03 d’agost 2015

Ciencia y confianza

René Descartes

















En quién confiar?* La pregunta está bien planteada: en quién y no en qué. La dimensión de la confianza supone siempre, en algún lugar, un sujeto del deseo, un sujeto de la decisión que puede responder o no, que puede engañar o no. La confianza, como el amor, hace existir al lugar del Otro del que se espera una reciprocidad.
Y, sin embargo, cuando alguien quiere asegurar esa confianza, garantizarla ante el público, prefiere hacerlo refiriéndola a un lugar del Otro que no haga signo de sujeto alguno, preferentemente a un objeto despersonalizado. En Octubre de 2014, cuando el presidente Obama salió ante las cámaras para tranquilizar al mundo en plena crisis de contagio del virus del ébola, enfatizó su mensaje recurriendo a la evidencia científica de los datos empíricos, más que a los sujetos que los producían y los manejaban: “Esto es la ciencia, estos son los hechos (…) Debemos ser guiados por la ciencia, debemos ser guiados por los hechos, no por el miedo”[1].  La ciencia moderna, como lugar del Otro que no engaña, viene en efecto al lugar del Dios de Descartes, lugar del que de hecho esa misma ciencia es deudora.
Recientemente, en ocasión del dramático siniestro del vuelo de Germanwings estrellado en los Alpes, el comentario se ha hecho escuchar en distintos ámbitos: mejor confiar en las máquinas, en los programas, que no en las personas, mucho más complicadas e imprevisibles. Pero el argumento introduce una primera paradoja: no hay objeto en el cual confiar sin la suposición de alguien, un sujeto, que ha producido ese objeto y en el que reposa la confianza de su uso.  De hecho, fue activando el piloto automático con unos parámetros determinados como el avión de Germanwings fue a estrellarse de manera precisa en el lugar especialmente pensado por el sujeto.
La dimensión del sujeto de la confianza resulta así irreductible, aunque muchas veces sea preciso obviarlo, incluso forcluirlo, para garantizar esa confianza. Esta es, en efecto, la paradoja en la que reposa la ciencia desde su nacimiento y que en nuestros días se ve llevada hasta sus últimas consecuencias.


El Dios que no engaña

Recordemos la temprana observación de Jacques Lacan en su Seminario III al abordar el elemento no engañoso en el discurso como un punto de referencia fundamental, “incluso para lo que llamamos objetividad, el mundo objetivado de la ciencia”[2].  Se trata de aislar aquello que no puede engañar y que la ciencia ha situado en la reproducibilidad de un experimento, más allá de su comunicación por la palabra. Si un experimento no puede reproducirse no es fiable, no puede validarse de ninguna forma. De ahí, en efecto, que el psicoanálisis no pueda nunca ser considerado una ciencia de manera plena: ¿cómo reproducir el efecto de una interpretación, de un sueño, de un acto fallido, de una formación del inconsciente?
El elemento no engañoso y su posición en el discurso no ha sido sin embargo siempre el mismo. Para Aristóteles y el pensamiento anterior a la ciencia moderna, este elemento no se encontraba en la repetición de la experiencia sino en la repetición de la posición de los objetos supralunares en el firmamento. “Las cosas en tanto vuelven siempre al mismo lugar, a saber, las esferas celestes”[3] eran aquello que aseguraba la no-mentira del Otro en tanto real.
Es muy distinto encontrar lo que no engaña en la esencia divina de lo que vuelve siempre al mismo lugar que encontrarlo en la reproducibilidad de una experiencia. Con el advenimiento de la ciencia, las voces de las esferas celestes fueron silenciadas por las letras de la fórmula que rige la ley de gravitación universal y ésta debe verificarse en la repetición de la experiencia, haciéndola así falsable según el conocido criterio de cientificidad de Popper.
La observación de Lacan apunta sin embargo a aquello que está presente en el pensamiento científico a partir de Descartes en la creencia irreductible en un Dios que no puede engañarnos. Es un Dios que también está presente en Einstein —Dios es astuto pero honesto, no juega a los dados— y también, de hecho, en muchos presupuestos de la ciencia actual, lo sepa o no.  Erwin Schrödinger lo llamó “la hipótesis p” en un artículo al que hemos dedicado una atenta lectura en otro lugar.[4]


“¿Hay un piloto en el avión de la ciencia?”

Desde esta perspectiva, podemos captar hoy un nuevo fenómeno, que podría parecer sorprendente y que no puede explicarse simplemente por los casos de impostura, cada vez más frecuentes por otra parte, propios de toda empresa económico-científica: es el aumento progresivo de la desconfianza en la propia ciencia después de un tiempo en el que ha ocupado el lugar de sujeto supuesto saber que tenía la religión.
Entre otros muchos, alguien como Laurent Ségalat[5], genetista y exdirector de investigación en el CNRS, ha puesto sobre la mesa el cuestionamiento actual de esta credibilidad. El primer párrafo de su ensayo publicado en 2009, La science à bout de soufle, se nos aparece hoy extrañamente actual, y ello por partida doble: “Hacia dónde va la ciencia?, se preguntaba ya Max Planck hace tres cuartos de siglo en un célebre libro consagrado al funcionamiento de la investigación. Esta pregunta es hoy de una ardiente actualidad. ¿Hay un piloto en el avión de la ciencia? No. ¿Corre el riesgo el avión de la ciencia de estrellarse? El riesgo es real. Es la tesis de este ensayo.”[6]
El argumento cientificista que Laurent Ségalat critica en su ensayo sigue de manera siniestra la misma paradoja que ha permitido estrellar estos días un avión real en los Alpes: redoblar las medidas de control y seguridad, de evaluación objetiva para controlar el factor humano termina por encerrarlo cada vez más en el interior del propio sistema que se trataba de salvaguardar. Es la paradoja del sujeto de una ciencia sin sujeto.
Y de ahí la serie de paradojas que se derivan de ésta:
— La investigación como una actividad de producción en un contexto de industria masiva tiene como principio la competición entre equipos, y como método la evaluación entre pares. Así, la evaluación en sus múltiples formas absorbe hoy más de la mitad del tiempo de un investigador.
— Para obtener apoyos y subvenciones, hay que hacer explícito aquello que se va a encontrar en la investigación, excluyendo así buen número de posibles malas sorpresas. Pero la ciencia ha funcionado precisamente por estas “malas sorpresas”, algunas de las cuales han hecho posible nuevos descubrimientos.
— Dicho en términos popperianos: el famoso principio de falsabilidad puede ir en contra finalmente del encuentro sorpresivo de lo real. La ciencia no funciona en realidad por el principio de falsabilidad, principio por otra parte que casi nadie sigue actualmente. La ciencia funciona por rupturas epistemológicas —hay que releer siempre al respecto a G. Bachelard, a A. Koyré—, no por la falsabilidad de experiencias locales. Este último principio, como tampoco el anterior, no es a su vez falsable sino simplemente dejado de lado por un cambio de paradigma que subvierta al anterior. La reintroducción del sujeto en el campo y en la experiencia de la ciencia pudo ser en un momento, para Jacques Lacan, una subversión de este orden.
— El verdadero principio de cientificidad, aquello que funciona hoy como el Otro de la verdad a falta de un falsacionismo pragmático, es el consenso de la propia comunidad científica que funciona entonces de hecho como Otro de la garantía. Los Comités de Ética han sido en algunos casos un recurso para hacer más verosímil este lugar del Otro de la garantía. El Premio Nobel de Medicina en 2013, Randy Schekman, ha hecho algo más que llamar la atención sobre los impasses que esta función del consenso ha introducido en las revistas científicas y en la investigación en general. Pone de hecho en cuestión el propio sistema de validación en el que se apoya este consenso[7].
— Si bien hay un diagnóstico compartido al respecto por una parte importante de la comunidad científica —la ciencia va mal—, se mantiene la misma creencia que la comunidad financiera ha aplicado erróneamente al mismo sistema por el que pretendía velar: la creencia que este sistema se estabilizaría y se curaría por sí mismo de sus males. En este punto como en otros, la ciencia no sabe que cree cuando cree saber, para retomar la sabia expresión de Alain Besançon[8] a propósito de Lenin.
— No hay pues ciencia sin creencia. Pero es por no poder localizarla en su sistema que la propia ciencia está también entrando en una crisis de credibilidad apuntada hoy desde diversos flancos.
En palabras de Laurent Ségalat: “La credibilidad interna, es decir la confianza de los investigadores en los resultados de los otros investigadores, disminuye día por día, y seguirá disminuyendo lógicamente si las reglas siguen siendo las que son. En cuanto a la credibilidad externa de la ciencia, está todavía intacta. La ciencia sigue dando, a pesar de algunas disonancias, una imagen tranquilizadora de continuidad. Surfea todavía sobre su antiguo aura. ¿Por cuánto tiempo? Nadie puede decirlo, dado que la percepción de la ciencia por el público es irracional.”[9]


El goce no es relativo

Entonces, en efecto, ¿en quién confiar cuando la tecnociencia de nuestro días ha dejado de lado definitivamente la singularidad del ser que habla para someterlo al principio general de una ley cibernética? Uno de los miembros más significados del Comité Consultivo Nacional de Ética en Francia (CCNE), el biólogo Henri Atlan, plantea el problema en un reciente libro, Croyances[10]. Buscando una alternativa entre el cientificismo dominante y el relativismo postmoderno, Henri Atlan apuesta finalmente, “en esta andadura de prudencia pragmática, en el caso por caso, sin regla universal”[11], por un “relativismo moderado”, o incluso un “relativismo relativo” en el que tengan cabida “pluralidades de creencias”. Sería, en efecto, un mundo posible donde la creencia en el inconsciente tendría también cabida, y seguramente para demostrar el valor siempre relativo de esa creencia, incluida la propia creencia en el inconsciente.
Pero si la experiencia analítica enseña algo es la existencia de un factor nada relativo en el ser que habla. Ese factor es el goce, aquel hermanito de la verdad[12] que llega a tener un valor de significación absoluta cuando queda fijado en el fantasma de cada uno. En este punto, toda verdad se convierte en sospechosa, hasta engañosa, en relación al goce que habita en el ser por el hecho de hablar.
Cuando se trata del goce, en efecto, ¿de quién fiarse? De la inconsistencia del Otro, allí donde éste ya no existe como Otro sujeto, allí donde su verdad coincide necesariamente con su valor de goce. Pero, cuidado, también allí podrás fiarte sólo de tu inconsciente[13]… si sigues siendo un analizante que ha sabido encontrar su biendecir, ese que, al decir de Jacques Lacan, no dice dónde está el Bien.
Allí, no hay duda que no lleve a una certeza imborrable.



* Texto original del artículo publicado en francés en la revista de la ECF, "La Cause du Désir" nº 90, dedicado al tema À qui se fier?

[1] That’s the science, those are the facts (…) We have to be guided by the science, we have to be guided by the facts, not fear. Barak Obama, 25/10/2013.
[2] Jacques Lacan, Seminario 3, Las psicosis, Paidos, Buenos Aires 1981, p. 95.
[3] Ibidem, p. 97.
[4] Schrödinger E. (1935), “Algunas observaciones sobre las bases del conocimiento científico” en La nueva mecánica ondulatoria y otros escritos, Madrid: Biblioteca Nueva, 2001.
[5] Laurent Ségalat es alguien que, más allá de su culpabilidad real, se ha encontrado con la inconsistencia del Otro de la ley jurídica al recibir dos sentencias contrarias sobre el mismo proceso que se instruyó contra él acusado del asesinato de su suegra. El asunto “Ségalat” sigue hoy dando vueltas tanto en los medios de comunicación como en los medios jurídicos como un ejemplo especialmente espinoso de la pregunta: ¿de quién fiarse? No es pues por nada que hemos escogido precisamente su argumentación, tan sólida como instructiva cuando se trata de abordar la no existencia del Otro de la garantía en la ciencia.
[6] Laurent Ségalat, La science à bout de souffle, Editions du Seuil, Paris 2009, p. 7.
[7] Randy Schekman, “How journals like Nature, Cell and Science are damaging science”, in The Guardian, 9/12/2013.
[8] Alain Besançon, Los orígenes intelectuales del leninismo, Ediciones Rialp, Madrid 1980, p. 23: “Lenin no sabe que cree. Cree que sabe”.
[9] Laurent Ségalat, opus cit., p. 106.
[10] Henri Atlan, Croyances, Éditions Autrement, Paris 2014.
[11] Henri Atlan, opus cit., p. 336.
[12] Para retomar la expresión de Jacques Lacan en su Seminario XVII, “El reverso del psicoanálisis”, Paidós, Buenos Aires 1992, p. 63.
[13] Retomamos aquí un luminoso tweet de Jacques-Alain Miller del 21/10/09: “Peut-on se fier à son inconscient? Oui, tout en restant sur ses gardes, car il en est de traîtres et sans foi, et d'autres qui sont bêtes...”.

30 de juliol 2015

08 de juliol 2015

La soledad de la esfera


















(Entrevista publicada en el Boletín de la Escuela de la Orientación Lacaniana nº 8)

1- ¿Las consultas a los analistas en el siglo XXI son por padecer la soledad? ¿Cómo son las soledades actuales? 

Aun cuando no sea un motivo explícito de consulta, la soledad del sujeto contemporáneo se hace escuchar desde el primer momento en la consulta del psicoanalista. “Testimonio de la soledad”, escribía Jacques Lacan ya en los años 30’ para evocar la función del que toma acta de esta condición inherente al ser que habla. Y sigue siendo así. Lo que permite también preguntarse qué sería una soledad sin testimonio, una soledad elevada a la segunda potencia por decirlo así, hasta una soledad que no se sabe a sí misma. “Estaba solo y no lo sabía” podemos decir siguiendo la paradoja de aquel sueño freudiano: “estaba muerto y no lo sabía”.
Hay pues soledades muy distintas, en plural, diversas y singulares a la vez. No he escuchado a un sujeto que me hable de su soledad igual a la de otro.
En todo caso, podemos distinguir de entrada dos soledades. Hay una soledad con el Otro, de la que por ejemplo hablaba ya D. W. Winnicott en su clásico artículo “La capacidad para estar solo”. Es una soledad con un Otro que él igualaba a la madre. Es incluso una soledad para el Otro. Y hay una soledad sin Otro, una soledad más radical de hecho, sin representación posible en el lugar del Otro. Es esta soledad la que encontramos especialmente cuando el sujeto se confronta con el goce femenino, ese goce sin representación significante, más allá del falo. Es la soledad a la que se refiere Lacan , por ejemplo en su Seminario Aún, como una soledad de la que nada sabemos, una soledad que es “ruptura del saber”.  Llega a decir incluso algo más enigmático todavía: es la soledad “que de una ruptura del ser deja huella”. ¿Cómo ser, en cada caso, testimonio de esta soledad? ¿Dónde y cómo leer la huella que deja en la experiencia analítica?
Ya ve que finalmente no encuentro nada mejor para responder a la pregunta que otra pregunta.


2-¿ Qué puede responder un psicoanálisis a ese malestar?

La primera operación que el analista debe propiciar con el malestar del sujeto es, precisamente, vincularlo al lugar del Otro a través de lo que llamamos transferencia. Se trata de hacer pasar el estado autoerótico de la pulsión, que anida en el malestar del síntoma, al estado heteroerótico de la transferencia. Cuando se trata de soledades, esta operación es condición necesaria para pasar de una posición a otra. El amor de transferencia es aquí lo que permite a la pulsión condescender, por un “falso enlace” como calificaba Freud a la transferencia, al lugar del Otro y a la pregunta por su deseo. Como dice el monstruo Chapalu, según el párrafo de Apollinaire evocado por Lacan al final de su Seminario III: “el que come ya no está solo.” Pues bien, el que come significantes en la transferencia también deja de estar solo, hace representar en todo caso su soledad en el lugar del Otro. Todos los analistas pueden dar cuenta de los efectos terapéuticos de esta solución oral de la soledad. La paradoja es que, por el hecho de que el analista no responde al amor de transferencia con el espejismo de la contratransferencia, el sujeto puede confrontarse por ahí a esa otra soledad a la segunda potencia a la que antes nos referíamos. De una soledad a otra. O para ser más rigurosos con la lógica lacaniana: de la soledad con el Otro a la soledad del Uno, del Uno del cuerpo hablante que nos convoca al próximo Congreso de la AMP en Rio de Janeiro.


3- Nos gustaría que retomes las diferencias que establecés en tu texto “Soledades”,  entre el sentimiento de soledad y el estar a solas y entre el único (le seul) y el solo (seul), a solas.

Me llamó la atención esta diferencia que el uso de la lengua nos ofrece: una cosa es “estar solo” y otra “estar a solas”. Se puede estar solo con una multitud alrededor. Muchas veces somos testimonio como analistas de esta soledad tan contemporánea. Es también la imposibilidad de estar a solas. Por otra parte, se puede “estar a solas con” en muchas situaciones y maneras, pero siempre marcadas por una asimetría, incluso por una no reciprocidad: se puede estar a solas con alguien más, también con uno mismo, con un buen libro, hasta con Dios. La sesión analítica es un modo muy singular de “estar a solas” sin “estar solo”.
Este “estar a solas con” es ya un modo de renunciar a la soledad que no tiene otro horizonte que el autoerotismo de la pulsión. Tal como ha recordado y comentado Jacques-Alain Miller, es la soledad a la que decidió renunciar Jacques Lacan en el momento de fundar su Escuela con en el ya famoso: “Solo, como siempre he estado en relación a la causa analítica…”
Digamos que la relación con la causa analítica, en la que cada uno experimenta la soledad extrema, esa soledad que no se sabía a sí misma, implica un “estar a solas” que nos lleva necesariamente a la experiencia de la Escuela, entendida como una suma de soledades. Es el modo de hacer productivo aquel saldo cínico que se encuentra al final del análisis, un saldo inherente a la no existencia del Otro, sin verse llevado a esa otra soledad, criticada muy pronto por Lacan en la comunidad analítica de los años 50’, de las Beatitudes que se bastan a sí mismas. Es también la diferencia que establece en la homonimia que existe en francés entre “être le seul” —ser el único— y “être seul” —estar solo— el estar solo del analista en su función.


Si se me permite el excurso topológico que Lacan evoca en un momento para distinguir estas dos formas de soledad: es el pasaje de la soledad de la esfera, cerrada sobre sí misma en una suerte de mónada, a la soledad del toro, que abraza dos agujeros distintos, el interior y el central. La soledad de la esfera es la soledad que se piensa única. La soledad del toro es la que puede permitir engarzarse a otra soledad sin ninguna ilusión de complementariedad o de completitud.

19 de juny 2015

Le pousse-à-la-victime














Entretien avec L’Hebdo-Blog, Bulletin de Pipol7

 « Victime ! » avec son point d’exclamation sonne comme un verdict, un impératif, une sentence. Quel enjeu politique y a t-il selon vous, particulièrement aujourd’hui, à effectuer un aggiornamento de ce statut ? 


Miquel Bassols – Le titre « Victime ! » sonne comme un impératif du même style que la phrase publicitaire de la fameuse marque, Nike : Just do it. Victime ! est accompagné d’un point d’exclamation pour bien confirmer la nature de cet impératif. Chose curieuse et peu fréquente dans l’orthographie de la publicité : l’inclusion d’un point final fait scansion dans la phrase, comme s’il y avait une possibilité de la continuer… Mais quelle est donc la nature de ce faire dans l’impératif ? Il s’agit justement d’imposer de « le faire » sans rien dire de l’objet de l’acte, sans rendre explicite le référent de ce « le ». Donc, on pousse à l’acte, mais sans rien dire de ce qu’il faut faire pour satisfaire l’impératif.
Cet impératif n’est à la limite rien d’autre que la demande de satisfaction de la pulsion, une demande qui exige la satisfaction mais sans rien dire de l’objet avec lequel on pourrait l’obtenir. À la différence de l’instinct, la pulsion – telle que Freud l’a découverte comme principe de l’économie libidinale dans le sujet – n’a pas d’objet déterminé pour sa satisfaction. Disons, en ironisant sur l’usage si fréquent que l’on fait aujourd’hui de cette référence, que la pulsion ne porte pas l’inscription de l’objet de sa satisfaction inscrit dans son ADN. Le sujet est donc d’abord victime de cette pulsion qui exige de se satisfaire, qui va se satisfaire d’une façon ou d’une autre, même au prix du déplaisir du sujet, « au delà du principe du plaisir » pour le dire avec l’expression freudienne. Ainsi, on est d’abord victime de la pulsion qui exige de se satisfaire sans savoir de quel objet, on est victime de la pulsion dans la mesure où on ne sait pas avec quoi il faut satisfaire cet impératif.
On connaît le nom que Freud a donné à cet impératif : c’est le surmoi. Et on connaît aussi la façon dont Lacan l’a modélisé : c’est l’impératif de jouir… Sans dire de quoi. Le surmoi est l’instance dans le sujet qui lui impose une jouissance : « jouis ! », mais sans lui dire comment. La raison dernière est paradoxale : l’objet de cette jouissance est une partie extraite du sujet, son objet a, ou même le sujet lui-même comme objet a, celui-ci se distinguant de la fin même de cette satisfaction.
Victime ! donc, mais victime d’abord de l’impératif de jouissance que le surmoi rend présent dans le sujet en le réduisant à son objet. Ce n’est pas pour rien que la discipline nommé « victimologie» a pris son point de départ dans l’étude et l’évaluation de la coopération ou de la résistance du sujet dans l’expérience qui l’a fait victime. Et il s’agit pour la psychanalyse de ne pas redoubler ce statut de victime qui confirmerait le sujet dans sa position d’objet, soit de distinguer cette position d’objet – l’Objekt freudien, l’un des facteurs composants de la pulsion – du but de l’acte – le Ziel qui se distingue de l’objet –, là où la pulsion obtient sa satisfaction. On pourrait même dire : on est victime du côté de l’objet, on est bourreau du côté de la fin du trajet pulsionnel. Distinction qui ne va pas en effet dans le sens commun de nos jours quand on considère le statut de la victime.
Il y a un pousse-à-la-victime comme il y a un pousse-à-la-jouissance. Et cette identification est déjà, en effet, un facteur politique, comme Jacques Lacan l’avait signalé dans son texte « Kant avec Sade », en évoquant Saint-Just : le bonheur est devenu un facteur de la politique.
Prenons un exemple, dans le registre politique, de ce pousse-à-la-victime à propos du récent et tragique événement au cours duquel un collégien de quatorze ans a tué un enseignant à l’arme blanche à Barcelone. L’impossible à concevoir cet acte par le sens commun a conduit à affirmer que « nous sommes dans un cas de maladie mentale et non pas de violence scolaire » et que même si « il y a eu un mort et des blessés, la grande victime est cet enfant de quatorze ans »[1]. Dans un certain sens, c’est vrai : le sujet est toujours victime de son acte dans la mesure où in fine il est à la place du Ziel freudien – du trajet de la pulsion qui fait le tour autour de l’objet – l’Objekt –, l’objet qui se distingue justement de la fin. Dans ce sens, le bourreau est toujours un peu une victime collatérale de son acte.
Mais si ces déclarations ont été critiquées, c’est parce qu’elles voulaient lever la responsabilité du sujet dans son acte, et cela en l’attribuant, dans le même temps, à une maladie mentale dont le sujet serait la victime. Plus on fait du sujet la victime de l’acte, plus on le déresponsabilise. Et c’est pour lui rendre à nouveau cette responsabilité, au-delà de toutes les circonstances qui peuvent être confondues avec sa cause, que la psychanalyse pourra, précisément, lever pour ce sujet sa condition de victime.
[1] Ce sont les déclarations de la Conseillère d’enseignement du gouvernement catalan, le jour suivant l’assassinat, à la Radio de Barcelone.

11 de juny 2015

Elecciones en España: tres mujeres y un terremoto














El prestigioso Premio Nobel de Economía, Paul Krugman,  ha resumido así los efectos de los resultados de las elecciones municipales y autonómicas en España del pasado 24 de Mayo: “Acabamos de tener otro terremoto electoral en la eurozona: los candidatos respaldados por Podemos han ganado las elecciones municipales en Madrid y Barcelona”. ¿Estamos asistiendo, como piensa Paul Krugman, a una réplica del terremoto griego originado por Syriza? Se trata en todo caso de movimientos distintos, surgidos en España del tejido asociativo y de base de las ciudades, de las asambleas de barrio, de las reivindicaciones a pie de calle que el movimiento llamado del 15M puso en el primer plano de la política del país. Las réplicas del terremoto han terminado por llegar así a las esferas más altas del poder.
Y en efecto, Manuela Carmena en Madrid y Ada Colau en Barcelona están, cuando estoy escribiendo estas líneas, en clara posición para ocupar las alcaldías respectivas de las dos mayores ciudades del Estado español. Faltaba añadir un tercer epicentro del terremoto, esta vez en Valencia, donde Mónica Oltra está también a punto de ocupar la presidencia del gobierno en la Generalitat valenciana.
Tres mujeres, las tres llevadas en volandas por el movimiento surgido hace tan sólo un año y medio con el nombre de Podemos, aunque con distintas declinaciones. Las tres tomarán así previsiblemente el poder en las tres ciudades y zonas más importantes del estado español, ganando a los partidos clásicos que se alternaban hasta ahora en el poder, el Partido Popular, el Partido Socialista y Convergència i Unió en Catalunya.
Digamos en primer lugar lo que estos nuevos movimientos han conseguido en tan corto plazo de tiempo: cambiar las reglas del lenguaje político, trastocar el eje de coordenadas simbólico en el que los discursos, —“dar un sentido más puro a las palabras de la tribu”, Mallarmé dixit—, estaban perdiendo su sentido un día tras otro. Es un cambio que empieza por los significantes que designan los epicentros del terremoto: Podemos, Ahora Madrid,  Barcelona en Comú, Compromís... No son ya significantes destinados a describir una posición política localizable en el arco parlamentario habitual. Son significantes performativos, —siguiendo de hecho el estilo y el éxito de la consigna “Yes, we can”—, destinados a hacer lo que dicen, a pasar al acto, a dar un paso sin vuelta atrás generando un nuevo sentido. Pablo Iglesias, el carismático líder de Podemos, lo explicaba así: “Siempre he sido de izquierdas, pero nuestros problemas no pueden explicarse en términos de la ideología izquierda-derecha, sino en términos de una lucha contra los privilegiados que están abusando de la mayoría de los ciudadanos que están debajo de ellos”. Las nuevas coordenadas del discurso político han pasado así de orientarse según el eje “izquierda-derecha” a hacerlo según el eje “abajo-arriba”, mucho más convincente para el ciudadano de hoy, más eficaz incluso desde una perspectiva geográfica: el sur europeo de cálidas aguas mediterráneas contra los oprimentes vientos del frio norte financiero.
Las nuevas metáforas han calado hondo y el terremoto se ha ido transformando en tsunami. Nada indica que deba detenerse en las fronteras, cada vez más tenues, de la Europa del sur, en los límites que se han intentado fundar hasta ahora en la relación recíproca entre significantes, relación en la que siempre es posible suponer un Otro del Otro y que tiene sus repercusiones simbólicas e imaginarias. Es sabido que una frontera distingue dos espacios entre los que puede establecerse una relación recíproca entre representaciones, como es el caso por ejemplo de los consulados que representan a un país para cada uno de los otros. Esta es la lógica del significante. Del mismo modo, la izquierda ha sido izquierda para la derecha y la derecha ha sido derecha para la izquierda. Después del tsunami, la derecha española puede quejarse así de que la izquierda está encontrando su unidad para desbancarla de los ayuntamientos y los gobiernos autónomos. Y no le falta razón, pero desconoce así, a la vez, las razones del tsunami que se le ha venido encima y que ha finalizado un periodo de mayorías absolutas para pasar a un nuevo momento en el que minorías aliadas entre sí aparecen con una multiplicidad de modos de representación. Ya no hay, de hecho, fronteras claras para ordenar a estas minorías, cada una con su propio síntoma a modo de emblema: los desahuciados por las hipotecas, los condenados a la miseria por el sistema financiero, los expoliados de y por su trabajo, los oprimidos por el poder central... “No nos representan”, era la consigna que unió a esta amplia variedad de malestares sociales.
Las nuevas fuerzas políticas no siguen ya la lógica de la representación recíproca propia de los significantes anteriores, tampoco de los significantes que intentaron ordenar el mapa de las autonomías en la España del postfranquismo. Siguen más bien la lógica de la disparidad, del litoral, que Jacques Lacan opuso en su momento a la relación recíproca entre significantes, entre sus representaciones y sus fronteras geográficas[1]. Obtienen su sentido a partir de experiencias subjetivas vinculadas a la singularidad del síntoma, de la opacidad del goce, como solemos decir en la orientación lacaniana. Y seguramente es por ello también que estas nuevas fuerzas están más del lado femenino.
Veamos.
Manuela Carmena, reconocida jurista y antigua militante del Partido Comunista, fue cofundadora del despacho laboralista de Madrid en el que se produjo la sanguinaria matanza de Atocha de 1977, atentado terrorista de la ultraderecha franquista que convulsionó al país. Su acción como abogada laboralista ha marcado un antes y un después en la lucha por los derechos civiles y de los trabajadores, y ello al precio de un sufrimiento subjetivo que Manuela no quiere esconder, tampoco en la reciente contienda electoral: "La campaña me ha hecho sufrir. Si pudiera dar marcha atrás, hubiera preferido otra sin lugar a dudas." En lugar del gastado y ya inútil debate sobre los pactos entre centro y autonomías, Manuela introduce un discurso mucho más seductor para tratar ese real que ha hecho desde siempre imposible la unidad del Estado español: “A partir de ahí, a mí me parece que cuando dos ciudades se gustan tienen menos interés en separarse. Si desde Madrid estamos interesados en lo que pasa en Barcelona y desde Barcelona en Madrid, como que tendríamos menos prisa en plantearnos la separación, ¿no?”
Ada Colau tenía sólo tres años cuando Manuela sufrió en propia carne, aunque por fortuna no estuviera allí ese fatídico día, los atentados de Atocha de 1977. A Ada le gusta iniciar su autobiografía con estas palabras: “Nací la madrugada del 3 de marzo de 1974 en Barcelona. Pocas horas antes, el régimen fascista de Franco asesinaba en la cárcel Modelo a Salvador Puig Antich, un hecho que mi madre me ha recordado aniversario tras aniversario y que ha marcado mi compromiso con la lucha por el cambio social.” Ada ha apuntalado su merecido lugar de enunciación en la política en un incansable activismo a favor de los desahuciados por las hipotecas bancarias. Y votó “sí, sí” —sí al derecho a decidir, y sí a un estado independiente— en el referéndum ilegal por la independencia realizado en Catalunya el pasado mes de Noviembre.
Mónica Oltra, nacida en Alemania cinco años antes que Ada, militaba a los quince años en el Partido Comunista del País Valenciano. Adquirió un gran protagonismo con sus intervenciones y apariciones en la cámara valenciana, de la que fue incluso expulsada por vestir una camiseta negra con una fotografía de su presidente, salpicado por los sucesivos escándalos de corrupción del caso Gürtel, con la inscripción “Wanted. Only alive”. Y hay que decir que ha obtenido un buen resultado: “¡Qué hostia, qué hostia!” exclamaba, después de conocer los resultados de las elecciones, la folclórica Rita Barberá, hasta ahora alcaldesa de Valencia, sin saber que los micrófonos estaban registrando sus lamentos.
Señalar ahora estos tres rasgos, estos tres conflictos, puede dar una idea de lo que hoy está en juego en la política española, de la fuerza que ha obtenido súbitamente la división del sujeto ante los oscuros significantes del poder que pasaron indemnes la llamada transición después de la muerte del dictador. Es la división de un sujeto que no esconde su sufrimiento ante sí mismo ni ante los otros. Conviene escuchar desde esta perspectiva el discurso de cada una de estas tres mujeres, una por una, para entender la fuerza del conflicto en el que fundan su división y los nuevos lugares de enunciación surgidos, en apariencia de modo tan repentino, en la escena política española.
Y es una división que se contagia como un reguero de pólvora. Se contagia con la fuerza del débil que gana sobre la debilidad del poder cuando éste ha mostrado su impostura, su dimisión ante el Otro poder, el de las anónimas leyes financieras, el del fracaso del principio del mercado, el que sigue inexorablemente las leyes de aquel otro famoso “fracaso del principio del placer” freudiano. Estamos ahora en la proliferación de síntomas que retornan de este fracaso y que luchan por hacerse un lugar en la vieja Europa.
Ada Colau lo dijo de manera sintética en su primera aparición después de ganar las elecciones: “David ha ganado a Goliat”. Y es que Goliat se ha demostrado durante mucho tiempo demasiado débil ante su propio Goliat, ante el Otro que se agita en sus mismas entrañas, el que nos seguirá esperando sin embargo a cada uno a la vuelta de la esquina.
¡Ah! ¡Qué no daría yo por asistir al previsible desencuentro de estas tres mujeres con Angela Merkel!



[1] La diferencia entre la lógica del significante, fundada en la reciprocidad de las representaciones y situada del lado masculino, y la lógica de la letra, del litoral, que pone en suspenso esta reciprocidad del lado femenino, puede rastrearse en la última parte de la enseñanza de Lacan. “La lettre n'est-elle pas... littorale plus proprement, soit figurant qu'un domaine tout entier fait pour l'autre frontière, de ce qu'ils sont étrangers, jusqu'à n'être pas réciproques?” Jacques Lacan, “Lituraterre”, in Autres écrits, Editions du Seuil, Paris 2001, p. 14.
Sobre el pasaje de la reciprocidad del significante a la diparidad, cf. Jacques-Alain Miller, “La orientación lacaniana. Extimidad”, lección del 4 de Diciembre de 1985, “Sea cual fuere el desfasaje de registro entre lo simbólico y lo imaginario, debe verse que lo que vale es siempre la reciprocidad. La comunicación simbólica no parece más que un calco de la comunicación imaginaria (…) Pasemos de la reciprocidad, simbólica o imaginaria, a la disparidad”. Extimidad, Paidós, Buenos Aires 2010, p. 63.