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29 de juliol 2018

La Escuela: una comunidad declarable


















Hace veintitrés años me encontré escribiendo este texto en un momento que se anunciaba delicado para la comunidad analítica en la que participaba desde hacía al menos quince. Lo escribiría hoy de nuevo con algunas, pocas, modificaciones que en nada alterarían la estructura del asunto. No suelo releerme, más bien suelo reescribirme, seguramente dejando siempre por leer aquello que no deja de no escribirse. Alguien desde el otro lado del Atlántico me ha llamado la atención sobre la actualidad de este texto. Hago, pues, aquí una excepción. (M.B. — julio de 2018)

En el Prefacio del primer Anuario de la Sección de Catalunya de nuestra Escuela, hace ahora cuatro años, Jacques-Alain Miller podía escribir: "Se suele mencionar, por la sorpresa que producen o por las burlas que provocan, las discordias y las escisiones de los psicoanalistas. Que se sepa que a partir de Catalunya fue posible invertir ese proceso nefasto".

Era un lugar que honraba a la Sección, aunque no era un lugar de privilegio, por la responsabilidad y el trabajo que implicaba. Se trataba ante todo de un punto de partida y no sólo de un punto de llegada, después de un largo camino en el que se habían sobrepasado también discordias y escisiones. 

Quién no se habrá lamentado por lo que parece ser ese destino de la ciudad analítica: discordias y escisiones. Quién no habrá entonado en ese momento la pregunta "¿qué hacer?" ante lo que se presenta como inevitable, como diferencia irreductible, imposible de resolver.

Y que no le recuerden entonces a uno esa verdad -sólo pregunta "¿qué hacer?" aquél cuyo deseo se extingue o desfallece- porque ese deseo puede ser también en el otro el deseo de la discordia, de la división, hasta el deseo de ponerlo todo patas arriba. -¿No vendrá usted a decirme ahora que el deseo es armonía y acuerdo, unión y convergencia, usted que debe escucharlo cada día, en lo más inmediato de su experiencia? ¿No conoce ya los estragos de la creencia en un Otro de la buena fe? No son distintos a los estragos producidos por un deseo nunca acorde con el deseo del Otro, aunque sea en él donde siempre se sostiene. ¿Y por qué el grupo analítico debería escapar a todo eso?

Y es cierto, por lo general no escapa. El hecho de que la misma experiencia analítica haga descubrir al sujeto, de forma casi necesaria, que el deseo no puede reducirse a su pleno reconocimiento por el Otro, sería entonces una de las mejores razones que podría darse el grupo analítico para justificar sus discordias y escisiones. El Otro se convierte ahora en el Otro de la mala fe y el sujeto se sostiene en su denuncia. Pero con esa justificación denuncia también su propia impotencia, la imposibilidad para situar lo real en el que se funda su afirmación ante el Otro.

Antes de llegar a reconocer este real, el grupo analítico ha preferido casi siempre exiliarlo fuera de su ciudad. Guerra y paz se alternan entonces, sin que se vea exactamente cuál es el fin de la una y la otra. 

Presento primero las cosas por su lado más grotesco, porque es así como suelen presentarse cuando este real irrumpe.

Pero ¿qué es lo que puede aprenderse de este vaivén? 
Permítanme responder situando tres momentos en los que a mi juicio se produce la inversión de la inercia inherente a la ciudad analítica. No es nunca el proceso de uno solo pero sí es un proceso singular. Singular quiere decir aquí la lógica que hace que lo colectivo no se reduzca a la suma de las historias personales de cada uno sino al "sujeto de lo individual", -para tomar una vieja expresión del Lacan del "Tiempo lógico" que traduce al sujeto de las masas de Freud. El sujeto de lo individual quiere decir, en este caso, la experiencia del sujeto en relación a la causa analítica.

1. Describiré el primer momento como el rechazo de toda historia secreta como un argumento de lucha. Me explico: la historia secreta es la que se supone siempre como intención del Otro, ya sea del Otro de la buena o de la mala fe, para un beneficio más o menos común. Es una historia secreta porque el Otro nunca podrá llegar a decirla del todo, funciona sólo como un supuesto. Como el propio Lacan decía de la IPA en 1956, "la historia secreta (...) no está hecha ni por hacerse. Sus efectos carecen de interés junto a los del secreto de la historia. Y el secreto de la historia no ha de confundirse con los conflictos, las violencias y las aberraciones que son su fábula. (...) La anécdota aquí como en otras partes disimula la estructura"1

El secreto de la historia de la ciudad analítica es qué lugar tiene en ella el deseo del analista, y cómo se define a partir de él la relación del sujeto con la causa analítica, sin convertirla en una anécdota o en una historia secreta. 

Es ciertamente el punto en el que el grupo analítico se encalla con más frecuencia, sobre todo cuando asemeja su existencia a la de un grupo iniciático. El grupo iniciático es el que comercia con el saber -cualquier saber, ya sea el que se proponga como "teórico" o el que se suponga en la intimidad de cada uno- con los fines últimos de un goce colectivo. Esa es, por otra parte, la mala fama que se ganaron los grupos analíticos en su momento, también en Catalunya.

Véase al respecto una referencia de Lacan que no tiene desperdicio para entender la función que cumple la figura del iniciado en los escondrijos de la ciudad moderna. Se trata de la novela de Balzac, "El envés de la historia contemporánea". Verán allí cómo puede sostenerse el poder más aparentemente benéfico, el de la caridad, a partir del uso y el goce de una historia secreta.

El rechazo de toda historia secreta como argumento de lucha y acción es aquí un límite al goce del grupo sobre el saber que éste cree detentar.

De seguir esta idea más allá del sentido común, diría que tal vez habría que añadir una cláusula que contemplara este límite en los estatutos que se elaboran para cada grupo de la Escuela y que definen la naturaleza de su lazo asociativo. Dice el primer artículo: "Su duración es ilimitada [ahí no hay límite]. Su definición es la de una asociación sin fines de lucro y -podríamos añadir- sin fines de goce colectivo en el comercio con el sujeto supuesto saber". No digo que este goce no sea un medio -en realidad, la experiencia analítica se funda en ese medio que es el goce inherente al sujeto supuesto saber para abordar su realidad. Digo que no puede ser su fin para cada uno de los que sostienen ese lazo asociativo.

No me extiendo más sobre la importancia de este momento.
            
2. El segundo momento se produce como resultado efectivo de este límite. Es el momento en el que el grupo pierde su peso, pierde su sustancia e identidad. No hay ahora Otro de la buena o mala fe que sirva de argumento para la lucha. Suele ser el momento de la tregua, también de cierto impasse, productivo en sí mismo, y es el momento en el que se puede deliberar y en el que las cosas pueden tomar su tiempo. En el mejor de los casos, se descubre entonces aquello que estaba en el fundamento del grupo y que ahora ya no alcanza para hacer comunidad. Más bien, se trata en este momento de buscar el modo de hacer comunidad partiendo de lo que no hace comunidad para cada uno. 

Parece éste el momento oportuno para plantear la pregunta fundamental que motiva la existencia de una Escuela, la pregunta sobre qué es el analista, esa función hecha de lo más particular, sin universal posible, a partir de lo que para cada uno no hace comunidad con el Otro.

Designemos este momento con la expresión que dio título a un excelente libro de Maurice Blanchot, "La Communauté inavouable", la comunidad inconfesable, o la comunidad indeclarable, es decir, la comunidad de aquellos que no tienen comunidad y que no pueden declarar nada sobre ella, no por impotencia o ignorancia sino porque han podido llegar a situar lo que hace excepción a su ser de comunidad, y que está a la vez en el fundamento de su vínculo social.

Son momentos de viraje, de corte, hasta de subversión, que cada uno podría fechar de modo diferente, aunque el momento, en su sentido eminente, el momento que define la estructura de la comunidad no sea, me parece, algo fechable de forma puntual -es algo que se hace presente en cada acto que modifica a esa comunidad en su fundamento mismo.

Alguien podría decir, por ejemplo, que ese momento es, para la Escuela, al menos para España, muy reciente: hace tan sólo unos meses, cuando el conjunto de miembros españoles decide poner en marcha el dispositivo del pase, dispositivo sin el que una Escuela no es Escuela y que toca a lo más íntimo del sujeto de la experiencia. Y por mi parte, estaría de acuerdo. Se trata de lo mismo, una vez más, de lo mismo pero de una manera bien distinta. Se trata de la misma Cosa pero con un medio para abordarla, un medio que nos permite distinguir, precisamente, la discreción del secretismo, la transmisión de lo singular de su reducción a lo inefable, a lo indeclarable. 

Es por ello que distinguiré el pase como un tercer momento.

3. Diré únicamente dos palabras al respecto. Cierta inercia en nuestros debates y deliberaciones puede hacer pensar que el pase es un buen fin, un buen fin para lo que sea. Nada es menos seguro. El pase no me parece un fin. En primer lugar es un principio, un principio de la Escuela, lo que corresponde a sus fundamentos, a su definición misma. En todo caso, es un medio para la existencia del psicoanálisis, un medio, es cierto, privilegiado, que requiere de una precisión de relojería para obtener los resultados deseables. Pero nunca debería ser un fin, tampoco para el análisis mismo ¿Cómo podría hacerse un fin de algo que el propio Lacan definió como el mar, "que ha de recomenzarse siempre"2

Un poco de mar entonces para nuestra ciudad analítica... Un río también puede valer: dos orillas no aseguran ninguna finitud, no la aseguran al barquero que hace pasar a Heráclito por su río, nunca idéntico a sí mismo, ni al propio Heráclito cuando pide cruzarlo.

Visto desde esta perspectiva, el pase sí me parece un medio para hacer avanzar al psicoanálisis, para que éste pueda hacer frente de la mejor manera posible al malestar en la cultura, para que pueda declarar lo que constituye a la comunidad analítica como su razón en el mundo actual, y, sobre todo, para que pueda declararlo a un exterior que no parece tener hoy muchas razones para mantener su confianza en las comunidades.


(Julio de 1995)



1. Jacques Lacan, "Situación del psicoanálisis en 1956", en Escritos, Siglo XXI, 1984, pág. 456.
2. Jacques Lacan, "El Acto psicoanalítico 1967-1968", en Reseñas de enseñanza, Manantial, Buenos Aires 1984, pág. 48.

26 de setembre 2015

¿Con qué se identifica usted?

Barcelona, 11 de Setembre de 2015

















(En un momento de debate sobre las identidades, reencuentro un texto de 1996 sobre sus paradojas en la comunidad analítica. Puede ser útil para estudiar otras formas de identidades y comunidades. 26 de Septiembre de 2015)


1 - La comunidad analítica no es, no debería ser, una comunidad inconfesable, imposible de declarar. 
En realidad, todo parece llevarla a este imposible, dada la no existencia de El analista como un universal, de  un conjunto consistente y completo de atributos que lo definan como tal. Esta no existencia está en el centro de la experiencia que llamamos Escuela. Entonces, la “comunidad inconfesable” de Maurice Blanchot, esa comunidad de aquellos que no tienen comunidad, parecería ser el destino necesario  e irreversible de la comunidad analítica, una comunidad que en el mejor de los casos estaría formada por una serie de “desidentificados”, de sujetos que han llegado a situar lo que no hace vínculo social con el Otro.
Y, sin embargo, entendemos la apuesta de la AMP y de sus cinco Escuelas [hoy, en 2015, son ya siete] como la apuesta por una comunidad declarable, formulable en la orientación lacaniana, y de una manera que sostenga lo que toda comunidad tiende a reprimir por la propia inercia: su palabra, su decir fundador. 
El problema es que no hay, en realidad, declaración común posible sobre lo que funda una comunidad, por muchas declaraciones de principios que se hicieran. Es otro modo de decir que no hay sujeto de enunciación colectiva, aunque sí haya un sujeto de lo individual, y un cálculo colectivo sobre él. Y es precisamente este sujeto de lo individual lo que constituye a un colectivo, como en el caso de los prisioneros en el famoso sofisma del tiempo lógico explicado por Lacan. El problema se traduce entonces de la siguiente manera: cómo se identifica cada uno ante el Otro imposible de la comunidad. Hay una salida y hay modos de encontrarla... con los otros.
Permítanme, pues, considerarlos a ustedes tan prisioneros como me considero a mí mismo y pedirles que me acompañen en un razonamiento sobre algunos puntos de nuestro debate.

2. Partiré de una frase que indica un deseo del Otro, —siempre partimos de un deseo del Otro—, de una afirmación de Lacan, en su Seminario del 15 de abril de 1975, una afirmación radical sobre su posición en el grupo. Es un deseo, un Wunsch, según el término freudiano, que se formula, nada más y nada menos, así: “Lo que deseo, ¿qué es? La identificación con el grupo”. Es el deseo de Lacan, nada obliga a que deba ser el deseo de cada uno, pero puede resultar en todo caso una formulación bien paradójica en alguien que se pasó el tiempo criticando la identificación con el Otro como modo de conclusión de un análisis o, también, como norma de vida en el grupo. Y por eso modula de inmediato la afirmación:
“Es seguro que los seres humanos se identifican con un grupo. Cuando no lo hacen, están jodidos, están para encerrar. Pero no digo con eso con qué punto del grupo tienen que identificarse”.
Y este es el problema de partida, —o de llegada, si ustedes quieren—, esa es la verdadera pregunta: ¿con qué del grupo se identifica usted, estimado prisionero? ¿qué disco lleva usted cuya verdad sólo le será aprehensible con y por los otros?
Porque la pregunta, bien formulada, no es nunca “¿con quién se identifica usted?”. Uno no se identifica con nadie en realidad, sino con algo, con un rasgo del Otro. La afirmación “usted se identifica con ése” —y “ése” suele ser siempre alguien notorio — parte de un presupuesto engañoso, el presupuesto de la intersubjetividad, la creencia de que el Otro con el que uno se identifica es otro sujeto. En este presupuesto reposa, sin embargo, la consistencia imaginaria de toda comunidad, también la analítica. 
La consistencia imaginaria es uno de los primeros problemas estructurales de la comunidad analítica. Y tenemos razón al avisarnos uno al otro del engaño que supone precipitarse y salir de la prisión identificado con tal o cual imagen del Otro. Se sale sólo para entrar en otra prisión mucho peor, la del mercado de las “profesiones delirantes” a las que siempre empujará el llamado “estado del bienestar” y sus prebendas.

3. Hay, es cierto, otra consistencia que podemos hacer valer. ¿En qué se sostiene nuestra transferencia de trabajo? No es un enigma para nadie que esta comunidad se sostiene en nuestra transferencia con el texto de Lacan. Es la “comunidad epistémica” que ha definido Samuel Basz de forma precisa. Lo cito: “aquella que admite una reconstrucción racional permanente y consensuada de los principios que justifican su práctica”. Esta es otra consistencia, simbólica, cuyo Otro toma cuerpo en la letra del texto de Lacan. Y no es ya tampoco un acuerdo tácito que esa comunidad nombrada AMP se sostiene por el “al-menos-uno” en leerlo, en seguir leyéndolo, para extraer consecuencias que valen para muchos otros. Ese al-menos-uno tiene un nombre, Jacques-Alain Miller. Lean lo que quieran de lo que se produce en nuestra comunidad de no identificados, verán que hay al-menos-uno siempre identificable, incluso, si se fijan bien, cuando no se lo nombra. 
Y es que cuando se trata de la consistencia simbólica se trata de nombres, de nominaciones, del reconocimiento de cada uno en el Otro de la comunidad, siempre exigible. Ahí siempre podrá haber quejas, porque el reconocimiento del Otro nunca es, por supuesto, el que uno esperaba. Lo decimos un millón de veces, pero que ocurra nos sorprende cada vez.

4. Los prisioneros nos detenemos entonces un momento, —segunda escansión—, y nos preguntamos cómo nos llamamos entonces cada uno, cómo somos reconocidos por el Otro. Porque el nombre con el que uno se reconoce modifica también el nombre con el que se reconocen los demás. 
Pero antes de responder les lanzo ya otra pregunta: ¿es que se confunde usted con su nombre? ¿se confunde usted con el reconocimiento que el Otro le da, tal vez, —quién sabe—, para estar más seguro del suyo propio? Concluir aquí demasiado rápido llevará siempre a poner por delante un principio de autoridad en el Otro de lo simbólico que dejará a cada uno sin salir.
Hay, por supuesto, un método más expeditivo, que es no reconocer ningún principio de autoridad. Fue el método, por ejemplo, de Ramon Llull en la comunidad epistémica de su tiempo, en el siglo XIV. A lo largo de sus casi trescientas obras, no hay un solo recurso a una autoridad exterior para argumentar sus ideas. Los críticos de hoy se vuelven locos para explicar de dónde le venían esas ideas. Además de ilegible, eso da un sujeto totalmente identificado con su nombre, perfectamente normal por otro lado, es decir, alguien para encerrar.
Si uno no se confunde con su nombre por el que es reconocido, entonces puede reconocer el principio de autoridad de la palabra del Otro. Pero ahí se abre otro problema, el de la nominación de cada uno más allá de la consistencia simbólica que sostiene la transferencia.
La transferencia en la comunidad analítica es el otro problema estructural. La creencia en el inconsciente que une a sus integrantes puede ser también el mayor obstáculo para transmitir de modo eficaz la certeza de un descubrimiento cuando éste llega a suceder.
Entonces “¿con qué se identifica usted?” No se identifique tampoco, por favor, con el “sujeto supuesto saber”, esa equivocación que nos permite poner en marcha un análisis, que nos permite también enseñar, pero que llevará siempre a la impostura a quien se confunda con él. 

5. El Wunsch de Lacan apuntaba de hecho a lo más radical de lo que hace imposible el grupo analítico, apuntaba a una tercera consistencia, la de lo real en el que se funda cada comunidad. Es imposible identificarse con lo real, porque lo real no sé sabe nunca dónde está y, lo que es peor, cuando no se lo puede nombrar tiende a confundirse fácilmente con las otras dos consistencias en juego. Lo real siempre está en otra parte, cuando no pura y simplemente segregado de esa comunidad, y atrae hacia sí, innombrable, todas las obscenidades del grupo. Pero basta que esa consistencia real se retire del nudo que formaba con las otras dos consistencias, la imaginaria y la simbólica, para que no haya ya nudo ni comunidad posible.
Llamen a esta función de nominación de lo real “extimidad”, escríbanlo con el significante de la falta del Otro, S(A/), denle también la función del “más uno” —es lo que hace Lacan en ese Seminario citado—, denle también la función del A.E., denle las vueltas que quieran, nombrar lo real del grupo analítico no tiene nada de gracioso, aunque pueda tener efectos divertidos. Quiere decir también deshacer ese grupo, ir a contracorriente de la inercia en la que se complace y se displace, es hacerlo Otro para sí mismo. Es hacerlo imposible o, si prefieren, hacer lo imposible para que consista en algo.

6. Una vez situado este problema estructural de la comunidad analítica, viene una última pregunta que, esa sí, me parece realmente divertida: ¿cómo sería una comunidad en la que cada uno pudiera nombrar lo real sobre el que se constituye su imposible comunidad con el Otro? Me parece una buena pregunta para un cartel, como tema y como funcionamiento.
Aunque de hecho, no es esta una pregunta muy distinta a la que el Otro social les está haciendo hoy a los mismos analistas, —en Europa al menos—, alimentada además por su propia dificultad en salir de la prisión: “¡Identifíquense de una vez!”
Ahí, concluyo: si hay comunidad posible es por un decir que se autoriza por sí mismo, aun a riesgo de verse salir en soledad en lo dicho por los otros.

Julio de 1996

(Centro Descartes, Buenos Aires)