30 de desembre 2012

Hablar con el cuerpo, sin saberlo

















Hablar con el cuerpo*. La expresión no es obvia y tiene su referencia en el Seminario 20, “Aún”, de Jacques Lacan, tal como nos la ha recordado tan oportunamente Ricardo Seldes[1]. Veamos el contexto: “Yo hablo con mi cuerpo, y eso sin saberlo. Digo pues siempre más de lo que sé. Con ello llego al sentido de la palabra sujeto en el discurso analítico. Aquello que habla sin saberlo me hace yo, sujeto del verbo”.[2] ¿Qué es entonces aquello que habla con mi cuerpo sin que yo lo sepa?  Hay en el texto en francés una homofonía que conviene señalar: el sujeto —sujet— incluye lo sabido —su— y el yo —je— sujeto del verbo, sujeto del enunciado. Tal como había indicado el propio Lacan un poco antes en el mismo Seminario, aquello que habla con mi cuerpo y en lo que deberé reconocerme finalmente como sujeto, como Yo, no puede ser otra cosa que el Ello freudiano, el Ello pulsional que habla, que goza y que no sabe nada de eso. Este Ello es aquí el sentido de la palabra “sujeto” en el discurso analítico al que se refiere Lacan: “Allí donde ello habla, ello goza, y ello (no) sabe nada”. Conviene, en efecto, forzar un poco la gramática en cada lengua para acercarse a aquello que habla con mi cuerpo como sujeto, aquello con lo que terminaré identificándome como Yo, en el mejor de los casos. Hay toda una clínica que nos muestra que eso no siempre es posible, ni necesario. En algunas psicosis, por ejemplo, el sujeto puede muy bien no identificarse en absoluto con aquello que habla con su cuerpo. El cuerpo va entonces por una parte, el sujeto por otra. ¿Cómo alguien termina por identificarse como sujeto, como Yo, con aquello que habla con su cuerpo? Es un proceso que siempre tiene algún desajuste, allí por donde Ello habla sin que Yo lo sepa, diciendo más de lo que Yo sé, generalmente en el síntoma.
Todo ello supone en primer lugar que un cuerpo no habla por sí mismo, supone por el contrario que un cuerpo es aquello con lo que el Ello habla, con lo que habla el sujeto pulsional —si esa expresión tiene un sentido en la medida en que la pulsión es acéfala, sin sujeto—. Un cuerpo no habla por sí mismo, es preciso que esté habitado de alguna forma por lo que escuchamos como el deseo del Otro. De nuevo puede parecer obvio señalarlo pero no lo es de ningún modo, al menos para la ciencia de nuestro tiempo para quien los cuerpos dicen, hablan por sí mismos, significan cosas con un saber ya escrito en ellos, ya sea en el gen o en la neurona. El sentido que el término “sujeto” tiene para el psicoanálisis implica, por el contrario, que un cuerpo no habla por sí mismo sino que más bien es hablado por el Ello, por el sujeto del goce, sin saber nada de ello.
Hablar con el cuerpo es entonces una expresión muy bien encontrada si pensamos además que uno de los ideales de la ciencia de nuestro tiempo sería precisamente poder hablar sin el cuerpo. Veamos, por ejemplo, lo que dice un científico como Kevin Warwick, ingeniero, profesor de Cibernética en la Universidad de Reading, conocido por sus investigaciones en robótica y sobre la interface cuerpo-ordenador. Son investigaciones de este tipo las que están marcando el horizonte en el que el sujeto de este siglo hace ya la experiencia de su cuerpo como algo separado, como separable de él como sujeto, anexionable a toda una serie de artificios técnicos, mejorable en todas sus cualidades y, finalmente, parcializado en lo que conocemos como el cuerpo despedazado anterior al estadio del espejo. En su reciente paso por Barcelona, Kevin Warwick, apodado Captain Cyber y a quien tomamos ahora como portavoz de un cientificismo en alza, pudo afirmar sin ninguna sombra de duda: “Nuestro cuerpo ya es solo un estorbo para nuestro cerebro”[3]. Por supuesto, la primera pregunta que podríamos dirigirle es si ha dejado ya de considerar a “nuestro cerebro” como una parte de “nuestro cuerpo”. El problema no es banal, está en el centro de las neurociencias actuales cuando intentan definir los límites del cuerpo en relación a la mente, en un dualismo que retorna sin cesar a pesar de considerarlo ya resuelto. Pero veremos que ese “nuestro”, término simbólico que debería fundar la unidad del cuerpo en cuestión, término fundado a su vez en una identificación con aquello que habla con “nuestro” cuerpo, ese “nuestro” es más bien vacilante y, a fin de cuentas, absolutamente prescindible para la ciencia. Una vez troceado el cuerpo en diversas partes, ninguna de las cuales incluye necesariamente la identidad del ser que habla, el conjunto o la unidad que podamos recomponer con técnicas cada vez más sofisticadas no asegura tampoco ningún tipo de identificación ni de identidad: “¡Ahí esta el problema! La gran incógnita del futuro es nuestra identidad”, exclama entonces el científico que cree —es una creencia— que la identidad del sujeto es un dato inscrito en lo real del organismo, como si fuera una cualidad inherente a su naturaleza. La imagen que se dibuja en el horizonte del avance tecnocientífico, aunque parezca más bien una realidad de ciencia ficción, es entonces la siguiente: una red de cerebros conectados entre sí sin necesidad de soportar ese resto de funciones prescindibles en las que se resumiría un cuerpo. El ideal que acompaña esta imagen es tan explícito como el que ha llevado a Kevin Warwick a intentar vencer los insondables problemas de comunicación que parece tener con su mujer. Es el ideal de una conexión directa de cerebro a cerebro: “Estaba claro que teníamos un problema de comunicación. Así que un día conectamos mi sistema nervioso a su mano y, cuando ella la movía, yo recibía los impulsos en mi cerebro, y nos comunicábamos con código morse.” Es una experiencia que realizaría de forma literal, sin metáfora alguna, aquella otra que el poeta encuentra en el amor: “No soy sino la mano con la que tú palpas”[4]. De hecho, es una forma como otra de creer que la relación sexual puede escribirse, aquí en código morse, y que los sujetos pueden hablarse sin necesidad de pasar por el goce del cuerpo, de su bla-bla-bla tan engorroso como ineficaz desde el punto de vista del conocimiento científico.
El problema que encuentra Kevin Warwick por esta vía es, sin embargo, indicativo de otro real que se agita en los cuerpos y que no parece ser reducible al real que la ciencia aborda con sus instrumentos. Es el real del propio lenguaje, el real que aprendemos a situar con el término de lalengua. Si el sujeto tampoco ha logrado así la correcta comunicación con su mujer es porque el ingenio “topó con la misma barrera que nosotros: la interfaz entre cerebros, el lenguaje […] Comparado con lo instantáneo y preciso de la transmisión en la red neuronal, nuestro lenguaje es un código ambiguo e impreciso... Y hablar, ¡qué lenta y primitiva manera de emitir y recibir ondas sonoras!” Entonces, si los cuerpos eran ya un estorbo también lo será finalmente el lenguaje humano que se muestra absolutamente inexacto e ineficaz, equívoco y parasitario, imbuido de un goce inútil. Queda sin embargo, a juicio del propio científico, un resto imposible de eliminar: esa presencia del lenguaje en los cuerpos, un real del que ese goce inútil es el mejor testimonio.
Es precisamente en este goce inútil donde el psicoanálisis ha encontrado al sujeto del Ello, aquello que habla sin saberlo yo, ese Ello que siempre era —“Donde Ello era…” — y al que Yo, como sujeto, debo advenir, para retomar la fórmula de la ética freudiana releída por Lacan. Y Ello siempre habla, aunque sea de un modo que parezca primitivo, Ello siempre goza allí donde el sujeto menos lo sabe. También en el científico.

Retomemos entonces la preciosa expresión de Lacan: hablar con el cuerpo será siempre el mejor testimonio de este Otro real que el psicoanálisis ha descubierto con el nombre de inconsciente y que nos convoca con tanto entusiasmo a nuestro próximo VI Enapol.




* Texto de presentación del tema para el VI Encuentro Americano de la Orientación Lacaniana, Buenos Aires 22-23 de Noviembre de 2013, "Hablar con el cuerpo. La crisis de las normas y la agitación de lo real".
[1] En “Presentar el cuerpo”, consultable en la Web de ENAPOL: http://www.enapol.com/es/template.php?file=Textos/Presentar-el-cuerpo_Ricardo-Seldes.html
[2] Jacques Lacan, Le Séminaire XX, “Encore”, Du Seuil, Paris 1981, p. 108.
[3] Ver la entrevista en el periódico “La Vanguardia” del 19 de Noviembre de 2012:
http://www.lavanguardia.com/lacontra/20121119/54355365278/la-contra-kevin-warwick.html
[4] Evocamos aquí al poeta catalán Gabriel Ferrater: “No sóc sinó la mà amb què tu palpeges”.

28 de desembre 2012

La AMP: del pacto simbólico a una respuesta de lo real





















A los veinte años de la Asociación Mundial de Psicoanálisis

Desde la perspectiva que nos dan veinte años desde la creación de la Asociación Mundial de Psicoanálisis conviene recordar de dónde surgió para situar la apuesta que hoy hace presente la causa analítica en nuestro mundo. La creación de la AMP fue el punto de apoyo del llamado Pacto de París —Febrero de 1992—, hecho realidad en aquel momento por las cuatro Escuelas que se referían a la red de la Fundación del Campo Freudiano: la École de la Cause freudienne, la Escuela del Campo Freudiano de Caracas, la Escuela Europea de Psicoanálisis y la Escuela de la Orientación Lacaniana. Propuesto e impulsado por Jacques-Alain Miller, el Pacto de París anudaba estas cuatro Escuelas en una adhesión de mutuo reconocimiento, y de elaboración provocada por la propia AMP que cumplía así la función de Más Uno para su anudamiento en el trabajo de cada una de dichas Escuelas. Es un anudamiento al que se han añadido después otras Escuelas, hasta el número de siete, y que ha ido transformando sus elementos alrededor de su agujero central, el mismo que bordeamos cada vez que damos cuenta de la no existencia de El analista como un universal, como una figura estándar que ofrecería un modelo más o menos profesional a los practicantes del psicoanálisis. La AMP no es, en efecto, ni un colegio profesional ni una asociación para defender los derechos de sus practicantes, asociación que siempre terminaría funcionando como una sociedad de asistencia mutua contra el discurso analítico, una SAMCDA, como la bautizó Jacques Lacan. Tal asociación tendría finalmente la clave para definir al psicoanalista lacaniano estándar, ya fuera para distinguirlo del psicoterapeuta aplicado o para confundirlo finalmente con él. Un pacto simbólico se constituye siempre alrededor de un agujero, y la AMP se constituyó precisamente alrededor de un agujero central en el saber sobre qué es el analista lacaniano. A este saber no hace falta agujerearlo, porque parte ya del agujero que es estructural en la experiencia analítica y que anotamos con la A tachada de la falta del Otro. No está de más recordarlo para distinguir esta falta del Otro de la función de Más Uno con la que a veces se lo confunde y que hoy hace presente la llamada Escuela Una. Las razones para esta distinción tienen fecha en la intensa historia de la AMP: 1998 fue su punto de viraje, 2000 fue el momento de creación de la Escuela Una.

La AMP tiene pues esto en su haber, sabe que parte de una falta en lo simbólico, a diferencia de una sociedad corporativista que la recubre con su funcionamiento de grupo. Es por esto mismo que el grupo psicoanalítico es imposible y que por esta imposibilidad lógica funda su real (cf. “L’Étourdit”, Autres écrits, p. 475). Lo que llamamos Escuela Una es la forma de apuntar a este real para tratarlo de una forma acorde con la experiencia analítica. Pero también nos indica cómo abordar y tratar lo real en la contemporaneidad de nuestro mundo. Es lo real de la ciencia con el que el psicoanálisis de este siglo tendrá que vérselas una y otra vez para poner a prueba la solidez de su clínica, de su episteme y de su política. Lo real de la ciencia aloja precisamente un saber que parece ya escrito en él —ya sea en el gen o en la neurona—, un saber que tapona todo agujero, y siempre, según indicaba Lacan, consiguiéndolo de manera eficaz.
Así pues, el movimiento de las distintas Escuelas de la AMP sigue una misma brújula: la que nos conduce desde un agujero en lo simbólico hacia un agujero en lo real, el agujero que define la apuesta de la AMP para este siglo marcado por la alianza de la ciencia con el discurso del capitalismo. Jacques-Alain Miller lo señaló al final del pasado Congreso de la AMP en Buenos Aires anunciando el tema del próximo, en Paris 2014, sobre “Un real para el siglo XXI”: “Diré que capitalismo y ciencia se han combinado para hacer desaparecer la naturaleza y lo que queda del desvanecimiento de la naturaleza es lo que llamamos lo real, es decir, un resto, por estructura, desordenado”. Una vez la naturaleza ha desaparecido como un sistema más o menos ordenado de leyes simbólicas, queda el resto de lo real sin ley.
La acción lacaniana de este siglo debe tener en cuenta entonces que el problema no es ya en última instancia el del agujero en lo simbólico, el que motivó tanto la caída de los grandes relatos edípicos como la propia clínica que se ordenaba a través del Nombre del Padre, sino el del desorden de lo real que queda como resto de esta caída. El problema es hoy cómo responder a eso que en lo real hace agujero.
¿Cómo transmitir hoy el lugar decisivo de este real que en el lenguaje solo reaparece como aquello que no cesa de no escribirse y del que, como nos muestra la clínica, depende el destino de cada sujeto y, con él, el del psicoanálisis?
En esta perspectiva, el debate no ha hecho más que comenzar.

28 de novembre 2012

El silencio de la angustia



















Artículo publicado en el dossier La epidemia silenciosa del suplemento Cultura/s de La Vanguardia, del 28 de Noviembre de 2012.

Palpitaciones, sudor frio, escalofríos, temblores, mareo, ahogo, nudo en el estómago, sensación de locura, de muerte inminente… Son los signos más visibles del cuadro clínico denominado “trastorno de ansiedad”, en cuya clasificación encontramos desde el panic attack, pasando por el stress, hasta las fobias más diversas. Se ha convertido hoy en uno de los diagnósticos más comunes, asociado muchas veces al de depresión, hasta el punto que ha merecido el título de “la epidemia silenciosa del siglo XXI”. Tal como nos recuerdan los gestores de la salud, es hoy una de las causas más frecuentes de baja laboral. Frente a su avance, tan sutil como imparable, se ha ido desplegando un amplio arsenal terapéutico: psicoterapias de diversas orientaciones, con técnicas de sugestión, ejercicios de relajación y de respiración, de confrontación y exposición repetida al objeto temido… Todo ello acompañado de la oportuna medicación con ansiolíticos, cuyo consumo ha aumentado en las últimas décadas de modo exponencial. Resultado: si bien se consiguen por una parte algunos efectos terapéuticos, pasajeros con demasiada frecuencia, por la otra la epidemia sigue avanzando de manera impasible, desplazándose de un signo a otro, como un alien que siempre sabe esconderse en algún lado de la nave vital del sujeto para reaparecer, poco después, allí donde menos se lo esperaba. “Ya no tengo tanto miedo a volar en avión —me decía una joven que había utilizado uno de dichos métodos—, pero ahora siento un vacío tremendo cada vez que debo separarme de mi madre”. “Es una espada invisible que me atraviesa el pecho” —me decía un hombre— y era, en efecto, una espada de sinsentido que hendía cada momento de su vida cotidiana.
Constatamos entonces este hecho: cuantos más efectos “terapéuticos” se intentan producir directamente sobre los signos manifiestos de la epidemia, más ésta retorna con signos nuevos. Y retorna para dejar al descubierto una experiencia que transcurre en silencio, una experiencia singular e intransferible que ya desde hace tiempo se ha llamado con este término: la angustia. La experiencia subjetiva de la angustia es, en efecto, distinta e irreductible a ninguno de los signos que intentan describirla y que solo nos indican algunas de sus manifestaciones. La experiencia subjetiva de la angustia permanece en el silencio más íntimo del sujeto como algo indescriptible, sin concepto, no se deja atrapar por gimnasia mental alguna, por ninguna sugestión más o menos coercitiva ante el objeto que la causa. Más allá de los signos en los que se expande la “epidemia silenciosa”, el silencio de la angustia es, él mismo, un signo fundamental que recibe el sujeto desde su fuero más íntimo con estas preguntas: ¿qué quieres? ¿qué eres finalmente, tanto para aquellos a quien quieres como para ti mismo, una vez confrontado a ese silencio que te agita ensordecedor? El signo de la  angustia toma entonces un valor de agente provocador, de esfinge que plantea a cada sujeto la pregunta más certera sobre su ser y su deseo. Tantos ideales largamente sostenidos y esa pregunta había quedado enterrada bajo su excesivo ruido.
La angustia se manifiesta entonces como el signo de un exceso, de un “demasiado lleno” en el que vive el sujeto de nuestro tiempo, inundado por la serie de objetos propuestos a su deseo. Es el signo de que hace falta un poco de vacío, de que “hace falta la falta”, como decía hace tiempo el psicoanalista Jacques Lacan en su Seminario dedicado por entero a ese extraño afecto, “La angustia”.
Es interesante subrayar que la ciencia de nuestro tiempo ha detectado este exceso por su otra cara, más bien como un defecto, como una insuficiencia. Lo ha detectado en el denominado “retraso genómico” del ser humano, como la razón última de los crecientes signos de su ansiedad. ¿En qué consistiría este “retraso”? La civilización humana habría transformado el mundo con tal rapidez que nuestro soporte genético no habría dispuesto de tiempo suficiente para adaptarse a él. El reloj de nuestro organismo tendría así un retraso genético, anclado como estaría en sus respuestas a una realidad que ya no existe.  Diremos por nuestra parte que solo puede entenderse este “retraso” si lo consideramos con respecto al tiempo subjetivo que podemos definir como el tiempo de lo simbólico, el tiempo de una civilización que exige una satisfacción inmediata de las pulsiones, el tiempo de un mundo que exige cada vez más rapidez, más satisfacción inmediata, siempre un poco más.... —Dios mío, dame un poco de paciencia, ¡pero que sea ahora mismo!— decía una historia que sigue la misma lógica que el sujeto que llega hoy angustiado a nuestras consultas. Este rasgo de urgencia temporal, de “ahora mismo”, tiene su traducción en un rasgo espacial, en un “demasiado lleno”. La realidad de la angustia es así una realidad a la que parece faltarle el vacío necesario para que este exceso no termine con su propia existencia, con su cohorte de objetos virtuales donde todo debe estar al alcance de la mano, sí, ahora mismo. Deberíamos entender entonces el efecto llamado “retraso genómico” más bien como un efecto invertido de este exceso, producto él mismo de nuestra civilización, de su maquinaria simbólica. Es a este exceso de “ruido” al que responde el silencio ensordecedor de la angustia de un modo singular en cada sujeto. Y ante él, parece tan inútil huir como intentar adaptarse con formas más o menos coercitivas, más o menos sugestivas, que lo desplazan siempre hacia otro lugar.
La angustia, inevitable, hay que saber atravesarla tomándola como signo de la pregunta radical del deseo de cada sujeto sobre el sentido más ignorado de su vida. Pero para responder a esta pregunta, primero hay que saber dar la palabra al silencio de la angustia, hay que hacerla hablar en cada sujeto, uno por uno. Cosa nada fácil en un momento en que sobran consignas y protocolos para silenciarla de nuevo. Solo desde ahí, sin embargo, la angustia nos librará el sabio secreto del que es respuesta, aunque siempre sea con su tiempo de urgencia precipitada. 


24 de novembre 2012

La violencia contra las mujeres


Cuestiones preliminares a su tratamiento desde el psicoanálisis














La Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP), en su condición de Organización no Gubernamental (ONG), obtuvo el carácter de institución consultora —Special Consultative Status— en la Organización de las Naciones Unidas (ONU). El siguiente texto es la contribución de la AMP hacia la 15ª Sesión de la Commission on the Status of Women, que se realizará del 4 al 15 de Marzo de 2013 en la United Nations Headquarters de la ciudad de New York.



El fenómeno de la violencia humana no es explicable por una causa natural o biológica como la que podemos atribuir al mundo animal, ya sea por el recurso a un instinto agresivo, a un instinto de dominio o a un instinto de subsistencia más o menos innato. La cultura humana, fundada en la acción y en los efectos simbólicos del lenguaje sobre el cuerpo, desnaturaliza de tal manera el registro biológico de los instintos que ningún acto propiamente humano puede entenderse ya fuera del registro simbólico y de las significaciones que impone en cada sujeto. Mucho menos podría explicarse el acto violento ejercido sobre las mujeres por el recurso a una supuesta naturaleza instintiva previa al mundo simbólico donde tiene lugar toda experiencia subjetiva. Su carácter universal en épocas y lugares diversos nos indica una transversalidad que alcanza los límites mismos de la cultura humana: allí donde ha habido y hay cultura, ha habido y hay también actos de violencia ejercidos contra las mujeres. Así, no es de extrañar el resultado de las investigaciones sobre este fenómeno cuando nos muestran que esta transversalidad se produce en todas las edades, en todas las clases sociales y situaciones laborales, en todos los medios y niveles culturales, incluso educativos. Y ello hasta el punto de deducirse que la educación misma, aun en sus niveles más altos, no llega a evitar esta forma de violencia. ¿A qué se debe entonces esta universalidad? El carácter transversal y multifactorial de la violencia contra las mujeres nos indica la necesidad de un análisis igualmente transversal para entender las condiciones de su irrupción.
El psicoanálisis se ocupa desde su ámbito de al menos dos factores que son transversales a cada cultura y sociedad para analizar estas condiciones.
El primero es el factor de la diferencia sexual, el más íntimamente vinculado a la experiencia subjetiva de la sexualidad, de las diversas significaciones que tiene para el ser humano. La diferencia sexual obtiene su lugar en cada cultura siempre bajo la forma de una asimetría constituyente e igualmente irreductible entre los sexos. Sin desembarazarse del mito de la simetría y de la complementariedad entre los sexos, no hay modo de entender la frecuencia tan asimétrica y no recíproca del acto violento contra las mujeres.
El segundo factor, igualmente transversal a cada cultura y sociedad, es la agresividad como constitutiva de la relación del sujeto con las imágenes de su Yo, de su personalidad, y con las imágenes de sus semejantes a partir de las que se construye esa misma personalidad. La agresividad no es así tampoco un dato que podamos deducir de la biología o de un instinto natural en el sujeto. El psicoanalista Jacques Lacan pudo fundar muy pronto sus tesis sobre la agresividad como un fenómeno que “se manifiesta en una experiencia que es subjetiva por su constitución misma”, lo que quiere decir que sólo es pensable como producto en cada sujeto de un sistema simbólico de relaciones. Y la explicó como una experiencia correlativa de una “dislocación corporal”, de fragmentación de la unidad de la imagen narcisista, de la imagen de uno mismo en la medida que está construida a partir de las imágenes de los otros y en la medida que encubre esta alteridad constituyente. Dicho de otra manera, en el pasaje al acto agresivo el sujeto  golpea en el otro aquello que no ha llegado a integrar de su propia alteridad en la imagen narcisista y unitaria del Yo, de aquello que llamamos la personalidad. El acto violento se revela entonces como el rechazo más absoluto de lo que es diferente y, en especial, de lo que hay de diferente, de heterogéneo, en la propia unidad narcisista. De nuevo, aquí es una diferencia, la diferencia con la alteridad, lo que aparece como un punto irreductible ante el que se produce el pasaje al acto violento.
De la conjunción y articulación entre estos dos factores, entre estas dos diferencias irreductibles, surge el eje de coordenadas que permite un análisis y un posible tratamiento de la violencia que toma a las mujeres como objeto. Es abordando el modo en que cada sujeto, del lado masculino y del lado femenino, se sitúa ante esta conjunción de diferencias, la diferencia sexual y la agresividad constitutiva del Yo, que es posible un tratamiento.
En estas coordenadas, es preciso considerar la condición particular de aquellos que históricamente han sido objeto de segregación y de violencia: los niños, los locos, las mujeres. La infancia, la locura y la feminidad no son sólo los tres sujetos que han encarnado tradicionalmente y en diversas sociedades las figuras de una mayor debilidad y necesidad de protección. Son fundamentalmente el lugar de una palabra rechazada, incluso reprimida en el sentido más radical del término. Puede parecer más claro en el caso de la infancia y de la locura. Podía parecer menos evidente en el caso de la feminidad, a la que el psicoanálisis devolvió desde sus orígenes una palabra que estaba amordazada en el silencio del síntoma y de su sufrimiento. Considerados en algunas culturas como seres sagrados, portadores de una verdad ignorada, aquellos tres lugares de la palabra rechazada se convierten también en objeto predilecto del acto violento, acto que viene al lugar de una palabra imposible de decir, tanto en las relaciones familiares como en la realidad social más amplia.

Considerado en la posición masculina, el pasaje al acto violento sobre una mujer se suele revelar como una forma de buscar y golpear en el otro lo que el sujeto no puede simbolizar, lo que no puede articular con palabras sobre sí mismo. Un análisis detenido permite mostrar en cada caso la significación inconsciente por la que el sujeto masculino no puede llegar a reconocer lo que está golpeando de su propio ser alojado en el ser del otro, su pareja. Puede entenderse así la relativa frecuencia con la que el pasaje al acto ejercido por el hombre termina en un acto posterior de autolesión que no podría explicarse por ningún recurso a una supuesta culpabilidad asumida. No se trata tanto de un autocastigo como de la consecuencia última de un acto que toma al otro como lugar mediador en el que golpearse a sí mismo.
Desde la parte femenina, la posición de consentimiento, hasta de sumisión aceptada, que se encuentra tantas veces como límite de una acción que se proponga como socialmente liberadora o terapéutica, muestra la gran dificultad que existe a veces para separar al sujeto de la  complicidad con la posición de su pareja.

Concebimos así el acto violento no como el mero trastorno de una conducta inadaptada a una realidad, familiar o social, más o menos conflictiva. La mejor acción pedagógica y social encontrará aquí su límite. Se trata sobre todo de encontrar, en un análisis particular de cada caso, las significaciones inconscientes del pasaje al acto. Incluso antes de que éste se dé efectivamente, es posible localizar la huella del deseo inconsciente de modo que el sujeto pueda encontrar otra vía de derivación que el acto violento. Por otra parte, lo que el psicoanálisis muestra y permite descubrir a cada sujeto es que no hay una forma de goce más verdadera, más acorde o más normal que otra. Una forma de goce (homo, hetero, fálica o no…) es simplemente diferente con respecto a otra. Asumir este lugar de la diferencia como principio lógico y ético es ya una forma general de prevenir la violencia contra lo que aparece como diferente. Sin embargo, el alcance de esta previsión en cada acción es una empresa que sólo puede realizarse desde la particularidad de cada sujeto, nada más y nada menos, pero nunca imponerse desde un lugar que estaría inevitablemente destinado a excluir esta misma diferencia.

Desde esta perspectiva, podemos declarar lo siguiente:
— Si el psicoanálisis se opone por principio a todo tipo de violencia es en la misma medida en que manifiesta el respeto más radical por la palabra del otro. La violencia como forma coercitiva de ejercicio de un poder será siempre un signo de la impotencia para sostener una palabra verdadera. En el caso de la violencia ejercida contra las mujeres —ya sea por los hombres, por las instituciones, por los Estados o por otras mujeres—, esta impotencia es correlativa de la imposibilidad de escuchar la palabra del sujeto femenino, pero también de escuchar lo femenino que hay en cada sujeto. En este sentido se hace absolutamente necesario crear, apoyar y desarrollar los espacios donde esta palabra pueda ser articulada, escuchada e interpretada, ya sea desde el espacio más íntimo y familiar, como desde el más público de cada realidad social.
— Sólo desde el respeto más radical por la diferencia, especialmente en el registro de la diferencia sexual en cada cultura, podrá tener valor y efecto una igualdad en el registro de la realidad social y de los derechos que definen al sujeto social. En esta perspectiva, a la reivindicación de igualdad en el registro de los derechos sociales hay que agregar la reivindicación y el tratamiento de la diferencia en el registro de las identidades sexuales. El acto de violencia calificado como “machista” se revela finalmente como un acto que pretende borrar, abolir, la diferencia que la feminidad encarna y reintroduce en cada vínculo de la realidad social.

Miquel Bassols
Vicepresidente de la Asociación Mundial de Psicoanálisis