19 de setembre 2006

La Promesa Prozac




A propósito de un dictamen de la Agencia Europea del Medicamento


1.- La reducción del síntoma a un trastorno orgánico sigue la misma lógica que la reducción del lenguaje a un órgano. Tratar el sufrimiento psíquico como la enfermedad de un órgano es una reducción del mismo orden que tratar el lenguaje como una función localizable en algún lugar del sistema nervioso central. Esta reducción, que excluye la dimensión del sentido y del sujeto de la palabra, la dimensión del ser que habla, ha sido uno de los sueños de lo que hoy podemos llamar, en sus distintas versiones, “la tecnociencia”, la práctica que tiene como fin, ya no el saber, sino el poder. Un mundo donde el lenguaje sería idéntico a un órgano – ¿por qué siempre se piensa en el cerebro? – es el sueño del tecnocientífico que piensa encontrar así la llave maestra de la teoría con la que justificar su práctica.



2. – Una reducción de este orden se opera cada vez que se propone el tratamiento farmacológico como solución mayor a un sufrimiento psíquico. Sucede así también cuando se trata de la serie de fenómenos que se agrupan bajo el término “depresión” y que responden en realidad a causas tan diversas como heterogéneas una vez escuchada la singularidad de cada caso. Estas causas no son reducibles, en ninguno de ellos, al órgano imaginado bajo la forma que sea (cerebro, neurotransmisor, gen o proteína). Resulta ser, sin embargo, una reducción seductora porque objetiva el malestar del sujeto atribuyéndole una causa aparentemente exterior a él, porque hace suponer que una acción directa sobre lo real del cuerpo actúa sobre la causa última del trastorno.



3. – Cuando el político o el gestor de la salud pública se dejan seducir por el sueño del tecnocientífico, el resultado puede ser una pesadilla de la que es difícil despertar. Hacia una pesadilla así nos conduce el reciente dictamen de la Agencia Europea del Medicamento por el que se recomienda el uso de la fluoxetina en los niños a partir de los ocho años diagnosticados de depresión. A pesar de opiniones autorizadas que desaconsejan claramente el uso de la fluoxetina especialmente a edades tempranas, la promesa del Prozac – término con el que se conoce en el mercado – se propone sin duda ir más allá del tratamiento de la depresión. Basta con ver el amplio espectro en el que se promueve su uso.



4. - Desde que en 1986 fuera descubierto el uso de la fluoxetina en los Estados Unidos, no han dejado de aparecer nuevas indicaciones de su uso, aunque no se conozcan bien los mecanismos de su acción. A la primera aplicación dirigida al tratamiento de las depresiones graves – el llamado trastorno depresivo mayor – siguió su indicación para el tratamiento de los “trastornos obsesivo-compulsivos”, se extendió al tratamiento de las depresiones menores y de las crisis de angustia – los “trastornos de pánico” – ya fueran o no derivadas en fobias, de los trastornos disfóricos premenstruales y de los asociados a la menopausia, pero también de la bulimia, la anorexia, el alcoholismo, los trastornos del sueño, las migrañas, las fibromialgias, el trastorno de stress postraumático, los tics, la obesidad, las disfunciones sexuales... hasta para el tratamiento del autismo. El furor generado en el mercado ha llevado a proponerla también para tratar ocasionalmente el llamado “trastorno por déficit de atención con hiperactividad”, diagnóstico con el que se intenta la prevención de los futuros delincuentes y violentos.

Si bien la lista de aplicaciones se ha ido alargando por un lado, también se ha ido limitando por otro, habida cuenta de los efectos detectados, a veces manifiestamente paradójicos con sus virtudes curativas: además de los diversos efectos somáticos, se dan “efectos secundarios” como el insomnio, el nerviosismo, la ansiedad... hasta llegar al riesgo de suicidio, tal como avisó el conocido psiquiatra David Haley en la famosa polémica lanzada en el año 2000, polémica que atravesó el medio universitario para llegar a las multinacionales del fármaco y a los gabinetes de política de la salud.



5. - Sin poder parar, sin embargo, la maquinaria que denunciaba, David Haley constataba así algo que la clínica psicoanalítica sitúa con la brújula del deseo y de su paradójico objeto: desinhibir al depresivo, “curarlo” de esta forma del afecto que viene al lugar de la pregunta por la causa, puede ser la mejor forma de llevarlo al pasaje al acto. Cuanto más se abría el abanico de aplicaciones más se disputaba, por supuesto, el monopolio sobre el Prozac. La patente de su fabricación y comercialización, uno de los mayores negocios farmacéuticos de la historia en manos hasta entonces de una sola empresa, fue distribuida en 2001 a diversas empresas.



6. – La lógica de la reducción del síntoma al trastorno, del lenguaje al órgano, de la causa al neurotransmisor, tiene en este caso un efecto doblemente excluyente, doblemente segregativo, justamente al proponerse como tratamiento al alcance de todos, también en el periodo de la infancia. Propone tratar el trastorno-objeto por medio, no de un sujeto sino de otro objeto, el objeto denominado Prozac. La reducción del sujeto al objeto, principio de toda segregación, se ve ahora llevada más allá cuando es el niño y el adolescente el que se hace objeto de la promesa Prozac. Todo ello, por supuesto, en nombre del mejor ideal de integración y bienestar social.

El retorno del síntoma está sin embargo, siguiendo esta lógica, asegurado.



El fenómeno Prozac llega entonces a los medios de comunicación con toda la polémica propia de una panacea que va mostrando no sólo sus obvias limitaciones sino también su lado más oscuro y cuestionable. La pregunta en la calle da cuenta entonces del retorno de la pregunta por el sujeto que, con razón, siempre sospecha que va a ser tratado como un objeto en nombre de su bienestar: ¿No será que algo que cura tantas cosas terminará por curarnos de nosotros mismos? Se trata en realidad de una operación sistemática de control y de domesticación de lo más singular del sujeto en nombre del ideal del bienestar.



7. – Lo deplorable del dictamen y de las decisiones que justifica en el mercado de la salud mental no debe hacernos olvidar el principio ético que está en juego y que Jacques Lacan pudo señalar a propósito de su crítica a un Noam Chomsky y su concepción del lenguaje como un órgano: “Cuando el órgano es percibido él mismo como un útil, un útil separado, es concebido a este título como un objeto. En la concepción de Chomsky, el objeto no es abordado él mismo más que por un objeto. En cambio, es por la restitución del sujeto en tanto tal, en tanto que él mismo no puede más que estar dividido por la operación del lenguaje, que el [psico]análisis encuentra su difusión” [1]



8.- Una clínica y una política dirigidas a la reducción del sujeto a un objeto, y a su tratamiento... no por un sujeto sino por otro objeto, no anticipa otro destino que el retorno, cada vez más insidioso, del síntoma segregado. La política del psicoanálisis es aquí, de nuevo, la política del síntoma, esto es, propiciar una clínica del sujeto que se oponga a la “política de las cosas”[2].








[1] Jacques Lacan (1975), Le Séminaire, livre XXIII, “Le sinthome”, du Seuil, Paris 2005, p. 36. La traducción es nuestra.


[2] Es con este término que Jean-Claude Milner ha designado recientemente la pendiente actual de la política fundada en la ideología de la evaluación.

28 de març 2006

La madre de todas las psicoterapias



El psicoanálisis, “la madre de todas las psicoterapias” como lo llaman, está recibiendo ataques desde su nacimiento. Sigmund Freud, al que no dejamos de llamar por otra parte “padre del psicoanálisis”, tuvo que escribir muy pronto buen número de artículos en defensa de la práctica que había inventado y de la doctrina que intentaba explicarla, Y es que el propio Freud estaba convencido de que el descubrimiento del inconsciente y la experiencia del psicoanálisis eran tan radicales que difícilmente podían ser recibidos por la ciencia de su tiempo y por el público en general sin oponer enormes resistencias, negaciones y repudios de toda clase. Y, sin embargo, esa recepción se produjo con tal éxito que atravesó el siglo pasado y llega hasta el nuestro como un punto de referencia insoslayable para entender al sujeto de nuestro tiempo. Las críticas continúan a los 150 años del nacimiento de Freud y sorprende ver cómo muchas utilizan los mismos argumentos de entonces. Otras, reconociendo el lugar imborrable del nombre del padre Freud en la cultura y el pensamiento occidentales, dirigen la crítica al propio psicoanálisis como práctica y como experiencia.

El reportaje publicado en “El País” el pasado 26 de marzo con el título “Lo que queda de Freud” sigue esta vertiente, ignorando sin embargo lo que ha supuesto la enseñanza de Jacques Lacan en la reformulación del psicoanálisis de nuestro tiempo. El reportaje no declara la muerte de Freud como sus más feroces críticos, “el padre del psicoanálisis sigue vivo 150 años después”, pero supone que su práctica no está de moda en la época de la rapidez y de la rentabilidad inmediata, “pero ¿quien tiene tiempo y dinero para el diván?”. Pero ¿de qué psicoanálisis se trata?

Tiempo y dinero, los dos amos modernos ante los que se pliegan estados y naciones, usuarios y gestores, ¿quién osará bajarlos del pedestal al que los ha subido el utilitarismo postmoderno, posthumano preferimos decir, el mismo que reclama la curación inmediata de los males que promueve por otra parte a largo plazo? Son precisamente dos amos que el psicoanálisis ha movido de lugar, aunque con frecuencia sean los propios psicoanalistas los que se olvidan de ello. El tiempo no es la duración cronológica medida por el reloj, es una experiencia subjetiva relativa al inconsciente de cada sujeto; el dinero no es el patrón objetivo por el que todo se puede cambiar y medir, - “time is money” termina diciendo el utilitarismo más cretinizante -, el tiempo es un objeto que se trasmuta él mismo, desde lo más precioso hasta lo más excremencial, dejando a cada uno con el sinsentido de su deseo, más vacío cuanto más pensaba medirlo hasta colmarlo con el patrón oro. Jacques Lacan sostenía, por ejemplo, que era imposible analizar a un verdadero rico.

Tiempo y dinero. Los que siguen pensando que el psicoanálisis es “sesiones de 50 minutos cuatro veces a la semana durante el tiempo que haga falta” – quien lo dice en el reportaje afirma a la vez que la demanda de psicoanálisis decae – parecen olvidar que el propio Freud nunca fijó tales parámetros, que Jacques Lacan puso en cuestión de manera radical, tanto que le valió la exclusión de la institución oficial, el uso que se hacía de ellos por parte de los postfreudianos a partir de la regulación standard que promovieron. No, tiempo y dinero no pueden ser para el psicoanalista amos de lugar inmutable y los que se han formado en la orientación lacaniana saben que son relativos a la posición de cada sujeto, tomado uno por uno.

Tiempo y dinero son precisamente las dos variables que el psicoanálisis de orientación lacaniana ha puesto en juego de manera decidida con la creación de los Centros de psicoanálisis aplicado en varias ciudades de Europa y América (los denominados CPCT que han obtenido en España reconocimiento y colaboración económica del Estado). La apuesta, a pie de calle y dirigida, de manera especial aunque no exclusiva, a la población que no tiene recursos para pagarse tratamiento alguno, ha sido más que bien recibida tanto por la cantidad de demandas como por los gestores de la política sanitaria, y se enuncia así: tratamientos psicoanalíticos, gratuitos, de cuatro meses. ¿Osado? Los resultados terapéuticos están a la vista después de un tiempo de experiencia.

En efecto, el encuentro con un psicoanalista, cuando éste sabe aplicar el psicoanálisis atendiendo a la particularidad de cada sujeto, produce efectos estables que no se reducen al criterio meramente utilitarista de curación como acallar al síntoma cuanto antes mejor. El psicoanálisis constata que dar un lugar al síntoma y al sufrimiento psíquico en la palabra y en la vida del sujeto sin acallarlo, tiene, por paradójico que parezca, efectos terapéuticos mucho más estables que los que supuestamente se obtienen al intentar borrarlo con lo más inmediato. Y cuatro meses pueden ser suficientes para ello. En esta carrera, como diría Witgenstein, gana el que sabe correr más despacio.

18 de novembre 2005

Para no olvidarlo



Hace falta la chispa de la transferencia para que la experiencia del inconsciente se haga realidad y encienda su reguero de pólvora. Es una chispa que, en el instante mismo, siempre se muestra como un encuentro contingente, pero que se demuestra también como necesario visto un tiempo después. Hay que añadir algo de lo imposible de soportar, lo que solemos llamar “síntoma”, para que esta mezcla tenga efectos eruptivos, de verdadera pasión por el saber. O también, lo que puede resultar más complicado, de pasión por la verdad sin saber porqué.

Es lo que me ocurrió contando dieciséis años, cuando el país se debatía contra su propia oscuridad a finales del franquismo y yo con la mía a finales de un bachillerato nada apacible. La imagen que viene ahora para cifrar este encuentro, el que actuó de precipitante de la mezcla, procede de un regalo familiar, el regalo hecho por una hermana, un verdadero regalo: un ejemplar de la “Psicopatología de la vida cotidiana” de Sigmund Freud en la edición española de Alianza Editorial. Era una edición de bolsillo con una sugerente ilustración de tapa: el dibujo a tinta negra de una mano con el dedo índice levantado y un hilo rojo con un nudo atado a media altura. Un nudo para no olvidarse.

¿Para no olvidarse de qué? Había que abrir el libro para empezar a saberlo. Y el lector empezó a saberlo, a leer con pasión, sin saber porqué: Signorelli, la sexualidad y la muerte, aliquis, las mujeres y las generaciones, el olvido de los nombres y las palabras extranjeras, la pluralidad del sentido, el equívoco y los recuerdos infantiles, el olvido colectivo y los puentes de palabras, el goce sexual y las leyes fonéticas, la fe de los padres y la repetición, el estilo y el sinsentido, lo interior y lo exterior, el síntoma y el encuentro con lo nuevo... Cada cosa llevaba por un camino u otro al nudo de la propia historia y del propio malestar.

Sin embargo, el amor al saber conducía entonces en primer término al lugar donde se suponía que ese saber estaba, a la Universidad, la de Psicología si se trataba de seguir los nudos del hilo rojo en cuestión: Great Expectations, como decía el título de una pieza de jazz que acompañaba esas lecturas. Bastaron unos meses para experimentar la desilusión más descorazonadora y casi perder el hilo en las grandes expectativas. ¿Qué tenían que ver las “dos sigmas de separación de la media de adaptación”, el “condicionamiento palpebral” o la “sinapsis neuronal” con aquel nudo que se había formado para mí entre el síntoma, el saber y la verdad? Y además, esa apariencia de falsa ciencia con la que se revestía una ideología sostenida muchas veces desde la impostura, aunque fuera con algunos gestos progresistas, ¿cómo podía ni tan siquiera considerar la existencia de ese nudo con el que me las veía desde hacía un tiempo? Salvo honrosas excepciones, el discurso general iba del eclecticismo más diluido al reduccionismo empirista más banal. Casi nada que hablara de psicoanálisis y, cuando se hacía, era más bien para confinarlo en los anales de la historia de la psicología. Digamos al pasar que la cosa no es hoy, treinta años después, muy distinta. En aquel momento, aquella caída de los ideales de saber tuvo la virtud de hacerme interesar por la epistemología, por las condiciones con las que un saber se constituye y se propone como ciencia, por el estudio del lenguaje y de las lenguas, y de empezar a buscar fuera de aquel medio universitario una relación con el saber más viva y verdadera.

Una cita leída al vuelo como exordio en un libro crítico con la psicología académica, aconsejado por una de aquellas excepciones universitarias, sigue hoy subrayada en rojo: “La psicología es vehículo de ideales: la psique no representa más que el padrinazgo que la hace calificar de académica. El ideal es siervo de la sociedad”. La cita, tan explosiva para mí en aquel contexto como precisa en la actualidad, iba firmada por un tal Jacques Lacan y quedó como hilo conductor de las lecturas de ese primer año de Universidad. Era un hilo a la espera de un nuevo nudo, que no tardaría mucho tiempo en formarse. La frase tocaba de lleno el corazón del síntoma: la servidumbre de los ideales transmitidos en la historia familiar, el rechazo de esos ideales que acuciaban un deseo difícil de escuchar, cuando no imposible de decir, un “padrinazgo” que delataba la orfandad del deseo, el malestar de ese deseo ante cualquier academicismo de impostura.

Digamos que la apariencia de ciencia con la que se revestía la psicología académica era entonces menos pretenciosa: las TMC de la época decían mejor, aunque con igual brutalidad, lo que las TCC de hoy piensan camuflar bajo el nombre de “Terapias Cognitivo Conductuales”: eran puras y meras “Técnicas de Modificación de la Conducta”. Las contradicciones eran, sin embargo, fecundas para quien supiera escucharlas con cierta inquietud: a la vez que se aconsejaba la lectura y la ideología autoritaria de “Walden Dos” de Skinner, se comentaba el crudo impacto de “La Naranja Mecánica” de Kubrik; a la vez que se proponía la modificación de la conducta fóbica por medio de técnicas de implosión confrontando sistemáticamente al sujeto con el objeto fóbico, se flirteaba con el progresismo de Cooper y Laing en el tratamiento de la locura.

Lo heteróclito del panorama no escondía sin embargo el proyecto general, que ya tomaba la forma de programa universitario, de ignorar y hacer ignorar al psicoanálisis en los departamentos de la psicología científica. En el despacho de al lado, los “Psicodinámicos” que hoy diluyen el nombre y la experiencia del psicoanálisis en el eclecticismo de las psicoterapias aconsejaban entonces, lisa y llanamente, no leer a Jacques Lacan: demasiado difícil, demasiado abstracto, demasiado intelectual, demasiado incomprensible, demasiado… Y uno, que siguiendo el hilo rojo de la letra se había encontrado ya con aquella máxima de José Lezama Lima, “sólo lo difícil es estimulante”, no podía no encontrarse ya con el texto de Jacques Lacan.

Fue un encuentro en compañía de algún otro que cultivaba igualmente lo difícil y lo estimulante en la conversación amistosa y fue también un encuentro en la soledad de la lectura. Fue un encuentro mediado por alguien que había sido tocado también por ese texto, en otro país y momento, el psicoanalista argentino Oscar Masotta que había iniciado en Barcelona y otras ciudades de España un trabajo de lectura y de impulso de un movimiento que sería después el crisol para una escuela lacaniana en el país. Sin esta coyuntura, hecha de intersticios y de fracturas, no habría habido para mí encuentro con la disciplina freudiana, con la experiencia y con el discurso del psicoanálisis. Supe ya entonces que esas condiciones son de estructura y que, por lo mismo, un encuentro así no podrá subsumirse ni organizarse nunca en las formas universitarias del saber, que su propia naturaleza y su transmisión implican la existencia de lo intersticial para hacerlo habitable.

El encuentro con el texto de Jacques Lacan fue así lo más parecido a una experiencia traumática, un encuentro como a destiempo, con lo súbito incomprensible, pero realizado a la vez de un modo lento, con el paciente destello de lo que no se comprende pero toca lo más íntimo del ser, lo más ignorado de uno mismo. ¿Cómo un texto podía subvertir de tal manera el sentido común y producir efectos tan estimulantes, exigir un trabajo tan opaco a veces, tan a tientas, y ofrecer finalmente un relámpago tan certero, tan directo y de consecuencias tan singulares como pragmáticas? No, no había nada de “intelectual” en todo aquello, ese texto llamaba a la acción sobre el sujeto en su singularidad más íntima e irreductible, la incluía en su lógica de un modo que ninguna teoría ni ideario “revolucionario” podía ni imaginar. Tardes y tardes de conversaciones, noches y noches de lecturas, mañanas y mañanas de levantarse a tientas y con un sentimiento de fractura subjetiva que llegaba en sus resonancias a cada rincón de la vida. A la vez, había que escuchar de algún avispado y futuro ejecutivo del mundo psi que todo eso eran retóricas vacías, piruetas en el aire cuando el mundo real de la enfermedad y la locura exigía acciones concretas, verificables sólo en la empiria objetivada del laboratorio conductual y científico.

¿Pero qué había de más real que esa división subjetiva que yo mismo encarnaba? ¿Qué había de más concreto y verificable que ese efecto de la letra y del significante sobre el sentido vacilante de la vida en el que algo de la locura y su estructura misma se hacían evidentes? De ese real y de esos efectos podían deducirse las leyes de una clínica mucho más rigurosa que cualquier descripción empírica de lo observable.

Ese era el nudo, el nudo para no olvidar, el nudo que había que defender con una pasión por la verdad que muchas veces hacía estragos en uno mismo. Tiempo después, esa pasión por la verdad se demostraba como un verdadero obstáculo para poder operar con el sujeto de la experiencia analítica. Pero faltaba entonces ver cómo hacer y deshacer ese nudo, cómo rehacerlo para explicárselo a uno mismo y explicarlo a otro.

De ahí a estirarse en un diván había un paso, el que exige dar el sufrimiento del síntoma para empezar un análisis. Y la experiencia de estirarse en un diván y hablar al Otro – “hay que volver a aprender a hablar”, recuerdo haber dicho al inicio – empezó a cambiar muy pronto el pathos de la verdad por cierta alegría en el gay saber y por unos efectos de formación en los que encontré el deseo del analista, es decir, el deseo de ocupar esa extraña posición que es la del analista. Las consecuencias de este pasaje no fueron, por supuesto, extraídas de un día para otro. Tres periodos de análisis con tres analistas distintos – a la tercera fue le vencida, de trece años, y fuera de mi país – y una implicación constante en el movimiento psicoanalítico tejieron los hilos. El nudo, para no olvidarse, está formado ahora por la experiencia analítica y mi vínculo de trabajo con la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis, que hace presente el discurso del psicoanálisis en España en el marco de la Asociación Mundial de Psicoanálisis, la que impulsó y sigue orientando con su deseo Jacques-Alain Miller.

Hoy sé que le debo a esa experiencia haber podido librarme del efecto mortificante de aquellos síntomas, pero también haber podido encontrar un modo de decir que toque y pueda tratar la división subjetiva, la que había sufrido con toda mi pasión, dándole un lugar más digno. Es esta una experiencia que nunca podrá reducirse a una adquisición de saber, una adquisición que, es cierto, no deja de producirse de múltiples formas una vez encontrado ese deseo inédito del analista y haber operado con él en la práctica. “Un modo de decir” es lo que Jacques Lacan formalizó con el Discurso del analista, es también un estilo de vida que parte de lo que no tiene forma para formarse en la singularidad de cada ser que habla, es también lo que cada psicoanalista debe hacer hoy presente para estar a la altura de la subjetividad de su época.

La experiencia analítica me ha enseñado, sin embargo, que tal modo de decir, extemporáneo en relación a los ideales de la época, sólo subsiste en la medida en que fracasa de la buena manera, sin llegar a la suficiencia de su éxito, que sólo obtiene su lugar y sus verdaderas consecuencias sobre lo real en su “no dejar de no conseguirlo”. Era la idea, más bien antiexitista, de Jacques Lacan: “si el psicoanálisis tiene éxito, se extinguirá hasta no ser más que un síntoma olvidado”[1]. El psicoanalista, más que nadie, sabe la importancia de lo fallido para hacer posible el tratamiento del sujeto y no borrarlo de lo real con la solución más rápida y eficaz.

Es para no olvidarlo que conviene defender hoy la experiencia del psicoanálisis de su reducción a un saber evaluable según los criterios generales de la eficacia utilitarista.










[1] Jacques Lacan, “La tercera”, en Intervenciones y Textos 2, Ed. Manantial, Buenos Aires 1988, p. 85.

21 de setembre 2005

O el Tiempo del Psicoanálisis o el Dios de Bush



Cada tanto recibimos la noticia, repetida, de la muerte de Sigmund Freud. Suele venir acompañada de las críticas más severas dirigidas contra el psicoanálisis. Estas críticas no han variado mucho en su contenido desde su origen y ya Freud tuvo que vérselas con ellas, con el rechazo más brutal de su descubrimiento, de sus textos y de su práctica. Las mismas críticas vuelven una y otra vez, con más o menos crudeza, y Freud parece sobrevivir a cada una. Es cierto, hay algo incombustible en la verdad del descubrimiento freudiano del inconsciente: nadie se molestaría en amenazar de muerte, una y otra vez, a un moribundo. La última que leemos es en el diario “El Mundo”, firmada por Ivan Tubau (IT), quien ha coqueteado de modos diversos con el diván analítico. Empieza con “Bush ayuda a Dios en América” para informarnos después de que “Freud agoniza en París”. La frase, aparentemente nueva, reedita la de López Ibor en su libro titulado “La agonía del psicoanálisis”, aparecido en pleno franquismo (1951).

Se supone, según IT, que esta agonía empezó con la distribución masiva del Prozac y la fluoxetina, los antidepresivos promocionados con grandes inversiones por las multinacionales de los laboratorios farmacéuticos. Omite señalar, sin embargo, el amplio debate generado, a ambos lados del Atlántico, por los efectos demostrados en casos de suicidio inducido por estos medicamentos. Estos efectos, que no deberían escapar a ningún clínico, se deben al simple hecho de los efectos desinhibidores – rápidos, sí muy rápidos - que tienen sobre el sistema nervioso. Respecto a este tema, el director del Institut Català de Farmacologia señalaba no hace mucho, y no sin cierto humor involuntario, que “se toman antidepresivos con demasiada alegría”. Y sí, la promesa de la felicidad inmediata, tan estimada por los que ayudan a Dios, suele tener, a la corta o a la larga, efectos de retorno desastrosos. Tanto en política como en salud mental.

IT supone después que la agonía del psicoanálisis continuaría con el tristemente famoso informe del llamado Inserm promovido por los defensores de la evaluación estadísitica y de la “Evidence Based Medecine” en Francia. Pero omite señalar que el propio ministro de la Salud francés anunció su puesta en suspenso inmediata con la frase: “el sufrimiento psíquico no es evaluable ni mesurable”. El debate generado por este episodio atraviesa hoy la vida política e intelectual francesa, y es un debate en el que el psicoanálisis orientado por Jacques Lacan ha tomado la palabra a favor de la libertad de elección del practicante “psi” por parte de los ciudadanos. Es un “no” decidido a los monopolios sobre el sufrimiento psíquico de las personas. El psicoanalista Jacques-Alain Miller, citado por IT en el artículo, es en efecto el impulsor y agitador intelectual de esa respuesta antiautoritaria.

IT sigue suponiendo que el psicoanálisis ha sido abandonado ya “en los países avanzados” y que sólo sobreviviría “malamente” en París, en Buenos Aires… y en Barcelona. Por fin se dice, aunque sea “malamente”: Barcelona, es cierto, es hoy una ciudad con un intenso movimiento psicoanalítico. Pero también Madrid, y Valencia, y muchas otras ciudades de España, y también muchas ciudades de Italia, y de Brasil, y de.... En Estados Unidos, donde como dice IT ayudan a Dios y donde el sistema de sanidad deja a los ciudadanos sin cobertura social y a merced del libre mercado de la eficacia de las compañías aseguradoras, el psicoanálisis, es verdad, se transformó ya hace años en una burda psicología de la adaptación social, la llamada Psicología del Yo. De ahí derivaron, vemos ahora, buena parte de los impulsores de las prácticas de sugestión o de “autocoerción mental inducida” que conocemos bajo el nombre de “terapias comportamentales y cognitivas” y que se quieren importar desde hace años por todos los medios a Europa. Son fáciles de usar, no requieren largas formaciones y sobre todo venden rapidez. El precio subjetivo de esta eficacia puede medirse y evaluarse con la famosa frase del conductista Skinner: “We can’t afford freedom”, “no podemos permitirnos la libertad”.

Cada uno de estos puntos están hoy juego en un debate que es largo, que viene de lejos, y que seguirá sin duda. Es un debate en el que se trata de una elección ética para cada sujeto sobre su estilo de vida, sobre cómo arreglárselas con el malestar de los síntomas y del sufrimiento psíquico.



El punto final del artículo de IT dice, sin embargo, algo de la verdad escondida en todos esos reproches dirigidos a Freud y al psicoanálisis. Es sin duda una provocación calculada, con lo que él llama “una deliciosa boutade”, una frase atribuida, no sabemos si de manera exacta, al académico Francisco Rico refiriéndose al siglo XX: “Tuvo a Hitler, tuvo a Stalin… Y tuvo a Freud, que hizo más daño que los otros dos juntos”. Es una frase algo más que insultante, después de la cual no cabe poner un punto final como si no hiciera falta explicar más. Su enormidad no es en nada ajena a los párrafos que la anteceden. El lector puede intentar descifrar el horror que supone esa frase, dicha así, tan a la ligera. Puede intentar acercarse a la herida sangrante que esa frase toca. Es una herida que quien la dice y quien la escribe no puede ignorar que toca. Quien la dice no puede ignorar que Sigmund Freud era judío, que al final de su vida tuvo que huir del nazismo desde su Viena natal y que tuvo que exiliarse en Londres para terminar ahí sus días. No puede ignorar que las cuatro hermanas de ese mismo Sigmund Freud, -- Rosa, Dolfi, Paula y Mari -- murieron en Auschwitz. Tampoco puede ignorar que el psicoanálisis fue una práctica reprimida y condenada en la Unión Soviética, que se quedó con el Ivan Pavlov del estímulo – respuesta en los centros de represión.

No puede no saberlo. Pero a la vez, quien ha escrito esa infamia necesariamente tiene que ignorarlo, tiene que ignorarlo aún sabiéndolo, necesariamente ha olvidado que ese horror existió, ha olvidado aquello que le haría presente lo más inhumano, lo más imposible de soportar, lo más imposible de decir. ¿Evocaremos aquí a Valente, o a Celan para recuperar algo de esa verdad intratable? No he podido verificar si la frase es una cita textual de Francisco Rico, el académico español editor de El Quijote. Sería una terrible paradoja, que sólo podría producirnos vergüenza ajena, si además tenemos en cuenta que Freud mismo manifestaba con agrado haber aprendido castellano de muy joven para leer… el Quijote.



En efecto, hay que tomar en serio esta frase, es un toque de alerta, un signo para quien quiera combatir la intolerancia y la segregación que brota como si fuera por generación espontánea, esa segregación con la que ya convivimos, la que está también en cada esquina, en cada centro y periferia de nuestras ciudades. El tristemente famoso episodio de la Unidad de Toxicomanías del Hospital de Vall d’Hebron en Barcelona es un ejemplo, para citar el más reciente y dado a conocer por los medios de comunicación.

Para alguien que ha llegado a la convicción de que la verdad habla más allá de las intenciones de la persona, de que habla incluso en la más cruel inexactitud, esa frase encierra un eco verdadero que no se puede rechazar. Tiene el único acierto de separar precisamente la verdad de la exactitud, y lo hace de modo brutal. Se sabe inexacta pero toca así esta verdad subjetiva: Freud abrió una herida muy dolorosa, es cierto, una herida que latía escondida en lo más íntimo del sufrimiento del sujeto, una abertura que roza lo inhumano, el sufrimiento más indecible que cada uno puede experimentar, una abertura que el propio Lacan no dudaba en decir que no volvía a abrir sino con el mayor de los cuidados y de la que no tenemos ninguna razón para pensar que queramos saber nada. Y llamó “Inconsciente” a esa abertura precisamente para indicar que no queremos saber nada de ella. Pero descubrió también que el precio de obliterarla es el sufrimiento del síntoma y del malestar en el vínculo social, y que rechazarla es la mejor manera de asegurarse el retorno de los “dioses oscuros”, los mismos que la frase invoca.

Los psicoanalistas, pero no sólo ellos, son hoy los que deben tratar esa abertura con la palabra, único medio para no cerrarla totalmente, porque ella misma sólo se hace presente por la palabra.

Y sí, hay hoy mucho más psicoanálisis y muchos más psicoanalistas en Barcelona que en aquel 1976 que evoca IT y que es, en efecto, una fecha muy significativa para nuestro país. También lo es para la historia del psicoanálisis en España de orientación lacaniana. Desde entonces se investiga, se abren centros de atención pública, se hacen innumerables jornadas de trabajo, cursos de formación, publicaciones, exposiciones y discusiones de casos, reuniones clínicas a cielo abierto... Los que se orientan con el psicoanálisis pululan cada vez por más lados y bajo formas a veces insospechadas. Y es que el psicoanálisis se expande un poco como la peste – la metáfora fue del mismo Freud, que sabía algo de la epidemia del deseo – sobrevive de forma irreductible al aburrimiento académico y a las leyes del mercado del saber en las que la investigación se mide demasiado a menudo por la rentabilidad y la eficacia inmediatas.



Muchas personas, cada vez más, prefieren hoy ser tratadas como un sujeto y no como una máquina destinada a la eficacia inmediata. (Pero este término, “sujeto”, este término que ha significado para el psicoanálisis de Jacques Lacan una apuesta ética tan radical ¿querrá decir algo para el que ya ha reducido el malestar del síntoma a un asunto de genes y neuronas?) Los psicoanalistas debemos saber explicar qué es este sujeto lo más claramente posible, porque es lo que nos encontramos en nuestra práctica diaria, la del caso por caso, donde se demuestra la verdadera eficacia, tanto en las consultas privadas como en los servicios públicos. Y allí, muchas personas, cada vez más, prefieren y piden ser tratadas como un sujeto y no como un órgano-objeto, como un sujeto de la palabra y no como una máquina cibernética, como un sujeto del deseo y no como el perro de Pavlov sugestionable y manipulable a golpe de campana.




(Nota: artículo enviado a la redacción de “El Mundo – Catalunya”, donde salió publicado el artículo al que responde el pasado 20/09/2005.)

18 de juny 2005

Les TCC : un fourre-tout



Ce que l’on nous présente aujourd’hui sous les sigles TCC (Thérapies Cognitives et Comportementales) est en fait un fourre-tout, un mélange de pratiques de control social et d’adaptation à la réalité dont on doit se demander quel est le facteur commun qui les lie dans sa prolifération et dans sa promotion universitaire. Ce sont un « fourre-tout », un cajón de-sastre, dit-on en espagnol, ce qui fait équivoque entre le tiroir du tailleur, où l’on peut trouver n’importe quoi, et un tiroir ou une boîte-désastre, pour évoquer la black box qui est à l’origine du behaviorisme de Watson et qui efface la dimension du sujet entre le stimulus et la réponse objectivée.La première différence à faire dans ce fourre-tout tient à la notion même de cognition dont on pourrait penser qu’elle fait l’unité épistémique de ces pratiques. Bien au contraire, elle est justement l’alibi de ce manque d’unité. Tel qu’Eric Laurent l’a souligné, - dans un livre qui va sortir en espagnol sur ce sujet et dont je ne vais pas dévoiler le si joli titre -, il faut distinguer l’usage de la notion de cognition dans les TCC et dans les sciences cognitives elles-mêmes. «Leur rapport, (…) est extrêmement vague. Il ne permet d’établir aucun lien entre les pratiques des TCC et les modèles théoriques proposés par les sciences cognitives. » D’une part, les sciences cognitives – que, ne l’oublions pas, sont nées d’une dérivation dégradée des désenchantés de la psychanalyse comme Beck et Ellis – se sont construits comme une critique au comportementalisme classique en proposant d’ouvrir la black box pour y trouver le système cognitif, définit, par exemple par Beck lui-même, d’une façon si flou comme « les pensées, les images, les rêveries et les résultats de tels procès ». Ce n’est que le reflet du procès d’information – dans un modèle cybernétique – utilisé par chaque individu et qui est exprimé comme des représentations internes. D’autre part, les TCC se réfèrent toujours à une notion très vague de cognition qui reste liée de façon irréductible à une intentionnalité floue et opaque de l’individu, à une sorte de supposition de ce qui n’est pas observable.La notion de cognition – elle n’arrive pas à être proprement un concept – n’est finalement que le reflet imaginaire de l’objet de la connaissance dans la continuité temporelle du moi. C’est dans ce sens que nous pouvons affirmer aussi que les TCC sont les héritières de l’ancienne Ego Psychology qui avait réduit la psychanalyse américaine de l’après-guerre à une psychologie de l’adaptation à la réalité. La cognition est le corrélat imaginaire de la supposée consistance de la réalité.Il est très instructif de constater que l’unité imaginaire des TCC se correspond à la perfection avec la notion même de « cognition » qui fonctionne comme son standard. Si on cherche le point d’appui ultime de cette notion dans la pratique des TCC, on le trouve dans « la bonne façon de penser » que chaque thérapeute cognitiviste-comportementale utilise pour modifier ce qu’est finalement le trouble de son patient, c’est-à-dire ses « erreurs de la pensée ». La cognition vient ici à la place de la conduite inadaptée qu’il faut corriger selon la bonne cognition du thérapeute, cognition aussi imaginaire que le Moi que chaque thérapeute prend comme mesure de la réalité.
L’apparente continuité ou l’apparente unité homogène des TCC se révèle alors comme un reflet imaginaire de son propre objet de la connaissance, une unité qui est de plus en plus mise en question – on compte aujourd’hui pas moins de trente tendances diverses dans son sein – mais que chaque praticien peut utiliser comme l’alibi idéologique de son action suggestive sur son client.
Une fois encore on peut constater qu’une pratique n’a pas besoin d’être éclairé pour opérer, qu’elle met toujours en acte, comme autant de préjugés, les notions dont elle est serve quand elle ne peut pas arriver à expliciter sa logique.
Quel est, enfin, le ressort de ces pratiques selon ses notions mêmes ? Il faut souligner la place que, de plus en plus, occupe un terme qui se répand dans ses argumentations, une notion aussi que nous rencontrons ici et là, soit dans les textes universitaires ou bien dans les exemples pratiques. C’est le terme du « style du thérapeute », et c’est ce qui décide finalement, au-delà de la diversité des tendances et de son orientation clinique ou théorique, du ressort de sa pratique et de sa formation. Le style du thérapeute, si vague et subjective qu’il soit, est finalement ce qui fait l’unité dans les fourre-tout de ces pratiques.
Au-dessous de l’apparente unité imaginaire des TCC, au-dessous de la notion de cognition comme l’objet de la connaissance corrélative de l’unité imaginaire du moi, nous rencontrons finalement ce qui était en fait au commencement dans le black box du sujet : c’est ce que nous désignons avec le désir de l’Autre et qui fait fonction ici d’un simple préjugé du thérapeute dans sa pratique.
Et c’est justement pour échapper à ce préjugé, - celui même que les analystes postfreudiens avaient désigné avec une autre impropriété conceptuelle, celle du « contre transfert » -, que Jacques Lacan avait opposé le terme qui a pour nous le statut d’un concept, ressort et produit d’une formation aussi nécessaire qu’exigeante pour chaque praticien, ce désir qui est toujours à formaliser et à réinventer mais jamais à donner comme supposé dans l’Autre, et qui est « le désir de l’analyste ».

18 de març 2004

Salvador Dalí et l’inconscient du papier blanc
















Où est donc l’inconscient ? - Dans le papier blanc, pourrait-on répondre à lire le témoignage du peintre-écrivain Salvador Dalí sur sa rencontre avec un jeune Jacques Lacan dans les années trente. La célébration cet année 2004 en Catalogne de l’Année Dalí – c’est le centenaire de sa naissance - nous offre l’occasion de revenir sur la place que l’inconscient et la psychanalyse avait eu pour ce paranoïaque si prolifique qui avait rencontré aussi Sigmund Freud, rencontre dont un des résultats fût le formidable portrait du maître avec le crâne-escargot.
S’il se reconnaissait d’une part marqué au fer rouge par les théories de Freud, il s’intéressera très tôt à l’étude de la paranoïa pour bâtir sur sa certitude la célèbre « méthode paranoïaque-critique » comme une « méthode spontanée de connaissance irrationnelle basée sur l’association interprétative des phénomènes délirants ». Cette méthode a eu des résultats tout à fait étonnants dans la découverte du réel, par exemple, dans l’intuition délirante qui l’a mené à la rencontre du cercueil caché dans le fameux tableau de l’Angélus de Millet. On peut lire à ce propos son livre Le mythe tragique de l’Angélus de Millet (J.-J. Pauvert, 1978) où il cite le docteur Jacques Lacan pour rapporter un entretien avec un malade paranoïaque dans la même veine de sa méthode.
La définition dalinienne du mécanisme paranoïaque rendait caduque, en effet, la conception psychiatrique de la paranoïa comme une « erreur de jugement » et donnait au délire le statut d’une interprétation de la réalité dans une activité créatrice logique. Le jeune psychiatre Jacques Lacan, qui est en train d’élaborer en 1932 sa thèse De la psychose paranoïaque dans ses rapports avec la personnalité ne pouvait qu’apprécier énormément cette voie de recherche et il sollicita un rendez-vous avec le peintre-écrivain. Le témoignage de Dalí sur la rencontre est rapporté – avec quelques imprécisions de dates à retenir- dans son livre de 1942, La vie secrète de Salvador Dalí (Gallimard 2002). On trouvera aussi un récit et un commentaire très instructives de cette rencontre amusant dans le livre de José Ferreira, Dalí-Lacan. åLa Rencontre. Ce que le psychanalyste doit au peintre (L’Hartmattan, 2003). Lacan vient de lire dans le premier numéro de la revue Le Minotaure l’article de Dalí, « Nouvelles considérations générales sur le mécanisme du phénomène paranoïaque du point de vue Surréaliste ». Il est le prologue à l’ « Interprétation Paranoïaque-critique de l’Image obsédante ‘L’Angélus’ de Millet ». Cet article vient d’être publié, comme par hasard, dans le même numéro de la revue et juste avant celui du Dr. Lacan « Le problème du style et la conception psychiatrique des formes paranoïaques de l’expérience ». La tuché de la rencontre dans l’espace de la revue viendra être scellée par celle d’une autre rencontre que Dalí mettra au compte de sa inquiétante destinée : « Je parais destiné à une excentricité terrifiante, que je le veuille ou pas ». å
En effet, Salvador Dalí passera tout l’après-midi dans son atelier en attendant Jacques Lacan dans un état « d’extrême agitation face à la perspective de l’entretien» et en essayant de la planifier, tant il veut que cet entretien soit « sérieux et normal ». Au même temps, il continue à travailler dans le portrait de Marie-Laure de Noailles qu’il est en train de réaliser sur la surface brillante du cuivre. C’est cette brillance de miroir qui l’empêche de voir clairement les profiles du dessein : « J’avais remarqué que je voyais beaucoup mieux ce que je faisais là où les reflets étaient plus brillants. Donc, je collais au bout de mon nez un petit carré de papier blanc d’un demi pouce. Sa réflexion faisait parfaitement visible le dessein des parties où je travaillais ».
Jacques Lacan arrive ponctuel ment à l’entretien. Salvador Dalí garde son cuivre-miroir et la rencontre se poursuit dans une « discussion très technique ». Ils sont, tous le deux, radicalement opposés aux théories organicistes de la psychose et ils partagent les mêmes raisons sur la logique et la structure du délire paranoïaque. Après deux heures de conversation intense, Jacques Lacan part avec la promesse de la poursuivre dans des nouveaux rencontres. Salvador Dalí reste avec l’impact et la perplexité d’une rencontre inédite mais aussi avec l’impact d’un certain regard du psychiatre qui scrutait de temps en temps son visage avec un sourire énigmatique. - Qu’est-ce qu’il me veut ? Ce ne sera qu’un moment après, quand Salvador ira se laver les mains, qu’il rencontrera dans le miroir, un autre miroir maintenant que celui du cuivre de son tableau, la réponse collée dans son propre visage :« Pendant deux heures j’avais discuté sur les sujets les plus importants avec le ton de voix le plus précis, objectif et grave, sans me rendre compte de l’ornementation troublante dans mon nez ». L’acte de l’oubli avait mis un blanc dans l’image du moi, symétrique à celle qui l’avait permis de continuer à travailler dans son tableau avant l’entretien, un blanc qui lui avait permis aussi de maintenir l’entretien au-delà de ce qu’il avait planifié, dans une rencontre qui fera date pour les deux sujets. À Salvador Dalí d’interpréter ce « papier blanc » de son inconscient par son côté signifiant : « Quel cynique aurait pu représenter ce rôle [« papel », papier] jusqu’à la fin ? » En effet, le rôle cynique du moi, - ce rôle que Dalí avait porté au statut d’Ego, dans la même fonction que Lacan lui donnera dans son enseignement sur les psychoses dans les années 70’ – c’est toujours de faire écran au sujet de l’inconscient.