Artículo publicado en el dossier La epidemia silenciosa del suplemento Cultura/s de La Vanguardia, del 28 de Noviembre de 2012.
Palpitaciones, sudor frio, escalofríos,
temblores, mareo, ahogo, nudo en el estómago, sensación de locura, de muerte
inminente… Son los signos más visibles del cuadro clínico denominado “trastorno
de ansiedad”, en cuya clasificación encontramos desde el panic attack, pasando por el stress, hasta las fobias más diversas. Se ha
convertido hoy en uno de los diagnósticos más comunes, asociado muchas veces al
de depresión, hasta el punto que ha merecido el título de “la epidemia
silenciosa del siglo XXI”. Tal como nos recuerdan los gestores de la salud, es
hoy una de las causas más frecuentes de baja laboral. Frente a su avance, tan
sutil como imparable, se ha ido desplegando un amplio arsenal terapéutico: psicoterapias
de diversas orientaciones, con técnicas de sugestión, ejercicios de relajación
y de respiración, de confrontación y exposición repetida al objeto temido… Todo
ello acompañado de la oportuna medicación con ansiolíticos, cuyo consumo ha
aumentado en las últimas décadas de modo exponencial. Resultado: si bien se
consiguen por una parte algunos efectos terapéuticos, pasajeros con demasiada
frecuencia, por la otra la epidemia sigue avanzando de manera impasible,
desplazándose de un signo a otro, como un alien
que siempre sabe esconderse en algún lado de la nave vital del sujeto para
reaparecer, poco después, allí donde menos se lo esperaba. “Ya no tengo tanto miedo
a volar en avión —me decía una joven que había utilizado uno de dichos métodos—,
pero ahora siento un vacío tremendo cada vez que debo separarme de mi madre”. “Es
una espada invisible que me atraviesa el pecho” —me decía un hombre— y era, en
efecto, una espada de sinsentido que hendía cada momento de su vida cotidiana.
Constatamos entonces este hecho: cuantos más
efectos “terapéuticos” se intentan producir directamente sobre los signos manifiestos
de la epidemia, más ésta retorna con signos nuevos. Y retorna para dejar al
descubierto una experiencia que transcurre en silencio, una experiencia
singular e intransferible que ya desde hace tiempo se ha llamado con este
término: la angustia. La experiencia subjetiva de la angustia es, en efecto,
distinta e irreductible a ninguno de los signos que intentan describirla y que solo
nos indican algunas de sus manifestaciones. La experiencia subjetiva de la
angustia permanece en el silencio más íntimo del sujeto como algo
indescriptible, sin concepto, no se deja atrapar por gimnasia mental alguna, por
ninguna sugestión más o menos coercitiva ante el objeto que la causa. Más allá
de los signos en los que se expande la “epidemia silenciosa”, el silencio de la
angustia es, él mismo, un signo fundamental que recibe el sujeto desde su fuero
más íntimo con estas preguntas: ¿qué quieres? ¿qué eres finalmente, tanto para
aquellos a quien quieres como para ti mismo, una vez confrontado a ese silencio
que te agita ensordecedor? El signo de la
angustia toma entonces un valor de agente provocador, de esfinge que
plantea a cada sujeto la pregunta más certera sobre su ser y su deseo. Tantos
ideales largamente sostenidos y esa pregunta había quedado enterrada bajo su
excesivo ruido.
La angustia se manifiesta entonces como el
signo de un exceso, de un “demasiado lleno” en el que vive el sujeto de nuestro
tiempo, inundado por la serie de objetos propuestos a su deseo. Es el signo de
que hace falta un poco de vacío, de que “hace falta la falta”, como decía hace
tiempo el psicoanalista Jacques Lacan en su Seminario dedicado por entero a ese
extraño afecto, “La angustia”.
Es interesante subrayar que la ciencia de
nuestro tiempo ha detectado este exceso por su otra cara, más bien como un
defecto, como una insuficiencia. Lo ha detectado en el denominado “retraso genómico”
del ser humano, como la razón última de los crecientes signos de su ansiedad.
¿En qué consistiría este “retraso”? La civilización humana habría transformado
el mundo con tal rapidez que nuestro soporte genético no habría dispuesto de
tiempo suficiente para adaptarse a él. El reloj de nuestro organismo tendría así
un retraso genético, anclado como estaría en sus respuestas a una realidad que
ya no existe. Diremos por nuestra parte
que solo puede entenderse este “retraso” si lo consideramos con respecto al
tiempo subjetivo que podemos definir como el tiempo de lo simbólico, el tiempo
de una civilización que exige una satisfacción inmediata de las pulsiones, el
tiempo de un mundo que exige cada vez más rapidez, más satisfacción inmediata,
siempre un poco más.... —Dios mío, dame
un poco de paciencia, ¡pero que sea ahora mismo!— decía una historia que
sigue la misma lógica que el sujeto que llega hoy angustiado a nuestras
consultas. Este rasgo de urgencia temporal, de “ahora mismo”, tiene su
traducción en un rasgo espacial, en un “demasiado lleno”. La realidad de la
angustia es así una realidad a la que parece faltarle el vacío necesario para
que este exceso no termine con su propia existencia, con su cohorte de objetos
virtuales donde todo debe estar al alcance de la mano, sí, ahora mismo.
Deberíamos entender entonces el efecto llamado “retraso genómico” más bien como
un efecto invertido de este exceso, producto él mismo de nuestra civilización,
de su maquinaria simbólica. Es a este exceso de “ruido” al que responde el
silencio ensordecedor de la angustia de un modo singular en cada sujeto. Y ante
él, parece tan inútil huir como intentar adaptarse con formas más o menos
coercitivas, más o menos sugestivas, que lo desplazan siempre hacia otro lugar.
La angustia, inevitable, hay que saber atravesarla
tomándola como signo de la pregunta radical del deseo de cada sujeto sobre el sentido
más ignorado de su vida. Pero para responder a esta pregunta, primero hay que
saber dar la palabra al silencio de la angustia, hay que hacerla hablar en cada
sujeto, uno por uno. Cosa nada fácil en un momento en que sobran consignas y
protocolos para silenciarla de nuevo. Solo desde ahí, sin embargo, la angustia
nos librará el sabio secreto del que es respuesta, aunque siempre sea con su
tiempo de urgencia precipitada.
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