Vivimos en una época marcada por la crisis y, a la vez, por la crítica del patriarcado como el sistema simbólico que ordenaba las formas de vida, las formas de gozar, tal como decimos en términos lacanianos. El sistema del patriarcado ordenada la propia diferencia sexual en géneros distintos y normativos, pero también ordenaba otras diferencias binarias en las que se situaban otras identidades del ser humano, tanto culturales como religiosas. Digamos que, cuanto más avanza el fenómeno que llaman “globalización”, en una universalización de los mercados y de los patrones de consumo, más se multiplican las identidades y los fenómenos de segregación interna entre ellas. Se ha señalado con frecuencia que esta crisis del patriarcado, que hoy se hace también patente de manera global, fue ya detectada y formulada por Jacques Lacan, justo antes de la Segunda Guerra Mundial, en 1938, como un “declive social de la imago paterna” —esa fue su expresión a la hora de analizar las distintas formas de organizaciones familiares. Y hoy podemos decir que la figura del padre promovida por el patriarcado como figura de autoridad se ha vuelto insoportable en buena parte de las sociedades. Lo constatamos también en las quejas y en los síntomas de aquellos que escuchamos en la sesión analítica, ya sea desde una posición de rebelión o de sumisión a aquella figura clásica del padre. Es un hecho que debemos tomar como un signo, como un síntoma también, del sujeto de nuestro tiempo. La autoridad del padre se ha vuelto intolerable.
Se señala con menos frecuencia que este declive de la función paterna, esta evaporación del padre —para retomar el término subrayado por Jacques-Alain Miller— va a la par de una demanda, de un llamado, de una exigencia incluso de algo que venga al lugar de esta función simbólica para organizar las formas de goce. Lo constatamos a nivel social con el aumento de formas autoritarias que se creían caducas y que retornan bajo otras figuras que no son ya las de la clásica imago paterna. Y esta exigencia toma también formas diversas, produce nuevas formas sintomáticas ante las que la función paterna desfallece. Hace solo unos días, por ejemplo, un hombre angustiado después de su separación matrimonial, me explicaba la imposibilidad en la que se encontraba para sostener su lugar en la nueva situación familiar en relación a sus hijos, especialmente ante una hija que se autolesionaba repetidamente desde el periodo de confinamiento de la reciente epidemia. Me decía: “no sé qué más hacer, he dimitido de mi función de padre”. Lo que sucede después de esta dimisión no es necesariamente mejor que lo anterior en un movimiento que va, tal como Lacan señalaba con su famosa expresión, “del padre a lo peor”.
No se trata para nosotros de reivindicar el sistema social fundado en el patriarcado, un sistema que se va mostrando cada vez más caduco para organizar las formas de goce del sujeto de nuestro tiempo. Se trata, por el contrario, de saber leer, de saber interpretar, lo que retorna como un llamado al Otro (con mayúsculas), como un llamado a otros organizadores sociales del goce que generan también nuevas formas sintomáticas. Se trata de saber escuchar allí el llamado a una diversidad de funciones simbólicas que vengan al lugar de la imago paterna.
Es sabido que Lacan formalizó la función paterna en los años cincuenta del siglo pasado, en la primera parte de su enseñanza, con su famosa “metáfora paterna”, donde el Nombre del Padre oficiaba como significante único de la estructura subjetiva para simbolizar, para metaforizar, el Deseo de la Madre y proporcionar al sujeto una forma de localizarse con relación a su cuerpo, al goce y al deseo del Otro. Era la manera de formalizar la famosa estructura del Edipo descubierta por Freud. Y era la inscripción o la no inscripción de este Nombre del Padre en la estructura subjetiva lo que diferenciaba el campo de las neurosis y el campo de las psicosis con una frontera muy precisa: la llamada “forclusión” del Nombre del Padre. Era una clínica estructural binaria, con una diferencia clara marcada por la frontera del Nombre del Padre. Y es sabido también que, durante las dos décadas siguientes, Lacan pluralizó esta función —en una suerte de “desconstrucción” de la metáfora paterna, siguiendo la crítica de lo que había llamado “el estrellato del Edipo”, hasta el punto de reducirlo a un “operador lógico” —es el término que utilizó—, más allá de las figuras imaginarias con la que se reviste la persona real que sostiene o no esa función. La pluralización de los Nombres del Padre marcó una nueva época en la enseñanza de Lacan que mostró que las fronteras que organizaban de manera binaria los territorios subjetivos, la geografía de las formas de gozar del ser humano, eran fronteras móviles y que se extendían y multiplicaban sin una ley previa. En lugar de las fronteras simbólicas que definen espacios topológicos distintos siguiendo una lógica binaria, Lacan se vio así llevado a introducir la lógica de los nudos, formas distintas de anudamientos y desanudamientos entre los tres registros —lo real, lo imaginario y lo simbólico—, de manera que introdujo una clínica que hemos llamado “clínica continuista”, o también “clínica de los nudos”.
1 comentari:
Bona nit, senyor Bassols, ha estat la conferència tan interessant que no he pogut resistir-me a comentar-li, espere ser benvingut.
Yo crec que més que un simple canvi de paradigma en l'etiologia del psicoanàlisis, en l'atomisació de síntomes o el sinthôme, yo m'atreviria a dir que estan vostés i, yo ho he intentat molts anys, sinse traïcionar-me a mi mateix, intentar no fer realitat el concepte de Heidegger, el temps de deconstrucció de la cosa.
Però què fem del gall? El deixem en la gallera i que s'acabe la baralla?
No sabia com preguntar-li-ho, però crec que vosté sabrà respondre'm, el psicoanàlisis és colectiu i individual, com tota realitat. Alhora.
Bon Nadal a vosté i a la seua família
Vicent Adsuara i Rollan
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