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21 de març 2017

Lo femenino, entre centro y ausencia





















Prólogo

Lo femenino no es un género. Este podría haber sido otro título para el libro que tiene usted en las manos y que apuntaría sin duda un poco más a la actualidad. Cierta actualidad al menos suele suponer de entrada que lo femenino es un género, ya sea opuesto al género masculino o situado como uno más en la serie de géneros que tienden hoy a multiplicarse hasta el infinito siguiendo la mascarada del baile de los sexos.

Para Lacan, sin embargo, cuando se trata de los sexos se trata de dos y no más de dos. Aunque tampoco menos. Es la condición de estructura que el lenguaje impone a los cuerpos que hablan, se pongan como se pongan, y que están habitados por esa extrañeza que llamamos goce. Lo femenino no tiene aquí la condición de un género entre otros sino la de hacer del goce una alteridad irreductible, el Otro goce, siempre extranjero, tanto para los hombres como para las mujeres. Es por esta misma razón que no puede haber relación posible entre ellos entendidos como dos formas de goce, dos formas que no pueden funcionar de manera simétrica ni recíproca. Puede parecer una maldición pero en realidad es la mejor forma de decirlo para fallar esa relación que no existe, para fallarla de la buena manera. El lector encontrará algunas razones de este feliz desaguisado en las páginas que siguen.

Son, de hecho, páginas que se han ido escribiendo un poco por sí solas, sin que su autor se lo hubiera propuesto de entrada. Son el fruto de una serie de encuentros contingentes que en nuestro campo, el Campo Freudiano, se han ido sucediendo los últimos años con el tema de lo femenino como causa del trabajo en Congresos, Jornadas y Seminarios diversos. Son, pues, el resultado de una elaboración colectiva en esta comunidad de soledades que llamamos Escuela.


Hacía falta que alguien, una mujer, me hiciera notar que estos textos podían ponerse muy bien en serie para darles cierta unidad de libro. Los he reescrito para que parezca así. Aunque, el lector lo verá enseguida, es un Uno que está definitivamente atravesado por el Otro.




Texto de contratapa:

Entre centro y ausencia, lo femenino viene a nombrar aquello que no haría falta que existiera, ese punto ciego que localiza, siempre fallidamente, la alteridad radical que define al goce del Otro. Por eso suele ser segregado como extraño.

Lejos del falocentrismo freudiano y siguiendo la orientación lacaniana, Miquel Bassols nos presenta en este libro las diversas formas en las que lo femenino abre un espacio que ya no podría funcionar en la lógica presencia-ausencia, en ese “entre” que da lugar a un espacio imposible de recorrer, a lo femenino que hace estallar, hoy más que nunca, el imperio de la cifra y la exactitud que comanda al discurso de la ciencia.

Pero además, frente a lo que se ha dado en llamar la feminización del mundo, M. Bassols opone la mundialización de lo femenino, como una deslocalización generalizada del sujeto de goce, inefable, que solo la mujer como horizonte parece poder circunscribir, no sin consecuencias.

Así, Antígona, Melanie Klein, Scarlett Johansson, Demi Moore, Sor María -monja de clausura-, Isak Dinesen y Sigalit Landau dibujan, cada una a su manera, ese “entre” que define esa deslocalización estructural.

30 de març 2016

“Freud, misógino contrariado”



















La expresión ha causado cierta extrañeza en algunos. ¡Cómo es posible! ¿Un psicoanalista tachando a Freud, el padre del psicoanálisis, de misógino? ¿Sabrá lo que esta palabra invoca de los más oscuros resentimientos? ¿No está tal vez al tanto de la agria polémica que el tema ha suscitado ya demasiadas veces, desde las filas del feminismo hasta los detractores más acérrimos de su propia disciplina? ¿No conoce el debate que ha tenido lugar, no hace tanto, en el país vecino entre el filósofo académico y la historiadora oficial, el uno para denostar a Freud, la otra para salvarlo de la ignominia? ¿Por quién toma partido entonces?

De hecho, toma partido por Freud, si se lee su obra como conviene a partir de la enseñanza de Jacques Lacan.

Veamos primero el contexto de la expresión que ha sido bien pescada, aunque acortada por la redacción —no por la  periodista— de El País Semanal para el titular de la entrevista en la que el psicoanalista sostiene lo siguiente: “Freud, fruto de su tiempo, era un misógino contrariado, así como hablamos de un zurdo contrariado. A la vez, se dejó enseñar por las mujeres. Le dio la palabra a la mujer reprimida por la época victoriana y planteó la pregunta: ¿qué quiere una mujer? más allá de las convenciones del momento.” Más adelante habla de una “nueva misoginia de la que no se sale tan fácilmente”, una misoginia más sutil que puede recubrirse incluso con la reivindicación justificada de la igualdad de género, una igualdad que puede rechazar sin embargo la alteridad del goce en la que se funda la diferencia de los sexos.

La paradoja está servida: zurdo o diestro, contrariado o no, ¿cómo un misógino puede dejarse enseñar por las mujeres? ¿y para aprender qué? La paradoja es inherente al discurso del psicoanálisis, pero es sobre todo porque se encuentra ya formulada, y por primera vez, en la propia obra freudiana.

Es el Freud de “Análisis finito e infinito” quien habla del “repudio de la feminidad” como la roca dura contra la que choca cada análisis en su final, ya  sea el análisis de un hombre o el de una mujer. Parece sin duda que Freud considera la misoginia como un hecho estructural, como una posición primera de defensa ante el goce, como el límite con el que se confrontará inevitablemente, vaya por el camino que vaya, cada análisis.

En realidad, existe esta premisa en la obra freudiana que salta a la vista desde el principio: todos los hombres son misóginos, todos los hombres rechazan, desprecian y minusvaloran a la mujer a partir del descubrimiento de la diferencia de los sexos, de la castración del Otro para tomar la expresión lacaniana. Todos los hombres rechazan así la feminidad por estructura. Conviene añadir: y también algunas mujeres. No todas, sin embargo.

Rebobinemos entonces el razonamiento a partir de la premisa para seguir el silogismo:

1.     Freud considera a todos los hombres misóginos.
2.     Freud se considera un hombre. (Aunque no del todo, podría añadir el avispado. Y seguramente no le falta razón: cf. su relación con Fliess y el tema de la homosexualidad).
3.     Ergo: Freud mismo se considera misógino.

Pero no del todo, añadimos nosotros.

Y esa fue precisamente la raíz de su descubrimiento del inconsciente, desde el famoso sueño de la inyección de Irma por ejemplo, donde la garganta sufriente de la mujer interrogó su deseo hasta hacerlo despertar. Pero supo despertar un poco más allá del horror de la castración para escribir el texto que ha hecho que ese deseo sea fundador de un nuevo discurso, el discurso del psicoanalista.

Y es en este punto donde Freud se revela como un “misógino contrariado”, un misógino que sabe que rechaza la feminidad allí donde más lo interroga, donde más lo divide a él como sujeto.

Hará falta que Jacques Lacan interprete un tiempo después la paradoja del deseo de Freud para mostrar lo que le debe a la lógica fálica, la lógica misógina por excelencia, la lógica que quiere que “un vaso sea un vaso, una mujer una mujer”, y no Otra cosa.

* * *

Para apoyar nuestro razonamiento, vendrán bien aquí dos referencias de Jacques Lacan al respecto.

La primera se encuentra en su Seminario 4, La relación de objeto, el 6 de  Marzo de 1957: “En algunos momentos Freud adopta en sus escritos un tono singularmente misógino, para quejarse amargamente de la gran dificultad que supone, al menos en determinados sujetos femeninos, sacarlos de una especie de moral, dice, de estar por casa, acompañada de exigencias muy imperiosas en cuanto a las satisfacciones a obtener, por ejemplo, del propio análisis.”[1] Señalemos, sin embargo, que Lacan sitúa este rasgo misógino de Freud en un lugar muy distinto del lugar en el que lo suelen encontrar, falsa evidencia, sus detractores menos lúcidos. No lo encuentra en sus juicios sobre la supuesta inferioridad de la mujer con respecto al hombre sino en su dificultad para soportar la exigencia de una satisfacción que la mujer espera del Otro, una suerte de fijación libidinal al objeto distinto del objeto de amor. Y parece cierto, Freud soportaba mal esta exigencia de satisfacción inmediata en la transferencia de las mujeres en análisis.

La segunda referencia sitúa curiosamente este rasgo misógino de Freud del lado de una lucidez a la hora de escuchar las resonancias del significante en relación a los ideales femeninos de su época. Se trata del comentario sobre el análisis del caso Schreber y se encuentra en el texto de 1958, De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis: “[…] el campo de los seres que no saben lo que dicen, de los seres de vacuidad, tales como esos pájaros tocados por el milagro, esos pájaros parlantes, esos vestíbulos del cielo (Vorhöfe des Himmels), en los que la misoginia de Freud detectó al primer vistazo las ocas blancas que eran las muchachas en los ideales de su época, para verlo confirmado por los nombres propios que el sujeto más lejos les da.”[2]

El párrafo, como siempre en Lacan, merecería un buen y denso trabajo de lectura siguiendo la referencia a las ocas blancas, a los pajaritos saltarines de cabeza hueca que charlan sin parar y sin saber lo que dicen, pero que “parecen estar dotados de una sensibilidad natural para la homofonía”[3], para los juegos de palabras. Son las voces que el delirio de Schreber atribuye a los pajaritos, a cuyas almas dará más adelante nombres femeninos, en una operación de lenguaje, entre el humor y la poesía, nada ajena a su propio proceso de conversión en la mujer de Dios, esa mujer que falta a todos los hombres. Estos pajaritos son seres vacuos pero también milagrosos desde el momento en que nos permiten descubrir, como hizo el propio Presidente Schreber en su delirio, las relaciones significantes más poéticas. Para Freud “al leer esta descripción no podemos menos de pensar que con ella se alude a las muchachitas adolescentes, a las cuales se suele calificar, sin la menor galantería, de pasitas o atribuir cabecitas de pájaro y de las que se afirma que sólo deben repetir lo que a otros oyen, descubriendo además su incultura con el empleo equivocado de palabras extranjeras homófonas”[4]. Misoginia fruto de la época, decíamos nosotros. Pues bien, es este rasgo misógino —tan sutil por otra parte— el que, según Lacan, le permitió a Freud detectar enseguida el vínculo entre los ideales de su época, la degradación del objeto femenino, el goce sexual y su relación con la estructura del lenguaje. Nada más y nada menos.

¿Es que habría que ser entonces siempre un poco misógino para atravesar los ideales que cada época promueve sobre la feminidad, sea la época que sea, y adentrarse en aquella zona del goce que el lenguaje no puede simbolizar, sólo evocar con las resonancias del juego del significante?

El psicoanálisis, el lacaniano al menos, encuentra en este rasgo razones para aprender algo de la hoy llamada “feminización del mundo”.



[1] Jacques Lacan, Seminario 4: La relación de objeto, Paidós, Buenos Aires 1994, p. 206.
[2] Jacques Lacan, Escritos, Ed. Siglo XXI, México 1984, p. 543.
[3] D. P. Schreber, Memorias de un Neurópata, Ediciones Petrel, Buenos Aires 1978, p. 210-211.
[4] El comentario de Freud se encuentra en “Observaciones psicoanalíticas sobre un caso de paranoia autobiográficamente descrito”, Obras Completas, tomo IV, Biblioteca Nueva, Madrid 1972, p. 1502-1503.

10 d’abril 2013

Una mujer se autoriza en sí misma












Texto de presentación comentada del título del Segundo Congreso Europeo de Psicoanálisis, PIPOL 6, "Después del Edipo las mujeres se conjugan en futuro", Julio de 2013.

Mientras uno se mueve en el marco clásico del Edipo, siempre es posible decir: “Yo soy un hombre”, o bien “Yo soy una mujer”. La estructura simbólica del Edipo es el reino de las identificaciones sexuadas, sostenidas precisamente en ese marco edípico que las define para cada uno. Pero hay un pequeño problema: siguiendo por esta vía se llega a saber qué es el hombre, pero no qué es la mujer. Fue el problema para Freud, que dejó la pregunta rodeada por la oscuridad de su famoso “continente negro”. Y Lacan tomó en serio la pregunta al dejar dicho su conocido aforismo: “La mujer no existe”. Después del Edipo —ese mismo del que Freud pensaba que las mujeres no salían nunca del todo—, no hay el significante de La mujer que permita sostener una identificación clara y definida.

Después del Edipo, siempre resultará pues algo precario decir “yo soy una mujer”, o incluso “yo he sido una mujer”. Siempre podrá venir alguien a ponerlo en duda, a pedir pruebas fehacientes o a reclamar un esfuerzo más, un esfuerzo más todavía para llegar a ser una mujer. Y mucho menos podrá decirse: “yo fui una mujer”, vaya usted a saber en qué Otro mundo, en qué Otra vida. Después del Edipo, todavía es menos verdad que Dios los hiciera hombre y mujer en nombre de una ley natural. Y menos todavía por lo que respecta a La mujer.

Si “las mujeres se conjugan en futuro”, entonces en todo caso sólo me será permitido decir: “yo seré una mujer” —es una decisión, un deseo decidido sobre el ser, un deseo que se sostiene y se satisface sólo en un llegar a ser, en un devenir constante que no termina nunca, prometido, como el deseo mismo, a su infinitud. En realidad, este es el verdadero problema de toda afirmación de identidad, ya sea ontológica, profesional o nacional. Una afirmación de identidad siempre es un proyecto más que una aserción conclusiva. O también me será permitido decir: “yo habré sido una mujer…”, conjugado en futuro anterior. Y de inmediato vienen las condiciones: “…si he cumplido con ese deseo decidido” precisamente.

Con lo que se verifica una regla de oro para el psicoanalista lacaniano: una mujer sólo se autoriza en sí misma, en su deseo, para llegar a serlo. Lo que quiere decir, en primer lugar, que no se autoriza en su madre. No es siempre ni necesariamente así para un hombre.

De ahí que Lacan conjugara el conocido aforismo, “el analista sólo se autoriza en sí mismo”, con este otro: “el ser sexuado sólo se autoriza en sí mismo… y en algunos otros”[1].

Si una mujer sólo se autoriza en sí misma para serlo, si sólo se autoriza en aquella Otra que ella es en realidad para sí misma, entonces cada sujeto, hombre o mujer al fin y al cabo, está profundamente dividido ante esta condición de la feminidad, la de ser precisamente Otra para sí misma.

De ahí también que me haya gustado siempre el modo en que se ha traducido al español —en la edición de Amorrortu— la expresión freudiana “Die Ablehnung der Weiblichkeit” para designar la roca de la castración en el límite del análisis freudiano, terminable e interminable. “Desautorización de la feminidad” fue la expresión que encontró el traductor.

Y, en efecto, sólo después del Edipo una mujer se autoriza en sí misma, conjugándose en el futuro de un deseo decidido.


[1] En su Seminario del 5 de Abril de 1974, “Les-non-dupes-errent” (inédito).