Ramon Llull apedreado en Bugía (Miniaturas de Karlsruhe) |
Los medios han informado estos días de la detención simultánea en varias ciudades españolas de ocho personas sospechosas de “terrorismo yihadista”, de captar adeptos al Estado Islámico y de difundir su “ideario radical”. En varias ciudades españolas se ha detectado la existencia de “células yihadistas” dispuestas a realizar atentados “en cualquier momento”. La televisión muestra el instante de una de las detenciones en L’Hospitalet, ciudad contigua ya a Barcelona. Un joven de treinta años, esposado y vestido con un chándal del Barça, es conducido por dos policías; antes de entrar en el furgón policial se gira hacia las cámaras y lanza la consigna en árabe: “Alá es grande” —“…y Messi su profeta”, añade alguien con cierto humor. El periodista interroga después a una vecina que da las ya habituales explicaciones: “Son una familia muy normal, los hijos son muy educados; me ha sorprendido que viniera la policía, pero si ha pasado algo con alguno de los hijos yo no lo sé”. Hace justo treinta años que viven en el barrio.
La
escena me ha hecho presente otra, inversa en varios sentidos y unos seiscientos
años anterior. Un hombre de setenta años, venido de tierras catalanas pero
vestido con hábito sarraceno, se planta en medio de la plaza mayor de la ciudad
de Bugía y grita ante la gente que se ha congregado a su alrededor: “La ley de los cristianos
es verdadera, santa, cara a Dios. La ley de los sarracenos es falsa. Y estoy
dispuesto a demostrarlo”. No pasará mucho rato hasta que la gente empiece a
apedrearlo y las autoridades del lugar lo detengan para encarcelarlo. El episodio
está explicado en la Vita Coaetanea de
Ramon Llull, fechada en 1311. El insigne mallorquín fue en realidad un
verdadero fan del islamismo, mantuvo una relación tan fuerte como paradójica
con su religión, con su lengua y con su cultura, un vínculo paradigmático para
entender la coyuntura de un conflicto que parece haber empezado ayer pero que
lleva ya siglos.
El terrible atentado, el
11 de marzo de 2004, en la estación de Atocha de Madrid —casi doscientos
muertos y dos mil heridos—, el segundo mayor atentado cometido en Europa hasta
la fecha, significó sin duda en España el punto álgido en la percepción de
peligro que supone la presencia del Otro malvado en el interior más interior
del vínculo social. La comunidad musulmana se apresura una y otra vez a
distinguirse de la acción de Al Quaeda o del Estado Islámico actual, sin
conseguir separarse de esta percepción especular del Otro malvado.
En realidad es la
continuación, por otros medios y con diferentes intensidades, de un antigua relación.
Un somero repaso a la historia de España muestra el fuerte vínculo que la
cultura española ha mantenido y sigue manteniendo con la cultura árabe y con el
islamismo, vínculo marcado irremisiblemente por el conflicto y la exclusión
recíproca. Setecientos años de fuerte presencia musulmana —desde el 711 al
1492, para tomar las fechas del principio de la conquista árabe y del final de
la reconquista cristiana— no pasan en balde, tanto en la propia lengua, como en
cada rincón de la vida religiosa, social y política. Hoy, uno de los objetivos
explícitos del Estado Islámico es la re-re-conquista de al-Ándalus, el amplio territorio de la península ibérica que estuvo
bajo poder musulmán durante la Edad Media. En realidad, lejos del ideal de la idílica
imagen que a veces quiere darse en España de la convivencia entre las tres
religiones monoteístas —la cristiana, la judía y la musulmana— que han definido
su historia, ésta se ha caracterizado por un sanguinario conflicto de
exclusiones y expulsiones, de integrismos, integraciones y desintegraciones de
las respectivas comunidades.
En la actualidad, la
población musulmana en España es de algo más de un millón de habitantes, unos
280.000 en Cataluña, unos 200.000 en Madrid, algo menos en Andalucía y en la
Comunidad Valenciana. Alguien como Sami Naïr ha podido afirmar recientemente
que “el islam forma parte de la identidad catalana”, a la vez que sostiene que
“la estrategia occidental contra el Estado Islámico es peligrosa” (El Punt Avui, 10/03/2015). La
destrucción del Iraq abrió en efecto la caja de Pandora y del “conflicto de
identidades”. Más que de un rechazo del Islam, se trataría de una posición
segregativa de la inmigración magrebí, alimentada por la politización propia
del Islam. Con todo, es demasiado fácil atribuir a un rechazo de la inmigración
el poder paranoico que está alcanzando la posición occidental ante el musulmán.
Hay que subrayar aquí la
importancia de una nueva figura que ha aparecido en un panorama social que es común
a buena parte de Europa: la del integrista integrado, la del terrorista hijo de
la propia familia, la del enemigo que devuelve en espejo desde el propio
interior de la comunidad la figura del Otro malvado que se trataba de poner en
el exterior. En realidad, en el resorte del conflicto segregativo aparece esta
figura paradójica del integrista tan bien integrado que no se le reconoce como
tal, la del fundamentalista tan bien fundamentado en el vínculo social que se
pasa por alto la verdad escondida que muestra en ese vínculo. Se trata
finalmente de la figura del “enemigo interior”, tal como Jacques-Alain Miller la
subrayó recientemente en su artículo de Lacan
Quotidien nº 455, titulado El amor de
la policía: “A la espera, sólo percibo una explicación, es que el islamismo
guerrero es considerado por la población como un verdadero enemigo interior.”
¿Habrá que recordar el
nombre que este “enemigo interior” recibió en la metapsicología freudiana y que
Jacques Lacan igualó, a propósito precisamente del caso de un sujeto de la
cultura islámica, a “un enunciado discordante de la ley” (cf. su Seminario I)?
Es el superyó, y no tiene otro fin que alimentarse de aquella misma satisfacción
que el sujeto se prohíbe en su nombre… y desde su propio interior. Tal vez esta
figura del superyó, con su ley obscena y feroz, explique hoy también algo de la
fascinación que produce al adolescente occidental la ley islámica cuando decide
alistarse al “ejército enemigo”.