15 de maig 2014

Celosa intimidad, oscura transparencia



















Texto publicado en el suplemento Cultura/s de La Vanguardia en el dossier El porvenir de la intimidad (14/05/2014).

Dicen que Scarlett Johansonn se arrepentirá toda su vida del día en que se le ocurrió hacerse aquella selfie enviada por teléfono a su pareja. Su móvil fue hackeado para pillarle una imagen que seguirá dando vueltas en el mundo virtual por los siglos de los siglos. Por otra parte, a Demi Moore le chiflaba lanzar por Twitter las imágenes más íntimas de la vida cotidiana con su pareja para goce y disfrute de todos sus fans y curiosos varios.
Scarlett, celosa de su intimidad. Demi, justo en el otro extremo, exhibiéndola para provocar celos en la intimidad de los otros. Tal vez, pero ¿son tan distintas en realidad estas dos posiciones? La misma expresión —“celosa de su intimidad”—, nos indica ya el terreno pantanoso en el que nos movemos si oponemos tan simplemente el derecho de Scarlett a preservar su vida privada y el público exhibicionismo de Demi. Porque ¿cómo podría uno estar celoso de su propia intimidad? Mantenemos con ella una relación paradójica, queremos preservarla de la transparencia ante la mirada de los otros y a la vez no sabemos qué es lo que nos esconde ante nuestra propia mirada.
A no ser que en esta intimidad tan íntima se aloje finalmente una alteridad, la presencia callada de un Otro que ignoro más que a mí mismo —y de ahí que lo escribamos con mayúsculas—, un Otro del que será mejor entonces recelar y sospechar. San Agustín, citado por Lacan, lo dijo primero y mejor que nadie: interior intimo meo, más interior que lo más íntimo mío, allí donde habita la verdad. Desde la perspectiva del inconsciente que se pone en acto donde el sujeto menos lo esperaba, se trata siempre de la oscura transparencia que se agita en la intimidad de cada uno. Creemos saber lo que escondemos en la intimidad, pero en realidad ignoramos qué deseo anida en ella.
Démosle pues otra vuelta al asunto: hay algo del exhibicionismo de Demi en el desliz de Scarlett, y hay también algo de la celosa Scarlett en la ostentación de Demi. En el juego de espejos y miradas, hay siempre algo que se hurta, algo que se encubre cuanto más se muestra y algo que se esconde precisamente cuanto más se exhibe. Se trata en este juego del tupido velo puesto sobre una verdad de la que no queremos saber nada. Hasta que un lapsus, un acto fallido, un pequeño desliz la hace aparecer donde menos se la esperaba. ¡Cuántas infidelidades descubiertas por un whatsapp no borrado a tiempo! ¡Cuántos fatídicos contratiempos al enviar un mensaje a la dirección que no tocaba o al pasar al acto en el momento más inoportuno! La tragicomedia de Dominique Strauss-Kahn fue un sonado ejemplo, pero tampoco François Hollande se ha encontrado tan a salvo de lo inesperado. Dicho de otra manera, mi inconsciente es mi propio y más celoso hacker, el que me hará saber de qué pie cojeo en el camino, más bien tortuoso, de mi relación íntima con el goce y con la verdad que ignoraba.
En el debate actual que se mueve entre el ideal democrático de absoluta trasparencia y el derecho irreductible a la privacidad, algo se ganaría si tuviéramos en cuenta esta variable, tan constante, del inconsciente que es mi propio secreto. Es tan secreto que, como se ha dicho del secreto de los egipcios, llegó a ser secreto para ellos mismos. En este punto, nadie está a salvo.
Los especialistas en protección de datos nos avisan por ejemplo de que llevamos una bomba de relojería en el bolsillo. Nuestros teléfonos móviles guardan tal cantidad de información privada, sobre todo la que nosotros mismos ya hemos olvidado, que cualquiera puede ser descubierto en su más querida intimidad sin poder defenderse del Gran Hermano. Y entendemos entonces que ya no hay posible refugio seguro. Nos pasamos el día resguardándonos en un laberinto de códigos, contraseñas, pins y passwords para terminar constatando lo inevitable: “por razones de seguridad, no hay seguridad”, ironizaba El Roto. Aquel temido Gran Hermano está hoy en cada uno de nosotros. Freud lo llamó Superyó.
Si la celosa intimidad es hoy moneda de cambio ofrecida al goce del Otro, es porque la mirada global ha bajado de los cielos para venir a encarnarse en la nueva religión privada de cada uno, más banal y terrena que las religiones colectivas, pero no menos insidiosa. En realidad, adoramos nuestra intimidad sin saber qué nos está diciendo con su opaca transparencia. Porque la verdad que nos esconde no es del orden de la mirada, no es del orden del espectáculo visual sino del orden de la palabra, de la palabra dicha y escuchada, de la palabra callada y descifrada. Las verdades que más nos importan vienen siempre a medio decir, escribía Baltasar Gracián.
En esta experiencia de la verdad más íntima, el psicoanalista no deja de sorprenderse en su práctica cotidiana. De buenas a primeras, en el primer encuentro con una persona que no lo conocía en absoluto hacía tan sólo unos minutos, escucha el secreto que había sido guardado tanto tiempo sin necesidad de contraseña alguna. Y un poco después, hasta el secreto egipcio que se había estado escondiendo a sí misma.
La verdadera intimidad habita en las palabras que hilvanan nuestras vidas, en su escondido sentido que no hemos llegado todavía a descifrar y que espera nuestra lectura. Tomen una palabra que haya marcado sus vidas, que los haya atravesado de forma irreversible, escuchen y persigan las infinitas resonancias que la envuelven hasta intentar llegar a su hueso, a su sinsentido más radical. Escucharán entonces lo que esconde su celosa intimidad, con su oscura transparencia.

¡Y qué no llegarían a escuchar así de sí mismas Scarlett la celosa y Demi la exhibicionista!

1 comentari:

MartinaH ha dit...

Celosos de nuestra intimidad -ésta de la que ignoramos el verdadero fondo- pero a la vez con afán de exhibirla, como a escaparate de vanidades y que muchas veces dista de nuestra propia realidad.
Quizá sea la creación de un personaje, de nuestro no ser; o tal vez, del que querríamos ser…?

Interesante blog...

Saludos,

-MartinaH-