Ricardo Piglia sostenía en un bonito documental que Macedonio Fernández es la literatura argentina. No conozco lo suficiente el conjunto de esta literatura para confirmarlo pero, en todo caso, el encuentro con la escritura de Macedonio Fernández significó para mí el encuentro con lo más singular de la literatura argentina, aunque hubiera leído ya con fruición a Jorge Luis Borges o a Oliverio Girondo. Mi colega y amigo Germán García me dio a conocer sus escritos en Barcelona a través de las múltiples citas y referencias que hacía de él en sus charlas y seminarios. Después, antes de volver a Argentina, me dejó varios de los libros de Macedonio que tenía en su biblioteca y que desde entonces entraron a formar parte de la mía. Siempre me ha parecido que los textos de Macedonio Fernández condensan y desplazan, despliegan y concentran, algo muy esencial de la lengua y de la cultura argentinas, con sus tropiezos y vacíos, con sus idas y venidas, con sus exilios y múltiples procedencias. Y lo hacen, por decirlo así, a través de un arte de rodear las ausencias y los silencios, los espacios en blanco.
Macedonio Fernández viene a ser así uno de los mejores antídotos contra el “todo lleno” al que nos empuja en la civilización la promesa del goce absoluto. Parece que casi nunca pensaba en publicar y que fue por la insistencia y el cuidado de sus más próximos que nos han llegado finalmente sus escritos. En el universo literario, si existe algo así, se nos aparece él mismo como el personaje de uno de sus chistes del aún no, esos chistes que no se ríen de inmediato porque requieren un tiempo de espera, cierto vacío, cierto tiempo de comprender. Por ejemplo: “había tan pocos que faltaba uno más y no cabía”. Es seguramente este el lugar que le cabe ocupar a Macedonio Fernández en la literatura universal, el de no llegar a caber si faltaba uno más... por si ese que faltaba fuera él. Ese lugar llegó a hacérselo, casi sin proponérselo, a través del vínculo especial que mantenía con la página en blanco, con su paciente escritura no exenta de ambivalencia ante objeto tan paradójico. De hecho, Macedonio buscaba y evitaba la página en blanco, como un fóbico y un nostálgico a la vez de su ser de objeto. Se identificaba así con su estructura antinómica al aparecer él mismo en ausencia, con ese rasgo de no estar nunca ahí donde se lo esperaba, recién venido siempre de Otro lugar. La escritura, decía Freud, es el lenguaje del ausente y es por la magia de la misma escritura que se hace existir también este lugar. Desde ahí viene y escribe Macedonio Fernández. Este lugar de la letra, lo sostiene y lo hace presente de manera especial en la página en blanco en la que llegó a encontrar el defecto más íntimo de la literatura.
“Todos sus defectos [los de la literatura] se hicieron públicos así; ocasionáronse desventajosas comparaciones con el papel en blanco y sobrevino la nostalgia de esta clase de papel, que debe haber existido alguna vez toda una hoja en blanco de papel; parece haber sido encontrada inmediatamente encima de la torre de Babel, del Arca de Noé y del descubrimiento de América, en ruinas, y que habríase de volver a inventar como el agua en un cabaret.” (Papeles de Recienvenido)
La nostalgia de la página en blanco es seguramente el mejor (auto)diagnóstico de Macedonio Fernández. Una melancolía fundamental, estructural, elemental, de la letra convertida en el objeto por excelencia. (Ver al respecto el libro de Germán García, “Macedonio Fernández, la escritura en objeto”). Es el objeto de una mirada que añora la nada en la que se inscribió, por primera vez, la escritura para rodearla. Macedonio Fernández se reconoce así como un melancólico de la pureza de la página en blanco, de la página primigenia, de una primera y originaria “toda una hoja” que alguna vez tuvo que existir, como piedra, tablilla de arcilla o pergamino. Porque, en efecto, ¿en qué momento un objeto fue elevado a la dignidad de superficie para acoger la inscripción de un signo, de una letra? Este momento único, irrepetible, pero repetido también cada vez que alguien aprende a escribir, es el verdadero prólogo macedoniano de todo lo escrito, momento presente en cada letra de su texto como lo que ha perdido de su ser.
Macedonio, que siempre rellenaba con su paciente letra el papel en blanco hasta los límites de la página cultivando, como decía, “el lleno completo”, buscaba también una verdadera página en blanco, esa que, según su parecer, dejó de existir con la literatura misma. Y es curioso que la suponga en la cúspide de la siempre inacabada torre de Babel, él, que se vanagloriaba de saber callar en varias lenguas…
Esta página en blanco irremisiblemente perdida es también la página más real, la que no cesa de no escribirse, y está por lo mismo tan perdida que hay que volverla a inventar… en cada acto de escritura. ¿Sería este uno de los mayores designios de la escritura de Macedonio Fernández como autor? Pero precisamente, nada más dudoso que hablar de Macedonio Fernández como autor. Más bien es él mismo, como sujeto, quien se ha identificado con esta página en blanco imposible de volver a encontrar pero que alguna vez fue, que alguna vez estuvo… Tanto es así, que algunos han llegado a especular con la peregrina idea de que Macedonio Fernández nunca existió en realidad, que fue tal vez sólo un invento de Jorge Luis Borges, seguramente de los más reales en distinguirse de esa realidad en la que creemos a pie juntillas. Y sí, Macedonio más real todavía en la página en blanco que alguna vez estuvo, “toda una hoja”, en la cúspide de la Torre de Babel, o en el Arca de Noé como una especie preservada del diluvio universal de la escritura, o de la América supuestamente descubierta… (Imaginamos aquí la ironía macedoniana: no, si en verdad yo y mi realidad estábamos ya a punto de existir antes de ser descubiertos).
La ficción de su escritura nos asegura que pareció encontrarse esta página en blanco en las ruinas de aquellas tres grandes ficciones occidentales de la totalidad: la de todas las lenguas en la Lengua universal, la de todas las especies y razas en la Humanidad, la de todas las alteridades en el Otro de la América descubierta… Pero es este Otro el que cada vez existe menos y sus ruinas son en realidad las de la propia página en blanco. Nos quedan sólo los restos ilegibles de lo que fue. Pero ¿qué serían los restos, las ruinas de una página en blanco? La imagen es fuerte y no resiste la rápida atribución de una idealización de la página en blanco como pureza del objeto virgen e inmaculado. Debajo de esta apariencia demasiado forzada de lo que ella es como objeto, subsiste su ser como resto en la letra misma de cada escrito. Por esto, a la vez, los restos ilegibles de la página en blanco hacen públicos los defectos, las faltas, de la propia literatura que saldría sin duda perdiendo en la comparación con ella.
¿Sería pues la literatura el intento incesante y renovado de reconstruir, de escribir la página en blanco en su ser “toda una hoja”? Samuel Beckett lo mantuvo una vez como su principal y último objetivo. Tanto como su misma imposibilidad en el objeto que rodea, una y otra vez, sin cesar de no encontrarlo.
Lituraterre, llamó Jacques Lacan a esta operación que linda con el uso del inconsciente.
(Ilustración: René Magritte, La Page Blanche)