El lugar de la
víctima ha sido desde siempre un lugar cercano a lo sagrado, vecino de esa
“zona sagrada”, como la llamó Lacan al mostrar su proximidad con el objeto
indecible, prohibido, intocable, un objeto imposible de representar, o representable
sólo como un vacío*. Ese objeto es la Cosa freudiana, das Ding.
Nuestro colega
Gil Caroz ha recordado hace poco esta vecindad a propósito de los atentados de Charlie Hebdo en su artículo publicado
en Lacan Quotidien, titulado “Cuando
lo sagrado se convierte en sacrificador”[1]. Existe,
en efecto, un estrecho y sutil vínculo entre el sacrificio de la víctima y la
función de lo sagrado, un vínculo que la etimología evoca en diversas lenguas.
La palabra “sacrificio” proviene de “sacro” y “facere”, de hacer sagradas las
cosas, poniendo a la víctima sacrificada en el lugar mismo de lo sagrado. Todo
sacrificio apunta así al lugar de lo sagrado, de la Cosa indecible, ya sea para
hacerla existir o para intentar borrarla de la faz de la tierra, ya sea para
localizarla en el propio sujeto o en el lugar del Otro, ya sea en el sacrificio
suicida o en la masacre en masa.
Lo sagrado no
tiene entonces ningún sentido en sí mismo pero está en el corazón de todo sentido,
del sentido que es religioso por definición. Es lo que aprendemos en la
experiencia analítica cuando el sujeto se aproxima a esa zona de su fantasma de
la que se nutre el sentido del síntoma. Y es también lo que aprendemos a
escuchar cuando el sentido religioso alcanza el estatuto de epidemia. “Sepan
que el sentido religioso va a hacer un boom del que no tienen ni idea, —decía
Lacan en Roma en 1974—. Porque la religión es la morada original del sentido.”[2] En la
morada original del sentido se encuentra el objeto indecible del goce, el
objeto más íntimo y sagrado para cada sujeto, ya sea representado en el sudario
que rodeaba el cuerpo de Cristo o en el que recubre lo invisible del cuerpo
femenino, ya sea localizado en las torres gemelas de la riqueza, del tesoro del
Otro, o en la cabina del avión bloqueada desde su interior para hacerlo
estallar en un sacrificio en masa. Imposibles de comparar por un lado, los
actos sacrificiales tienen por el otro este punto en común, esta zona de
intersección vacía y sin sentido de la que se nutre, sin embargo, todo sentido.
Recordemos cómo
abordaba Lacan esta zona vacía de la Cosa freudiana en su Seminario sobre “La
ética del psicoanálisis” para hacer de ella la brújula de la experiencia
analítica. Señalaba al menos tres operaciones posibles, tres respuestas ante lo
real del objeto sagrado imposible de representar.
Si el arte
rodea este vacío con sus objetos para elevarlos a la dignidad del objeto de la sublimación,
la religión lo evita desplazándolo siempre hacia otro lugar, en una carrera
imparable de producción de un nuevo sentido. Por su parte, la ciencia forcluye
este vacío, rechaza la presencia de la Cosa en el universo del goce intentando
reducirlo en una cuantificación objetivada. Siempre en vano. Cuanto más la
ciencia gana terreno sobre lo real con la producción de nuevos objetos
técnicos, más el sentido religioso recicla estos mismos objetos con su
maquinaria de producción de sentido, más colabora la primera sin saberlo al
boom del sentido religioso. Asistimos hoy a una batalla en la carrera del
sentido entre la técnica y la religión, en un encuentro tan paradójico como
aquel encuentro del paraguas con la máquina de escribir en la mesa del
quirófano caro a los surrealistas.
El objeto
tecnológico se ha encontrado así con el boom del sentido religioso en la mesa
de operaciones del mercado llamado “globalización”, una globalización sin
embargo que funciona por una deslocalización sistemática del objeto del goce,
de su vacío imposible de localizar. La técnica tiene hoy sus propias leyes fuera
de al ciencia que la vio nacer en Occidente. Y ello muy especialmente desde
mediados del siglo pasado, cuando la ciencia firmó su acuerdo con la política de
la postguerra en el informe que lleva el nombre de Vannevar Bush. Es con el
nombre de este científico norteamericano como se conoce el informe, titulado de
manera tan elocuente “La ciencia: una frontera sin límites”, que convenció al
Presidente Roosvelt y a su Congreso de la necesidad de diseñar una política
científica: “La ciencia está entre bastidores —podemos leer ahí—. Habría que
ponerla en el centro del escenario, porque en ella radica gran parte de nuestra
esperanza de futuro.”[3] El
problema es que en lugar de la ciencia, lo que apareció en el centro del
escenario fue el objeto técnico elevado al cénit social, y según unas leyes
cada vez más independientes del pensar de la ciencia misma. Tal como indicaba
Jacques-Alain Miller hace unos años en su Curso: “Nos damos cuanta hoy de que
la tecnología no está subordinada a la ciencia, representa una dimensión propia
de la actividad del pensamiento. La tecnología tiene su propia dinámica”.[4]
No se trata
sólo del buen o mal uso de la técnica, fácil argumento con el que se suele dar
carpetazo al problema, sino de los efectos que esta dinámica tiene para cada
sujeto en su relación con el goce. Se trata del modo en que cada sujeto, tomado
uno por uno, es usado por esta dinámica en su modo de abordar la Cosa
freudiana, en su recorrido huidizo entre lo sagrado y el sacrificio.
Cuando el
objeto sagrado no puede ser ya localizado en el mundo del sentido, entonces es
el objeto técnico el que viene a ocupar su lugar, sin importar ya demasiado el
sacrificio que suponga.
Podemos
verificarlo en la clínica del caso por caso como un intento de solución de la
antinomia entre el sentido y lo real sin sentido. Sirva como breve ejemplo el
caso de aquel niño autista que sólo podía acercarse a un objeto, hacer uso de
él, si cuantificaba previamente su grado de comodidad a partir de un porcentaje
que debía calcular de manera lo más precisa posible, sin encontrar sin embargo
la exactitud que le daría la tranquilidad suficiente. El tanto por ciento, el
porcentaje de comodidad, era el simple recurso técnico que le permitía
consentir o no a ser usado por la dinámica de los objetos, sea cual fuera el
sacrificio de goce que implicara para él. No se comportaba, de hecho, de manera
distinta a la del consumidor de hoy que consiente a ser usado por la dinámica
de cualquier objeto técnico a partir de las estadísticas de satisfacción que
las leyes del mercado imponen a su uso.
En otro ámbito,
citemos un testimonio referido a los estragos producidos en la imparable
carrera del sentido religioso. Es el testimonio de Ayaan Hirsi Ali, una mujer
que ha atravesado los distintos grados de la religión islámica, desde su
versión más radical hasta su asimilación a los modos de goce llamados
occidentales, siendo elegida diputada del Parlamento holandés, viendo en un
momento retirada su ciudadanía europea, posteriormente devuelta, y colaborando
actualmente con los think tank americanos
de tendencia liberal conservadora. Es un testimonio impactante de la dificultad
para localizar en su particular travesía del desierto el lugar de lo sagrado,
al borde siempre del sacrificio en sus distintas versiones: como mujer, como
hereje, o como apóstata a exterminar.
Ayaan Hirsi Ali
explica el lugar primordial que ha tenido para ella lo sagrado en la idea y el
valor de la vida después de la muerte, un lugar “comparable —escribe— al que ha
llegado a representar el reloj para la mentalidad occidental. En Occidente,
estructuramos nuestras vidas en función del paso del tiempo, de lo que
lograremos la próxima hora, el próximo día, el próximo año. Planificamos en
función del tiempo y en general solemos asumir que tendremos una vida larga.
(…) En la mentalidad islámica, en comparación, no es el tictac del reloj lo que
se oye sino la aproximación del día del Juicio Final.”[5]
La promesa del
goce de la Cosa más allá de la muerte es aquí una bomba de relojería que no
necesita tictac alguno. Frente a esta aproximación, no hay porcentaje que valga,
no es necesaria otra contabilidad que la que procurará alcanzar el goce mismo de
la Cosa, del objeto sagrado prometido. Es la misma aproximación de la que daba
testimonio un joven yihadista detenido hace unas semanas en Barcelona: “Morir
en nombre de Alá no hace daño, es como un pellizco.”
Pero cuidado,
este leve pellizco no es en realidad muy distinto en la estructura al pellizco
del que ya han dado testimonio los primeros usuarios de una correa diseñada
para el nuevo reloj Watch de Apple y
que lo dota de 30 horas más de autonomía, como promete su publicidad.
Y es que a la
hora de contabilizar el goce, técnica y religión pueden encontrarse hoy muy
bien en el mismo camino.
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* Intervención en PIPOL 7, Bruselas, 5 de Julio de 2015.
[1] Gil Caroz, “Quand le sacré devient
sacrificateur”, Lacan Quotidien nº
474, 7/02/2015.
[2] Jacquez Lacan, “La
troisième”, Lettres de l’École freudienne, 1975, nº 16, pp. 177-203.
[3] Vannevar Bush, Science, the Endless Frontier, Washington, United Sates Government
Printing Office, 1945, p. 13. (Traducción de Horacio Pons).
[4] Jacques-Alain Miller, “Nullibieté”, Cours Orientation lacanienne, 14/11/2007
(inédito).
[5] Ayaan Hirsi Ali, Reformemos el islam, Galaxia Gutenberg, Barcelona 2015, p. 117.