No fue hasta mediados del siglo pasado
que la figura de la víctima mereció ser objeto de estudio en sí mismo, después
de haber quedado relegada a un segundo plano por el discurso jurídico en favor
de la figura del delincuente o del acontecimiento delictivo. Hans von Hentig,
criminólogo alemán emigrado a los EEUU después de la Segunda Guerra Mundial y uno
de los creadores de la victimología, fue el primero en proponer un método
clínico en la formación jurídica para estudiar a la víctima como un nuevo
objeto. El otro cofundador de la disciplina, Benjamín Mendelsohn, siguiendo el
mismo enfoque interaccionista, situó el nuevo objeto víctima en una curiosa
escala según su participación en el origen del acontecimiento traumático. Con
ello empezó una taxonomía de las diversas figuras de la víctima que tomará cada
vez más relieve en el discurso jurídico y social. Llama la atención que ya en
estas primeras clasificaciones aparezca como primer rasgo diferencial la resistencia
o la cooperación en distintos grados de la víctima en el acontecimiento del que
ha sido objeto. Desde la víctima totalmente inocente —llamada curiosamente
“víctima ideal”— hasta la víctima simuladora, se siguen distintos grados de implicación.
A finales de siglo apareció sin
embargo un nuevo fenómeno que modificó sustancialmente la condición del objeto víctima,
un fenómeno asociado a la defensa de sus derechos en todas las tipologías
aisladas. El objeto víctima vino a encarnarse ya no en un sujeto singular sino
en un grupo o en el conjunto de una comunidad. Se produjo así una colectivización
masiva, extendiendo los rasgos de identificación del objeto víctima a grupos o
comunidades más o menos amplias.
Así, asistimos hoy a una
generalización de formaciones asociativas de víctimas, que van desde las asociaciones
de víctimas del terrorismo, víctimas de accidentes de tráfico, pasando por las
víctimas de fraude en el juego online, del aborto o de los efectos nocivos del
amianto, hasta las víctimas de la violencia rural o de las negligencias
médicas. En esta lógica, cada sujeto estaría efectivamente en posición de ser
objeto víctima, de ser identificado en una victimización que se reparte de modos
diversos según grupos y subgrupos sociales. El objeto víctima se diluye de este
modo en otros tantos rasgos de identificación grupal.
Cuando alguien acude al psicoanalista pide
ser reconocido en su singularidad como un sujeto que sufre de una experiencia
traumática. Es en primer lugar una demanda de ser reconocido como tal, y muchas
veces de ser reconocido como víctima objeto de esa experiencia. Es en este
punto donde el psicoanalista opera una inflexión en el sentido que el discurso
social y jurídico han dado a la victimización generalizada para subrayar algo
que, de hecho, este mismo discurso ha introducido ya de maneras diversas sin localizarlo
en su verdadera dimensión: la responsabilidad del sujeto ante su posición de
objeto.
Debemos detenernos entonces en otra diferencia
que la victimología encuentra de una manera cada vez más relevante en sus
observaciones. Es la diferencia entre la “victimización primaria”, la del
objeto víctima del acontecimiento traumático o delictivo, y la “victimización
secundaria”, cuyo origen está en la relación del sujeto con esta misma experiencia,
con el discurso familiar, social y jurídico y con los distintos modos de
intervención del aparato del Estado en su tratamiento. Es llamativo que una
buena parte de los estudios se dediquen hoy a las dificultades surgidas para
tratar esta segunda dimensión de la experiencia de la víctima, la dimensión en
la que el sujeto debe responder ante su posición de objeto. La llamada “doble
victimización” es el peor y más notable efecto de este retorno sobre el propio
sujeto de su posición de objeto víctima ante el Otro social y jurídico.
Desvictimizar a la víctima es así la
primera forma de devolver al sujeto de la experiencia traumática la dignidad de
ser hablante que podría seguir perdiendo en el juego social de las
identificaciones. Distinguir y separar el eje de las identificaciones del Yo y
el eje de la relación del ser que habla ante su posición de objeto es la
primera y más simple operación que debemos deducir de la orientación lacaniana
al tratar la posición de la víctima sin redoblar su victimización.
Se trata aquí de estudiar aquella
“afinidad estructural entre el yo y la vocación de víctima, que se deduce de la
estructura general del desconocimiento”, de “la ley de la victimización
inevitable del yo”, tal como señaló en su momento Jacques-Alain Miller[1].
Y es que, hablando propiamente, el
destino del sujeto —si es que hay destino— es más bien el de ser desecho. Es su
verdadera dimensión de objeto, cuando éste le revela en el fantasma que su aparente
destino no era sino encuentro contingente con un real del que siempre deberá saber
hacerse responsable.
[1] Jacques-Alain Miller, Curso del 26 de
Enero de 1994, publicado en Donc, la lógica
de la cura. Editorial Paidós, Buenos Aires 2011, p. 120-121.
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