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07 de març 2023

Sobre mística y psicoanálisis

(Notas para una conferencia)



1. El interés del psicoanálisis por la mística viene de muy temprano, empezando por Freud, pasando por Jung, Winnicott, Bion… hasta llegar a Jacques Lacan, donde encontramos múltiples referencias cruciales al campo de la mística. Lacan llevó el análisis de la mística a su cuestión central: la feminidad, como una posición más allá de los géneros (hombre o mujer), y el problema del goce femenino, un goce que no se deja atrapar por las palabras (por el lenguaje y por el significante, por la lógica del falo simbólico, significante fundamental de la estructura psíquica). 

No es una circunstancia menor recordar el hecho que Jacques Lacan estuvo tratando durante unos cuatro años (1949-1953) a una mujer que podemos calificar hoy como una mística del siglo XX, el caso de Paule de Mulatier, llamada Marie de la Trinité, que, a instancias del propio Lacan, produjo una serie de notables escritos y que hay razones para pensar que inspiró algunos de los desarrollos que encontramos en sus Seminarios. 

¿Cómo abordó Freud la experiencia mística? Como una experiencia privilegiada del sujeto en dos vertientes de su estructura: la del inconsciente (el discurso del Otro, estructurado como un lenguaje) y el Ello, allí donde el Yo se continua más allá de la consciencia y que es el lugar de las pulsiones que exigen una satisfacción (el campo del goce). 

La experiencia mística es la inmersión del sujeto, más allá de su voluntad, en estos dos continentes ignorados por la conciencia y que son su terra incognita, un blanco inexplorado de su estructura psíquica. 

Veamos primero algunas referencias mayores como punto de partida:

— Sigmund Freud, (1932) Nuevas lecciones introductorias al psicoanálisis, (O.C. p. 3146): «Podemos también imaginar que ciertas prácticas místicas logran subvertir las relaciones normales entre los distintos sectores anímicos (Consciente / Preconsciente / Inconsciente; Yo / Ello / Superyó), de manera que la percepción pueda captar sucesos del Yo profundo y en el Ello, circunstancias que de otro modo serían inaprehensibles.»

— Nota final (agosto 1938): «Mística: la oscura autopercepción del reino situado fuera del Yo, el Ello». 

Lo que sucede «fuera del Yo» pero en un espacio interior del sujeto, en el Ello (lo que ya evoca ese espacio del Castillo interior de Sta. Teresa: interior y exterior a la vez), es un espacio tan íntimo que resulta ser exterior al sujeto. De ese espacio ya hablaba San Agustín (en sus Confesiones): “interior intimo meo et superior summo meo” (la parte más interna de mi interior y la parte más elevada de mi superior). Nos vemos llevados de inmediato a una cuestión de lugares, a una tópica, de conexión o comunicación entre lugares del aparato psíquico. Supone líneas de demarcación, una topología, donde el interior y el exterior no está claramente delimitados por una frontera. Jacques Lacan creará un neologismo, retomado por Jacques-Alain Miller, para designar este espacio: Extimidad. La parte más íntima de mi interior es experimentada como una exterioridad. 

Es lo que Santa Teresa llama literalmente: “estar fuera de mí” (o en su famoso “vivo sin vivir en mí”), en ese lugar donde no puedo representarme si no es como ausente de mí mismo. 

Santa Teresa puede escribir (en El libro de la vida, p. 153): “Así parece que está el alma no en sí, sino en el tejado o techo de sí misma y de todo lo criado; porque aun encima de lo muy superior del alma me parece que está.” En ese estado, sigue escribiendo “el entendimiento, si entiende, no se entiende cómo se entiende; al menos, no puede comprender nada de lo que entiende. A mí no me parece que entiende, porque —como digo— no se entiende. ¡Yo no acabo de entender esto!”. Se entiende perfectamente, aunque no comprendamos nada. Tal como aconseja Lacan al analista: guárdese de comprender para entender algo.

 

2. Lo que interesará a Lacan especialmente de la mística es la experiencia de un espacio de goce —una experiencia en el cuerpo— que es lo más real del sujeto, más allá de las palabras para decirlo, un espacio, sin embargo, al que solo se accede a través del lenguaje. Veremos cómo lo aborda. 

Sigamos aquí el testimonio de Marie de la Trinité: « Je fus immergé en Dieu » (fui sumergida en Dios) «Je me trouvais à la fois dans une immobilité et une activité suprême» (me encontraba a la vez en una inmovilidad y una actividad suprema). «Perdant l’espace je trouve l’infini» (perdiendo el espacio encuentro el infinito). «On est béance dans l’être, c’est notre être même qui es une béance» (uno es hiancia, brecha vacía, en el ser, es nuestro ser mismo el que es una hiancia), fórmula literalmente lacaniana del sujeto dividido, el sujeto del inconsciente: $.

— Se trata de la inmersión en Dios como un lugar sin espacio, donde se conjugan inmovilidad y actividad, donde se produce una relación con el infinito —es el problema de lo real en su sentido más matemático— donde se encuentra una hiancia, un vacío en el sujeto.

Son también los temas que Lacan abordará en su Seminario 20: Encore (1972-73), con otras referencias a Santa Teresa, a San Juan de la Cruz. Todo el seminario está atravesado por las enseñanzas de la mística: Angelus Silesius (siglo XVII), Hadewijch d’Anvers (poeta y mística del siglo XIII), San Juan de la Cruz, los estudios del abbé Pierre Rousselot, “El problema del amor en la edad media” (1908), Denis de Rougemont, “El Amor y el Occidente” (1939, ed. 1972).

El seminario se ha titulado “Aún”, Encore, que tiene un sentido especial en francés. Grata sorpresa al leer el programa de hoy en el que se traduce Encore por “Otra vez” en lugar de “Aún”. Encore es también el bis en un concierto, un más, todavía un poco más, un plus… es también el famoso objeto formalizado por Lacanun plus de gozar (como exceso o como suplemento, un goce suplementario: no es lo que se busca, es lo que se encuentra sin buscarlo, y que se revela a la vez como causa del deseo). Es lo que sucede con frecuencia en el niño que pide que le repitamos un cuento: “cuéntame ese cuento, otra vez!” Ese y no otro. Es en la repetición donde se produce la aparición de algo nuevo, enigmático. Entramos así en el campo del goce (no es lo mismo que el placer, es un exceso de placer, más allá del placer). Es también el principio de la adicción.

—Varias referencias, escuetas pero fundamentales, que ponen relación la mística y la posición femenina y al amor.  Lo femenino no es un género, es una posición con relación al goce, a la satisfacción de la pulsión en el cuerpo, que no puede atraparse con las palabras: «De lo que no se puede hablar mejor es callar» (Wittgenstein), ahí termina el Tractatus, pero ahí empieza el psicoanálisis, y también la mística: se trata precisamente de hablar sobre aquello que es indecible (del sufrimiento del síntoma, del inconsciente, del goce en el cuerpo que está más allá de las palabras).

Sobre esta cuestión, tengo siempre presente el título de un antiguo artículo de Erminia Macola (colega italiana profesora de literatura española en Padua): “El no sé qué como percepción de lo divino”.


— El Seminario 20 de Jacques Lacan se publicó en francés con la imagen en portada de la famosa escultura de Bernini, “Éxtasis de Santa Teresa” (en Santa Maria della Vittoria en Roma). Es el éxtasis descrito en el Libro de la vida que vale la pena leer al completo (p. 232):

Quiso el Señor que viese aquí algunas veces esta visión: veía un ángel cabe mí hacia el lado izquierdo, en forma corporal, lo que no suelo ver sino por maravilla; aunque muchas veces se me representan ángeles, es sin verlos, sino como la visión pasada que dije primero. En esta visión quiso el Señor le viese así: no era grande, sino pequeño, hermoso mucho, el rostro tan encendido que parecía de los ángeles muy subidos que parecen todos se abrasan. Deben ser los que llaman querubines, que los nombres no me los dicen; más bien veo que en el cielo hay tanta diferencia de unos ángeles a otros y de otros a otros, que no lo sabría decir. Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego. Este me parecía meter por el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas. Al sacarle, me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios. Era tan grande el dolor, que me hacía dar aquellos quejidos, y tan excesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor, que no hay desear que se quite, ni se contenta con menos que Dios. No es dolor corporal sino espiritual, aunque no deja de participar el cuerpo algo, y aun harto. Es un requiebro tan suave que pasa entre el alma y Dios, que suplico yo a su bondad lo dé a gustar a quien pensare que miento.”

Es un requiebro que pasa entre el alma y Dios, con una participación tangencial del cuerpo. (Hay, pues, tres sustancias en juego: res cogitans, res extensa, res divina).

— Lacan encuentra ahí el mejor testimonio del goce femenino que él mismo está investigando en su Seminario Aún. p. 92.: “[…] basta ir a Roma y ver la estatua de Bernini para comprender de inmediato que ella (Sta. Teresa) goza, sin lugar a duda. ¿Y de qué goza? Está claro que el testimonio esencial de los místicos es justamente decir que lo sienten [ese goce], pero que no saben nada [de él]. Estas jaculatorias místicas no son ni palabrería ni verborrea; son, a fin de cuentas, lo mejor que se puede leer —nota a pie de página: añadir los Escritos de Jacques Lacan, porque son del mismo orden.” 

Y es ahí donde se plantea el problema del amor con relación al goce femenino. El amor, como el goce, está en relación con este espacio de infinitud en el que algo insiste en escribirse, en hacerse representable, pero que no cesa de no escribirse, no cesa de no representarse: lo indecible, lo inefable, lo que no se comprende. Es un espacio de infinitud que el término Encore designa en francés: « L’amour demande l’amour. Il ne cesse pas de le demander. Il le demande… encore».

 

3. Con la repetición de lo que no cesa de no escribirse entramos en el campo del goce y su relación con el amor. 

¿Qué relación hay entre el amor y el goce? Tanto el amor como el goce plantean el problema de la alteridad, del Otro como un lugar irreductible en el propio espacio del sujeto. El Otro que habita en mí.

Es la experiencia de la mística, pero también el del sujeto de nuestro tiempo cuando llega a la consulta del psicoanálisis: cómo gozar de aquello que ama, cómo amar aquello de lo que goza. Amor y goce es un dualismo difícil de tratar.

— La alteridad en el amor

Es un tema que ya traté a propósito de Ramon Llull, y su Amància (ciencia del amor) y de la relación del Amigo y del amado y que se enmarca en el problema general del amor en la Edad Media. El tema fue tratado por una referencia que Lacan aconsejaba leer para estudiar el discurso medieval del amor, Pour l’histoire du problème de l’amour au Moyen Age. Pierre Rousselot formula la pregunta central de la manera siguiente: “¿Es posible un amor que no sea egoísta? Y, si es posible, ¿cuál es la relación de este puro amor del otro con el amor de sí mismo, que parece estar en el fondo de todas las tendencias naturales? El problema del amor es pues análogo al del conocimiento”[1].

En la tensión producida entre el amor de Dios y el amor propio del hombre, está la problemática teológica que se había planteado a los escolásticos del siglo XII y XIII quedaba formulada de la forma siguiente: si bien sólo el amor de Dios es al final el que beatifica al hombre, si bien la mejor manera para el hombre de amarse a sí mismo es librarse al amor de Dios, ¿puede reducirse este amor de Dios al amor propio en un principio común? ¿O bien son estos dos amores irreductibles? Dicho de otra manera: ¿Es el amor siempre narcisista o hay una alteridad irreductible al Yo, un amor más allá del narcisismo?

Pierre Rousselot divide las concepciones y experiencias del amor en la Edad Media siguiendo dos términos que no existían en la filosofía y la teología de la Edad Media pero que ordenan su campo siguiendo la problemática de la alteridad: el amor físico y el amor extático. Jacques Lacan evocó esta distinción en diversas ocasiones. (La agresividad en psicoanálisis de 1948, y también en su Seminario de 1955 sobre Las psicosis. Y la distinción será retomada, casi veinte años después, en su Seminario de 1972, Aun, evocando de nuevo el texto de Rousselot.) 

— El amor físico

« Físico » no quiere decir aquí « corporal » sino que designa la concepción de « aquellos que fundan todos lo amores reales y posibles en la necesaria propensión que tienen los seres de la naturaleza a buscar su propio bien »[2]. La concepción del amor físico considera que el amor sigue el principio del placer del ser que va así al encuentro de su propio bien en el Otro del amor. 

Para estos autores, hay entre el amor de Dios y el amor de sí mismo una identidad profunda, aunque sea secreta, que hace de él la doble expresión de un mismo apetito, el más profundo y el más natural de todos, o para decirlo mejor, el único natural [3].

 

Es Santo Tomás, inspirándose en Aristóteles, quien sistematiza esta concepción para desprender de ella el principio fundamental del Uno, mostrando que la unidad es la razón de ser, la medida y el ideal del amor. Hacer de dos Uno será la finalidad del amor en esta concepción. El concepto de unidad, del que Santo Tomás se sirve para resolver el problema de la alteridad, es aquí la medida del amor del Otro, su principio lógico: Dios es más Uno que todo ; el ángel es más Uno que el hombre ; un hombre es más Uno que una piedra[4]. El bien del ser en el amor es su tendencia al Uno del todo, diferente a la « unidad débil » de sus partes. El hombre, en la medida que forma parte de esta unidad total que es Dios, se ama a sí mismo cuando ama a Dios. Y cuando desea un fruto o una flor, es a él mismo a quién ama en realidad. Del mismo modo, cuando se ama a sí mismo, es Dios quien le ama. Vemos así el empuje al Uno que gobierna está lógica del amor tomista o físico. Es una solución « eminentemente conciliadora », como observa Rousselot : « en lugar de reducir el amor de Dios a no ser más que una forma del amor de sí mismo, [lo que plantearía enormes problemas para sostener los dogmas], es el amor de sí mismo que se reduce a no ser más que una forma del amor de Dios »[5]. Pero no podría hacerse esta « conversión » si no es a partir de una medida común, del Uno que soporta la identificación. 

El psicoanálisis ha situado esta dimensión del Uno en varios registros. Es en primer lugar el Uno de la unidad fálica, el Uno del Falo que Lacan formaliza con el S1 del significante amo. Y es el Uno localizado, inscrito en el Otro del lenguaje, que hace posible esta operación lógica. 

En la concepción física del amor, todos los seres tienden a la unidad gobernada por el Uno. Los propios pecadores no escapan a este empuje a lo Uno universal: incluso en el pecado más monstruoso tienden a Dios, a la plenitud del ser. Sólo que « aman a Dios más que a sí mismos, y no lo saben »[6]. Es una bella fórmula del amor en términos de saber inconsciente, un saber que no se sabe en la medida en que está fundado en el Uno del significante amo como medida del deseo y del goce del Otro. El pecado sería entonces la figura del amor inconsciente por excelencia: amar sin saberlo.

 

— El amor extático

Del otro lado, Rousselot sitúa la concepción extática o dualista del amor, mucho más difícil de definir porque no existe una doctrina de conjunto, pero, sobre todo, porque lo inefable viene aquí a tomar el relevo de la unidad perdida del ser que estaba en el punto de mira del amor físico. Para el extático, el sujeto estará siempre « fuera de sí mismo », más bien en el Otro, cuyo lugar « éxtimo » deberá ser mantenido a toda costa. Amar al Otro será aquí perderse en él si se sigue el empuje a lo Uno que anima al amor. De hecho, la concepción extática indica el punto irreductible de todo amor, el punto de alteridad que la concepción física recubre con el Uno. Es por esta razón que un Étienne Gilson encontrará redundante esta división del amor en Rousselot. Tal como comenta Lacan en Encore:

 

Comprendo que Gilson no haya encontrado muy buena esta oposición. Pensó que Rousselot había hecho aquí un falso descubrimiento, ya que esto formaba parte del problema, y el amor es tan extático en Aristóteles como en San Bernardo a condición de saber leer los capítulos sobre la Filia, la amistad [7].

 

La dificultad para mantener esta oposición se debe a una cuestión de estructura que el amor llamado « extático » pone de relieve como un rasgo inherente al amor mismo. 

 

4. En Santa Teresa encontramos precisamente esta conjunción y disyunción entre lo físico (unitivo) y lo extático (éxtimo) del amor en su relación con el goce del cuerpo.

Lo que está en juego es el problema del Uno (que tiene su origen en el Perménides de Platón). Y Lacan llevará este problema a su análisis en términos de lógica, y después de topología.

Santa Teresa (Libro de la vida, p. 133): 

«Lo que yo pretendo declarar es qué siente el alma cuando está en esta divina unión. Lo que es unión ya se está entendido, que es dos cosas divisas hacerse una.»

«Divisas» = Divididas. Hay, pues, un Uno previo a las dos cosas divididas, un Uno que es distinto del Uno subsiguiente de la unión fusional (2=1). 

Santa Teresa distinguirá muy bien la Unión (hacer de dos Uno) del Levantamiento (arrobamiento, arrebato) o Éxtasis, relación éxtima con el Uno del goce, con el Uno previo, con el Uno solo, un Uno sin Otro posible.

ST (p. 149): “Querría saber declarar con el favor de Dios la diferencia que hay de unión a arrobamiento o elevamiento o vuelo que llaman de espíritu o arrebatamiento, que todo es uno.”

ST (p. 136): “Con ser todo uno, obra el Señor de diferente manera; aunque, como digo, sea todo uno o lo parezca”. Parece Uno, pero es un Uno sin Otro posible. O bien es un Uno que es alteridad absoluta, diferencia absoluta, no relativa a otro elemento. Es el Uno del goce en sí mismo, sin reciprocidad posible entre dos términos.

El testimonio de ST es aquí una experiencia del alma en el desfallecer del cuerpo (p. 138):

«Estando así el alma buscando a Dios, siente, con un deleite grandísimo y suave, casi desfallecer toda, con una manera de desmayo que le va faltando el huelgo y todas las fuerzas corporales, de manera que, si no es con mucha pena, no puede aun menear las manos; los ojos se le cierran sin quererlos cerrar, o, si los tiene abiertos, no ve casi nada; ni, si lee, acierta a decir letra, ni casi atina a conocerla bien; ve que hay letra, mas, como el entendimiento no ayuda, no la sabe leer aunque quiera; oye, mas no entiende lo que oye. Así que de los sentidos no se aprovecha nada, si no es para no la acabar de dejar a su placer; y así antes la dañan. Hablar es por demás, que no atina a formar palabra, ni hay fuerza –ya que atinase– para poder la pronunciar, porque toda la fuerza exterior se pierde y se aumenta en las del alma para mejor poder gozar de su gloria. El deleite exterior que se siente es grande y muy conocido [manifiesto]”.

Lo resume en esta expresión (p. 141): “estar fuera de mí”.

Hay lo Uno del goce del Otro donde yo no puedo estar, donde desaparezco de mí mismo ante el Otro, extático (0=1). 

La Unión es una experiencia que se puede elegir, buscar y evitar. El éxtasis no puede buscarse ni evitarse:

ST (p. 150): “En estos arrobamientos parece no anima el alma en el cuerpo, y así se siente muy sentido faltar de él el calor natural; vase enfriando, aunque con grandísima suavidad y deleite. Aquí no hay ningún remedio de resistir; que en la unión, como estamos en nuestra tierra, remedio hay (aunque con pena y fuerza, resistir siempre se puede); acá las más veces ningún remedio hay, sino que muchas, sin prevenir el pensamiento ni ayuda ninguna, viene un ímpetu tan acelerado y fuerte, que veis y sentís levantarse esta nube o esta águila caudalosa y cogeros con sus alas”. 

ST: no es el Uno del narcisismo, es el Uno del goce sin Otro… o del Otro, si existiera.

Hay un amor más allá del narcisismo: amar-ser amado. (Es ahí donde el amor puede virar al odio.)

 

Hay, pues, tres tiempos lógicos (no cronológicos):

1— Hay el Uno del goce (donde el sujeto no está, o está fuera de sí), 

2— El Uno de la “unidad” con el otro (yo-otro). Es la “unión”: parece principio, medio y fin; todo en el interior (de esa unidad). Sta. Teresa lo da por sentado, pero no le interesa demasiado. Es la unión fusional del amor místico (siguiendo la tradición de Aristóteles, Santo Tomás). Pero que supone la división de un Uno previo.

3— El éxtasis, el arrobamiento. Goce del Otro, si existiera (si existiera ya sería Uno).

Se abre otro espacio: conjuntos abiertos. Lo real. Un goce que no puede contenerse en ningún intervalo 0/1. Fuera de la lógica significante, binaria.

En este espacio el sujeto entra en relación con el espacio del goce que solo puede abordar como un vacío: Das Ding, vacío interior, intimidad exterior, extimidad.

Lacan: ¿qué nos enseña la mística sobre la experiencia misma del amor? Este espacio no se busca, se encuentra. El amor del Otro no es un amor hacia el Otro, un amar al Otro, sino el encuentro inevitable, no calculable, con el Otro como alteridad irreductible, con aquello que no puede reducirse a la unidad de mi Yo, a imagen de mi Yo (amor narcisista). Es el encuentro con el Ello (Es freudiano).

«El místico no les dice que ama al Otro sino que no hace más que responder al Otro que lo ama a él (o a ella), que se encuentra en esta posición, que no tiene elección, que no hace más que responder a eso» (Seminario 24, 1976-77: L’insu qui ne sait de l’une bevue c’est l’amour) Es el Otro (en mayúsculas) el que me escoge, solo que ese Otro también es el inconsciente, lo que Freud llamó las Liebesbedingungen, las condiciones de amor.

Con esto, la mística nos enseña una verdad del amor:

Las condiciones de amor que determinan una elección son inconscientes (Liebesbedingungen). No sabemos por qué nos enamoramos de alguien, es un saber inconsciente, un saber que no se sabe a sí mismo. Es un “no sé qué”, como percepción del amor del Otro. Algo nos atrapa más allá de nuestra voluntad, y más bien creemos que hemos sido elegidos por ese algo, que encontramos en alguien. Ese algo (agalma), es un saber inconsciente. Amo a quien le supongo un saber sobre mi ser.

 

5. La mística, más allá de la lógica fálica

Para el psicoanálisis de Lacan existe un significante, un símbolo, para simbolizar la experiencia del goce en el cuerpo. Es el significante del falo. El falo no es el órgano del pene, es un símbolo sin significado, un puro significante que permite simbolizar la presencia o la ausencia de cualquier objeto. Es la función primordial del lenguaje, del significante: simbolizar una ausencia: hacer presente lo que está ausente, y hacer ausente lo que está presente. 


Si quisiéramos buscarle una imagen podríamos encontrarla, por ejemplo, en los frescos que hay en los murales de la Villa dei Misteri en Pompeya, donde se representan los ritos iniciáticos de Dioniso. Es la escena  de la iniciación a un goce secreto (el secreto final es que no hay secreto, como en toda iniciación). En el centro de una de las escenas, hay una mujer que está a punto de  levantar el velo que recubre el objeto secreto. El secreto es que debajo del velo no hay nada. O mejor: hay la nada, la ausencia. (ST: “se quita la presencia”, la del propio sujeto también). Pero el velo se mantiene para mantener el secreto de la iniciación. Debajo del velo, finalmente, lo único que se sabe es que hay la muerte (o lo que el psicoanálisis lee como la castración, la falta del objeto primordial; pero eso ya es suponer demasiado).

¿Qué es lo que hace el místico, o la mística (es igual, porque ahí la diferencia entre los sexos o los géneros deja de funcionar)?

El místico es el que levanta el velo fálico para encontrar y experimentar lo que hay más allá, el goce más allá del velo fálico. Lo que hay más allá es un vacío, una nada, o un agujero. Pero, precisamente, hay que distinguir las tres cosas para seguir la experiencia mística (es un problema de topología: análisis situs, análisis del lugar): 

— El vacío no es la nada. ¿Cómo distinguir una nada de otra? Solo puede distinguirse por el borde que la rodea. Para distinguir una nada de otra hay que rodearla para transformarla en un vacío. (Das Ding, en Freud y Heidegger). Hay que leer las seis nadas de San Juan de la Cruz en la Subida al Monte Carmelo, que llevan a la séptima nada, a la cima del monte, donde se lee “Y en el Monte nada”. 



En la dialéctica binaria del Todo / Nada, San Juan de la Cruz va despellejando y distinguiendo nadas distintas. Enumerar las nadas —de hecho son 8, 4x2— que hay que recorrer para llegar al todo donde no hay nada:  

1.    “Para venir a gustarlo todo, no quieras tener gusto en nada” (nada del placer/goce).

2.    “Para venir a poseerlo todo, no quieras poseer algo en nada” (nada del tener)

3.    “Para venir a serlo todo, no quieras ser algo en nada” (nada del ser)

4.    “Para venir a saberlo todo, no quieras saber algo en nada” (nada del saber)

Y sus cuatro dobles negaciones correspondientes:

5.    “Para venir a lo que no gustas, has de ir por donde no gustas” (placer)

6.    “Para venir a lo que no sabes, has de ir por donde no sabes” (saber)

7.    “Para venir a lo que no posees, has de ir por donde no posees” (tener)

8.    “Para venir a lo que no eres, has de ir por donde no eres” (ser)

Pero todo eso se realiza más allá del velo fálico. El problema es que una vez ahí, la lógica binaria del falo deja de funcionar. Entramos en otro espacio que ya no es el que pude ordenarse por el binario: presencia / ausencia. Es impensable, es inimaginable. Es el espacio de lo real tal como Lacan lo investigó en la última parte de su enseñanza con la topología.

Entonces, es necesaria otra lógica que la lógica binaria (Rousselot: físico / extático). 

Es lo que investiga Lacan en su seminario Encore con las fórmulas de la sexuación: posición masculina y femenina (no es un dos binario).

 

— Lógica fálica binaria del significante. 1/0. Sí o no. O hay o no hay. Infinito números naturales, + 1. Sí/No. Todo / Nada.

Goce sexual masculino: o hay erección o no hay erección. El goce se localiza claramente en el órgano fálico. Es “contable” por el significante. 1,2,3,4…

Es la lógica del lado masculino.

 

— Lógica no fálica, fuera del falo (fuera de sí mismo), no binaria. Espacio de lo real entre 1 y 0. ¿Dónde está la raíz cuadrada de 2? En algún lugar entre 1 y 2: 1,414… Hay siempre un agujero, irreductible. 

El goce femenino escapa a la lógica binaria del falo: no se sabe muy bien dónde localizarlo, ni cuando empieza o cuando termina (también cuando se trata del orgasmo).

Es un espacio que es siempre No-Todo, no porque le falte algo para ser completo sino porque es, el mismo, una objeción a cualquier idea de Totalidad. Incluso cuando se imagina, como es el caso en algunos testimonios místicos, como una absoluto, como una totalidad (es una aparente totalidad porque lo es sin el sujeto consciente de sí mismo, como es el espacio del inconsciente, donde no hay un sujeto que diga “Yo sé”).

¿Qué hay ahí? Hay un “no sé qué”, como en el infinito de los números reales. Es el espacio de lo indecible, interior al decir mismo. 

Es en esta lógica del no-todo donde Lacan sitúa el lado femenino de cada ser hablante. Y es el espacio que la experiencia mística encuentra, pero que encuentra solo sin buscarlo. Tal como decía el último Lacan en una fórmula que puede parecer cercana a la mística: «lo aguardo, pero sin esperar nada».

 



[1] Pierre Rousselot (1908)Pour l’histoire du problème de l’amour au Moyen Age Vrin, Paris 1981, p. 1.

[2] Ibidem,  p. 3.

[3] Ibidem, p. 3.

[4] Ibidem, p. 12.

[5] Ibidem, p. 14 y ss.

[6] Ibidem, p. 17. 

[7] Lacan, J. (1972-1973), p. 70.

05 de desembre 2015

Sor María: “La soledad como medio”






















Testimonio de una monja de clausura

El 29 de Noviembre, en el marco de las excelentes Jornadas de la EOL en Buenos Aires, tuvimos ocasión de comentar el interesante testimonio de Sor María, monja de clausura, sobre su experiencia en relación a las soledades. Va aquí el texto del comentario que realizamos.



En primer lugar, debemos agradecer a Sor María y a la comunidad de Monjas Dominicas (del Monasterio de Santa Catalina de Buenos Aires) que nos hayan permitido obtener este testimonio tan impactante, que nos hayan permitido algo tan inédito y poco frecuente como es acceder a las palabras de una monja de clausura y a escuchar sus respuestas a las preguntas de nuestros colegas de la EOL. Es un testimonio directo, sin el intermedio de un texto ni del relato reconstruido por otro.
Escuchar el testimonio de Sor María no habrá dejado a nadie indiferente, aunque más no sea por su estilo, tan cuidado y preciso, tan receptivo y generoso, empezando por el té que ella tenía ya preparado para el visitante de su lugar de clausura, visitante que no se siente así ningún intruso.
Es el testimonio de una experiencia religiosa, una experiencia de conversión, podemos decir incluso de una experiencia de Revelación, marcada por varios momentos de inflexión en la vida de Sor María, momentos que sin duda resuenan de manera especial para el discurso analítico: Sor María nos habla de una certeza, de una transmutación subjetiva, de un vínculo inédito para ella con el Otro del amor y del saber. Nos habla de varias renuncias: la renuncia al tener, al poder, a los placeres. Pero también nos habla de un estado que podemos muy bien igualar a lo que conocemos como un extraño goce en su vínculo con el Otro, con un Otro muy real para ella. Ella lo llama, en el momento de su experiencia de conversión,  “una locura”, a distinguir de la locura del mundo exterior de su clausura. El hecho de llamarlo Dios es de hecho, para nosotros, un signo de la importancia que esta palabra, este significante “Dios” ha tenido y sigue teniendo en la historia del ser hablante, sin duda una de las palabras con más poder en la historia de la humanidad para suponer en ella a un sujeto de la palabra y del goce. Ello no debe impedirnos localizar en su testimonio la experiencia real que ha tocado al cuerpo hablante del sujeto. Y es desde este registro que nos habla también, en efecto, de la soledad, de un modo que espero que nos permita aprender algunas cosas interesantes para nuestra orientación y para el tema de estas Jornadas.
Si tuviera que dar un título a la ponencia —llamémosla ya así— de Sor María en estas Jornadas, este título sería: “La soledad como medio”. Es su propia expresión para modular una forma específica de soledad, una soledad que ella distingue de otras. La soledad no es un fin, es un medio para otra cosa. Y está por ver de qué se trata en esa “otra cosa” que se iguala para ella a lo que nosotros podemos llamar “la cosa religiosa”.
Señalemos de inmediato una observación de Jacques Lacan al respecto de la experiencia religiosa, experiencia a la que siempre prestó una atención especial, como una experiencia fundamental en el ser hablante sobre el goce y el placer, sobre el sentido y el sinsentido de su existencia. “Sepan que el sentido religioso va a hacer un boom del que no tienen ni idea —decía Lacan en Roma en 1974—. Porque la religión es la morada original del sentido.”[1] Tenemos hoy sin duda pruebas muy diversas de este boom anticipado por Lacan, pruebas que no suceden en la quietud del convento de clausura sino que llegan hasta la más atroz explosión de lo inhumano agitándose en lo humano. Y es que en “la morada original del sentido” se encuentra también el silencio de la pulsión de muerte, se encuentra además el objeto indecible del goce, el objeto más íntimo y sagrado para cada sujeto. Y digo bien: “sagrado”, porque para cada ser hablante existe esta zona, más o menos ignorada por él mismo, más o menos encubierta por el velo que a veces localizamos como el velo fálico, pero que otras  veces se muestra no localizada en el cuerpo hablante de un modo que lo desborda. Es la zona de un objeto sagrado, íntimo e intocable, pero también experimentado como exterior, es esa zona que podemos calificar muy bien con el neologismo lacaniano, subrayado hace tiempo por Jacques-Alain Miller en su Curso, de “extimidad”. Es esa zona más interior todavía que lo más íntimo de sí mismo, ese “interior intimo meo” para retomar la expresión de San Agustín. Y, en efecto, es una zona que siempre se experimenta y se transita con el sentimiento de una soledad irreductible. Lo sagrado como extimidad nos presenta así una forma privilegiada de la experiencia de la soledad. Es también la fuente y la morada del sentido y del sinsentido del goce. Pero lo que es sagrado para uno puede aparecer también para otro como algo absolutamente insensato, sin sentido. Y seguramente es por eso que la palabra “sagrado” comparte etimología con la palabra “sandez”, con lo que parece una tontería, un disparate. Conviene pues separarse un poco tanto de la fascinación como del rechazo que puede producir lo sagrado para localizar en cada uno este espacio de la extimidad y del objeto de goce que anida en él.
Se trata de un espacio paradójico, de una topología —para tomar la referencia lacaniana— donde no hay una frontera definida, donde interior y exterior no están tan claramente diferenciados. Tal vez hayan tenido ustedes esta intuición viendo y escuchando a Sor María, separados como nos encontramos de ella por esa reja, una reja de la que de hecho no vemos los límites en el marco de la imagen, esa reja tan poco reja, que no tiene nada que ver con la reja de una cárcel o de sus locutorios, esa reja que en algún momento de su conversación nos puede hacer preguntar: ¿Quién es finalmente el que está encerrado? Por un momento, nos invade la idea de que tal vez somos nosotros los que estamos encerrados y es ella la que está afuera, abierta al Otro de su certeza, abierta a esa realidad descubierta tan tempranamente, —a sus quince años, nos dice— y que parece extenderse en un espacio infinito. Es esa certeza la que nos arrastra un poco para querer preguntarle siempre un poco más: “¿y de qué goza usted?”. De nada, nos dice, de nada que no sea Dios.
Constatamos entonces que esa mujer no está sola, de ninguna manera, constatamos que se siente muy bien acompañada, más allá de su comunidad religiosa, acompañada por una pareja a la que ama y por la que se siente amada, en una reciprocidad privilegiada. Se entiende así que nos diga que la soledad es un medio, no un fin en sí mismo, un medio para obtener un goce suplementario, nunca complementario como suele soñar el sujeto aquejado por las soledades contemporáneas, un goce suplementario con la verdadera pareja de su vida. Tiene sus crisis, en efecto, pero no rompen su certeza inicial. En este sentido, son válidas aquellas palabras del genial Eugène Ionesco cuando diagnosticaba: “No es de soledad de lo que sufre el hombre moderno, es de falta de soledad”, de la soledad como un medio para acceder a esa zona de extimidad que es el goce del Otro, del goce del Otro… si existiera, como indicaba Lacan. De hecho, este Otro del goce no hace falta que exista para que funcione, incluso para que sea experimentado como tal, como alteridad del goce precisamente.
Y, en efecto, no es por nada que Lacan aconsejaba leer a los místicos para estudiar esa zona de extimidad del goce del Otro, del goce del Otro si existiera, ese goce del Otro más allá del falo y de sus velos, esa zona que está definitivamente del lado femenino de la sexuación. Sólo desde la posición femenina, posición que le conviene al propio analista para ejercer su función, puede cobrar importancia el testimonio que el propio Lacan no dudaba en abordar como la experiencia de la Revelación. Se refirió a ella en varios momentos, por ejemplo en una de las versiones de su “Proposición del 9 de Octubre”, donde recomendaba prestar toda la atención a “la relación del sujeto con la [experiencia de la] Revelación”, una experiencia en la que el “saber textual” del inconsciente tiene toda su intervención. De esta experiencia de la Revelación Lacan escribe lo siguiente: “No porque su valor religioso se haya tornado indiferente para nosotros debe descuidarse su efecto en la estructura”[2]. Es llamativo que Lacan llame “saber textual” al saber del inconsciente que tiene ese efecto en la estructura. Se trata de un texto, de una letra, que debe ser leída.
El valor religioso que tiene habitualmente la experiencia llamada “Revelación” es, en efecto, un valor que se ha vuelto para muchos indiferente. Pero los analistas sabemos la importancia de estos momentos, que suceden a veces en la propia experiencia analítica, más allá del sentido, del sentido precisamente que para Lacan siempre es religioso. Llámenlo “insight”, como decían los postfreudianos, llámenlo mejor Tyché, o encuentro con lo real, siguiendo la orientación lacaniana. Ello no debería ocultarnos en todo caso el efecto que este encuentro tiene para el sujeto en la estructura del lenguaje.

Para sor María, —lo hemos escuchado así—, este encuentro se produce en tres tiempos. Hay un primer momento del que podemos preguntarnos muy bien si fue o no fue un momento de Revelación. Es el primer momento, a los 14-15 años, cuando se trata de un encuentro con el texto del Evangelio: es la letra de Mateo 5 y las bienaventuranzas (referidas siempre a una renuncia, a una pérdida de goce, a una falta).  Hay el detalle que no fue un encuentro en solitario, parce que fue un encuentro a duo, con su hermana melliza. No fue un encuentro que le sucediera sola, ni a ella sola. Es en todo caso el encuentro con un texto, con la letra, lo que la lleva al encuentro con el Otro de la divinidad. Fue a la vez un “llamado interior” y un encuentro “a través de la palabra”. Fue “poco a poco”, no de manera súbita como en otros casos. Siente que Dios le pide colaboración para cambiar lo que no se puede cambiar desde “afuera” sino desde “adentro”. Volvemos a encontrar por esta vía una topología a la que Lacan prestó toda su atención: se trata de un espacio y de una puerta que hay que abrir “llamando desde su interior”, paradoja topológica del inconsciente que Lacan señalaba para añadir que ese lugar no será nunca un lugar turístico porque cuando uno llega siempre están cerrando. Sor María sabe muy bien que para entrar ahí hay que llamar desde “adentro”, como fue para ella en el primer momento a través de las Escrituras. Igualmente, nos dice que en su transmutación subjetiva, “se cambia de adentro hacia afuera”. Se entiende también que, finalmente, si hay un sacrificio para ella es más bien “el sacrificio de salir afuera”, no el de entrar adentro, porque es ahí dentro donde encuentra el afuera desde el que llamar al Otro.
En todo caso, este primer momento de Revelación vino seguido de otros dos momentos que serán momentos de renuncia. Y cada uno de los momentos dará una nueva significación al anterior, siguiendo la lógica retroactiva del significante. A los 18 años, se trata de una renuncia intelectual, en el registro del saber, que da un primer sentido al primer momento de encuentro con las renuncias explicadas en las Bienaventuranzas. Y no será hasta un tercer momento, hacia los treinta años, cuando esta renuncia tomará el sentido de una renuncia de goce: ahí se da cuenta de que estaba hecha “naturalmente” para “tener un marido” y formar una familia. Es algo que no toca ya solamente el registro del saber sino el registro del cuerpo, del goce del cuerpo hablante. Pero hay algo más, hay un cuarto momento, a los cuarenta años, cuando llega a replanteárselo todo. Es un momento de crisis y es ahí donde nos cuenta que su experiencia de soledad se distingue ya de todo intimismo. No se trata de una relación dual, de dos en la intimidad, no es “Yo y Dios”, sino que su testimonio nos introduce a otra forma de soledad. No es la soledad del intimismo, más bien diríamos: es la soledad del “extimismo”.

Ahí, no podemos dejar pasar como analistas lo que me ha parecido escuchar como el único lapsus del fino discurso de Sor María, el único en toda la conversación, cuando vuelve sobre su precisa distinción entre la soledad como un medio y la soledad como un fin. Pero es un solo lapsus que me parece importante. Dirá —“la soledad no es un medio”— en lugar de lo quería decir —“la soledad no es un fin”—. Tomémoslo en su valor de verdad, como el índice de otra soledad que no se sabe a sí misma necesariamente. Hay otra soledad que no es un medio pero que tampoco es un fin. O si me permiten decirlo así, hay una soledad que es “un medio sin fin”, un medio infinito, un espacio de soledad que no tiene bordes ni límites. Y no se trata en este espacio, “medio sin fin”, de estar a solas con Dios para llegar a una fusión mística como sucede en otros casos, sino de estar a solas con el Otro para hacerlo hablar, para hacer hablar al Otro que no existe como tal, al Otro que sólo se puede hacer existir por medio de la palabra.
Recapitulemos. Hay entonces la soledad como medio. Es una soledad sin el otro de la realidad, sin  el otro con minúsculas, el otro de la realidad familiar y social     al que el sujeto ha renunciado. Es una soledad que puede autoabastece, sin embargo, en la esfera imaginaria del yo consigo mismo.
Hay entonces una segunda soledad, una soledad que se abre al Otro con mayúsculas, el Otro de lo simbólico. Es una soledad en la que el sujeto está a solas con el Otro del lenguaje. Es una soledad acompañada por el Otro del lenguaje.
Pero hay finalmente una tercera soledad, una soledad sin fin, por decirlo así. Es la soledad ante la falta del Otro, una soledad que podemos llamar real. El Otro se muestra aquí agujereado, el Otro tiene aquí la estructura de un Toro. No es sólo una pequeña alteración del orden de las letras: del Otro al Toro. El Toro es también la figura topológica, esa suerte de goma neumática con un agujero central, que Lacan tomó para abordar la estructura del ser que habla en relación al goce del Otro. Ante la falta del Otro, ante el agujero del Otro, hay una soledad irreductible, es la soledad del goce del Uno, sin representación posible.
Es también una cara del Otro, la cara Dios que, al decir de Lacan en su Seminario XX, está soportada por el goce femenino. Es la cara explorada por algunos místicos, cuyo testimonio es precisamente llegar a decir que experimentan ese goce, pero que no saben nada de él.
Y, en efecto, la soledad como “medio sin fin” no se sabe a sí misma. Es la soledad del Uno solo, sin Otro posible en relación al que sentirse solo. Estaba solo y no lo sabía, podemos decir, siguiendo la fórmula freudiana. Esta otra soledad sin fin se iguala finalmente al recorrido mismo de la pulsión hasta su término, distinto de su objeto, (su “Ziel” distinto del “Objeckt”). Es la soledad del goce de la pulsión sin Otro y sin sujeto que se sepa a sí mismo, acéfala. Algo así sucede cuando la mujer se descubre como Otra para sí misma en un espacio del goce marcado por la infinitud.
Una vez allí, tenemos diversas soluciones. Resumiré:
Hay la solución de los místicos del barroco español que Lacan evoca en su Seminario XX. Es la solución  del “Castillo interior” teresiano, verdadero laberinto del Ello en el que Santa Teresa experimenta el goce torturante en su “muero porque no muero”. Encontramos otra versión de esta solución en San Juan de la Cruz que, a pesar de ser un hombre, investiga y experimenta esa zona del goce más allá del falo. Es del mayor interés su ascesis mística que atraviesa lo que él llama las “seis nadas” en su precioso texto de la “Subida al Monte Carmelo”, verdadero tratado topológico para distinguir Una nada de Otra, según aquello que la rodea. Son todas ellas soluciones de unión mística del sujeto con el Otro.
Hay también la solución lulliana, la solución de Ramón Llull al que he dedicado algunas lecturas, y en la que se trata de mantener más bien la dualidad del Sujeto y del Otro a toda costa, de mantener, a diferencia de cualquier unión mística, la separación y distinción entre el Uno y el Otro cuando esa separación tiende a desaparecer. Se trata aquí de escapar, con la dualidad del amor, a los efectos mortíferos de la soledad del sujeto con el Otro.
Y hay finalmente la “solución dominica”, vamos a llamarla así siguiendo a Sor María, en la que se trata de hacer de la palabra misma un vínculo con el Otro, un discurso, una vocación de predicación, un medio incluso para hacer existir al Otro. Entonces, el espacio de clausura puede ser un medio para obtener una apertura al Otro, así como la soledad primera es un medio para una soledad “en segundo grado”, donde el sujeto se convierte en Otro para sí mismo. En este punto, conviene recordar la máxima, que constituye la “norma de las monjas Dominicas”, tal como van a encontrarla claramente enunciada en la página Web de la comunidad de Sor María. He ido a consultarla y les leo lo que dice sólo entrar en su interior (Internet es tal vez hoy el espacio más frecuente para llamar “desde el interior”). Dice allí: "La misión de las monjas Dominicas consiste en buscar a Dios en el silencio, pensar en Él e invocarlo dentro de la clausura para que la palabra que sale de la boca de Dios no vuelva a Él vacía”.  
Conviene detenerse en esta última frase con toda atención.
A falta del sujeto en su clausura, es Dios quien se encontraría con su propia palabra como una palabra vacía. De cierta manera, se trata aquí de la relación de Dios con su propia palabra, se trata incluso de la soledad de Dios consigo mismo. ¿Puede Dios sentirse solo? Es un clásico tema teológico que daría para todo un Seminario.
El sujeto, en esta solución, es el que puede devolverle a Dios su propio mensaje de un modo que costaría muy poco completar con la fórmula lacaniana: “el sujeto recibe del Otro su propio mensaje bajo una forma invertida”. Sólo que aquí es el sujeto mismo el que se sitúa en el lugar de ese Otro que le devuelve a Dios su propia palabra, haciéndose así su intérprete y su predicador. ¡Admirable!
Hay el Sujeto, hay el Otro y hay la palabra. Y se trata para el sujeto de situarse en una relación con la palabra del Otro de modo que esa palabra del Otro vuelva a ese Otro no como una palabra vacía sino como una “palabra plena”, para tomar la propia expresión del Lacan de los años 50. Digamos — para que Dios se convierta en Otro para sí mismo por intermedio del sujeto que toma ahí, entonces, una posición de intermediario para el Otro. Se trata de hacer existir y de mantener al Otro, a Dios, como Otro hablante, de sacarlo así de su soledad irreductible.
La soledad de Dios: es también un tema predilecto para los Dominicos, siguiendo la idea de San Juan de la Cruz del Dios escondido que hay que encontrar en su soledad, la soledad de Dios en su tranquilo aislamiento, donde ni palabras ni obras alteran la esencia divina. Allí nada turba al ser hablante en su silencio. Todo es calma, todo es secreto en “la noche oscura del alma”.  Pero, a la vez, la soledad de Dios puede ser la más temida, la más terrible, puede ser también lo más siniestro.
He aquí pues una de las enseñanzas que les propongo extraer del testimonio de Sor María:
Hay lo que pasa por la palabra, hay lo que pasa por el significante, por el goce fálico, hay una “soledad como medio” que pasa por el puente de significante. Y hay lo que no pasa por el significante, más allá del significante del goce que nosotros situamos en el significante del falo, una soledad que se constituye en una suerte de soledad del Otro elevada al segundo grado.

Pero cuidado con idealizar este espacio y ese goce. Porque es en este mismo espacio de la infinitud del goce del Otro, si existiera, donde pueden suceder toda suerte de transmutaciones subjetivas, de mutaciones, de “revelaciones” más bien siniestras. Es también en ese espacio, por ejemplo, donde el adolescente yihadista de quince años puede decidir hoy entregar su vida al goce del Otro mediante el medio expeditivo de la explosión de su cuerpo adosado a un chaleco-bomba entre la multitud a la que considera infiel, portadora de Otro goce que siente incompatible con el suyo. 
Ahí, sólo la palabra puede tender un puente… pero también sólo la palabra induce esa suposición de Otro goce al que entregarse. Entonces, nunca como ahora saber devolver la palabra al Otro es tan decisivo. Para que la palabra del Otro no quede suspendida en un silencio eterno sin llegar a ser respondida, para que ese espacio del goce del Otro no quede librado al pasaje al acto más mortífero.

Y ahí nos hacen falta sin duda las luces de la Ilustración para ver cómo tender y atravesar este puente con el Otro. Ahí, haremos bien en seguir lo que finalmente es el mejor consejo de Sor María para atravesar la oscuridad que sentimos en el llamado “mundo exterior”.
Y nos lo dice desde adentro, al despedirse tan modestamente: “Prenda la luz… si quiere”.






[1] Jacques Lacan, “La troisième”, Lettres de l’École freudienne, 1975, nº 16, pp. 177-203.
[2] Jacques Lacan, “Proposition sur le Psychanalyste de l’École”, Scilicet I, Éditions du Seuil, Paris, 1968, p. 15.