Tal como he señalado en el breve texto de presentación de esta conferencia (1), el verbo «confinar» tiene varios significados que nos plantean ya algunas de las paradojas que estamos viviendo en estos tiempos de pandemia. Confinar quiere decir aislar, encerrar, pero también quiere decir colindar, poner en contacto, en proximidad, en vecindad. La experiencia de la pandemia ha puesto de manifiesto, más todavía si cabe, la dificultad política y social para hacer compatibles diversos modos de vivir, para hacer compatible aquello que llamamos «formas de gozar», las formas de satisfacer necesidades, deseos y pulsiones. No hay una sola forma de gozar, homogénea y universal, aunque lo que llaman globalización nos empuje cada vez más hacia esta homogeneidad. De hecho, cuanto más empuje a lo homogéneo experimentamos por un lado, más aparecen por el otro las singularidades y las reivindicaciones de la diversidad. Es la razón de muchos conflictos sociales, políticos, culturales y religiosos de nuestra época. Hay una diversidad irreductible de formas de gozar, ya sea que las percibamos como culturas, como estilos de vida o como costumbres, formas que muchas veces se muestran incompatibles entre ellas.
La lógica de la burbuja
Cada uno goza según ciertas condiciones, cada uno tiene sus propias condiciones de goce. ¿Cómo confinarlas, entonces, en su diversidad, y en todos los sentidos de la palabra «confinamiento»? Empezaré haciendo lo que hoy llaman un spoiler, sin mantener el suspense esperando a ver cómo termina la serie. Responderé de entrada a la pregunta de mí titulo: no, las distintas formas de gozar no pueden confinarse de ningún modo, en ninguno de los sentidos. Es algo que nos enseña la experiencia del psicoanálisis. Hay siempre algo del goce que no puede confinarse del todo, que no admite límites. El goce siempre está más allá de los límites que Freud encontró trazados en el principio del placer, un principio que se mantiene poniendo un límite al exceso de placer que se transforma en goce. Una buena comida entre amigos se mantiene en los límites del principio del placer. El goce va más allá del confinamiento del placer. Y, por otra parte, hay también una imposibilidad de trazar fronteras claras y precisas entre las formas distintas de gozar para que no interfieran entre ellas. Necesariamente, llega un momento en que una forma de gozar molesta a la otra, hasta el límite de lo intolerable y de la segregación. Y este es un verdadero problema, un problema epistémico, clínico y político a la vez.
La pandemia ha obligado así a poner en marcha una política social de confinamientos distintos y sucesivos, y a una organización de la vida en burbujas. «Burbuja» se ha convertido estos días —al menos en España— en una palabra para nombrar cada forma singular de vida, cada forma de gozar. Es otro modo de designar el confinamiento, un modo más sutil todavía. Burbuja es estos días lo que llamamos, en el psicoanálisis de orientación lacaniana, un significante amo, una palabra que gobierna y que tiene también el poder de anular todas las significaciones. Todo puede permitirse o prohibirse según la burbuja de cada uno. Y cada uno debe estar y ser en su burbuja. Y hacemos una constatación clínica: la burbuja puede ser un aparato para enclaustrar el deseo, para vaciar la libido, un aparato de des-libidinizar al sujeto con los otros que están en la misma burbuja. Los cuerpos quedan fosilizados en las burbujas. Vemos cada vez más los efectos subjetivos de esta operación que se reproduce también en el uso de internet. Internet es también una burbuja, con la ilusión de que salimos de un lugar y entramos en otro. Pero no: la voz y la imagen viajan, pero el cuerpo queda «aquí», no sabemos muy bien dónde, en una suerte de no-lugar, en una burbuja.
La lógica de la burbuja nos plantea ya un problema de confinamiento, de sus límites, de sus fronteras. ¿Dónde termina una burbuja y empieza la otra? Al revés de lo que podría parecer a primera vista, la lógica de la burbuja borra las fronteras, las hace más frágiles, menos verdaderas también. Y muy especialmente borra las fronteras entre el interior y el exterior de los cuerpos. Lo escuchamos hoy en fenómenos clínicos diversos. En los servicios de salud se ha constatado un notable aumento de autolesiones, especialmente en adolescentes. Las autolesiones en la superficie del cuerpo —frecuentes en casos de anorexia— con cuchillas o instrumentos cortantes es un modo de intentar localizar el goce del cuerpo que no encuentra su confinamiento. Es un modo de intentar recuperar los límites del cuerpo, a veces con la experiencia del dolor. El signo del dolor, siempre más allá del daño real, es un modo de encontrar los confines del cuerpo.
Todo ello nos plantea también un problema sobre las fronteras entre los cuerpos, entre el cuerpo y la naturaleza, entre el cuerpo y lo real —lo real como distinto de la naturaleza misma—, entre lo vivo y lo muerto. No son fronteras tan claras, tal como estamos viendo en la experiencia de la pandemia y del confinamiento. De hecho, el famoso coronavirus plantea ya este problema de la frontera entre el interior y el exterior, entre lo vivo y lo muerto. El coronavirus no es ningún ser vivo hablando propiamente, es un organismo que muchos biólogos no aceptan como un ser vivo. Necesita de una célula viva, de un organismo vivo para transmitirse de un cuerpo a otro, pero él mismo no es un ser vivo, borra la frontera entre lo vivo y lo muerto, frontera, por otra parte, nada simple de establecer. ¿Qué es lo que define a un ser vivo si no es el hecho de que se satisface de alguna manera, una satisfacción que implica un goce? Entonces, la vida humana es una forma de gozar que confina estos días con este virus —ni vivo ni muerto— que llamamos coronavirus.
Entonces, con la pandemia algunos han descubierto que tal vez, visto desde la perspectiva de la naturaleza, es la propia especie humana la que se ha convertido en una epidemia, una especie que va en contra de sí misma hasta límites insospechados. Y no solo con la guerra, con la segregación, con el racismo y con la xenofobia que vemos florecer. La especie humana parece confinar consigo misma de maneras bastante contradictorias visto desde la perspectiva de la autoconservación. Freud llamó a esta paradoja con un nombre contradictorio en sí mismo: pulsión de muerte. La pulsión empuja a la vida, pero es también la que lleva a la muerte. Sólo hay pulsión de muerte en un ser hablante, en un ser que habita en un mundo simbólico de lenguaje. El coronavirus no es ni tiene ninguna pulsión de muerte, él solo sabe trasmitirse, multiplicarse de un cuerpo a otro. No sabe morir, ni tampoco vivir. O, tal como decía Heidegger: solo el ser humano muere; los animales y los virus, simplemente perecen.
Si la pandemia puede entenderse realmente como tal es por el hecho de que el ser humano es un ser hablante. Es el lenguaje el que es una pandemia, que se contagia de un ser a otro para hacerlo humano. Entonces, esta pandemia no es solo una pandemia biológica, la pandemia del virus covid-19, es también una pandemia de palabras, de sentido, de discursos, una pandemia de lenguaje que puede aliviar o complicar a la primera que entendemos como biológica. Pero es también el lenguaje el que produce formas distintas de gozar, el que establece la diferencia entre un modo y otro de gozar. Hasta llegar al racismo. No solo hay un racismo por el color de piel, hay también un racismo en la relación entre los sexos —los distintos feminismos nos lo hacen escuchar—, también un racismo lingüístico, con la extinción de las lenguas minoritarias. Todo ello es un índice de la dificultad para confinar la diversidad de los modos de goce.
El problema entonces es que el goce, en su diversidad, no puede confinarse tan fácilmente como querría el discurso que llamamos con Lacan «discurso del amo». El capitalismo, como una de sus formas modificadas, cree, por ejemplo, que la ley del mercado puede equilibrar por sí misma esta diversidad y sus contradicciones, que ella misma podrá regular las incompatibilidades entre las formas de gozar. No es cierto. El principio del mercado, como el principio del pacer, fracasa de distintas maneras en este ordenamiento. Y esta pandemia nos ha planteado, de manera más manifiesta todavía, los problemas para hacer compatibles las diversas formas de gozar. La cuestión podía comenzar al principio con el vecino que se aprovechaba de tener un perro para salir a pasear por la calle quince veces al día. Siempre había alguien que las contaba. Y se continúa ahora con quién se beneficia —más pronto, más tarde o incluso nunca—, de la distribución de las vacunas. El confinamiento de los goces precisa de un cálculo colectivo que hoy se extiende a la humanidad en su conjunto, y no parece que este cálculo pueda hoy terminar con el crecimiento de las distintas segregaciones al que nos vemos llevados. Ni falsamente optimista, ni catastrofista apocalíptico, el psicoanálisis sabe que después del declive de la función simbólica del padre —la función que clásicamente ordenaba el goce— lo que viene no es necesariamente mejor. Más bien, como indicaba Lacan, vamos del padre a lo peor.
La necesidad de compatibilizar las formas de gozar es hoy, pues, un problema fundamental. Desde el psicoanálisis situamos este problema en tres dimensiones: en una dimensión clínica, en cada sujeto particular, en una dimensión epistémica —del saber, también del científico— y en una dimensión política.
Dimensión clínica
Es sabido que los llamados «trastornos de salud mental» han aumentado notablemente durante este periodo de pandemia. Se han agudizado de manera general los fenómenos propios de nuestra civilización, del malestar en la cultura: incertidumbre y preocupación, hasta la crisis de ansiedad, fenómenos depresivos, aumento de diversos modos de autolesiones, y muy especialmente en adolescentes, aumento de adicciones diversas, el temor al contacto, la hipocondría. Y todo hace suponer que habrá más consecuencias en este sentido. Se habla ya de una ola, más allá de las olas propias de la epidemia, que será la ola de un creciente malestar por síntomas diversos. Hay síntomas que no aparecen de inmediato sino un tiempo después, como suele suceder en todo acontecimiento traumático. Se señala que tanto del lado femenino de los seres humanos como de las clases menos favorecidas económicamente estos efectos se hacen más patentes, más importantes.
Más allá de estos fenómenos esperables, no hay generalizaciones posibles. Hay también algunos sujetos con autismo y también casos de esquizofrenia y psicosis —bastantes curiosamente, aunque no todos por supuesto— que han «mejorado» sensiblemente, que han encontrado cierta estabilización. A mayor paranoia social y mayor aislamiento, más facilidad en algunos casos para soportar la situación y encontrar una estabilización. Se observa también un rasgo general: la fatiga pandémica —ansiedad, tristeza, apatía— y el sentimiento de soledad. El sentimiento de soledad no es lo mismo que estar solo. Se puede estar solo y no sufrir de este sentimiento que, curiosamente, también se produce y aumenta en compañía de los seres más cercanos. El sentimiento de la soledad no se produce siempre por el hecho de estar solo. Se puede tener un sentimiento de soledad rodeado por una multitud, también por una multitud de burbujas. Y la pandemia también nos ha enseñado esto: el problema es estar solo… con el propio cuerpo, con la excesiva cercanía del cuerpo en el que el sujeto se siente confinado.
El ser humano no es un cuerpo, sino que tiene un cuerpo. Y es en la relación con el cuerpo que tiene como hace la experiencia de una cercanía, más o menos soportable, con su propia forma de gozar con este cuerpo. En este registro, la angustia es el afecto de una excesiva proximidad con el propio cuerpo, que se hace demasiado real. La angustia, decía Jacques Lacan, es el afecto que no engaña sobre lo más real del ser humano, es la mejor brújula del objeto. Y en este punto es donde aparecen las singularidades que le importan al psicoanálisis en la clínica. No hay un temor igual a otro, cada sujeto pone en acto de manera diferente su relación con el propio cuerpo y con el cuerpo del otro.
Dimensión epistémica
El saber de a ciencia ha venido a ocupar para el sujeto contemporáneo el lugar del que se espera un saber absoluto, tal como se lo esperaba, desde siempre, de la religión. Hemos visto, sin embargo, que no hay saber absoluto, sino que hay posiciones diversas entre los especialistas, no siempre por razones obvias para la propia ciencia y la opinión pública. Y ello no solo sobre el tema, espinoso, del origen del virus sino también sobre las previsibles epidemias que pueden aparecen en un futuro. Con todo, hay un acuerdo general entre los especialistas epidemiólogos: no es nada extraño que se haya producido la pandemia del Covid-19. Lo extraño sería que no se produjera algo así en algún momento.
Karl Ekdahl, jefe de la unidad de enfermedades en el Centro Europeo de Control y Prevención de Enfermedades, afirmaba hace poco: «Viviremos con la pandemia al menos hasta finales de año». Sabemos ahora, sin embargo, que el coronavirus seguirá estando ahí, con todas las mutaciones que sobrevengan. También afirmaba: «No será la última pandemia que vivirá el mundo y no sabemos cómo será el próximo virus». La imposibilidad de una predicción se suma así a la incertidumbre por la distinta evolución de la pandemia en los diferentes lugares del planeta. El contagio y las mutaciones siguen leyes muy precisas desde la perspectiva biológica, pero no tanto desde la perspectiva social y cultural. Hay así un real imposible de calcular cuando esta segunda perspectiva actúa sobre la primera. El saber de la ciencia no puede precisar los efectos de esta retroalimentación entre el registro del lenguaje y el registro de lo biológico. Se nos dice que no se podrá vacunar el 100% de la población y que el antídoto tampoco será 100% efectivo. Lo que implica que «siempre habrá personas afectadas». Habrá más mutaciones y es posible que cada tanto «habrá que vacunar con una dosis extra» a la población para protegerla de las variantes. Sabemos, sin embargo, que esta indeterminación depende también de las políticas de vacunación y de patentes de las vacunas en los diferentes países.
Sabemos bastante más ahora que hace en un año, pero también hemos llegado a saber que no sabemos mucho sobre el origen preciso del coronavirus, de dónde viene, a adónde va. Sí sabemos que viene del mundo animal, pero no por qué intermedio ha llegado al cuerpo de los seres humanos. Es otro problema de confinamiento, de frontera entre el mundo animal y el de los humanos. ¿Cómo se produce este pequeño salto entre los dos mundos de consecuencias tan enormes? Es todavía una zona de no saber. Y todo este no saber no tiene nada qué ver con el real del coronavirus que va por su cuenta, que va «a su bola», con mutaciones imprevisibles que siguen una ley por descifrar cada vez. Pero es ante este otro real de la pandemia humana al que nos confrontamos hoy: un real sin sentido y sin una ley descifrable, según los modos de gozar que se diversifican en cada lugar y que lo convierten en una epidemia tan difícil de tratar. Lo más difícil de tratar no es tanto el coronavirus sino los efectos simbólicos que tiene en la propia epidemia que es el ser humano con sus formas de vivir y de gozar. Se constata ya entonces un nueva «ola» de la pandemia que será la de los trastornos de salud mental.
Finalmente, se está abriendo una hipótesis que al principio parecía solo fruto del pensamiento «conspiranóico». No es descartable el origen del coronavirus y de la epidemia por la acción misma de la investigación científica. En realidad, que su aparición sea debida a los efectos de la ciencia sobre lo real de la naturaleza es una hipótesis casi imposible de descartar, sea por los caminos que sea. Es una indeterminación que se convierte en certeza cuando el propio investigador entra en la pendiente de la angustia, signo de un real que el saber no puede controlar.
Al respecto, es interesante recordar aquella observación de Jacques Lacan a propósito del síntoma como un «acontecimiento de lo real» y su relación con la investigación científica: «[…] cuando los biólogos, para nombrarlos, esos sabios se imponen el embargo de un tratamiento de laboratorio de las bacterias so pretexto de que si se las hace demasiado duras o demasiado fuertes, podrían muy bien deslizarse por debajo de la puerta y limpiar por lo menos toda la experiencia sexuada al limpiar el parlêtre.» A Lacan, este «acceso de responsabilidad» le parecía hasta cómico: «Toda vida reducida finalmente a la infección que ella realmente es, con toda verosimilitud, es el colmo del ser pensante.» en este punto, la vida humana misma se convierte en una epidemia que quiere curarse de sí misma. Lo peor es que puede conseguirlo, limpiando el planeta de la propia vida humana, una vida que depende finalmente de la relación del sujeto con el goce de la lengua, con lo que Lacan llamaba, con un neologismo, lalengua. Y es por ello que añadía: «Lo malo es que no se dan cuenta de que la muerte al mismo tiempo se localiza en lo que en lalengua, tal como yo la escribo, hace signo de ella.» (2) Es el lenguaje, como aparato de goce, el que transmite el signo mismo de la muerte. Y es esta una dimensión que escapa a cualquier registro epistémico. De ahí la importancia de considerar su dimensión política.
Dimensión política¿Qué constatamos entonces? Constatamos que hay también aquí posiciones diversas que se mueven entre dos polos. Ante el temor al contagio y a la muerte, una parte de los seres humanos están dispuestos a ceder buena parte de sus libertades, de sus derechos civiles y de expresión. Y hay otra parte que puede obviar más o menos esta presencia de la muerte en nombre de estas mismas libertades. Se plantea así un conflicto entre estas dos partes.
A nivel global, constatamos un reforzamiento de las leyes del capitalismo, un discurso que se alimenta de su propia consumación, de su propio consumo. Lo estamos comprobando también con el mercado de fabricación y distribución de las vacunas. No es la solidaridad de una distribución equitativa lo que prevalece sino la promoción de beneficios. Lo que parece sin duda un gran error para el propio tratamiento de las pandemias a escala global. Y es que el goce hace estúpido al ser humano. El mercado de patentes de las vacunas está demostrando esta estupidez endémica de todas las políticas. Se vacuna a los países ricos —una persona cada segundo— en el llamado «primer mundo», y se olvida a la otra parte del mundo, cuando se trata de un problema global donde el cálculo colectivo es fundamental. En algunos países todavía no se ha administrado ninguna vacuna. Se insiste, pero parece en vano, en la necesidad de liberar las patentes de las vacunas, de compartir tecnología, de promover una producción masiva de un bien que debería ser considerado un bien público.
Al principio de la pandemia, algunos alimentaban una fantasía: que el llamado «distanciamiento social», un eufemismo del «no se toquen» —con todas las resonancias que ello tiene— podría dar lugar a un mayor acercamiento subjetivo, que podrían reforzarse los vínculos de solidaridad entre los seres humanos. No era un ideal armónico de amor fraterno. Los analistas sabemos que esta ideal encierra un imperativo imposible ante el que ya Freud retrocedió: amarás al otro como a ti mismo. Era el resultado de constatar que el ser humano no puede salvarse individualmente como especie sino es a través de un cálculo colectivo. Hay, es cierto, un sujeto colectivo que llamamos Humanidad y que está viviendo la imposibilidad de confinamiento de las distintas formas de gozar. Se decía que la pandemia sería una gran oportunidad para encontrar una forma alternativa de responder a todas estas paradojas del goce, de distribuirlas de una buena manera. Constatamos que no es así. No parece nada fácil la existencia de una justicia distributiva cuando se trata del goce. Cuando se trata del goce, no es tanto que cada uno pueda disfrutar de lo mismo que los otros, sino de que el otro no pueda disfrutar de lo que uno no puede disfrutar.
De modo que muchos —aunque no la mayoría— volveremos al turismo masivo y a movernos lo más rápidamente posible por el globo terráqueo. Y volveremos a hacer todo lo posible para que continúe el deshielo progresivo, imparable, de los glaciares. Sabemos ya —no parece una hipótesis descabellada— que es en muchos glaciares donde existen —en estado latente, han estado ahí miles de años— unos 30 nuevos grupos de virus, a la espera de ser liberados por el deshielo. Los científicos nos dicen que «deberíamos preocuparnos» ante esta posibilidad, «pero no hasta llegar a la paranoia», ya que la mayoría de los virus suponen un mayor riesgo para las bacterias que para los humanos. Y aun así… hay quien piensa que sería mucho mejor ser un poco paranoicos y mantenerlos confinados. Pero no parece tan fácil. El problema es que nosotros confinamos —colindamos, entramos en contacto— cada vez más con ellos, debido a nuestros modos de vida. Lo que ocurre en un pequeño rincón del planeta afecta entonces, cada vez más rápidamente, cada vez más sincrónicamente, a todos los otros lugares del planeta. No es para angustiarnos demasiado, pero sí un poquito. Un poco de angustia, un poco de paranoia, tal vez nos permita movilizarnos en otra dirección. De hecho, Lacan sostenía que el ser humano navega entre dos posibilidades diagnósticas: entre la paranoia y la debilidad mental. Demasiada angustia bloquea, pero a pequeñas dosis puede despertarnos del sueño de la promesa de un goce sin pérdida. Cuando no hay ningún signo de angustia, tampoco hay brújula alguna para limitar, para confinar el goce que se alimenta sin límites de sí mismo, de una manera adictiva.
Y este es un verdadero problema político: ¿Qué política está hoy dispuesta a sostener que es necesario perder una satisfacción para que exista el deseo? ¿Qué político se atrevería hoy a poner en suspenso la promesa de un goce sin pérdida sin creer, él miso, que va a perder toda posibilidad de gobernar? Y, sin embargo, debemos decir que no hay política posible sin pérdida. De hecho, para el psicoanálisis, no hay deseo posible sin una pérdida, una pérdida en relación a esta promesa de goce. No hay producción sin pérdida de goce, y la propia pérdida es entonces productiva.
Entonces, si algo nos está mostrando este periodo de pandemias y confinamientos es la importancia de la pregunta: ¿Qué soy como ser-hablante, como ser de goce, para mí y para los otros? ¿Cómo debo hacerme responsable de mi forma de vivir y de gozar cuando «confina» con la forma de vivir y de gozar de los otros? Es la pregunta que quiero subrayar para abordar un último punto, un tema que me ha sugerido la lectura del libro titulado «Pandemia», del filósofo esloveno Slavoj Zizek (3).
La epidemia del goce
Slavoj Zizek, con quien podemos compartir algunas referencias —aunque no siempre compartimos su modo de leer y de entender el psicoanálisis de Lacan— explica siempre algunos chistes que resultan muy ilustrativos. Lo mejor de Zizek son los chistes que explica, siempre tienen un jugo que hay que saber extraer, aunque a veces él no parece que termine de hacerlo. En el reciente libro que he citado, donde relata su propia experiencia durante este último año de pandemia, explica un chiste que dice algo de la verdad de la experiencia que todos estamos viviendo, aún sin saberlo del todo.
Un hombre, a quien se le tiene por loco, cree en su delirio que es un grano de trigo y es ingresado, confinado, en el hospital psiquiátrico. Creer ser un grano de trigo puede ser signo de un extraño modo de gozar, algo que puede parecernos inadmisible. Los psiquiatras intentan convencerlo de que él no es ningún grano de trigo, de que es un ser humano, un ser hablante. Cuando finalmente tienen el convencimiento de haberlo conseguido, deciden que el hombre ya puede salir de su confinamiento en el hospital psiquiátrico y entrar al mundo de nuevo, al «exterior». Pero solo salir, el hombre vuelve rápidamente al hospital, temblando de miedo, diciendo que en la puerta del hospital ha encontrado una gallina y que tiene terror a que la gallina se lo coma. «Estimado», le dice el médico, «usted ya sabe perfectamente que no es ningún grano de trigo, sino que es una persona». «Por supuesto que lo sé», responde el paciente, «pero ¿están ustedes seguros de que la gallina lo sabe?».
Este es precisamente el problema de la diversidad de goces imposibles de confinar. El problema es el Otro, y el goce que supongo en el Otro con respecto a mi, sea yo lo que sea, sea el otro lo que sea, incluso si es una gallina. El problema es qué soy yo para el Otro. Y qué soy para el Otro es algo que solo se descifra en el corazón más íntimo, más ignorado, del fantasma de cada sujeto. El fantasma es una maquinaria de goce, una máquina para tratar el propio goce que es siempre tan insoportable como adictivo. De hecho, cuando «salimos», cuando salimos también del confinamiento, no dejamos de confinarnos en este exterior que es a la vez un interior más interior todavía que el del primer confinamiento, y que es nuestro propio fantasma. Cuando salgamos de todos los confinamientos imaginables, seguiremos sin embargo «confinados» en nuestros fantasmas más íntimos, los fantasmas que confinan con el fantasma del goce del Otro. En realidad, para seguir el chiste de Zizek, hay que decir que cada uno de nosotros es un grano de trigo para una gallina —la gallina es lo más real de nuestra existencia— una gallina a la que habrá que saber despistar, sin provocarla demasiado.
Más bien, el psicoanálisis, a diferencia de esta psiquiatría caricaturizada en el chiste de Zizek, nos lleva a esta certeza, a este convencimiento íntimo: cada cuerpo hablante es un grano de trigo que se agrupa en espigas como puede para confinar su goce con el de los otros, para no sentirse solo en su propio goce. Y no hay confinamiento posible del goce de ser grano de trigo para la gallina, para el goce que suponemos en la gallina. Lo que nos amarga la vida es la suposición del goce del Otro, un goce que siempre suponemos extraño e intolerable, frente al que podemos convertirnos en más o menos racistas, xenófobos por estructura con la gallina en cuestión.
Zizek traslada este chiste a la situación actual: «¿Por qué lleva usted mascarilla si no cree que funcione? Sí, yo creo que no funciona, ¿pero está seguro de qué el virus lo sabe?» Y este es el problema, tanto en la dimensión clínica, epistémica y política: ¿qué soy para el saber y el goce del Otro? Nadie sabe muy bien qué es para el Otro. Construimos toda suerte de fantasmas para intentar responder a esa pregunta. Puedo ser contagioso para el Otro, puedo ser un extraño al que hay que confinar. El principio de solidaridad entre los seres humanos no basta para eliminar este pequeño delirio que llamamos fantasma. No es ninguna tontería. Este pequeño delirio —epidémico por sí mismo— nos plantea la cuestión de la imposibilidad de confinar el goce. El goce del ser hablante es una epidemia que alimenta y se alimenta ella misma de la suposición de un goce en el Otro. Es una epidemia cuyos pasos siguen las huellas del inconsciente para cada sujeto.
Y es solo con la lectura y el desciframiento, uno por uno, de estas huellas que llamamos inconsciente, como el psicoanálisis puede operar con lo real de la pandemia que significa ser un ser hablante, un ser humano habitado por lo más inhumano del goce, un goce que será siempre imposible de confinar.
Jacques Lacan, La Tercera. «Actas de la Escuela Freudiana de París», varios autores, págs. 159-186, editorial Petrel, Barcelona, España, 1980.