11 de setembre 2020

Poesía, amor y síntoma



 









Respuestas a la revista «Desencuentros»

 

1. ¿De qué le sirve la poesía al psicoanálisis?

 

La referencia del psicoanálisis a todas las artes es una constante desde sus orígenes. La obra de Freud esta repleta de referencias a la pintura, a la escultura, a la literatura y muy especialmente a la poesía. La poesía forma parte para el psicoanálisis de su saber referencial, para tomar la expresión que Lacan utilizaba para situar el conjunto de saberes que el psicoanalista debe conocer necesariamente para orientarse en su formación. Esta es una primera vertiente, obvia y manifiesta, del servicio que la poesía ha prestado y seguirá prestando al psicoanálisis. Acabo de escribir, por ejemplo, un breve texto a partir de un debate organizado por la red Zadig en España en el que ha participado un poeta amigo del Campo Freudiano, Luis García Montero, y he tomado como guía una expresión suya que define muy bien un rasgo de la subjetividad de nuestro tiempo: «Vivir donde no somos». En efecto, en estos tiempos de pandemia, más que nunca nos encontramos viviendo ahí donde no somos, ahí donde nuestro ser se escapa, ausentes de nosotros mismos. Muchas veces es el poeta quien nos libra, yendo siempre un paso delante de nosotros, una expresión, una figura, un significante que interpreta aquello que los conceptos no llegan a decir.

Hay, sin embargo, otro servicio más importante todavía que la poesía puede ofrecer al psicoanálisis si tenemos en cuenta su sentido originario de «poiesis», de creación, de producción de una obra con la materia prima que es la propia lengua. En este punto no se trata ya de la utilidad de un saber referencial sino de la relación con el goce, con la satisfacción pulsional que es, por sí misma, inútil. El goce no es útil, tal como señalaba Lacan, o tiene sólo la utilidad de lo inútil, como dice el título del libro de Nuccio Ordine. No estamos ya aquí en el registro del saber referencial de la poesía sino en el registro del saber textual. El saber textual es el saber del inconsciente, no tiene un referente unívoco, es el saber de los sueños, de las diversas formaciones del inconsciente que está estructuradas como un lenguaje y que toman como soporte el material de la lengua. Es aquí donde la poesía, y no tanto el poeta como individuo, nos enseña un uso singular del lenguaje que está presente de una manera u otra en las formaciones del inconsciente de cada sujeto. Dicho de otra manera, el sujeto del inconsciente no es un poeta, pero las formaciones del inconsciente están construidas al modo del poema, con sus propias metáforas y metonimias que elaboran la relación singular que el sujeto mantiene con la pulsión, con sus formas de gozar en la vida. Y aquí la experiencia del psicoanálisis puede muy bien igualarse, tal como indicaba Jacques-Alain Miller en uno de sus cursos, a «Un esfuerzo de poesía», a un esfuerzo de creación. Si se me permite seguir con la paradoja anterior de la utilidad de lo inútil, la «poiesis» del inconsciente se sirve de aquello que no sirve directamente para nada en el registro de la producción de los bienes de consumo. Pero el síntoma, en su sentido más eminentemente analítico, está hecho también de este goce inútil, es una formación de goce, de la utilidad de lo inútil. El psicoanálisis es la experiencia que puede permitir a cada sujeto servirse de su síntoma para no sufrirlo en una servidumbre voluntaria. 

 

 

2. ¿Es posible pensar el amor como una categoría política?

 

Me parece una buena perspectiva para seguir la orientación de aquella «extensión del psicoanálisis en el campo de la política», tal como Jacques-Alain Miller la definió hace unos años, en 2017, con la apuesta de la red Zadig, una red de conversaciones políticas que debe animar la Asociación Mundial de Psicoanálisis. Si el psicoanálisis puede promover «una política del síntoma» —esta fue también la apuesta de Lacan— es porque es una política fundada en la transferencia que es, en primer lugar, una experiencia de amor al saber del inconsciente. Generalmente las políticas al uso rechazan la dimensión del síntoma como algo que hay que borrar del mapa de este hermoso país que llamamos «estado de bienestar». La política del «estado de bienestar», en su sentido más habitual, suele considerar la dimensión del síntoma como un problema que hay que curar de inmediato, que hay que resolver de con la administración de un sentido que borre su inutilidad. No hay política actualmente que no prometa un goce, y es siempre un goce que se supone sin pérdida. Lo que suele producir en el mejor de los casos simplemente un desplazamiento del síntoma. O, peor aún, su explosión. De hecho, estamos viviendo estos días una verdadera explosión pandémica de las políticas que nos prometían gozar siempre un poco más y que se encuentran ahora con un real que ha puesto un palito en la rueda del imperativo de goce de nuestra civilización. Es un palito —tan pequeño e invisible como un virus— que ha puesto en jaque a todas las políticas neoliberales que entienden el goce como algo que podría obtenerse siempre sin pérdida alguna, un modo de gozar que podría reciclar todos los restos que produce. Pues bien, sentimos ahora que podemos ahogarnos en los restos de goce de una civilización que Lacan equiparó, sin cortarse un pelo, a la cloaca. La civilización de la promesa de un goce sin perdida termina en una cloaca.

Frente a este «estado del malestar» en el goce, que ya Freud interpretó con su «malestar en la cultura», el psicoanálisis entiende la dimensión del síntoma no como un problema que hay que borrar de inmediato siguiendo un furor higienista sino como un intento de solución. El síntoma contiene en sí mismo la clave de su trartamiento, no es una inadaptación a la realidad que hay que corregir sino aquello que el sujeto construye para responder a lo real, un real al que será siempre imposible adaptarse. En lugar del rechazo del síntoma como odioso, ¿podemos decir entonces que el psicoanálisis promueve un amor al síntoma? Sería un amor por el trabajo de desciframiento del síntoma entendido como una formación del inconsciente, para darle un uso que no ahogue al sujeto, sino que le permita respirar un poco mejor. Para ello deberíamos pasar de una política del «estado del bienestar», que será siempre un «estado del malestar», a un estado del bien-decir. 

Pero el bien-decir del inconsciente, como decía el propio Lacan, no nos dirá nunca dónde está el Bien.