.
Es que en esta escena de Antígona, como en la escena de los sexos que Lacan formalizó en las posiciones de la sexuación, no sólo la relación entre los sexos no puede ser simétrica, tampoco puede ser recíproca. El malentendido está entonces asegurado: lo que a Creonte le parece una burla a su masculinidad por parte de Antígona es en realidad el reverso —ni simétrico ni recíproco— de su propio mensaje cuando se identifica a la ley fálica. La legitimidad que Antígona le plantea como distinta a la ley de la ciudad no es representable como una protesta en relación a esta ley, es la alteridad en la que se funda su propia protesta, —viril, demasiado viril—, sin saberlo.
Deshagamos entonces el posible malentendido con una fórmula simple: Antígona no es Alfred Adler, aunque Alfred Adler siempre se podría confundir con ella, protestando virilmente, al creer que sus posiciones son tanto simétricas como recíprocas.


Miquel Bassols