12 de desembre 2015

El autismo sin marcadores


Intervención en el Foro Autismo, Barcelona, 11/12/2015


Estamos en una época en la que los modelos clínicos para el tratamiento de las diversas enfermedades se suceden a una velocidad creciente. Y ello es debido en parte a los avances técnicos, tanto en el procesamiento de datos informáticos como en los nuevos equipos de observación no invasiva del organismo humano.
Pero los avances tecnológicos no siempre significan un avance en los conceptos que deberían orientar y ordenar la clínica. Más bien puede suceder al revés. Así, en el campo de las llamadas “neurociencias”, lugar de referencia habitual de dichos avances en el campo de la salud mental, se ha señalado con razón el estado más bien precario de la consistencia de los conceptos utilizados. Por ejemplo, y para dar sólo una de las múltiples referencias que hoy encontramos sobre este tema, dos investigadores del Neurocentre Magendie de Burdeos, (Michel Le Moal y Joël Swendsen), han señalado recientemente que “las neurociencias han progresado más sobre la base de avances tecnológicos que no sobre la base de avances conceptuales”. El recurso constante a las nuevas técnicas provenientes de otras ciencias, como las imágenes por resonancia magnética (IRM) o similares, “ha conducido [así] a una visión progresivamente reduccionista del cerebro y de sus funciones”. Por otra parte, tal como señalan los mismos autores, las construcciones psicológicas que intentan escapar a este reduccionismo dejan en el más oscuro misterio buena parte de las conductas individuales observadas: “de hecho —acaban diciendo— la separación entre estas dos aproximaciones nunca ha sido tan grande como ahora”[1]. Así, se constata un progresivo distanciamiento entre los instrumentos diagnósticos y la práctica terapéutica efectiva.
Dicho de otra manera: en este campo, cuanta más precisión existe en las técnicas de exploración, menos se comprende qué se está observando y qué relación tiene con lo que se acaba diagnosticando. Lo que es una muestra más de la creciente independización de la técnica y de sus nuevos recursos en relación a la ciencia que debería saber pensar y orientar su uso. Tal como señalaba Jacques-Alain Miller hace un tiempo en su Curso: “Nos damos cuenta hoy de que la tecnología no está subordinada a la ciencia, representa una dimensión propia de la actividad del pensamiento. La tecnología tiene su propia dinámica”.[2]
Esta dinámica propia de la técnica es la que, de hecho, está arrastrando desde hace unas décadas a la clínica a sus sucesivas remodelaciones. Con respecto a la llamada “salud mental”, y muy en especial en la clínica del autismo, no se trata ya de una remodelación del edificio sino de un cambio radical del propio modelo en sus fundamentos. El clásico manual del DSM, que ha ido extendiendo de manera tan ambigua el término “autismo” hasta transformarlo en ese “trastorno de espectro autista” cada vez más inespecífico, responde a un modelo de descripción estadístico que sus propios redactores están poniendo, como es sabido, cada vez más en cuestión.
No olvidemos que el manual del DSM tuvo de hecho sus primeras inspiraciones en los desarrollos de una clínica psicoanalítica en la que los postfreudianos habían perdido ya la brújula de la propia experiencia freudiana. El furor descriptivo y estadístico fue ganando así la partida hasta hacer hoy de este manual un pesado instrumento cada vez más inoperante para una clínica que, de hecho, despareció en combate ya hace tiempo.
Con respecto al autismo, el resultado es finalmente de lo más confuso. ¿Qué designa hoy el nombre autismo? Éric Laurent lo ha resumido de manera precisa en su libro La batalla del autismo. De la clínica a la política, donde leemos: “Se puede sacar en todo caso una primera enseñanza de los debates con respecto al autismo: un nombre excede a las descripciones de su sentido. Ya no se sabe muy bien lo que este nombre designa exactamente. Su función clasificatoria produce efectos paradójicos: la clasificación que resulta de ello se revela de lo más inestable”.[3]
Así, las marcas del autismo, en el sentido de los rasgos clínicos que lo definirían, se han vuelto cada vez más imprecisas hasta llegar a ampliarse a rasgos que pueden encontrarse también en el común de los humanos.
Por supuesto, esta circunstancia es una objeción de principio que no ha pasado desapercibida para los gestores de la salud mental y sus evaluadores. Ante esta confusión creciente, se anuncia ya una nueva clínica, que promete barrer con las imprecisiones y contradicciones de la clínica que parece destinada a pasar pronto a la historia, como la antigua clínica basada en el DSM. Aunque el debate entre las dos orientaciones se ha establecido ya a ambos lados del Atlántico, todo indica que el cambio de modelo será progresivo pero también profundo. Se trata, en efecto, no de una nueva remodelación de la fachada del edificio clínico sino de un cambio de sus fundamentos siguiendo el nuevo modelo de la hoy llamada “Precision Medicine”, la “Medicina de precisión”. Es la orientación marcada por el National Institute of Mental Health americano, que se propone de hecho substituir a la “Evidence Based Medicine”, la medicina basada en la evidencia o en los indicios, que requería de alguna forma de una interpretación de los rasgos clínicos. El modelo de la “Precision Medicine” no tiene por qué hacer ya un recurso al ambiguo testimonio de la palabra del propio sujeto o de sus familiares, palabra siempre equívoca en sus posibles y múltiples sentidos, o a las descripciones y observaciones que se multiplican de manera incesante. El proyecto Precision Medicine Iniciative, anunciado por el presidente Obama el pasado mes de Enero, cuenta con una nuevo instrumento, —además de un enorme presupuesto— , un instrumento absolutamente independiente desde su principio de la palabra y del lenguaje, igualmente independiente de la observación clínica clásica. Este nuevo modelo, bautizado como RDoc (Research Domain Criteria) cuenta con la técnica basada en los biomarcadores.

Un biomarcador es una sustancia que funciona como indicador de un estado biológico. Debe poder medirse objetivamente y ser evaluado como signo de un proceso biológico normal o patológico, o como respuesta a un tratamiento farmacológico. En el registro genético, un biomarcador puede ser una secuencia de ADN detectada como posible causa de un trastorno. Así, el mismo procedimiento que puede utilizarse para la detección y tratamiento de la diabetes o de distintas formas de cáncer, se piensa también utilizable para toda la serie de trastornos mentales, incluido por supuesto el autismo cuando se lo incluye en esta serie. Desde hace un par de décadas, los laboratorios de investigación se han lanzado a la búsqueda de biomarcadores de la más amplia serie de trastornos descritos, con un optimismo exacerbado por los lobbies de la industria farmacéutica y de ingeniería genética, con la promesa de descubrir los biomarcadores que determinarían dichos trastornos. Con respecto al autismo, no había día sin que apareciera un artículo en las revistas científicas con la hipótesis de tal o cual biomarcador, de tal o cual secuencia de ADN que estarían “implicados” —es el término que se suele utilizar— en la determinación del amplio cuadro definido como autismo o como “trastorno de espectro autista”. Hemos reseñado ya algunos en otra parte. El optimismo decrece y va dando lugar a un fundado escepticismo a medida que se encuentran más y más hipótesis imposibles de verificar para un número suficiente de casos. Más bien parece que a cada caso correspondería una configuración específica.
Se da aquí una nueva paradoja, señalada por nuestro colega Dr. Javier Peteiro, propio de la era de las tecnociencias: “Es llamativo que la Biología se haga determinista cuando la Física ha dejado de serlo. Un determinismo absolutamente infundado, genético o neurobiológico persigue dar cuenta no sólo de cómo es un individuo sino de cómo actuará en un contexto dado.”[4] Como reacción a este determinismo infundado, la nueva Biología llamada “de sistemas” sostiene por el contrario la continua interacción entre procesos que pertenecen a niveles distintos de la jerarquía biológica, que van desde lo molecular hasta la totalidad de los órganos, aparatos y sistemas que conforman el organismo.[5] Y en todo caso, esta interacción está lejos de explicar la respuesta singular que cada sujeto da a su complejidad.
En la carrera a la búsqueda de marcadores del autismo, los llamados “candidatos” no han faltado. Hace cinco años, un conocido y polémico artículo publicado por Helen V. Ratajczak, que había sido una de las principales científicas en un notorio laboratorio farmacológico, hacía una recensión de al menos 79 biomarcadores para el autismo, que podían ser medidos en los sistemas gastrointestinal, inmunológico, neurológico y toxicológico del organismo. Les ahorro la enumeración. La propia autora no deja de avisar de entrada sobre la enorme dificultad y complejidad a la hora de definir las condiciones tan heterogéneas que definen el autismo. Y termina afirmando que “no puede considerarse un solo biomarcador como específico para el autismo”, de modo que resulta absolutamente “inadecuado indicar marcadores únicos”[6] para este amplio espectro de trastornos. Por otra parte, muchas veces el autismo resulta sindrómico, es decir secundario con respecto a otros trastornos orgánicos, lo que hace todavía más complejas las hipótesis.
La lista de biomarcadores candidatos sigue, sin embargo, aumentando. El problema no es ya si puede existir o no un biomarcador para el autismo. El problema es que, siguiendo esta vía, no dejan de aparecer cada vez más, en una progresión que tiende infinitesimalmente a definir el conjunto de rasgos que configuran el organismo humano. De ahí el progresivo escepticismo en estas vías de investigación que, por lo demás, no han tenido la menor incidencia en el tratamiento y en la vida de los sujetos con autismo.

Cuando uno se aventura a explorar esta selva de referencias, de las que nadie puede tener hoy una visión de conjunto, se da pronto cuenta de la existencia de un problema de principio. Los investigadores que promueven y llevan a cabo estas investigaciones rara vez son clínicos, es decir, rara vez se han visto confrontados al tratamiento de personas con autismo. Peor aún: buen número de veces —como en el caso que comenté hace poco sobre un nuevo posible candidato situado en la proteína denominada Shank3— los datos han sido extrapolados a partir de la experimentación con roedores, ratones que han sido diagnosticados como autistas por el hecho de observarse en ellos conductas antisociales, o una “anormalidad en la sociabilidad”, después de haberlos privado de dicha proteína.
De más estaría señalar que la mera idea de diagnosticar a un ratón de “autismo” es un contrasentido absoluto, cuando no un insulto a una tradición clínica que ya tiene suficientes dificultades, como hemos visto, para ordenar el cuadro de fenómenos agrupados bajo este término.
La impresión, después de volver de esta selva de referencias, es que, tanto en los estudios más bienintencionados como en los más inverosímiles (como el que afirma que el plaguicida glifosato producirá un 50% por ciento de niños diagnosticados como autistas dentro de diez años),  ya no se sabe muy bien qué es lo que se está buscando. El autismo es hoy una llave perdida y, como en el cuento de Wenceslao Fernández Flórez, es una llave perdida que se sigue buscando en la noche bajo el farol con la buena excusa de que ahí hay más luz.

Digámoslo así para recapitular: la multiplicación de hipótesis sobre biomarcadores y marcadores genéticos, lejos de arrojar alguna luz sobre la imprecisión conceptual que subyace en la noción de autismo, no hace más que oscurecer el verdadero lugar en el que conviene investigar, el que debe promover nuestro interés para tratar y hacer más soportable la vida del sujeto con autismo. El sujeto con autismo es, en primer lugar y a pesar de las apariencias, un sujeto que tiene algo que decirnos —así lo planteó Jacques Lacan de manera tan simple como subversiva—. Es un sujeto que vive y se debate en un mundo de lenguaje que le resulta tan inhóspito como a veces indiferente, pero que tiene sus leyes propias, leyes que debemos aprender a descifrar en cada caso. Y en este campo, en el campo del lenguaje en el que siempre tratamos al sujeto, las resonancias magnéticas, como suelo decir, sirven de bien poco porque de lo que se trata es de estar atento a las resonancias semánticas, a los sentidos y sinsentidos que atraviesan cada acto, cada momento de la vida del sujeto con autismo.
En este campo de juego del lenguaje el autismo se escabulle, en efecto, de todos los marcadores que queramos emparejarle, ya sea —si me permiten la analogía— con el sistema de marcadores por zonas o  de un marcaje jugador a jugador. Y ello por la sencilla razón de que la verdadera marca del sujeto con autismo se encuentra no en su organismo sino en su objeto, en ese objeto que con el que suele acompañarse con tanta frecuencia, ese objeto que a veces nos parece tan inútil como ineficaz para vivir en el mundo, incluso molesto, aunque otras veces se muestre de una utilidad y de una eficacia asombrosas.

Permítanme aquí un testimonio personal sobre un episodio que sigue hoy muy presente para mí. A finales de los años setenta, tuve la suerte de empezar a trabajar en un centro de educación especial. Ahí me encontré con un niño de siete años, llamado José. Era un niño que no reconocía su imagen en el espejo, que apenas dirigía una palabra a nadie, que sólo gritaba palabras sueltas e incomprensibles, acompañadas de extrañas estereotipias repetidas una y otra vez. José deambulaba frenéticamente por las distintas estancias de la institución, intentando encontrar el perímetro de un espacio que parecía para él tan invivible como imposible de delimitar. Buscaba así desesperadamente un borde en el que alojar su cuerpo, un cuerpo que él mismo experimentaba, precisamente, sin borde alguno. Cuando me encontré con él, José mostraba en su cara dos marcas, dos inquietantes heridas, exactamente simétricas, en sus mejillas, dos marcas que él mismo se abría constantemente. Con estas dos marcas, José se movía de un lugar a otro sin sentido aparente, como si fuera arrastrado por las dos únicas palabras que gritaba a las paredes, dos palabras que eran una en realidad: “Tren-José”. Cuando a veces llegaba a detenerse, su actividad preferida era formar hileras con objetos de lo más heterogéneos, en un tren inmóvil que sólo se hacía un lugar añadiendo, de forma metonímica, un vagón más para llegar a ninguna parte. Quien haya tratado con niños con autismo reconocerá de inmediato este tipo de fenómenos. Son fenómenos de lenguaje a los que prestamos la mayor atención cuando nos orientamos en la enseñanza de Lacan.
Por mi parte, tardé más de seis meses en entender que el tren en cuestión no era para José un objeto exterior a él, no era un objeto constituido y representable fuera de su cuerpo, un cuerpo que carecía de los bordes simbólicos necesarios para distinguir un interior y un exterior. José venía cada día en tren con su madre al centro. Tardé más de seis meses en entender que ese “Tren-José” atravesaba literalmente su cuerpo de manera aterradora, que no había para él distancia alguna con el rugir del tren incrustado en él, que ese rugir seguía resonando en su cuerpo una vez el tren ya había partido. Y que atravesaba su cuerpo siguiendo las dos vías que aparecían exactamente marcadas en su rostro, sin imagen especular posible.
Con ese descubrimiento hubiera podido tal vez iniciarle en una serie de rutinas adaptativas destinadas a hacerle más soportable el viaje en tren con su madre, y tal vez parar un poco así su ritmo frenético con la esperanza de incrustarle por mi parte las llamadas “habilidades sociales” necesarias para convivir de la buena manera con sus congéneres. No hice nada de eso. Me permití únicamente acompañarle en su deambular frenético por la sala en la que estaba con él y aprovechar los momentos de detención para incluirme yo en la serie de objetos de su tren. Así apareció un buen día un nuevo elemento en el tren de vagón único de sus palabras y vino con un nuevo grito: “Tren-José-Miel”. Entiéndase “Miel” como un trasunto o como una dulce transcripción de mi nombre, si quieren. Lo importante es que ese nuevo vagón fue el inicio de una posible entrada en su vía cortada, el inicio de un extraño vínculo entre “mi” y “él”. Si esa contingencia, casi azarosa, como al pasar, no me pasó por alto fue sin duda porque yo transitaba ya los escritos y los seminarios de Lacan, aunque no lograra entenderlos del todo.
Lo que puedo decir hoy es que si yo hubiera tenido en aquel momento más formación en el Campo Freudiano habría tardado desde el principio no más de seis minutos en entender que en ese “Tren-José” se jugaba toda la estructura de lo que hoy llamamos el “objeto autista”, un objeto sin bordes y que no está localizado a partir de un interior y un exterior del cuerpo, un objeto que es, sin embargo, la vía regia para tratar la insondable decisión del sujeto de rechazar todo vínculo con el otro, todo vínculo que no pasara por esa vía extraña. De este objeto fundamental, principio de todo tratamiento posible, no hay marcadores, sólo marcas que a veces aparecen en el cuerpo, en la lengua o en la imposibilidad de construir uno y otra.
Para localizarlo, no hacía falta ningún escáner, ninguna resonancia magnética, ningún otro medio y presupuesto —entiéndase incluso en su sentido más económico— que haber entendido un poco al menos el aforismo lacaniano según el cual “el inconsciente está estructurado como un lenguaje”, haber entendido que ahí reside finalmente la eficacia de un tratamiento posible siguiendo su orientación.

Este episodio me enseñó que el único marcador del sujeto, el más fiable, se encuentra en el lenguaje, y más todavía cuando la palabra se pierde en los laberintos de un cuerpo imposible de construir. El autismo sin marcadores es el autismo de la palabra, de la lengua privada que debemos aprender a escuchar y a descifrar en las marcas del cuerpo hablante.
Es un tema de suficiente importancia en la actualidad como para que la Asociación Mundial de Psicoanálisis haya creado un Observatorio sobre políticas del autismo, dedicado a investigar y a proponer acciones siguiendo esta orientación.
Es un problema de actualidad clínica, sin duda, pero lo es porque también es finalmente un problema de civilización, es decir de qué civilización queremos. O bien una civilización de sujetos reducidos a biomarcadores, o bien una civilización de seres de lenguaje que quiera descifrar su destino en una cadena de palabras, por simple que parezca, para tratar su malestar.






[1] Michel Le Moal, “Sciences du cerveau : la longue route vers la maturité et le réductionnisme du temps présent”, in Comptes Rendus Biologies 2015.
[2] Jacques-Alain Miller, “Nullibieté”, Cours Orientation lacanienne, 14/11/2007 (inédito).
[3] Éric Laurent, La bataille de l’autisme. De la clinique à la politique. Navarin-Le Champ freudien, Paris 2012, p. 52-53.
[4] Javier Peteiro Cartelle, “Víctima. La presión de las tecnociencias: habitar o ser rehén del cuerpo”, en Freudiana nº 73, Barcelona, Abril 2015, p. 75.
[5] Ver al respecto, Denis Noble, La música de la vida. Más allá del genoma humano. Ediciones Akal, Madrid 2008.
[6] Helen V. Ratacjzak, “Theoretical aspects of autism: biomarkers —a review”, in Journal of Immunotoxicology, 2011; 8(1): 80-94.

05 de desembre 2015

Sor María: “La soledad como medio”






















Testimonio de una monja de clausura

El 29 de Noviembre, en el marco de las excelentes Jornadas de la EOL en Buenos Aires, tuvimos ocasión de comentar el interesante testimonio de Sor María, monja de clausura, sobre su experiencia en relación a las soledades. Va aquí el texto del comentario que realizamos.



En primer lugar, debemos agradecer a Sor María y a la comunidad de Monjas Dominicas (del Monasterio de Santa Catalina de Buenos Aires) que nos hayan permitido obtener este testimonio tan impactante, que nos hayan permitido algo tan inédito y poco frecuente como es acceder a las palabras de una monja de clausura y a escuchar sus respuestas a las preguntas de nuestros colegas de la EOL. Es un testimonio directo, sin el intermedio de un texto ni del relato reconstruido por otro.
Escuchar el testimonio de Sor María no habrá dejado a nadie indiferente, aunque más no sea por su estilo, tan cuidado y preciso, tan receptivo y generoso, empezando por el té que ella tenía ya preparado para el visitante de su lugar de clausura, visitante que no se siente así ningún intruso.
Es el testimonio de una experiencia religiosa, una experiencia de conversión, podemos decir incluso de una experiencia de Revelación, marcada por varios momentos de inflexión en la vida de Sor María, momentos que sin duda resuenan de manera especial para el discurso analítico: Sor María nos habla de una certeza, de una transmutación subjetiva, de un vínculo inédito para ella con el Otro del amor y del saber. Nos habla de varias renuncias: la renuncia al tener, al poder, a los placeres. Pero también nos habla de un estado que podemos muy bien igualar a lo que conocemos como un extraño goce en su vínculo con el Otro, con un Otro muy real para ella. Ella lo llama, en el momento de su experiencia de conversión,  “una locura”, a distinguir de la locura del mundo exterior de su clausura. El hecho de llamarlo Dios es de hecho, para nosotros, un signo de la importancia que esta palabra, este significante “Dios” ha tenido y sigue teniendo en la historia del ser hablante, sin duda una de las palabras con más poder en la historia de la humanidad para suponer en ella a un sujeto de la palabra y del goce. Ello no debe impedirnos localizar en su testimonio la experiencia real que ha tocado al cuerpo hablante del sujeto. Y es desde este registro que nos habla también, en efecto, de la soledad, de un modo que espero que nos permita aprender algunas cosas interesantes para nuestra orientación y para el tema de estas Jornadas.
Si tuviera que dar un título a la ponencia —llamémosla ya así— de Sor María en estas Jornadas, este título sería: “La soledad como medio”. Es su propia expresión para modular una forma específica de soledad, una soledad que ella distingue de otras. La soledad no es un fin, es un medio para otra cosa. Y está por ver de qué se trata en esa “otra cosa” que se iguala para ella a lo que nosotros podemos llamar “la cosa religiosa”.
Señalemos de inmediato una observación de Jacques Lacan al respecto de la experiencia religiosa, experiencia a la que siempre prestó una atención especial, como una experiencia fundamental en el ser hablante sobre el goce y el placer, sobre el sentido y el sinsentido de su existencia. “Sepan que el sentido religioso va a hacer un boom del que no tienen ni idea —decía Lacan en Roma en 1974—. Porque la religión es la morada original del sentido.”[1] Tenemos hoy sin duda pruebas muy diversas de este boom anticipado por Lacan, pruebas que no suceden en la quietud del convento de clausura sino que llegan hasta la más atroz explosión de lo inhumano agitándose en lo humano. Y es que en “la morada original del sentido” se encuentra también el silencio de la pulsión de muerte, se encuentra además el objeto indecible del goce, el objeto más íntimo y sagrado para cada sujeto. Y digo bien: “sagrado”, porque para cada ser hablante existe esta zona, más o menos ignorada por él mismo, más o menos encubierta por el velo que a veces localizamos como el velo fálico, pero que otras  veces se muestra no localizada en el cuerpo hablante de un modo que lo desborda. Es la zona de un objeto sagrado, íntimo e intocable, pero también experimentado como exterior, es esa zona que podemos calificar muy bien con el neologismo lacaniano, subrayado hace tiempo por Jacques-Alain Miller en su Curso, de “extimidad”. Es esa zona más interior todavía que lo más íntimo de sí mismo, ese “interior intimo meo” para retomar la expresión de San Agustín. Y, en efecto, es una zona que siempre se experimenta y se transita con el sentimiento de una soledad irreductible. Lo sagrado como extimidad nos presenta así una forma privilegiada de la experiencia de la soledad. Es también la fuente y la morada del sentido y del sinsentido del goce. Pero lo que es sagrado para uno puede aparecer también para otro como algo absolutamente insensato, sin sentido. Y seguramente es por eso que la palabra “sagrado” comparte etimología con la palabra “sandez”, con lo que parece una tontería, un disparate. Conviene pues separarse un poco tanto de la fascinación como del rechazo que puede producir lo sagrado para localizar en cada uno este espacio de la extimidad y del objeto de goce que anida en él.
Se trata de un espacio paradójico, de una topología —para tomar la referencia lacaniana— donde no hay una frontera definida, donde interior y exterior no están tan claramente diferenciados. Tal vez hayan tenido ustedes esta intuición viendo y escuchando a Sor María, separados como nos encontramos de ella por esa reja, una reja de la que de hecho no vemos los límites en el marco de la imagen, esa reja tan poco reja, que no tiene nada que ver con la reja de una cárcel o de sus locutorios, esa reja que en algún momento de su conversación nos puede hacer preguntar: ¿Quién es finalmente el que está encerrado? Por un momento, nos invade la idea de que tal vez somos nosotros los que estamos encerrados y es ella la que está afuera, abierta al Otro de su certeza, abierta a esa realidad descubierta tan tempranamente, —a sus quince años, nos dice— y que parece extenderse en un espacio infinito. Es esa certeza la que nos arrastra un poco para querer preguntarle siempre un poco más: “¿y de qué goza usted?”. De nada, nos dice, de nada que no sea Dios.
Constatamos entonces que esa mujer no está sola, de ninguna manera, constatamos que se siente muy bien acompañada, más allá de su comunidad religiosa, acompañada por una pareja a la que ama y por la que se siente amada, en una reciprocidad privilegiada. Se entiende así que nos diga que la soledad es un medio, no un fin en sí mismo, un medio para obtener un goce suplementario, nunca complementario como suele soñar el sujeto aquejado por las soledades contemporáneas, un goce suplementario con la verdadera pareja de su vida. Tiene sus crisis, en efecto, pero no rompen su certeza inicial. En este sentido, son válidas aquellas palabras del genial Eugène Ionesco cuando diagnosticaba: “No es de soledad de lo que sufre el hombre moderno, es de falta de soledad”, de la soledad como un medio para acceder a esa zona de extimidad que es el goce del Otro, del goce del Otro… si existiera, como indicaba Lacan. De hecho, este Otro del goce no hace falta que exista para que funcione, incluso para que sea experimentado como tal, como alteridad del goce precisamente.
Y, en efecto, no es por nada que Lacan aconsejaba leer a los místicos para estudiar esa zona de extimidad del goce del Otro, del goce del Otro si existiera, ese goce del Otro más allá del falo y de sus velos, esa zona que está definitivamente del lado femenino de la sexuación. Sólo desde la posición femenina, posición que le conviene al propio analista para ejercer su función, puede cobrar importancia el testimonio que el propio Lacan no dudaba en abordar como la experiencia de la Revelación. Se refirió a ella en varios momentos, por ejemplo en una de las versiones de su “Proposición del 9 de Octubre”, donde recomendaba prestar toda la atención a “la relación del sujeto con la [experiencia de la] Revelación”, una experiencia en la que el “saber textual” del inconsciente tiene toda su intervención. De esta experiencia de la Revelación Lacan escribe lo siguiente: “No porque su valor religioso se haya tornado indiferente para nosotros debe descuidarse su efecto en la estructura”[2]. Es llamativo que Lacan llame “saber textual” al saber del inconsciente que tiene ese efecto en la estructura. Se trata de un texto, de una letra, que debe ser leída.
El valor religioso que tiene habitualmente la experiencia llamada “Revelación” es, en efecto, un valor que se ha vuelto para muchos indiferente. Pero los analistas sabemos la importancia de estos momentos, que suceden a veces en la propia experiencia analítica, más allá del sentido, del sentido precisamente que para Lacan siempre es religioso. Llámenlo “insight”, como decían los postfreudianos, llámenlo mejor Tyché, o encuentro con lo real, siguiendo la orientación lacaniana. Ello no debería ocultarnos en todo caso el efecto que este encuentro tiene para el sujeto en la estructura del lenguaje.

Para sor María, —lo hemos escuchado así—, este encuentro se produce en tres tiempos. Hay un primer momento del que podemos preguntarnos muy bien si fue o no fue un momento de Revelación. Es el primer momento, a los 14-15 años, cuando se trata de un encuentro con el texto del Evangelio: es la letra de Mateo 5 y las bienaventuranzas (referidas siempre a una renuncia, a una pérdida de goce, a una falta).  Hay el detalle que no fue un encuentro en solitario, parce que fue un encuentro a duo, con su hermana melliza. No fue un encuentro que le sucediera sola, ni a ella sola. Es en todo caso el encuentro con un texto, con la letra, lo que la lleva al encuentro con el Otro de la divinidad. Fue a la vez un “llamado interior” y un encuentro “a través de la palabra”. Fue “poco a poco”, no de manera súbita como en otros casos. Siente que Dios le pide colaboración para cambiar lo que no se puede cambiar desde “afuera” sino desde “adentro”. Volvemos a encontrar por esta vía una topología a la que Lacan prestó toda su atención: se trata de un espacio y de una puerta que hay que abrir “llamando desde su interior”, paradoja topológica del inconsciente que Lacan señalaba para añadir que ese lugar no será nunca un lugar turístico porque cuando uno llega siempre están cerrando. Sor María sabe muy bien que para entrar ahí hay que llamar desde “adentro”, como fue para ella en el primer momento a través de las Escrituras. Igualmente, nos dice que en su transmutación subjetiva, “se cambia de adentro hacia afuera”. Se entiende también que, finalmente, si hay un sacrificio para ella es más bien “el sacrificio de salir afuera”, no el de entrar adentro, porque es ahí dentro donde encuentra el afuera desde el que llamar al Otro.
En todo caso, este primer momento de Revelación vino seguido de otros dos momentos que serán momentos de renuncia. Y cada uno de los momentos dará una nueva significación al anterior, siguiendo la lógica retroactiva del significante. A los 18 años, se trata de una renuncia intelectual, en el registro del saber, que da un primer sentido al primer momento de encuentro con las renuncias explicadas en las Bienaventuranzas. Y no será hasta un tercer momento, hacia los treinta años, cuando esta renuncia tomará el sentido de una renuncia de goce: ahí se da cuenta de que estaba hecha “naturalmente” para “tener un marido” y formar una familia. Es algo que no toca ya solamente el registro del saber sino el registro del cuerpo, del goce del cuerpo hablante. Pero hay algo más, hay un cuarto momento, a los cuarenta años, cuando llega a replanteárselo todo. Es un momento de crisis y es ahí donde nos cuenta que su experiencia de soledad se distingue ya de todo intimismo. No se trata de una relación dual, de dos en la intimidad, no es “Yo y Dios”, sino que su testimonio nos introduce a otra forma de soledad. No es la soledad del intimismo, más bien diríamos: es la soledad del “extimismo”.

Ahí, no podemos dejar pasar como analistas lo que me ha parecido escuchar como el único lapsus del fino discurso de Sor María, el único en toda la conversación, cuando vuelve sobre su precisa distinción entre la soledad como un medio y la soledad como un fin. Pero es un solo lapsus que me parece importante. Dirá —“la soledad no es un medio”— en lugar de lo quería decir —“la soledad no es un fin”—. Tomémoslo en su valor de verdad, como el índice de otra soledad que no se sabe a sí misma necesariamente. Hay otra soledad que no es un medio pero que tampoco es un fin. O si me permiten decirlo así, hay una soledad que es “un medio sin fin”, un medio infinito, un espacio de soledad que no tiene bordes ni límites. Y no se trata en este espacio, “medio sin fin”, de estar a solas con Dios para llegar a una fusión mística como sucede en otros casos, sino de estar a solas con el Otro para hacerlo hablar, para hacer hablar al Otro que no existe como tal, al Otro que sólo se puede hacer existir por medio de la palabra.
Recapitulemos. Hay entonces la soledad como medio. Es una soledad sin el otro de la realidad, sin  el otro con minúsculas, el otro de la realidad familiar y social     al que el sujeto ha renunciado. Es una soledad que puede autoabastece, sin embargo, en la esfera imaginaria del yo consigo mismo.
Hay entonces una segunda soledad, una soledad que se abre al Otro con mayúsculas, el Otro de lo simbólico. Es una soledad en la que el sujeto está a solas con el Otro del lenguaje. Es una soledad acompañada por el Otro del lenguaje.
Pero hay finalmente una tercera soledad, una soledad sin fin, por decirlo así. Es la soledad ante la falta del Otro, una soledad que podemos llamar real. El Otro se muestra aquí agujereado, el Otro tiene aquí la estructura de un Toro. No es sólo una pequeña alteración del orden de las letras: del Otro al Toro. El Toro es también la figura topológica, esa suerte de goma neumática con un agujero central, que Lacan tomó para abordar la estructura del ser que habla en relación al goce del Otro. Ante la falta del Otro, ante el agujero del Otro, hay una soledad irreductible, es la soledad del goce del Uno, sin representación posible.
Es también una cara del Otro, la cara Dios que, al decir de Lacan en su Seminario XX, está soportada por el goce femenino. Es la cara explorada por algunos místicos, cuyo testimonio es precisamente llegar a decir que experimentan ese goce, pero que no saben nada de él.
Y, en efecto, la soledad como “medio sin fin” no se sabe a sí misma. Es la soledad del Uno solo, sin Otro posible en relación al que sentirse solo. Estaba solo y no lo sabía, podemos decir, siguiendo la fórmula freudiana. Esta otra soledad sin fin se iguala finalmente al recorrido mismo de la pulsión hasta su término, distinto de su objeto, (su “Ziel” distinto del “Objeckt”). Es la soledad del goce de la pulsión sin Otro y sin sujeto que se sepa a sí mismo, acéfala. Algo así sucede cuando la mujer se descubre como Otra para sí misma en un espacio del goce marcado por la infinitud.
Una vez allí, tenemos diversas soluciones. Resumiré:
Hay la solución de los místicos del barroco español que Lacan evoca en su Seminario XX. Es la solución  del “Castillo interior” teresiano, verdadero laberinto del Ello en el que Santa Teresa experimenta el goce torturante en su “muero porque no muero”. Encontramos otra versión de esta solución en San Juan de la Cruz que, a pesar de ser un hombre, investiga y experimenta esa zona del goce más allá del falo. Es del mayor interés su ascesis mística que atraviesa lo que él llama las “seis nadas” en su precioso texto de la “Subida al Monte Carmelo”, verdadero tratado topológico para distinguir Una nada de Otra, según aquello que la rodea. Son todas ellas soluciones de unión mística del sujeto con el Otro.
Hay también la solución lulliana, la solución de Ramón Llull al que he dedicado algunas lecturas, y en la que se trata de mantener más bien la dualidad del Sujeto y del Otro a toda costa, de mantener, a diferencia de cualquier unión mística, la separación y distinción entre el Uno y el Otro cuando esa separación tiende a desaparecer. Se trata aquí de escapar, con la dualidad del amor, a los efectos mortíferos de la soledad del sujeto con el Otro.
Y hay finalmente la “solución dominica”, vamos a llamarla así siguiendo a Sor María, en la que se trata de hacer de la palabra misma un vínculo con el Otro, un discurso, una vocación de predicación, un medio incluso para hacer existir al Otro. Entonces, el espacio de clausura puede ser un medio para obtener una apertura al Otro, así como la soledad primera es un medio para una soledad “en segundo grado”, donde el sujeto se convierte en Otro para sí mismo. En este punto, conviene recordar la máxima, que constituye la “norma de las monjas Dominicas”, tal como van a encontrarla claramente enunciada en la página Web de la comunidad de Sor María. He ido a consultarla y les leo lo que dice sólo entrar en su interior (Internet es tal vez hoy el espacio más frecuente para llamar “desde el interior”). Dice allí: "La misión de las monjas Dominicas consiste en buscar a Dios en el silencio, pensar en Él e invocarlo dentro de la clausura para que la palabra que sale de la boca de Dios no vuelva a Él vacía”.  
Conviene detenerse en esta última frase con toda atención.
A falta del sujeto en su clausura, es Dios quien se encontraría con su propia palabra como una palabra vacía. De cierta manera, se trata aquí de la relación de Dios con su propia palabra, se trata incluso de la soledad de Dios consigo mismo. ¿Puede Dios sentirse solo? Es un clásico tema teológico que daría para todo un Seminario.
El sujeto, en esta solución, es el que puede devolverle a Dios su propio mensaje de un modo que costaría muy poco completar con la fórmula lacaniana: “el sujeto recibe del Otro su propio mensaje bajo una forma invertida”. Sólo que aquí es el sujeto mismo el que se sitúa en el lugar de ese Otro que le devuelve a Dios su propia palabra, haciéndose así su intérprete y su predicador. ¡Admirable!
Hay el Sujeto, hay el Otro y hay la palabra. Y se trata para el sujeto de situarse en una relación con la palabra del Otro de modo que esa palabra del Otro vuelva a ese Otro no como una palabra vacía sino como una “palabra plena”, para tomar la propia expresión del Lacan de los años 50. Digamos — para que Dios se convierta en Otro para sí mismo por intermedio del sujeto que toma ahí, entonces, una posición de intermediario para el Otro. Se trata de hacer existir y de mantener al Otro, a Dios, como Otro hablante, de sacarlo así de su soledad irreductible.
La soledad de Dios: es también un tema predilecto para los Dominicos, siguiendo la idea de San Juan de la Cruz del Dios escondido que hay que encontrar en su soledad, la soledad de Dios en su tranquilo aislamiento, donde ni palabras ni obras alteran la esencia divina. Allí nada turba al ser hablante en su silencio. Todo es calma, todo es secreto en “la noche oscura del alma”.  Pero, a la vez, la soledad de Dios puede ser la más temida, la más terrible, puede ser también lo más siniestro.
He aquí pues una de las enseñanzas que les propongo extraer del testimonio de Sor María:
Hay lo que pasa por la palabra, hay lo que pasa por el significante, por el goce fálico, hay una “soledad como medio” que pasa por el puente de significante. Y hay lo que no pasa por el significante, más allá del significante del goce que nosotros situamos en el significante del falo, una soledad que se constituye en una suerte de soledad del Otro elevada al segundo grado.

Pero cuidado con idealizar este espacio y ese goce. Porque es en este mismo espacio de la infinitud del goce del Otro, si existiera, donde pueden suceder toda suerte de transmutaciones subjetivas, de mutaciones, de “revelaciones” más bien siniestras. Es también en ese espacio, por ejemplo, donde el adolescente yihadista de quince años puede decidir hoy entregar su vida al goce del Otro mediante el medio expeditivo de la explosión de su cuerpo adosado a un chaleco-bomba entre la multitud a la que considera infiel, portadora de Otro goce que siente incompatible con el suyo. 
Ahí, sólo la palabra puede tender un puente… pero también sólo la palabra induce esa suposición de Otro goce al que entregarse. Entonces, nunca como ahora saber devolver la palabra al Otro es tan decisivo. Para que la palabra del Otro no quede suspendida en un silencio eterno sin llegar a ser respondida, para que ese espacio del goce del Otro no quede librado al pasaje al acto más mortífero.

Y ahí nos hacen falta sin duda las luces de la Ilustración para ver cómo tender y atravesar este puente con el Otro. Ahí, haremos bien en seguir lo que finalmente es el mejor consejo de Sor María para atravesar la oscuridad que sentimos en el llamado “mundo exterior”.
Y nos lo dice desde adentro, al despedirse tan modestamente: “Prenda la luz… si quiere”.






[1] Jacques Lacan, “La troisième”, Lettres de l’École freudienne, 1975, nº 16, pp. 177-203.
[2] Jacques Lacan, “Proposition sur le Psychanalyste de l’École”, Scilicet I, Éditions du Seuil, Paris, 1968, p. 15.