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03 de maig 2022

Autoridad y autoritarismo

 


¿Está en crisis la autoridad? Lo escuchamos en lugares y ámbitos muy diversos: la autoridad de los padres y de las madres en la familia; la de los maestros en el ámbito pedagógico; la de los médicos y terapeutas en su práctica clínica; la de los investigadores en el campo del saber científico; la de las jerarquías en las instituciones religiosas. Y sobre todo la autoridad de los políticos en el mundo de la política. La política es hoy el campo donde las autoridades son puestas más en cuestión, donde a menudo se hace demasiado difícil que sean reco- nocidas —«No nos representan», dicen— y donde también se hace más difícil que se reconozcan entre ellas —«¡No mienta! Usted no tiene autoridad para seguir gobernando»—. La descalificación de la autoridad del otro parece hoy el recurso más efectivo para despre- ciarlo, para sacarlo de los lugares del poder y también para negarle finalmente los derechos más fundamentales. ¿La autoridad está en crisis? De hecho, si hacemos un repaso en la historia, la autoridad siempre ha estado en crisis, especialmente cuando debe justificar en qué se autoriza, qué la constituye como autoridad. Entonces, cuando la autoridad desfallece, el autoritarismo se convierte en el síntoma de un uso del poder que no puede respetar ya la singularidad de las personas. Cuando desaparece la autoridad y se degrada en el uso del poder de la fuerza, legal o física, desaparece el reconocimiento mutuo indispensable para convivir en una sociedad que se reconozca a sí misma como justa y verdaderamente democrática. La democracia, convertida en un juego de mayorías garantizadas solo por la cantidad de votos obtenidos en elecciones, se convierte entonces en un sistema vacío de contenido, en un simple recurso retórico para un retorno del autoritarismo más sutil o más grosero. «Democracias autoritarias» se llama ahora, o también «democracia sin política». Este recurso al autoritarismo se hace muy a menudo en nombre de la legalidad como garantía última de la autoridad, del uso del poder y de la fuerza en el seno de los propios sistemas democráticos. Constatamos, sin embargo, que el recurso único y constante a la legalidad alimenta aún más la crisis de la propia autoridad.

El conflicto que estamos viviendo estos últimos tiempos entre Cataluña y el Estado español es sin duda paradigmático de esta coyuntura. El recurso único y constante a la legalidad para resolver los conflictos políticos ha llevado a un callejón sin salida que no parece tener ya marcha atrás. ¿Podemos leerlo como un conflicto de autoridades que no pueden reconocerse entre ellas? En todo caso, el síntoma Cataluña, por llamarlo así, es ya un síntoma en Europa y plantea el problema de la autoridad y del uso del poder a instancias y niveles diversos. Esta coyuntura ha sido, sin duda, uno de los motivos de nuestro interés para analizar el tema de la crisis de la autoridad y de la emergencia del autoritarismo. Es el hilo rojo que atraviesa estas páginas.

El círculo vicioso entre autoritarismo y crisis de autoridad —uno se nutre del otro, uno es efecto del otro— ha sido señalado ampliamente por muchos pensadores, especialmente después de la Segunda Gran Guerra, momento que selló el declive de las figuras clásicas de la autoridad. Hay que seguir el rastro de algunos de estos pensadores a partir de la segunda mitad del siglo xx para entender la coyuntura en la que nos encontramos actualmente. Fue también el inicio de la época de los nuevos autoritarismos, desde los más implícitos hasta los más explícitos, que hoy crecen al amparo de las democracias formales occidentales con una retórica tomada de su tradición más ilustrada. Hoy podemos escuchar incluso un discurso xenófobo en nombre de los derechos humanos. El autoritarismo noes entonces incompatible ni con el Estado de derecho ni con un régimen democrático que puede mantenerse bastante bien como una democracia de amos que no llegan a conversar entre ellos, cada uno en su feudo. Sin embargo, el discurso del autoritarismo no podría sostenerse sin las servidumbres voluntarias de partes de la población que encuentran en las figuras del amo moderno un seguro contra la incertidumbre y la indeterminación inherentes al malestar en la civilización. De ninguna otra manera podría explicarse la extensión creciente de este nuevo discurso autoritario que atraviesa Occidente, legitimado precisamente en nombre de la democracia. El autoritarismo es un fenómeno que se infiltra en el tejido social de maneras muy diversas y desapercibidas. Sus raíces se hunden en lo más íntimo de cada sujeto, en su relación con los otros más cercanos y también en la relación de cada uno con lo más desconocido de sí mismo. El resorte del autoritarismo es siempre inconsciente, responde de hecho a un momento crucial de la subjetividad de nuestra época y hay que escucharlo como un síntoma de la degradación de los vínculos sociales. No se puede entender el autoritarismo y su uso del poder en todos los ámbitos sin entender primero el resorte individual de este.

(Fragmento de la Introducción)

29 d’octubre 2020

Autoridad y autoritarismo


Pretendemos mostrar en qué la impotencia para sostener auténticamente una praxis, se reduce, como es corriente en la historia de los hombres, al ejercicio de un poder. 

Jacques Lacan

La autoridad es mutua o no es. 

Blai Bonet


¿La autoridad está en crisis?* Lo escuchamos en lugares y ámbitos muy diversos: la autoridad de los padres y de las madres en la familia, la de los maestros en el ámbito pedagógico, la de los médicos y terapeutas en su práctica clínica, la de los investigadores en el campo del saber científico, la de las jerarquías en las instituciones religiosas. Y sobre todo la autoridad de los políticos en el mundo de la política. La política es hoy el campo donde las autoridades son puestas más en cuestión, donde a menudo se hace muy difícil que sean reconocidas —«No nos representan», dicen— y donde también se hace más difícil que se reconozcan entre ellas —«¡Está mintiendo! Usted no tiene autoridad para seguir gobernando»—. La descalificación de la autoridad del otro parece hoy el recurso más efectivo para menospreciarlo, para echarlo de los lugares del poder y también para negarle finalmente los derechos más fundamentales. ¿La autoridad está en crisis? De hecho, si hacemos un repaso a lo largo de la historia, la autoridad siempre ha estado en crisis, especialmente cuando debe justificar en qué se autoriza, en qué se sostiene. Entonces, cuando la autoridad desfallece, el autoritarismo se convierte en el síntoma de un uso del poder que no puede respetar ya la singularidad de las personas. Cuando desaparece la autoridad y se degrada en el uso del poder de la fuerza, legal o física, desaparece el reconocimiento mutuo indispensable para convivir en una sociedad que se reconozca a sí misma como justa y verdaderamente democrática. La democracia, convertida en un juego de mayorías garantizadas sólo por la cantidad de votos obtenidos en unas elecciones, se convierte entonces en un sistema vacío de contenido, en un simple recurso retórico para un retorno del autoritarismo más sutil o más grosero. «Democracias autoritarias» se llaman ahora, o también «democracia sin política». Este recurso al autoritarismo se hace muy a menudo en nombre de la legalidad como garantía última de la autoridad, del uso del poder y de la fuerza en el seno de los propios sistemas democráticos. Constatamos, sin embargo, que el recurso único y constante a la legalidad alimenta más aún la crisis de la propia autoridad.

El conflicto que estamos viviendo estos últimos tiempos entre Cataluña y el Estado español es sin duda paradigmático de esta coyuntura. El recurso único y constante a la legalidad para resolver los conflictos políticos ha llevado a un callejón sin salida que no parece tener ya marcha atrás. ¿Podemos leerlo como un conflicto de autoridades que no se pueden reconocer entre ellas? En todo caso, el síntoma Cataluña, por llamarlo así, es ya un síntoma en Europa y plantea el problema de la autoridad y del uso del poder a instancias y niveles diversos. Esta coyuntura ha sido sin duda uno de los motivos de nuestro interés por el tema de la crisis de la autoridad y de la emergencia del autoritarismo. Es el hilo rojo que atraviesa estas páginas.

El círculo vicioso entre autoritarismo y crisis de autoridad —uno se nutre del otro, uno es efecto del otro— ha sido señalado ampliamente por muchos pensadores, especialmente después de la Segunda Gran Guerra, momento que firmó el declive de las figuras clásicas de la autoridad. Hay que seguir el rastro de algunos de estos pensadores a partir de la segunda mitad del siglo XX para entender la coyuntura en la que nos encontramos actualmente. Fue también el inicio de la época de los nuevos autoritarismos, desde los más implícitos hasta los más explícitos, que hoy crecen al amparo de las democracias formales occidentales con una retórica tomada de su tradición más ilustrada. Podemos escuchar incluso un discurso xenófobo en nombre de los derechos humanos. El autoritarismo no es entonces incompatible ni con el Estado de derecho ni con un régimen democrático que puede sostenerse bastante bien como una democracia de amos que no llegan a conversar entre ellos, cada uno en su feudo. El discurso del autoritarismo no podría sostenerse, sin embargo, sin las servidumbres voluntarias de partes de la población que encuentran en las figuras del amo moderno un seguro frente a la incertidumbre y la indeterminación inherentes al malestar en la civilización. De ningún otro modo puede explicarse la extensión creciente de este nuevo discurso autoritario que atraviesa Occidente, legitimado precisamente en nombre de la democracia. El autoritarismo es un fenómeno que se infiltra así en el tejido social de maneras muy diversas y desapercibidas. Sus raíces se hunden en lo más íntimo de cada sujeto, en su relación con los otros más cercanos y también en la relación de cada uno con lo que es más desconocido en sí mismo. El resorte del autoritarismo es siempre inconsciente, responde a un momento crucial de la subjetividad de nuestra época y hay que escucharlo como un síntoma de la degradación de los vínculos sociales. No se puede entender el autoritarismo y su uso del poder en todos los ámbitos sin entender primero este resorte individual del autoritarismo.

¿Cuál es la lógica que conduce a la crisis de la autoridad y que acompaña, por otro lado, el declive que constatamos en nuestras sociedades democráticas? ¿Qué puede aportar hoy el psicoanálisis en el ámbito de la política en relación a la autoridad y al uso del poder? ¿Qué consecuencias podemos extraer desde la experiencia del psicoanálisis, siempre individual, en los conflictos que se hacen patentes en las sociedades llamadas democráticas? La extensión de la psicología individual al campo social y político ya fue prevista por Sigmund Freud, especialmente en su texto titulado «Psicología de las masas y análisis del Yo», principio de una orientación que ha propiciado desde entonces desarrollos y contribuciones de gran interés. El psicoanálisis de Jacques Lacan reformuló sus fundamentos y nos puede ayudar a actualizar un análisis de los vínculos sociales y de la autoridad que hoy nos parece indispensable para estar a la altura de la subjetividad de nuestra época, una subjetividad cada vez más marcada por las crisis de los sistemas simbólicos, hechos de lenguaje, en los que tienen lugar estos lazos.

Quien espere fórmulas inequívocas y de manual para responder al problema actual de la autoridad en crisis no es necesario que siga leyendo. No me siento nada autorizado a acompañarlo en la elaboración del concepto y en la experiencia de la autoridad. Quien espere una construcción de las preguntas que he sabido hacerme desde el psicoanálisis para tratar el problema de la autoridad y de su crisis en nuestras sociedades, hará bien en acompañarme. Seguramente sabrá entonces construirse también sus propias preguntas.


*Traducción al castellano de un fragmento de la Introducción del libro Autoritat i autoritarisme. Una lectura des de la psicoanàlisi. Publicacions de la Universitat de València, octubre de 2020. 

https://puv.uv.es/autoritat-i-autoritarisme.html

17 de juny 2018

Para una política de la autoridad


Blai Bonet (1926-1997)








Nadie está autorizado para no tener autoridad propia
Blai Bonet

Como siempre, es el poeta quien nos precede, quien va un paso adelante y nos dice la verdad que hace de cualquier autoridad un acto sin garantía posible en el lugar del Otro. Prestemos atención, la doble negación del verso de Blai Bonet no equivale a una afirmación que valga para todos, lo que quiere decir que deberemos verificarlo uno por uno, sin poder concluir en un “todos están autorizados para...”
No hay ninguno, ni uno, que de buen comienzo esté autorizado... ¿para qué? Para no tener autoridad propia, es decir, para tener una autoridad transmitida o garantizada por Otro. La significación de la frase, en su lógica un poco retorcida, va, como es preceptivo en cada significación de una frase que sólo aparece de forma retroactiva, desde el final hacia el principio.
Porque, ¿qué sería una autoridad que no fuese propia? Sólo puedo autorizarme de mí mismo si no quiero quitarme esta autoridad en el momento de apoyarme o garantizarla en un Otro, aunque sea este Otro mismo quien me haya dado esta autoridad. No tener autoridad propia sería precisamente esto, buscar su garantía en Otro, incluso en aquel que —persona real o instancia simbólica— me la haya podido transmitir. Pues bien, es para esto para lo que nadie está autorizado, para no tener autoridad propia, para buscar su garantía en Otro. No estoy autorizado para sostener mi autoridad en Otro en el cual buscaría y del cual esperaría, para siempre, una garantía que no existe. Y es por ello que escribimos este Otro con mayúscula, para hacer aparecer su condición simbólica, más allá de cualquier otro que quiera representarla o sostenerla. Sólo puedo autorizarme de mí mismo —“el analista sólo se autoriza de sí mismo”, dice el aforismo lacaniano—, este es el único acto en el que puedo sostener y garantizar mi autoridad, la propia. Es sólo en este acto de autorización que puedo llegar a sostener que “el Otro no existe” —otro aforismo lacaniano—.
Ahora bien, ello no quiere decir que todos estén autorizados para tener una autoridad propia. Sería ésta la salida cínica, la que relativizaría la autoridad aniquilando el deseo que la sostiene. No es esto lo que nos dice el verso del poeta Blai Bonet. No hay un “todos” sobre el que podamos predicar de entrada, un todos que sería un conjunto cerrado y definido, un todos sobre el que podamos predicar que tiene, para cada elemento de su conjunto, el derecho ya adquirido a una autoridad propia. De entrada hay un “nadie”, un conjunto vacío de elementos sobre el cual predicamos la autorización que no existe, que nadie tiene de entrada. Partimos pues, más bien, de la falta de autoridad para todos, una autoridad a la que sólo podremos autorizarnos uno por uno, sin un rasgo que nos dijera, antes del acto, la garantía que fundaría ese “todos” y que podría autorizar a cada uno para tener esta autoridad propia.
Habrá que ver, entonces, uno por uno, hasta qué punto es propia esta autoridad que no puede sostenerse en ningún “todos”, en ningún Otro, en ningún rasgo universal que diera de entrada a cada uno el derecho a tener esta autoridad y que le diera a la vez la garantía para sostenerla una vez adquirida. La lógica de la autoridad y de la autorización no es la lógica del “para todo” sino la del “no para todo”, es la lógica que parte del “para ninguno” de entrada, y que sigue después con un “para uno por uno”, de manera paciente y rigurosa.
De este modo, los que llegan a tener una autoridad propia no formarán nunca un conjunto cerrado y definido por un rasgo único, un conjunto sostenido por el Uno universal que sería el que definiría previamente la autoridad, que funcionaría como el Otro que a la vez lo garantiza para cada uno de los elementos de este conjunto. Los que llegan a tener una autoridad propia no formarán nunca un conjunto, forman sólo una serie abierta y sin ley que la defina —lawless sequence la llaman los lógicos—, cada uno en su singularidad y sin par posible con el que equipararse.
Nos queda al final la pregunta: ¿y quién puede autorizarse para tener la autoridad de enunciar esta frase tan contundente? —Nadie está autorizado para no tener autoridad propia.
Respuesta —sólo aquél que, al decirla, sabe que la pone en acto en su propia autoridad. Es la autoridad del poeta, es la autoridad del analista de la que se autoriza en su acto. Y estaría bien que fuese también ésta la autoridad del político y, en el límite, la de cada ciudadano que, uno por uno, singular y sin par posible, se autoriza en su cualidad irrenunciable de ciudadano.
Una autoridad que no se funde en el cinismo del acto solitario quiere decir que debe ser, sin embargo, una autoridad reconocida por los otros y con los otros, pero sin un Otro que la garantice o la sostenga. La autoridad auténtica es pues, siempre un acto en soledad, pero no es un acto solitario. La autoridad auténtica debe saber reconocer igualmente la autoridad de cada uno que se autoriza en una serie sin ley previa, en una serie nunca hecha a imagen de cualquiera de sus elementos. Ello quiere decir también, Blai Bonet de nuevo —La autoridad es mutua, o no es.
Y es ésta una autoridad nunca cuantificable, que no puede estar garantizada por ninguna mayoría. Aunque lo intenten, cada vez, las elecciones por medio de una votación.