El nudo, urbano, de La Trinitat en Barcelona |
De repente, parece como si fuesen las palabras las que
gobiernan y los gobiernos los que fuesen gobernados por ellas, arrastrados como
se encuentran tantas veces por su poder. Las palabras, demasiado
rápidas, corren más que los sujetos que las dicen, y mucho más que los
políticos que se hacen, como suele decirse, portavoces suyos. Es lo que nos
parece que está ocurriendo estos días, por ejemplo, con la palabra:
“Independencia”. Dicha y gritada por una multitud en las calles de Barcelona el
pasado once de Septiembre —no hacía falta escribirla en ninguna primera
pancarta de manifestación para hacerla escuchar—, ha sido después
inevitablemente desplazada, a veces hasta silenciada, como un arma que se
vuelve contra el que la blandía. El presidente Artur Mas, después de declarar
que “todo es posible”, tuvo que transformarla unos días después en una
“Interdependencia” tal vez más manejable políticamente, después de que el
mismísimo Jordi Pujol la hubiera puesto claramente en solfa: “la independencia
es imposible”. Así y todo, cuanto más imposible parece más resuena el eco de su
grito en la multitud, desde el majestuoso Passeig de Gràcia hasta el Camp Nou. Y cuanto más contestada y negada resulta desde el
gobierno central español, más consistencia obtiene para ambas partes. Parece
entonces que tiene la fuerza de aquellas palabras que resultan más afirmadas
cuanto más negadas. Es lo que podemos muy bien calificar como un significante
amo, —lo escribimos S1—, el signo que reúne y da consistencia a un
grupo, a toda una comunidad, pero que también puede dividirla después para
hacer aparecer el reverso de toda identificación: la división del sujeto, su
falta de ser —lo escribimos $— que ningún significante ni ningún objeto podrá
nunca clausurar. De ahí que la palabra “independencia” tenga hoy tanta fuerza
para reunir y dividir a la vez.
Hacía falta sin embargo que alguien, una mujer y con la
fuerza que da hacerse portavoz de un millón y medio de personas, la volviera a
decir a las claras en las puertas del Parlament
de Catalunya. Carme Forcadell, presidenta de la Assemblea Nacional de Catalunya, que había convocado ese mismo día
la multitudinaria manifestación, lo decía de este modo al ser recibida por
Núria de Gispert, presidenta del Parlament:
la independencia es lo que queremos y es lo que deben encomendarle a nuestro
presidente como un deseo irrenunciable. ¡Cómo decirle que no! Digamos mejor
“estado propio”, matizará unos días después el presidente. De repente, la
palabra nos conduce de nuevo a un nudo difícil de manejar y no sabemos ya cómo
deshacernos de sus efectos. Carme Forcadell es también quien supo transformar
la conocida frase de Jordi Pujol, “es catalán todo aquél que vive y trabaja en
Catalunya”, en esta otra: “es catalán quien quiere serlo”, desde un discurso
mucho más dúctil todavía a la fragilidad del ser, a su vaciedad inherente.
Serlo es ahora quererlo, sin atributos
ni complementos que determinen su condición de ser. Es realmente el deseo
ideal, que no haga falta ya pasar por la alienación que supone tener que
pedirlo. No hace falta tampoco pasar por la pesada condición de vivir y
trabajar… De hecho, es la afirmación contundente del hecho que la vaciedad del
ser siempre tiende, necesariamente, a buscar la identidad: $ --> S1, escribámoslo ahora de este modo.
El problema llega
cuando alguien no sólo quiere serlo sino que dice que ya lo es, cuando afirma
su ser en un “Yo soy” que llena de atributos aquella vaciedad del ser que se
manifestaba como pura voluntad, cuando lo llena de condiciones y complementos
para hacer con esa voluntad una identidad completa. Entonces el Yo se cree el
amo de aquel ser de lenguaje cuando sólo es sirviente suyo. Entonces empiezan
los problemas, el día después de la fiesta. De hecho, lo que un análisis
cuidadoso viene a descubrirnos es que la independencia del Yo es más una
creencia que no un sueño, una creencia tan religiosa como cualquier otra, tan
dependiente de los significantes ideales que la gobiernan como de la imagen del
otro, de la imagen del otro Yo en la que se alimenta.
Teresa Forcades
—sí, a veces el significante tiene estas cosas y vamos desde la Forca-d’ell (la horca de él) a las Forcades (las horconadas)—, la monja
benedictina que se hace escuchar con fuerza y precisión en ámbitos muy diversos,
había puesto unos días antes un toque de atención que no deberíamos
menospreciar en absoluto. Decía así: “la independencia es un proyecto de
diversidad” comparable a “la pluralidad de la Trinidad cristiana”. No habría
verdadera independencia si no es en un vínculo tan interdependiente como el que
implica el nudo de la Trinidad, un nudo que tiene una estructura muy sólida:
sólo hace falta que uno cualquiera de los tres se desate para que los otros dos
queden también enseguida desatados. Pero desatados no serán independientes,
simplemente ya no serán… diversos. Los lectores de Lacan —y Teresa Forcades
sostiene que lo es—, conocen muy bien las virtudes de este nudo que forma la
unidad trinitaria. Pero ¿cuál sería hoy la trinidad catalana que diría la unidad
de su identidad? Un misterio. El padre hace tiempo que está en declive —Jacques
Lacan dixit—, el hijo sigue en casa
sin encontrar trabajo. ¿Y el Espíritu Santo? ¿El amor tal vez formará el vínculo
que falta, entre la España que fue y la Europa que debería llegar?
Siguiendo con los
vínculos familiares, tendamos la oreja a otro hecho de lenguaje. Estos días
escuchamos un desplazamiento bastante sintomático cuando se habla de los
difíciles vínculos entre Catalunya y España. De nuevo las palabras mandan y de
la metáfora del matrimonio, cuando uno de los dos consortes pide el divorcio,
estamos pasando a la metáfora de los hermanos, cuando uno de los dos revindica
más poder que el otro.
Visto así, está
claro que nos hará falta una trinidad allí donde la dualidad no sabe cómo
arreglárselas. Sí, Europa tal vez…
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