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18 d’agost 2020

Adolescencias


Prólogo para el libro de Guillermo López: 
Adoles(seres) La orientación a lo real en la clínica psicoanalítica con adolescentes. Grama Ediciones


A falta de los ritos clásicos de iniciación que en otra época marcaban con más claridad el pasaje de la infancia a la vida adulta, la adolescencia se revela hoy como un tiempo de crisis que se extiende más allá del lugar y del tiempo que estos ritos le conferían. Así la adolescencia parece difuminarse como el tiempo regulado socialmente para el encuentro con el otro sexo, para el encuentro con la alteridad del goce sexual. No hay, de hecho, iniciación cuando el velo del secreto deja de cumplir su función, que es la de velar precisamente que no hay secreto. La clave de todo rito de iniciación es precisamente esta, esconder que el secreto del secreto es que no hay secreto. La experiencia del psicoanálisis ha encontrado en la función del falo y en sus diversas significaciones entre los sexos el significante que ordena esta función de velo que hace a la vez que el deseo insista en hacerse representar. ¿Asistimos hoy a un desencantamiento del velo fálico? Algo así parecen sugerirnos diversas figuras de la adolescencia contemporánea. Lo que la sociología de Gilles Lipovetsky ha designado como el “desencantamiento del sexo” tiene en el campo de la adolescencia un efecto paradójico. Cuando parece que todo puede ya mostrarse, que no hay ya nada escondido ni nada por esconder, cuando el sexo parece que deja de ser un enigma, cuando deja de velar precisamente que no hay secreto —que no hay aquella relación sexual que, Lacan dixit, no existe — entonces aparece lo indecible de la pulsión de muerte que retorna en el cuerpo. Quedan sólo para responderle las formas singulares de cada sujeto para construirse un rito de iniciación propio y singular, es decir un síntoma, tal como lo llamamos los psicoanalistas, que no deje al sujeto a merced del pasaje al acto o del acting out constante. La adolescencia parece hoy este tiempo suspendido e indeterminado del acting out que se muestra en los escaparates de Internet y de las redes sociales pidiendo una interpretación que no llega. Hacía falta sin duda que el psicoanálisis de orientación lacaniana volviera al tema de la pubertad y de la adolescencia, con la ayuda de las últimas elaboraciones clínicas que hemos ido recogiendo estas últimas décadas, para descifrar algo más la pregunta que la adolescencia misma dirige al sujeto contemporáneo: ¿Qué eres como ser sexuado? ¿De qué gozas sin saberlo más allá de la mascarada con la que te identificas en la variedad de géneros que el mundo omnivoyeur te propone? Después del instante de mirar que definió la sexualidad infantil, la adolescencia es este tiempo de comprender que requiere hoy de una nueva lectura sin saber de entrada cual ni cómo será el momento de concluir. Es lo que el autor de estas páginas ha querido estudiar de una manera sistemática.

Este libro es el resultado de una tesis, y ello no sólo en el sentido más académico del término. Es, en efecto, el texto de una tesis universitaria de Maestría IDAES - Unsam, que acaba de obtener la mejor calificación en su presentación y defensa por parte de nuestro colega Guillermo Adrián López. Pero es, también y sobre todo, el resultado de una tesis en el sentido en que debería fundarse siempre un verdadero trabajo de investigación en el campo del psicoanálisis: proponiendo una hipótesis, argumentándola, contradiciéndola cuando sea preciso, poniéndola a prueba en la clínica del caso por caso, siempre en constante contraste con los textos de referencia, para darle finalmente un lugar en el discurso al que quiere servir.

El autor nos plantea la hipótesis de una manera clara. Es una hipótesis que tiene consecuencias decisivas para la orientación clínica que sigue la enseñanza de Jacques Lacan: el despertar a lo real del sexo en la adolescencia puede ser un factor desencadenante tanto de las neurosis como de las psicosis. Cada término de la hipótesis deberá ser aclarado entonces en su campo de significación para dar consistencia a su desarrollo: qué es lo real, qué es el sexo en este contexto, qué es también la llamada adolescencia, qué es un desencadenamiento. Todo ello precedido por un término que ha hecho fortuna desde que Freud lo vinculara al momento de la pubertad, a sus laberintos para llegar al encuentro del objeto con el hilo de las identificaciones: el despertar. El término “despertar” proviene de la obra de teatro de Franz Wedekind, El despertar de la primavera, cuya traducción al francés fue prologada por un texto de Jacques Lacan que aquí se comenta en varios de sus pasajes. El encuentro con un nuevo goce del cuerpo en la pubertad tendría para cada sujeto el valor de un encuentro con lo real, es decir, con aquello que es imposible de simbolizar y de imaginarizar en el propio cuerpo. El goce sexual del cuerpo, del cuerpo que viene ahora al lugar del Otro del lenguaje, debe encontrar ahora una nueva ubicación que la sexualidad infantil no tenía prevista en su estructura fantasmática. El sujeto deberá construir entonces una forma sintomática más o menos eficaz, más o menos fracasada para responder a este real. Es sin duda un momento de despertar, aunque sea, como todo despertar, para seguir soñando. Casi diríamos que la adolescencia misma, tal como será situada por el autor de este libro, es este intento de seguir soñando, entre síntoma y fantasma, para responder al misterio de lo real del cuerpo hablante.

A partir de ahí el propio término “adolescencia” adquiere un nuevo alcance, un nuevo campo semántico, una nueva extensión que el autor va recorriendo de la mano de la enseñanza de Lacan y de las categorías clínicas de síntoma y fantasma elaboradas por Jacques-Alain Miller. Ocurre entonces con el término “adolescencia” algo parecido a lo que ocurría con el término “infancia” en la obra de Freud: si bien designa en un primer momento un tiempo cronológico o evolutivo más o menos preciso en la vida del sujeto, pasa enseguida a extender su significación y a designar un lugar del discurso, un modo de respuesta a la cuestión del goce en el cuerpo hablante. De ahí que veamos hoy cómo el espacio retórico de la adolescencia se amplía cada vez más a uno y otro lado de la línea cronológica de las edades. Esta perspectiva resultará especialmente instructiva en relación a las referencias literarias de James Joyce —el artista adolescente— o de Hamlet —el eterno adolescente— que el autor sabe poner en serie con su propia experiencia clínica con adolescentes en el Equipo de Pausa, el Centro de atención psicoanalítica vinculado a la Escuela de la Orientación Lacaniana. Y mostrará su mayor relieve clínico a propósito de casos de Analistas de la Escuela expuestos en la experiencia del pase, es decir, en el grado mayor de elaboración al que puede llevarse actualmente la experiencia de un análisis. Verá entonces el lector cómo el “caso Graciela” y el “caso Hilario” pueden iluminar de manera tan esclarecedora la clínica de la adolescencia. Sirven así también al autor para verificar su hipótesis de partida. 

Si el analista lacaniano puede revisitar el espacio actual de la adolescencia como un despertar a lo real del sexo es, sin embargo, porque él mismo habrá sabido encontrar en su propia experiencia de analizante este lugar de exiliado de sí mismo que el sujeto adolescente nos hace presente de diversos modos. El lector atento sabrá encontrar también las huellas que el autor ha ido dejando para que se reconozca él mismo en ellas.



13 de febrer 2017

El Otro digital y sus síntomas

























Preguntas realizadas por Gisela Smania, responsable del Área de enseñanzas del Centro de Investigación y Estudios Clínicos (Córdoba, Argentina) hacia el XII Seminario Internacional del “Jóvenes: inhibiciones, síntomas y angustia".



-Hoy advertimos que los jóvenes están compelidos a inventarse a sí mismos. ¿De qué forma constata usted en su práctica este esfuerzo de invención?

“Inventarse a sí mismo” es ya una expresión en la que conviene detenerse. Si hay que inventarse a sí mismo es porque no hay un “sí mismo” dado de entrada, no hay nunca un sujeto idéntico a sí mismo. La idea de un “self”, que un día sedujo a los psicoanalistas y que hoy sostiene tanto la ideología de la autoayuda como de buena parte del cognitivismo, es un sueño de la razón. Y los sueños de la razón, como se sabe desde Goya, suelen engendrar monstruos. El sujeto del lenguaje y del goce es de entrada un sujeto dividido ante el significante y ante la pulsión. En este sentido, el sujeto debe reinventarse cada vez que se encuentra ante esta división estructural.
Ahora bien, es cierto que hay momentos cruciales en la vida en los que esta división se pone más al descubierto y exige el recurso a un significante con el que identificarse. Y si no está ahí, hay que inventarlo. La pubertad es sin duda uno de estos momentos ya que es entonces cuando el sujeto debe poner patas para arriba algunas identificaciones anteriores para construir otras nuevas que hagan posible una respuesta más o menos factible a la cuestión del goce, del goce sexual en primer lugar. Constatamos hoy que los viejos significantes edípicos fundados en el Nombre del Padre no bastan para ello. Estamos, en efecto, en la era post-edípica donde la familia clásica deja de funcionar como un invento que asegure al sujeto ese pasaje de una manera standard. Encontramos entonces una profusión de ritos de iniciación, por decirlo así, una multiplicación de andamios que provean al sujeto un modo de responder a la cuestión del goce y de la muerte. Y ahí sí podemos hablar hoy de invención porque en el momento actual, hecho de realidades virtuales y de identidades líquidas, no siempre está a disposición del sujeto un puente que asegure ese pasaje. Tanto es así que el pasaje llamado adolescencia puede hoy alargarse hasta muy tarde en la vida.
Para explicar lo que constato en la experiencia analítica en las dificultades para hacer este pasaje, diré que cada sujeto intenta inventar hoy su avatar. “Avatar” es un palabra que dice muy bien de qué se trata hoy para el sujeto dividido cuando se confronta a su falta de ser. Avatar es la imagen gráfica con la que cada uno se identifica hoy en el espacio virtual de Internet, es el tótem con el que se hace representar en la tribu. Pero también encontramos el término avatar cuando a veces hablamos, siguiendo a Freud, de los “avatares de la pulsión”. Tal vez sea mejor término para la pulsión que el de “destino”, que da a suponer que ya hay un objeto destinado a la pulsión que no tiene, por definición, un objeto predeterminado. Por el contrario, la pulsión debe construir su objeto a través de la serie de sus avatares, siempre singulares para cada sujeto.
Es lo que hoy encontramos en la profusión y la multiplicación de avatares que cada sujeto inventa para dar respuesta a la pulsión y a la falta de identidad consigo mismo. Pero suelen ser tan pasajeros y poco estables como la propia realidad virtual en la que tienen lugar.


-La experiencia subjetiva de los jóvenes parece estar signada por nuevas formas de desinhibición, por la omnipresencia de la angustia y el mutis del síntoma. ¿Cómo suena eso en su práctica?

Parece la consecuencia lógica de lo que acabamos de decir. Si las identidades son cada vez más líquidas para soldar la división subjetiva, si los significantes amo que el sujeto encuentra a disposición abren todavía más esta división, entonces la angustia está al orden del día, y el síntoma no encuentra fácilmente un agarradero para dirigirse al Otro, al Otro del saber y de la transferencia. La angustia es hoy la “epidemia silenciosa”, como se la suele llamar, la señal que se propaga y que indica en el sujeto la proximidad del objeto de la pulsión imposible de identificar. La angustia aparece precisamente cuando cae el avatar con el que el sujeto se intentaba representar en el lugar del Otro. De nuevo el espacio virtual es hoy el mejor lugar donde poner en juego esta fractura de las identidades ante el objeto imposible de representar. Es el espacio donde el anonimato del sujeto se puede encontrar con un objeto igualmente anónimo, imposible de localizar en el Otro del significante. Es el espacio donde el Otro deja de existir como tal para pasar a ser una máquina de lenguaje digital. Alguien lo ha llamado precisamente el espacio de “la digitalización del Otro”. Ver, por ejemplo, el libro titulado así de Carlos Miguel Ruiz Caballero, un estudioso de las redes y de los retos que plantea el ciberespacio a las democracias actuales.
Con respecto a la inhibición, las respuestas que encontramos en el eje de las funciones del Yo pueden ser aquí absolutamente variadas y hasta contrarias: van desde la respuesta más desinhibida, desde el exhibicionismo de lo más privado en lo público, desde el goce voyerista a cielo abierto, hasta la posición más autista y vuelta sobre sí misma, sin vínculo alguno con el Otro. Lo curioso es que todas parecen compatibles con las nuevas condiciones del espacio virtual, sin que haya colisiones o conflictos lo suficientemente importantes como para poner en crisis la subsistencia de ese mismo espacio. Antes bien, el espacio virtual parece nutrirse de esta variedad sin que el síntoma haga su aparición de manera manifiesta en el sujeto. El síntoma aparece sin embargo cuando se trata de responder a un real que no puede ser reciclado en el espacio digitalizado, cuando ya no se trata del anonimato del sujeto y del objeto sino que hay que responder en nombre propio a la presencia del Otro y de sus formas de goce.
Pude tratar así a un joven que no mantenía otros vínculos que los que su ordenador le proveía y que no manifestaba ningún síntoma aparente. Su familia lo trajo por esta razón, aunque para él no representaba un problema en especial. Fuera del espacio virtual parecía igualmente un perfecto autista. Sólo a partir del encuentro conmigo empezó a dar consistencia a un síntoma que, por otra parte, lo agarró a la vida de otro modo, lo agarró al Otro del significante y del goce. Él lo situó a partir de un interés notable por las lenguas, especialmente por las más extrañas y alejadas de su entorno. Si hasta ese momento solía tratar con sujetos anónimos en la red, se despertó entonces el interés por encontrar hablantes de esas lenguas en vivo y en directo, por decirlo así. Se abrió el lugar del Otro a partir de la extrañeza de la lengua, una extrañeza que hizo para él signo de un goce distinto. Lo que le llevó a una serie de avatares, valga ahora la palabra, y de encuentros nada evidentes. Digamos que pudo construir así un síntoma que lo agarró de otro modo al Otro del lenguaje y del goce. Para él, a diferencia de lo que pensaba su familia, las cosas no iban en realidad ni mejor ni peor que antes. Simplemente, ahora era distinto porque quería encontrarse con hablantes de esa lengua del Otro. Para nosotros no se trata tampoco, en efecto, de una finalidad terapéutica, sino de seguir las consecuencias del deseo del sujeto que se escondía detrás de la serie de sus avatares.