Vivimos en una época donde las experiencias traumáticas en masa forman parte de la cotidianidad*. Es un fenómeno de la nueva realidad aumentada y promovida especialmente por la inmediatez y la difusión global de informaciones y de imágenes que permiten asistir, a veces “en directo”, a los estallidos de violencia que se suceden en diversas partes del mundo. No se trata tanto de una banalización del mal o de la propia violencia, —según la conocida expresión de Hannah Arendt a propósito de Eichmann y el nazismo—, sino de su elevación como un nuevo objeto que brilla con su oscura presencia en el cenit social. Incluso la violencia más arbitraria y sin un objeto determinado se ha convertido ella misma en un objeto que viene al lugar de la Cosa freudiana, das Ding, innombrable y sin representación posible. La fascinación por la violencia llega así hasta lo más íntimo e ignorado del fantasma en cada sujeto. Hasta el punto de que la violencia dirigida por el sujeto hacia los otros no se distingue muchas veces de la violencia dirigida contra sí mismo.
¿Podríamos
llegar a hablar incluso de una sublimación de la violencia, de su elevación
como objeto a la dignidad de la Cosa? La fascinación que produce muestra y
encubre a la vez con su pantalla la relación más íntima de cada sujeto con la
pulsión de muerte, ese oxímoron que reúne en un mismo punto la fuerza de la vida
y su propia destrucción. Nada hay de “instinto natural” en la violencia humana,
como podría suponerse en el reino animal. No hay de hecho instinto violento en
la inhumanidad de lo humano. Se trata de uno de los productos inherentes a la
cultura, en cada una de sus formaciones simbólicas, y ello desde que Freud encontrara
fundada nuestra civilización en el acto simbólico del asesinato del padre por
la horda primitiva. Con el resultado paradójico de que los hijos se prohibieron
aquello que era su primer móvil: el acceso al goce del Otro, al goce de las
mujeres que el mito freudiano atribuye al padre originario.
El
acto violento muestra con frecuencia esta paradoja: se prohíbe el objeto que
era su supuesto móvil, su supuesta causa final. La llamada “violencia de
género”, la violencia contra las mujeres que está alcanzando en varias partes del
mundo la condición de epidemia, es un ejemplo de la paradoja que en la lengua
española ha quedado como una frase hecha: “¡La maté porque era mía!” La
frecuente consecuencia es que el sujeto mismo del acto se da después la muerte,
redoblando el rechazo de saber la causa de su primer acto. La figura del
terrorista suicida, tan fascinante para algunas culturas y que se ha alzado
como paradigma del nuevo héroe desde el 11-S, es otra forma de poner en acto el
alcance final de la pulsión de muerte sobre el propio sujeto. Es la pulsión que
rodea su objeto, un objeto distinto a la causa del acto, causa siempre velada
detrás de la pantalla del fantasma. Así, lo real de la violencia no aparece
nunca en las pantallas, sólo queda indicado por la propia desaparición del
sujeto del significante, escrito $, ante el objeto que lo causa, escrito a.
Por
otra parte, señalemos que esta pantalla más o menos fascinante del fantasma
ante lo real del pasaje al acto violento, especialmente cuando se trata de
experiencias traumáticas de masa, tiende a hacer desaparecer la singularidad
del sujeto como respuesta de lo real. Dicho de otra manera: no hay experiencia colectiva
de la muerte, sólo hay experiencia uno por uno, en su singularidad
irreductible. Existe, en efecto, un fenómeno de identificación grupal que a
veces tiene un primer efecto apaciguador para el sujeto de una experiencia
traumática, y que se toma entonces como objeto terapéutico promoviendo esta
identificación. Pero lo que ayuda en la identificación con el grupo, la
solidaridad de las identificaciones, deja siempre a la espera la elaboración de
lo más singular del fantasma de cada sujeto como pantalla frente a lo real,
siempre imprevisible. El efecto de identificación no debería ocultar entonces
lo irreductible de aquella singularidad, la singularidad misma de la
experiencia de tener un cuerpo antes que llegar a serlo por una identificación
con el otro, con la imagen especular.
Este
hecho es de especial importancia cuando se trata de abordar el tratamiento de
sujetos que han sufrido experiencias traumáticas de masa, como la que tuvo
lugar por ejemplo en los atentados del 11 de Marzo de 2004 en Madrid en la
estación de Atocha. Nuestros colegas madrileños pudieron constatar, en la Red
de atención que pusieron en marcha para atender a los sujetos de aquella
experiencia, un hecho del que debemos extraer una enseñanza. En cada caso, lo
que se revelaba como más importante, como el nudo real de la experiencia
traumática, no era tanto lo que ocurrió, lo que se podía compartir con el Otro
de la comunidad, con el Otro del grupo que había sufrido la misma experiencia y
con el que podían identificarse. En cada caso, lo que aparecía como
irreductible a la identificación, como aquello que se repetía de manera
incesante en el terrible recuerdo o en la pesadilla diaria, era algo que no
había llegado a ocurrir pero que, precisamente por eso, no cesaba de no realizarse,
no cesaba de no escribirse en la realidad de su vida, volviendo una y otra vez
como el agujero de lo real imposible de localizar en esa realidad: la
imposibilidad de haber ayudado a la persona cuyo cuerpo estaba agonizando justo
al lado del suyo, el tren anterior al que estalló, el tren que se perdió y que
el sujeto ya no podrá tomar nunca más, el tren que ya no cesará para siempre de no tomar…
En cada caso, la experiencia traumática giraba alrededor de un real que no cesaba de no escribirse, distinto a cualquier otro.
Una
orientación clínica se deduce de todo ello: la posibilidad de un verdadero
trabajo de duelo sobre la experiencia traumática debe tener en cuenta de manera
muy especial este nudo de lo real alrededor del cual gira toda elaboración
significante. Y la reconstrucción de las identificaciones en primer lugar, allí
donde velan este real.
Sí,
“un momento más y la bomba estallaba”, para retomar de nuevo el ejemplo que
Lacan citaba del lingüista a la hora de situar lo real del trauma en lo
simbólico del lenguaje. En algún lugar la bomba no cesa de no estallar
para cada sujeto, esperando su respuesta en un encuentro siempre fallido. Lo
real del trauma es así una llamada a la espera de respuesta en la experiencia
analítica a la que el analista convoca a cada sujeto.
Un
testimonio fue especialmente impactante para mí en los acontecimientos que he
evocado y que agujerearon la vida de la ciudad de Madrid en aquel aciago 11-M.
Se trata de aquella asistente de los servicios de urgencia que se presentaron
de inmediato a la dantesca escena del desastre después de la explosión de las
bombas en los vagones. Lo primero que escuchó, sorprendida en el terror, fueron
los distintos sonidos de los teléfonos móviles que sonaban desde los bolsillos
de las víctimas. Eran llamadas sin respuesta posible, llamadas perdidas ya para
nadie, llamadas perdidas que le hicieron presente, cada una, un real imposible al
que había que responder.
Digamos pues que el analista es el que puede
acompañar al sujeto a dar una respuesta, siempre singular e imprevisible, a la
llamada perdida de lo real del trauma.
* Texto de presentación del XX Encontro Brasileiro do Campo Freudiano, Belo Horizonte, 12-13 de Noviembre de 2104.
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