Fragmento del Prólogo al libro de Silvia Tendlarz, «El inconsciente enamorado».
Grama ediciones, 2022.
Parlez-moi d’amour, decía una famosa canción interpretada por Lucienne Boyer allá por los años 20 del siglo pasado. Háblame de amor, como quien dice: háblame de veras, sin engaños, aunque no sea para decirme toda la verdad, aunque sea para no decirme toda la verdad, aunque parezca un cuento más. «Dime que me quieres, aunque no sea verdad», añadió después la otra canción. Más todavía: «Dime que me quieres, aunque sea verdad», como termina diciendo la que, de buen seguro, no será la última.
Hay, sin duda alguna, una complacencia, una satisfacción en hablar de amor. Tal como decía Jacques Lacan y Silvia Tendlarz nos recuerda en este libro, hablar de amor es en sí mismo un goce, una satisfacción de la pulsión que no tiene un objeto predeterminado pero que lo encuentra en la propia palabra de amor como un don insospechado, como una palabra que se convierte, ella misma, en un acto de amor. Hablar de amor es ya una prueba de que se ama de algún modo, haciendo más cierto todavía aquel aforismo de La Rochefoucauld según el cual hay personas que nunca se habrían enamorado si no hubieran oído hablar de amor alguna vez.
Háblame, pues, de amor. Es menos frecuente escuchar o leer la frase: «escríbeme de amor». La gramática española lo permite, pero no parece una expresión tan verdadera, tan genuina como «háblame de amor», resulta un tanto forzada. José Cadalso la utilizó en el siglo XVIII en sus Cartas marruecas, pero fue para evitar poner cualquier empeño en ello: «Dios me libre de escribir de amor». Hay algo que se escabulle en el hecho de escribir de amor, algo que se desliza inevitablemente hacia escribir sobre el amor, en un desplazamiento que no ocurre en el acto de hablar de amor. Y, sin embargo, no hay un género más universal que las cartas de amor, que no tienen por qué ser cartas sobre el amor, incluso conviene que no lo sean en absoluto si quieren ser verdaderas cartas de amor.
Es sabido que para Lacan no había nada más serio que las cartas de amor, aunque era porque en la lengua francesa una lettre d’amour es también una letra de amor, y también l’être d’amour, el ser de amor. La letra —y el lector encontrará en este libro múltiples referencias al campo de las letras, en todos sus sentidos— tiene una relación con lo real que el significante de la palabra dicha no tiene de entrada. Escribir de amor no parece lo mismo, entonces, que hablar de amor.
Este libro habla del amor, incluso cuando escribe sobre el amor. Y habla, en primer lugar, del amor más verdadero, tal vez el único verdadero, ese amor que fue el primer descubrimiento —invento más bien— del psicoanálisis: el amor al inconsciente que Freud llamó transferencia. La transferencia no es el amor, o el odio, que puede inspirar a veces la figura del psicoanalista. Esa es una tonta idea en la que creyeron algunos analistas —hombres, primeramente—, infatuados en su experiencia al confundirse con el lugar que ocupaban en ella como «sujeto supuesto saber», expresión con la que Lacan indicó la estructura de ese extraño fenómeno. El verdadero amor —aunque si uno sigue leyendo a Lacan termina por entender esta expresión como un oxímoron, como una contradictio in adjecto, como una contradicción insoluble—, el verdadero amor que miente como cualquier vía regia a la verdad, no es un amor a la figura del analista, sino que es un amor dirigido al inconsciente. La causa del amor es —o está en— el inconsciente, un saber que se hace escuchar en cada una de sus formaciones, ya sea el lapsus, el sueño o el síntoma. Y es la diosa transferencia la que supone un sujeto al saber del inconsciente. Esta es tal vez la mejor manera, la manera más amorosa, de leer la conocida expresión de Lacan «sujeto supuesto saber» para designar la transferencia, motor y obstáculo a la vez de la experiencia analítica. La transferencia es suponer un sujeto al saber del inconsciente, y no tanto suponer un saber a otro sujeto —ya sea o no un analista—, otro sujeto que no dejará de ser, también, una suposición, una creencia al fin y al cabo, y tan religiosa como cualquier otra. El amor es suponer un saber al otro sobre lo que yo soy, pero esta suposición no puede producirse si antes no se supone también un sujeto a ese saber.
Este libro, para quien sepa leerlo como conviene, habla, pues, de aquel nuevo amor que está en el principio del psicoanálisis para decir algo más sobre él. Y dice algo que nadie había dicho, que yo sepa, hasta ahora: que hay un «inconsciente enamorado» [...]