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14 d’abril 2017

La presencia, real, del analista




















“El lugar del psicoanalista en la enseñanza de Lacan se aborda a partir de “hacer el muerto” para luego ser situado en el lugar de objeto pequeño a: este descompleta el lugar de la buena fe y no se identifica con él”.

Éric Laurent, “Ciudades Analíticas”. Tres Haches, Buenos Aires, p. 60.


En efecto, una de las primeras figuras que Lacan toma al principio de su enseñanza para situar el lugar del analista en el dispositivo analítico es el lugar del muerto. Pero digamos de entrada que se trata de un muerto que debe estar muy vivo en su deseo para cumplir esta función y hacerla presente para el sujeto. Nada que ver con la imagen del analista petrificado y neutro, más cercano a la imagen del feto macerado que Lacan mismo tomó para criticar la pose de algunos psicoanalistas postfreudianos. No hay lugar del muerto sin el deseo del analista, término que Lacan preferirá finalmente para indicar la presencia, real, del analista en el dispositivo.
Cuando en “La dirección de la cura y los principios de su poder” Lacan hace esta primera referencia al lugar del muerto lo hará tomando el ejemplo del juego del bridge. En este juego de dos parejas, uno de los cuatro jugadores —el llamado “declarante”— recibe la ayuda de su compañero que está en el “lugar del muerto” y cuyas cartas se colocan en la mesa cara arriba dejando que sea el declarante quien las juegue con las suyas. El muerto no juega pues sus cartas aunque puede advertir a su compañero si su juego infringe alguna de las reglas de la partida. Lacan señala que “el analista se adjudica la ayuda de lo que en ese juego se llama el muerto, pero es para hacer surgir al cuarto [jugador] que va a ser ahí la pareja del analizado, y cuyo juego el analista va a esforzarse, por medio de sus bazas, en hacerle adivinar la mano: tal es el vínculo, digamos de abnegación, que impone al analista la prenda de la partida en el análisis.”[1] En el juego de cuatro lugares que Lacan sitúa en su esquema L —el Sujeto, el otro, el Yo y el Otro—, el analista deja a su Yo en el lugar del muerto en el registro de lo imaginario para que, a su vez, el Sujeto deje al suyo de lado y pueda surgir para él el lugar del Otro, el inconsciente, el cuarto jugador, su verdadera pareja, en el registro de lo simbólico. Se trata pues de dejar de lado los sentimientos, los prejuicios y las pasiones que están del lado del Yo para dar línea abierta a la relación del sujeto con el inconsciente. Si el analista “presentifica la muerte”, como indicará también en “La cosa freudiana…”, es en este sentido. A Yo muerto, el Otro viene a su puesto.
Es el lugar de la causa de la división del sujeto que Lacan formalizará más adelante con la función del objeto a, presencia irreductible.
Lo interesante de la cita de Éric Laurent es que pone en relación esta función con el hecho de descompletar el lugar del Otro de la buena fe, de no identificarse con él, entendiendo que el error de buena fe puede ser el peor de los errores cuando se trata de la dirección de la cura. Es cierto que, como en el infierno, las almas caritativas pueden estar llenas de las mejores intenciones terapéuticas pero será siempre para barrar el paso del sujeto al inconsciente que, por su parte, no las tiene ni buenas ni malas. Hay un índice mayor de esta presencia que Lacan hará consistir en la función del objeto a. Es la angustia, que no engaña nunca, signo de que el sujeto está jugando su partida con el Otro, más allá de sus buenas o malas intenciones, más allá de la buena fe que lo haría completo.
La presencia, real, del analista es pues también una forma de descompletar al Otro: lo hace surgir para el sujeto como su verdadera pareja y a la vez lo marca con un falta irreductible. 
Digamos para concluir que esta lógica lleva necesariamente a la tesis que Jacques-Alain Miller enunció como “el inconsciente intérprete”. Sólo por un abuso de lenguaje podríamos decir que es el analista quien interpreta el inconsciente, suponiendo que pudiera tomarlo como el lenguaje objeto de su interpretación hecha metalenguaje. Sus intervenciones, jugando con el lugar del muerto para el sujeto, deben propiciar que sean las cartas del Otro las que digan la verdadera interpretación, la del inconsciente del sujeto, la que no dirá nunca la verdad de la verdad, como querría precisamente la buena fe.

*Comentario a la referencia escogida por Ruth Pinkasz para los Flash de la Conversación Clínica del ICF en España, Marzo de 2017, sobre Presencia del analista en la cura.





[1] Jacques Lacan: “La dirección de la cura y los principios de su poder”. Escritos, Ed. Siglo XXI, México 1984, p. 569.

10 d’abril 2013

Una mujer se autoriza en sí misma












Texto de presentación comentada del título del Segundo Congreso Europeo de Psicoanálisis, PIPOL 6, "Después del Edipo las mujeres se conjugan en futuro", Julio de 2013.

Mientras uno se mueve en el marco clásico del Edipo, siempre es posible decir: “Yo soy un hombre”, o bien “Yo soy una mujer”. La estructura simbólica del Edipo es el reino de las identificaciones sexuadas, sostenidas precisamente en ese marco edípico que las define para cada uno. Pero hay un pequeño problema: siguiendo por esta vía se llega a saber qué es el hombre, pero no qué es la mujer. Fue el problema para Freud, que dejó la pregunta rodeada por la oscuridad de su famoso “continente negro”. Y Lacan tomó en serio la pregunta al dejar dicho su conocido aforismo: “La mujer no existe”. Después del Edipo —ese mismo del que Freud pensaba que las mujeres no salían nunca del todo—, no hay el significante de La mujer que permita sostener una identificación clara y definida.

Después del Edipo, siempre resultará pues algo precario decir “yo soy una mujer”, o incluso “yo he sido una mujer”. Siempre podrá venir alguien a ponerlo en duda, a pedir pruebas fehacientes o a reclamar un esfuerzo más, un esfuerzo más todavía para llegar a ser una mujer. Y mucho menos podrá decirse: “yo fui una mujer”, vaya usted a saber en qué Otro mundo, en qué Otra vida. Después del Edipo, todavía es menos verdad que Dios los hiciera hombre y mujer en nombre de una ley natural. Y menos todavía por lo que respecta a La mujer.

Si “las mujeres se conjugan en futuro”, entonces en todo caso sólo me será permitido decir: “yo seré una mujer” —es una decisión, un deseo decidido sobre el ser, un deseo que se sostiene y se satisface sólo en un llegar a ser, en un devenir constante que no termina nunca, prometido, como el deseo mismo, a su infinitud. En realidad, este es el verdadero problema de toda afirmación de identidad, ya sea ontológica, profesional o nacional. Una afirmación de identidad siempre es un proyecto más que una aserción conclusiva. O también me será permitido decir: “yo habré sido una mujer…”, conjugado en futuro anterior. Y de inmediato vienen las condiciones: “…si he cumplido con ese deseo decidido” precisamente.

Con lo que se verifica una regla de oro para el psicoanalista lacaniano: una mujer sólo se autoriza en sí misma, en su deseo, para llegar a serlo. Lo que quiere decir, en primer lugar, que no se autoriza en su madre. No es siempre ni necesariamente así para un hombre.

De ahí que Lacan conjugara el conocido aforismo, “el analista sólo se autoriza en sí mismo”, con este otro: “el ser sexuado sólo se autoriza en sí mismo… y en algunos otros”[1].

Si una mujer sólo se autoriza en sí misma para serlo, si sólo se autoriza en aquella Otra que ella es en realidad para sí misma, entonces cada sujeto, hombre o mujer al fin y al cabo, está profundamente dividido ante esta condición de la feminidad, la de ser precisamente Otra para sí misma.

De ahí también que me haya gustado siempre el modo en que se ha traducido al español —en la edición de Amorrortu— la expresión freudiana “Die Ablehnung der Weiblichkeit” para designar la roca de la castración en el límite del análisis freudiano, terminable e interminable. “Desautorización de la feminidad” fue la expresión que encontró el traductor.

Y, en efecto, sólo después del Edipo una mujer se autoriza en sí misma, conjugándose en el futuro de un deseo decidido.


[1] En su Seminario del 5 de Abril de 1974, “Les-non-dupes-errent” (inédito).