05 d’agost 2019
El imposible despertar de Thomas l’Obscur
29 d’agost 2011
Los zapatos de Antonio Damasio
Y el cerebro creó al hombre —es la curiosa traducción, llena de resonancias religiosas, del último título del conocido neurocientífico Antonio Damasio, cuyo original en inglés es Self Comes to Mind—.
Se trata, una vez más, del Yo de la psicología y de sus espejismos. ¿Pero dónde encontramos, no al Self ni al Yo, sino al sujeto tachado, escrito $, en el discurso de Antonio Damasio? Allí donde solemos encontrarlo cada vez en la experiencia, en sus formaciones del inconsciente y en su división producida por el despertar de la angustia. Digamos que, en este punto al menos, A. Damasio recibe todavía ciertos ecos de lo que debió ser su lectura de Freud, ya que es a propósito de esta lectura como tendrá la honestidad, aunque haya sido sin saberlo del todo, de hacernos presente esta división. Veamos cómo[1].
Su libro se abre precisamente con la evocación de un momento de despertar: “Cuando desperté, estábamos bajando. Había dormido bastante rato como para que me pasaran por alto las informaciones sobre el aterrizaje y el tiempo. No había estado consciente ni de mí ni de lo que me rodeaba. Había estado inconsciente.”[2] En efecto, nunca un Yo podrá decir: “Yo soy inconsciente” o “Yo estoy inconsciente”. Y es por esto, precisamente, que lo inconsciente —mejor substantivarlo ahora así— no podrá ser nunca entendido como un estado, ni como un proceso subliminal a la conciencia que sería entonces su reverso. No, ese “inconsciente cognitivo”, esa no-conciencia que le habría hecho pasar por alto a A. Damasio las informaciones del lugar de destino al que estaba llegando, no es ni será nunca el inconsciente freudiano. El inconsciente real está siempre en Otra parte, en Otro destino.
27 de març 2010
Adicciones: un dormir sin sueño

Generalmente, en la orientación lacaniana abordamos la clínica de las adicciones y del consumo por la vertiente del goce, como una satisfacción que lleva al sujeto más allá del principio del placer hacia la pulsión de muerte y que queda anclada como un imperativo del superyó dirigido al sujeto: ¡goza, goza un poco más todavía!
Pero podemos también tratar la cuestión de la toxicomanía y del consumo en general por una vertiente tal vez no tan explorada: la vertiente de la “pérdida de la conciencia” como una forma especial del sujeto del goce. En realidad, siempre ha existido esta vertiente en las adicciones: perder la conciencia, no pensar más, aparece muchas veces como un ideal buscado en el consumo del tóxico. Hacer de la conciencia un objeto es, por otra parte, lo que nos promete la ciencia de la cognición que reduce el sujeto a la conciencia tomada como objeto, incluso cuando se le añade la idea de un “inconsciente” neuronal.
La droga suele cumplir esta función de proveer al sujeto de “un dormir sin sueño”, en los dos sentidos de la expresión: dormir sin estar ya sometido al pensamiento (función de los hipnóticos) o soñar sin estar dormido (función de los alucinógenos o también de las anfetaminas). Las dos funciones tienen en común el ideal de “dormir sin sueño” para seguir durmiendo en la realidad, esto es, para seguir viviendo sin hacerse cargo de los efectos del lenguaje sobre el sujeto, para así sustraerse a los efectos del inconsciente. Era la constatación de Lacan: el sujeto despierta… para seguir durmiendo en los brazos de la realidad, hasta un nuevo (des)encuentro con lo real que lo despierte del sueño de su conciencia. Es algo que nos ocurre, de hecho, de una forma generalizada por la función hipnótica que va desde los medios de comunicación – basta con quedarse sentado cierto rato ante una televisión – hasta otras formas más sutiles de entrar en estados de discontinuidad de la conciencia. El consumo del tóxico vendría así a promover el adormecimiento del sujeto ante lo real, siempre mal calculado ya que lo real retorna cuando menos se lo esperaba. Ante la posibilidad de este retorno, nada parecería mejor estrategia que un “dormir sin sueño” en el que la conciencia misma se transforme en un objeto desechable, como un producto más al alcance del mercado.
Visto desde esta perspectiva, hay en las adicciones una vertiente cercana a lo que Zygmunt Bauman, en “Vida de consumo” (Fondo de Cultura Económica, 2007), denomina “fetichismo de la subjetividad”. Se trata del empuje al que se ve llevado el promotor de un producto cuando debe convertirse, él mismo, en el primer producto que debe promover. Es la estrategia comercial de la (hiper)modernidad líquida en la que se produce la conversión del sujeto en un objeto. Tal como escribe Bauman (p. 25): “En la sociedad de consumidores nadie puede convertirse en sujeto sin antes convertirse en producto, y nadie puede preservar su carácter de sujeto si no se ocupa de resucitar, revivir y realimentar a perpetuidad en sí mismo cualidades y habilidades que se exigen a todo producto de consumo”. No es sólo que en este proceso el sujeto quede reducido a un objeto, es que para ser un sujeto representable en el Otro del campo social hay que convertirse primero en un producto. Ser producto es ahora condición de subjetividad, lo que converge en aquella fórmula lacaniana, puesta de relieve por Jacques-Alain Miller, según la cual asistimos a un “ascenso al cenit social del objeto a”, el objeto causa del deseo.
Así, en la “capacidad de transformar a los consumidores en productos consumibles”, señalada por Bauman (p. 26), podemos encontrar hoy uno de los principios de toda adicción como forma de fetichismo del producto situado en el lugar del sujeto agente.
A su vez, este proceso va acompañado de un efecto de transformación de la experiencia del tiempo subjetivo. Se trata de lo que el propio Bauman (p. 51-52) define como una “renegociación del significado del tiempo”, de la experiencia de un tiempo puntillista en lugar del tiempo lineal o cíclico, propio de otros momentos de la civilización. Este nuevo tiempo subjetivo aparece como una experiencia, de la que el adicto da muchas veces testimonio, de una serie de “instantes eternos” pulverizados en su discontinuidad. Es también la “vida ahorista” como ideal del adicto a lo fugaz e instantáneo. No es sólo una forma de goce pulsional, de la satisfacción obtenida con el objeto, es también una elección de hacer de la objetivación (o de la objetalidad) una condición de la subjetividad.
Señalemos entonces una hipótesis conclusiva: la adicción generalizada como “un dormir sin sueño”, ese dormir que limita con la pulsión de muerte, es un producto, él mismo, del nuevo fetichismo de la subjetividad; y es, a la vez, la objeción del sujeto a su reducción a lo cognitivo, a la reducción de su conciencia a un nuevo objeto de consumo.