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09 d’octubre 2020

Política del síntoma y extravío del goce
















(Notas para las Jornadas de la Escola Brasileira de Psicoanalise: Sobversoes)


 

En el extravío de nuestro goce, sólo existe el Otro para situarlo, pero es en tanto nosotros estamos separados de él. De ahí los fantasmas, inéditos cuando no nos mezclábamos.

Dejar a este Otro a su forma de goce, esto sólo sería posible sin imponerle el nuestro, sin tenerlo por un subdesarrollado.

Cuando se añade la precariedad de nuestra forma, que a partir de entonces sólo se sitúa con el plus-de-gozar, que incluso no se enuncia de otra manera, ¿cómo esperar que prosiga el humanitarismo hecho de imposición con el que se revestían nuestras exacciones?

Dios, si vuelve a tomar fuerza con ello, acabaría por ex-sistir, esto no presagia nada mejor que un retorno de su pasado funesto.

 

Jacques Lacan: "Television", Autres Écrits, Editions du Seuil, Paris 2001, p. 534.

 

 

 

Una política del síntoma se orienta también por esta respuesta que Jacques Lacan dio a Jacques-Alain Miller, en un documento que sigue teniendo la mayor actualidad. La pregunta era sobre la indicación que había hecho Lacan en los años 60, tan proclives a los ideales del humanismo, sobre el ascenso imparable que había que esperar del racismo y de las diversas formas de segregación social.

Nos extraviamos en nuestro goce, en la adicción con la que se alimenta cada día. ¿Hay que insistir aún? Cualquiera puede denunciarlo sin reparar en el combustible que aporta al mismo tiempo para alimentar esta maquinaria infernal. La pulsión de muerte, decía Freud, realimentada por el imperativo del superyó: "¡Goza, goza siempre un poco más!" Pasado el límite, no hay más bordes cuando se trata de gozar. Sería un asunto que sólo le importa a cada uno si no fuera que este imperativo es correlativo al rechazo que se alimenta al mismo tiempo de lo que percibimos como el goce del Otro. Pero es precisamente este Otro lo único que podemos tener como referencia, como brújula, para distinguir y situar nuestra forma de gozar, incluso para limitarla, para tener en cuenta la pérdida necesaria que implica, para no ser sólo un ser-para-la-muerte, ofrecido a la pulsión de muerte.

De este Otro del goce estamos necesariamente separados, es un Otro radical, tan radicalmente Otro que nos llega a parecer inhumano. Pero, de hecho, es tan inhumano como nuestra propia forma de gozar. Y al Otro, cuando lo hacemos existir como Otro, ¿le llegará también a parecer inhumana nuestra forma de gozar? Todo ello cristaliza en fantasmas más o menos perversos, más o menos adecuados al placer de cada uno, fantasmas con los que tratamos de interpretar el modo de gozar del Otro cuando nos parece inhumano. Son fantasmas inéditos, que nos parecen absolutamente originales y nunca vistos, hasta que nos mezclamos en lo que ahora llamamos, por un fantasma precisamente, "multiculturalidad". Lo que quiere decir: las formas de gozar del otro me parecen extrañas, pero sólo son extrañas para mi fantasma, según la forma con la que interpreto mi propia forma de gozar.

De este goce y de este Otro, lo mejor es decir que no quiero saber nada, mejor decírmelo que pensar ingenuamente que yo sé más que él, de este goce del que no quiero saber nada. Entonces, ¿qué debo hacer con este Otro, tan extraño y tan familiar a la vez, una vez reconozco aquello que yo no quería saber de mi, de mi goce? "Dejar a este Otro a su forma de goce..." sería una salida posible, dejarlo librado a su propia forma de gozar y que él me deje con la mía, cada uno en su tonel, como un par de Diógenes, cada uno en su cinismo, sin ver cada uno el agujero por donde fluye su des-ser, y el del Otro. 

De hecho, era la observación de Claude Levi Strauss que alarmó a la UNESCO con dos intervenciones que marcaron un hito: la separación entre culturas era una brújula mejor que los ideales vaporosos de la multiculturalidad mezclada, ideales que parecen finalmente destinados a segregar aún más al goce del Otro. Es conocido el torbellino de reacciones que causó. Su segunda intervención, "Raza y cultura", fue escuchada en 1971 con un especial malestar por algunos defensores del universalismo y de la integración entre culturas. El ideal de tolerancia recíproca cuando se trata de las formas de gozar, el ideal de una reciprocidad entre el goce de cada ser hablante y el goce del Otro, se muestra imposible de sostener. Es lo que Lacan pudo elaborar sobre el goce como un registro radicalmente distinto del deseo, que siempre es deseo del Otro. El goce, por el contrario, nunca es el goce del Otro. Cincuenta años después, en la época de la llamada globalización, la observación antropológica de Lévi-Strauss parece de lo más actual. Lévi-Strauss ya intuía en aquel momento las condiciones de la imposibilidad de una reciprocidad entre formas diversas de gozar, y lo hacía recurriendo a la noción lacaniana del “goce del Otro”, aunque no escribiera este Otro con mayúscula ni citara explícitamente a Lacan: "La tolerancia recíproca supone ya realizadas dos condiciones que nuestras sociedades contemporáneas están más que nunca lejos de conocer: por un lado, una igualdad relativa, por otro una distancia física suficiente, dado que es imposible fundirse con el goce del otro"[1]. Cuando se trata del goce del Otro, la igualdad es siempre relativa al fantasma de cada sujeto, según aquello que le parezca semejante de este Otro a la propia imagen que tenga de sí mismo y de su forma de gozar. Por otra parte, cuando este Otro se hace presente de un modo que resulta intrusivo, la distancia física parece el único recurso posible. “Distanciamiento social” lo llaman estos días de pandemia, confundiendo al sujeto del lenguaje y del goce con su cuerpo.

La dimensión del goce del Otro, la suposición de una diferencia radical de la forma de gozar de los otros, toma un relieve especial cuando se trata de la tolerancia recíproca entre colectivos que se piensan distintos. Y es ahí donde la observación de Lacan toma su dimensión política. El ideal de reciprocidad de las formas de gozar tiene un precio, un precio muy alto cuando pasamos de la "psicología individual" a la "psicología de grupo", para retomar lo términos de Freud en su “Psicología de las masas y análisis del Yo”. Llega el momento inevitable en el que el goce del Otro, el goce como alteridad, se hace imposible de reducir al semejante, a lo que el fantasma consideraba como homogéneo a la propia imagen y a la propia forma de gozar. Y ahí se hace presente lo que del Otro no es homogéneo al fantasma, se hace presente la dimensión del prójimo como imposible de reducir al semejante. Entonces, la irrupción del goce del Otro nos muestra que nuestro propio goce no estaba tan orientado como parecía, que nuestra forma de gozar va tan a la deriva como cualquier otra. Y es ahí donde la forma de gozar del otro puede ser considerada como una forma subdesarrollada, tal como indica el término de Lacan. El fenómeno del etnocentrismo, tan bien aislado por la antropología como un fenómeno general de todas las culturas, tiene aquí su raíz. Queremos imponerle al otro que consideramos un subdesarrollado entonces nuestra forma de gozar, a veces siguiendo un ideal humanitario. Pero es para mantener más secreta todavía la causa de las exacciones de nuestra forma de gozar.

El término "exacción" que utiliza Lacan tiene varias connotaciones. En nuestra lengua es un término jurídico que designa la acción de exigir el pago de impuestos o de tributos. Podemos hablar, por ejemplo, de una exacción ilegal como el delito que comete la autoridad o el funcionario público al exigir el pago de impuestos no autorizados debidamente, o de exigir derechos superiores a los que le son señalados en el ejercicio de sus atribuciones. En francés, "exacciones" incluye ya el sentido de exigir, generalmente por la fuerza, el pago de lo que en realidad no se debe o un pago que es más de lo debido. Por extensión, una "exacción" es un maltrato, un acto de violencia en todas sus formas posibles. Digamos entonces que sólo consideramos al otro como un subdesarrollado, afectado de una forma de gozar y de vivir inferior a la nuestra, para exigirle que pague él por nuestra forma de gozar. Y así tapar nuestras propias exacciones, las de nuestra forma de gozar.

Y aquí empieza el racismo, aquí empieza la lógica de la segregación de lo no semejante del Otro que puede llegar a querer su exterminación sistemática, tal como Europa conoció en los tiempos del fascismo. Y esto es algo que no se arregla con ninguna buena pedagogía, con ningún humanismo por muy bondadoso que se quiera. El fantasma del goce del Otro es el límite de las mejores intenciones pedagógicas y humanitarias. Al fracaso del principio del placer descubierto por Freud, hay que añadir ahora el fracaso del principio del goce, más espinoso aún.

Máquina infernal, en efecto. Se añade además, para engrasar su mecanismo, un hecho hoy incontestable: nuestra forma de gozar es, como señala Lacan, tan precaria que nadie puede dudar ya de que lleva por sí misma al desastre ecológico, a la quiebra económica y a un aumento progresivo de las desigualdades con los efectos de segregación que conlleva. La lógica del discurso capitalista se alimenta de este mecanismo, que Marx descubrió como la producción de la plusvalía, plusvalía que es de hecho un plus-de-gozar, siempre un poco más. De ello Marx atisbó la forma sintomática, por ejemplo, cuando habla del fetichismo de la mercancía. Lacan reconoce la importancia de este descubrimiento marxista y desarrolla sus consecuencias: a cada uno su goce, a cada uno su síntoma, su propia manera de extraviarse en el goce. De hecho, el plus-de-gozar es ya hoy la brújula, el objeto que ocupa el lugar del mando, el objeto que viene al lugar del significante Amo, una vez los distintos significantes Amo han ido cayendo uno tras otro de su lugar de autoridad. Y el significante «democracia» no será el último en caer de allí.

La Humanidad ha sido también un significante Amo para una política del goce que no podía reconocer en sí misma la maquinaria infernal del plus-de-gozar. El recurso al Humanismo, que atravesó Occidente desde el Renacimiento hasta la Segunda Guerra Mundial, quedó para Lacan inevitablemente reducido a un "humanitarismo", en una "humanitarería" si queremos trasladar a nuestra lengua el irónico neologismo que inventa aquí - humanitairerie. No deja de ser otra forma de justificación de una manera de gozar que no quiere saber nada de la segregación que engendra. Y puede ser hoy muy bien en nombre de este humanismo como se imponga una manera de gozar al otro. Aunque sea con la pretensión de salvarlo. Sí, pero ¿para salvarlo de qué y para qué? ¿Salvarlo para hacerlo tan siervo como nosotros mismos de la maquinaria de nuestro goce? Cuidado entonces con el humanitarismo. Puede ser sólo una forma de revestir con un buen ideal la exacción de mi propia forma de gozar, imponiéndola a los demás a los que pretendo salvar de la suya.

La historia de las religiones es el mejor ejemplo de este malentendido estructural entre formas de gozar, de las versiones diversas de lo que se considere en cada caso la mejor manera de gozar del Otro. Con todos sus paraísos prometidos. Con respecto al goce, podemos considerarnos todos y cada uno religiosos. Empezando por Diógenes que optó por el goce solitario en su tonel. O dicho al modo freudiano: la religión sólo es una forma colectiva de la neurosis individual. Y hay tantas como queramos para alimentar lo que Lacan denominó «los dioses oscuros», siempre dispuestos con su retorno a pedir el sacrificio del sujeto, de todo un colectivo si hace falta, al fantasma del goce del Otro.

El psicoanálisis descubrió que el síntoma —el síntoma que anida en el malestar de la civilización— es el palo puesto en la rueda de este mecanismo infernal que hoy vemos funcionar a escala colectiva. La singularidad del síntoma implica en sí misma una forma de gozar que no se reconoce como tal y que hay que descifrar para que el sujeto pueda tolerarlo y saber hacer algo con él más allá de sufrirlo. Y es por ello que Lacan pudo decir también que el psicoanálisis es una política del síntoma[2]. No del síntoma que hay que hacer desaparecer a cualquier precio sino del síntoma como portador de una verdad del sujeto de nuestro tiempo, de su plus-de-gozar.



[1] Claude Lévi-Strauss, Race et culture, precedido de Race et histoire. Paris, Albin Michel / Unesco, 2001, pp. 167 y 172 especialmente.

[2] “El síntoma instituye el orden del que resulta nuestra política”. Lacan J., «Lituraterre», Autres écrits, Paris, Seuil, 2001, p. 18.

 

 

11 de setembre 2020

Poesía, amor y síntoma



 









Respuestas a la revista «Desencuentros»

 

1. ¿De qué le sirve la poesía al psicoanálisis?

 

La referencia del psicoanálisis a todas las artes es una constante desde sus orígenes. La obra de Freud esta repleta de referencias a la pintura, a la escultura, a la literatura y muy especialmente a la poesía. La poesía forma parte para el psicoanálisis de su saber referencial, para tomar la expresión que Lacan utilizaba para situar el conjunto de saberes que el psicoanalista debe conocer necesariamente para orientarse en su formación. Esta es una primera vertiente, obvia y manifiesta, del servicio que la poesía ha prestado y seguirá prestando al psicoanálisis. Acabo de escribir, por ejemplo, un breve texto a partir de un debate organizado por la red Zadig en España en el que ha participado un poeta amigo del Campo Freudiano, Luis García Montero, y he tomado como guía una expresión suya que define muy bien un rasgo de la subjetividad de nuestro tiempo: «Vivir donde no somos». En efecto, en estos tiempos de pandemia, más que nunca nos encontramos viviendo ahí donde no somos, ahí donde nuestro ser se escapa, ausentes de nosotros mismos. Muchas veces es el poeta quien nos libra, yendo siempre un paso delante de nosotros, una expresión, una figura, un significante que interpreta aquello que los conceptos no llegan a decir.

Hay, sin embargo, otro servicio más importante todavía que la poesía puede ofrecer al psicoanálisis si tenemos en cuenta su sentido originario de «poiesis», de creación, de producción de una obra con la materia prima que es la propia lengua. En este punto no se trata ya de la utilidad de un saber referencial sino de la relación con el goce, con la satisfacción pulsional que es, por sí misma, inútil. El goce no es útil, tal como señalaba Lacan, o tiene sólo la utilidad de lo inútil, como dice el título del libro de Nuccio Ordine. No estamos ya aquí en el registro del saber referencial de la poesía sino en el registro del saber textual. El saber textual es el saber del inconsciente, no tiene un referente unívoco, es el saber de los sueños, de las diversas formaciones del inconsciente que está estructuradas como un lenguaje y que toman como soporte el material de la lengua. Es aquí donde la poesía, y no tanto el poeta como individuo, nos enseña un uso singular del lenguaje que está presente de una manera u otra en las formaciones del inconsciente de cada sujeto. Dicho de otra manera, el sujeto del inconsciente no es un poeta, pero las formaciones del inconsciente están construidas al modo del poema, con sus propias metáforas y metonimias que elaboran la relación singular que el sujeto mantiene con la pulsión, con sus formas de gozar en la vida. Y aquí la experiencia del psicoanálisis puede muy bien igualarse, tal como indicaba Jacques-Alain Miller en uno de sus cursos, a «Un esfuerzo de poesía», a un esfuerzo de creación. Si se me permite seguir con la paradoja anterior de la utilidad de lo inútil, la «poiesis» del inconsciente se sirve de aquello que no sirve directamente para nada en el registro de la producción de los bienes de consumo. Pero el síntoma, en su sentido más eminentemente analítico, está hecho también de este goce inútil, es una formación de goce, de la utilidad de lo inútil. El psicoanálisis es la experiencia que puede permitir a cada sujeto servirse de su síntoma para no sufrirlo en una servidumbre voluntaria. 

 

 

2. ¿Es posible pensar el amor como una categoría política?

 

Me parece una buena perspectiva para seguir la orientación de aquella «extensión del psicoanálisis en el campo de la política», tal como Jacques-Alain Miller la definió hace unos años, en 2017, con la apuesta de la red Zadig, una red de conversaciones políticas que debe animar la Asociación Mundial de Psicoanálisis. Si el psicoanálisis puede promover «una política del síntoma» —esta fue también la apuesta de Lacan— es porque es una política fundada en la transferencia que es, en primer lugar, una experiencia de amor al saber del inconsciente. Generalmente las políticas al uso rechazan la dimensión del síntoma como algo que hay que borrar del mapa de este hermoso país que llamamos «estado de bienestar». La política del «estado de bienestar», en su sentido más habitual, suele considerar la dimensión del síntoma como un problema que hay que curar de inmediato, que hay que resolver de con la administración de un sentido que borre su inutilidad. No hay política actualmente que no prometa un goce, y es siempre un goce que se supone sin pérdida. Lo que suele producir en el mejor de los casos simplemente un desplazamiento del síntoma. O, peor aún, su explosión. De hecho, estamos viviendo estos días una verdadera explosión pandémica de las políticas que nos prometían gozar siempre un poco más y que se encuentran ahora con un real que ha puesto un palito en la rueda del imperativo de goce de nuestra civilización. Es un palito —tan pequeño e invisible como un virus— que ha puesto en jaque a todas las políticas neoliberales que entienden el goce como algo que podría obtenerse siempre sin pérdida alguna, un modo de gozar que podría reciclar todos los restos que produce. Pues bien, sentimos ahora que podemos ahogarnos en los restos de goce de una civilización que Lacan equiparó, sin cortarse un pelo, a la cloaca. La civilización de la promesa de un goce sin perdida termina en una cloaca.

Frente a este «estado del malestar» en el goce, que ya Freud interpretó con su «malestar en la cultura», el psicoanálisis entiende la dimensión del síntoma no como un problema que hay que borrar de inmediato siguiendo un furor higienista sino como un intento de solución. El síntoma contiene en sí mismo la clave de su trartamiento, no es una inadaptación a la realidad que hay que corregir sino aquello que el sujeto construye para responder a lo real, un real al que será siempre imposible adaptarse. En lugar del rechazo del síntoma como odioso, ¿podemos decir entonces que el psicoanálisis promueve un amor al síntoma? Sería un amor por el trabajo de desciframiento del síntoma entendido como una formación del inconsciente, para darle un uso que no ahogue al sujeto, sino que le permita respirar un poco mejor. Para ello deberíamos pasar de una política del «estado del bienestar», que será siempre un «estado del malestar», a un estado del bien-decir. 

Pero el bien-decir del inconsciente, como decía el propio Lacan, no nos dirá nunca dónde está el Bien. 

 

 


05 de juliol 2017

Singularidad tecnológica y singularidad psicoanalítica














El término singularidad se está empleando últimamente en distintos campos para intentar atrapar aquello que sería lo más genuino del ser humano*. Ya sea en el campo de la política de las identidades sociales y culturares, ya sea en el campo de la ciencia y de los efectos que la técnica tiene en nuestro mundo, el término parece haber hecho fortuna para designar lo más real, lo más difícil de aislar y de tratar del ser hablante, aquello que por otra parte escapa tanto a la norma estadística como a toda pretensión de normalización.
El término no designa, sin embargo, lo mismo para cada uno de estos campos. Designa, incluso, características y operaciones totalmente contrarias, desde lo más predecible y calculable hasta lo más impredecible e imposible de calcular por el imperio de la cifra. Hay algo absolutamente paradójico en el uso actual del término singularidad, un uso que se nos aparece como un síntoma de la época. La singularidad no es un concepto psicoanalítico pero la experiencia analítica es sin duda la que mejor puede iluminar las razones de la paradoja que lleva este nombre. Digamos incluso que el psicoanálisis es la experiencia de la mayor singularidad que podemos obtener en el ser hablante, aquella que nombramos a veces como su singularidad o su identidad sinthomática, retomando el neologismo acuñado por Lacan con el término sinthome.
Opondré esta singularidad aislada por la experiencia analítica a la que hoy se conoce como singularidad tecnológica, uno de los engendros que está dando lugar a los debates más apasionados en el campo de las tecno-ciencias y que le debe toda su fuerza al uso de la cifra y de los algoritmos que finalmente creen normalizar al ser hablante.
La llamada singularidad tecnológica designa un hecho que parece surgido de la ciencia ficción pero que se está mostrando ya como el efecto más real de la ciencia en sus aplicaciones técnicas. Se define como el momento hipotético en el que una proceso informático, un algoritmo como soporte de la inteligencia llamada artificial, podrá autorreplicarse y automejorarse recursivamente de tal modo que quedará fuera de cualquier conceptualización y de cualquier control efectivo por el ser humano. Este momento coincidiría a la vez con la fusión irreversible entre la tecnología y la biología del cuerpo humano, de modo que se produciría un salto cualitativo impredecible que dominará todas las esferas de la vida. Los especialistas hacen sus cálculos y sus apuestas para predecir este momento, entre el año 2030 y el 2045 según los más optimistas. Lejos de cualquier catastrofismo tecnológico pero también de cualquier idealización del hoy llamado mejoramiento humano —ideología que encabeza las mejores promesas de futuro con este término no exento de ironía—, los expertos disparan las alarmas.[1]
Para ir directo al nudo más real y sintomático de este debate, señalaré solo una referencia que me parece especialmente significativa. Se trata de Raymond Kurzweil, quien retomó el término singularidad tecnológica en la pasada década con el título de su best-seller titulado La singularidad tecnológica está cerca. Raymond Kurzweil es el polémico director ingeniero de Google. Hoy gestiona la maquinaria que recoge y procesa los datos de sus mil millones de usuarios para organizar la base de datos que deberá decidir tanto los tratamientos médicos a partir del genoma de cada uno como hace ya con sus preferencias a la hora de comprar un choche o una lavadora.  
Un deseo anida en esta empresa que no por más aparentemente delirante deja menos de ofrecernos su grano de verdad. En una entrevista para la revista Rolling Stone, Raymond Kurzweil manifestaba su deseo de construir una copia genética de su difunto padre a partir del ADN encontrado en su tumba. La construcción de un clon del padre serviría al hijo para recuperar su memoria y su singularidad que sería así repetible al infinito, en una pluralidad de clones. El resultado, entre siniestro y paradójico, sería precisamente la anulación de toda singularidad en su repetición al infinito. De hecho, si hay algo que parezca delirante en la empresa de Raymond Kurzweil no es algo distinto del clásico fantasma freudiano de salvar al padre, de restaurar la figura del Otro del goce completo y consistente a la vez. Y es cierto que Google es hoy un nombre de ese Otro que parecería ofrecernos el saber completo sobre el goce de todas las cosas.
En realidad, más allá del fantasma del padre que vuelve como alma en pena para reclamar que se salde la deuda, el problema se reduce hoy al de la suposición o no de un saber en el lugar del Otro. La llamada singularidad tecnológica sucederá simplemente en el momento que creamos que sucede. Sucede también en el momento que creemos, por ejemplo, que un algoritmo ha superado ya el Test de Turing, tomando como un ser hablante a la máquina animada por ese algoritmo. Alguien más ha añadido ya el chiste: el problema vendrá cuando una máquina, convertida en el Otro del saber, convenza a un ser hablante de que él es también una máquina. Y es cierto que, si escuchamos ciertas orientaciones del cognitivismo y de las neurociencia actuales, todo indica que ya estamos ahí. Por nuestra parte, invertiremos el problema que el caso Kurzweil parece presentarnos como el sueño de la razón: es inventando un padre como síntoma, —como sinthome, para decirlo con el neologismo lacaniano— como el sujeto encuentra en realidad su propia singularidad, tan tecnológica como cualquier otra. Y ello por la razón que el primer algoritmo que funda la técnica es la cadena significante del lenguaje, la que atraviesa al cuerpo para hacerlo hablante. Singularidad sinthomática diremos para nombrar el momento en que alguien llega a aislar por medio de un análisis sus condiciones de goce más singulares.
Hay pues un algoritmo que es la única mutación que importa en el ser hablante. Es el que resume la cadena significante del lenguaje desde Lacan, el que vincula con una flecha el Significante amo, S1, que gobierna desde siempre cada discurso, y el Significante del saber, S2. Es este algoritmo el que ordena, lo sepa o no, los sueños y pesadillas de la tecno-ciencia contemporánea.
Entonces, tal vez la verdadera singularidad ya esté aquí, ni más cerca ni más lejos. Sólo que no lo sabe todavía. El psicoanálisis está aquí para hacerlo saber.





* Intervención en el Encuentro PIPOL 8, Bruselas 2 de Julio de 2017.
[1] Cito a los autores que han reunido en un volumen más de doscientos textos de diversos especialistas: “Resulta absolutamente necesario que los expertos y los grupos de poder se presten a un debate transparente con el resto de la sociedad, ya que esta debería conocer más y mejor los proyectos de mejoramiento humano y la agenda de singularidad tecnológica que se están desarrollando ante la ignorancia o, en el mejor de los casos, la mirada atónita y condescendiente de los ciudadanos del mundo globalizado.” Albert Cortina, Miquel-Àngel Serra, ¿Humanos o posthumanos? Singularidad tecnológica y mejoramiento humano. Fragmenta Editorial, Barcelona 2015, p. 12.

13 de febrer 2017

El Otro digital y sus síntomas

























Preguntas realizadas por Gisela Smania, responsable del Área de enseñanzas del Centro de Investigación y Estudios Clínicos (Córdoba, Argentina) hacia el XII Seminario Internacional del “Jóvenes: inhibiciones, síntomas y angustia".



-Hoy advertimos que los jóvenes están compelidos a inventarse a sí mismos. ¿De qué forma constata usted en su práctica este esfuerzo de invención?

“Inventarse a sí mismo” es ya una expresión en la que conviene detenerse. Si hay que inventarse a sí mismo es porque no hay un “sí mismo” dado de entrada, no hay nunca un sujeto idéntico a sí mismo. La idea de un “self”, que un día sedujo a los psicoanalistas y que hoy sostiene tanto la ideología de la autoayuda como de buena parte del cognitivismo, es un sueño de la razón. Y los sueños de la razón, como se sabe desde Goya, suelen engendrar monstruos. El sujeto del lenguaje y del goce es de entrada un sujeto dividido ante el significante y ante la pulsión. En este sentido, el sujeto debe reinventarse cada vez que se encuentra ante esta división estructural.
Ahora bien, es cierto que hay momentos cruciales en la vida en los que esta división se pone más al descubierto y exige el recurso a un significante con el que identificarse. Y si no está ahí, hay que inventarlo. La pubertad es sin duda uno de estos momentos ya que es entonces cuando el sujeto debe poner patas para arriba algunas identificaciones anteriores para construir otras nuevas que hagan posible una respuesta más o menos factible a la cuestión del goce, del goce sexual en primer lugar. Constatamos hoy que los viejos significantes edípicos fundados en el Nombre del Padre no bastan para ello. Estamos, en efecto, en la era post-edípica donde la familia clásica deja de funcionar como un invento que asegure al sujeto ese pasaje de una manera standard. Encontramos entonces una profusión de ritos de iniciación, por decirlo así, una multiplicación de andamios que provean al sujeto un modo de responder a la cuestión del goce y de la muerte. Y ahí sí podemos hablar hoy de invención porque en el momento actual, hecho de realidades virtuales y de identidades líquidas, no siempre está a disposición del sujeto un puente que asegure ese pasaje. Tanto es así que el pasaje llamado adolescencia puede hoy alargarse hasta muy tarde en la vida.
Para explicar lo que constato en la experiencia analítica en las dificultades para hacer este pasaje, diré que cada sujeto intenta inventar hoy su avatar. “Avatar” es un palabra que dice muy bien de qué se trata hoy para el sujeto dividido cuando se confronta a su falta de ser. Avatar es la imagen gráfica con la que cada uno se identifica hoy en el espacio virtual de Internet, es el tótem con el que se hace representar en la tribu. Pero también encontramos el término avatar cuando a veces hablamos, siguiendo a Freud, de los “avatares de la pulsión”. Tal vez sea mejor término para la pulsión que el de “destino”, que da a suponer que ya hay un objeto destinado a la pulsión que no tiene, por definición, un objeto predeterminado. Por el contrario, la pulsión debe construir su objeto a través de la serie de sus avatares, siempre singulares para cada sujeto.
Es lo que hoy encontramos en la profusión y la multiplicación de avatares que cada sujeto inventa para dar respuesta a la pulsión y a la falta de identidad consigo mismo. Pero suelen ser tan pasajeros y poco estables como la propia realidad virtual en la que tienen lugar.


-La experiencia subjetiva de los jóvenes parece estar signada por nuevas formas de desinhibición, por la omnipresencia de la angustia y el mutis del síntoma. ¿Cómo suena eso en su práctica?

Parece la consecuencia lógica de lo que acabamos de decir. Si las identidades son cada vez más líquidas para soldar la división subjetiva, si los significantes amo que el sujeto encuentra a disposición abren todavía más esta división, entonces la angustia está al orden del día, y el síntoma no encuentra fácilmente un agarradero para dirigirse al Otro, al Otro del saber y de la transferencia. La angustia es hoy la “epidemia silenciosa”, como se la suele llamar, la señal que se propaga y que indica en el sujeto la proximidad del objeto de la pulsión imposible de identificar. La angustia aparece precisamente cuando cae el avatar con el que el sujeto se intentaba representar en el lugar del Otro. De nuevo el espacio virtual es hoy el mejor lugar donde poner en juego esta fractura de las identidades ante el objeto imposible de representar. Es el espacio donde el anonimato del sujeto se puede encontrar con un objeto igualmente anónimo, imposible de localizar en el Otro del significante. Es el espacio donde el Otro deja de existir como tal para pasar a ser una máquina de lenguaje digital. Alguien lo ha llamado precisamente el espacio de “la digitalización del Otro”. Ver, por ejemplo, el libro titulado así de Carlos Miguel Ruiz Caballero, un estudioso de las redes y de los retos que plantea el ciberespacio a las democracias actuales.
Con respecto a la inhibición, las respuestas que encontramos en el eje de las funciones del Yo pueden ser aquí absolutamente variadas y hasta contrarias: van desde la respuesta más desinhibida, desde el exhibicionismo de lo más privado en lo público, desde el goce voyerista a cielo abierto, hasta la posición más autista y vuelta sobre sí misma, sin vínculo alguno con el Otro. Lo curioso es que todas parecen compatibles con las nuevas condiciones del espacio virtual, sin que haya colisiones o conflictos lo suficientemente importantes como para poner en crisis la subsistencia de ese mismo espacio. Antes bien, el espacio virtual parece nutrirse de esta variedad sin que el síntoma haga su aparición de manera manifiesta en el sujeto. El síntoma aparece sin embargo cuando se trata de responder a un real que no puede ser reciclado en el espacio digitalizado, cuando ya no se trata del anonimato del sujeto y del objeto sino que hay que responder en nombre propio a la presencia del Otro y de sus formas de goce.
Pude tratar así a un joven que no mantenía otros vínculos que los que su ordenador le proveía y que no manifestaba ningún síntoma aparente. Su familia lo trajo por esta razón, aunque para él no representaba un problema en especial. Fuera del espacio virtual parecía igualmente un perfecto autista. Sólo a partir del encuentro conmigo empezó a dar consistencia a un síntoma que, por otra parte, lo agarró a la vida de otro modo, lo agarró al Otro del significante y del goce. Él lo situó a partir de un interés notable por las lenguas, especialmente por las más extrañas y alejadas de su entorno. Si hasta ese momento solía tratar con sujetos anónimos en la red, se despertó entonces el interés por encontrar hablantes de esas lenguas en vivo y en directo, por decirlo así. Se abrió el lugar del Otro a partir de la extrañeza de la lengua, una extrañeza que hizo para él signo de un goce distinto. Lo que le llevó a una serie de avatares, valga ahora la palabra, y de encuentros nada evidentes. Digamos que pudo construir así un síntoma que lo agarró de otro modo al Otro del lenguaje y del goce. Para él, a diferencia de lo que pensaba su familia, las cosas no iban en realidad ni mejor ni peor que antes. Simplemente, ahora era distinto porque quería encontrarse con hablantes de esa lengua del Otro. Para nosotros no se trata tampoco, en efecto, de una finalidad terapéutica, sino de seguir las consecuencias del deseo del sujeto que se escondía detrás de la serie de sus avatares.

18 de juliol 2014

Lo femenino, no sólo asunto de mujeres

















Respuestas a Eva-Lilith, Boletín de las VIII Jornadas de la Nueva Escuela Lacaniana sobre "Lo femenino, no sólo asunto de mujeres", Lima 24-26 de Octubre de 2014.


1. ¿Cómo participa lo femenino, esa otra satisfacción, en la división del sujeto entre fantasma y síntoma?

Digamos de entrada que la división del sujeto es interna e inherente al propio fantasma, en su disyunción y conjunción con el objeto que causa esta división: ($<>a), escrito según la fórmula lacaniana. Y añadamos que el síntoma recubre más bien esta división hasta que llegue a obtener un valor de verdad para el sujeto, una significación que sólo puede descifrarse bajo transferencia, es decir, en la medida que el sujeto atribuye a su síntoma un saber supuesto. Sin la operación de la transferencia resulta imposible encontrar la llave para introducir al sujeto a esta división que anida en el fantasma y que está encubierta por el síntoma. Es la llave de entrada a un psicoanálisis, la llave de una puerta paradójica a la que, como indicaba Lacan en su texto “Posición del inconsciente”, sólo puede llamarse “desde el interior”, es decir desde una posición de necesaria “extimidad”. Llamar con lo exterior del síntoma desde el interior silencioso del fantasma es una manera de nombrar la operación analítica por excelencia: confrontar al sujeto a su propia división.
Reformulemos esta paradoja siguiendo la lógica que el propio Lacan encontró muy pronto en la posición de la mujer: ser Otra para sí misma como lo es para el hombre. Sólo haciéndose Otro para sí mismo puede el sujeto abordar su división, sólo “participando” —para retomar el término de la pregunta— de una posición femenina puede llegar a saber algo de ella (de la división y de la posición femenina). Lo femenino “participa” pues en la división del sujeto como la extimidad que anida en su fantasma, ya se trate de un hombre o de una mujer, con una forma de satisfacción que no se sabe a sí misma y que escribimos en la fórmula con la letra a minúscula del objeto.
Pero conviene entonces llevar el término “participar” hasta su raíz etimológica: tomar una parte, partir más que reunirse con ella. Lo femenino es así la partición del sujeto, en un goce del que sólo participa ausentándose, partido de sí mismo por decirlo así. De ahí el rasgo de extravío que encontramos en lo femenino para cada sujeto.


2. Si el fantasma es una máquina para transformar el goce en placer por la vía fálica, ¿qué podemos decir de la participación del goce femenino en la formalización del síntoma al final del análisis?

La pregunta incluye una paradoja más: si hay que formalizarlo, en el sentido lógico del término, es precisamente porque se puede decir muy poco de ese goce, incluso nada la mayor parte de las veces. Que lo encontremos como inefable no quiere decir sin embargo que no dé qué hablar, especialmente al final del análisis, a juzgar por lo mejor de los testimonios que venimos recogiendo desde hace ya algunas décadas en nuestras Escuelas.
En todo caso, para saber algo del final siempre es mejor empezar por el principio, por la “partición” que hemos encontrado en la primera pregunta: ¿Cómo ha quedado cada sujeto partido por el goce, por la satisfacción de la pulsión para retomar el término freudiano? ¿Cómo ha quedado partido en su síntoma para querer saber y decir algo de él? ¿Cómo parte cada sujeto de sí mismo, dividido y sin saberlo, para querer partir al viaje singular que llamamos psicoanálisis?
Según cómo parta de sí mismo podrá decirnos al final algo de la participación del goce femenino en él.


3. Lo femenino hace alusión al no todo significante de la satisfacción, pero, podemos precisar mejor, ¿cómo lo femenino, aquello que de la satisfacción está a la deriva, se relaciona con el “UN” significante cualquiera?

Para se estrictos, no se “relaciona” de ninguna manera. Lo femenino, si seguimos la propia definición que la pregunta introduce por el lado “no todo significante”, es precisamente aquello que viene al lugar de la no relación, y de la no relación entre los sexos en primer lugar.
Por otra parte, si entendemos por “un significante cualquiera” lo que Lacan sitúa como tal (Sq) en su fórmula de la transferencia —en la “Proposición del 9 de Octubre de 1967…”—, se trata siempre de un significante con el que uno se encuentra de la manera más contingente, más azarosa, para vincularse al significante de la transferencia (St) según una ley del significante que siempre se revela a posteriori, una vez ese encuentro ya ha tenido lugar. Lo contingente aparecerá entonces como necesario.
Lo mismo que ocurre en la experiencia de la transferencia ocurre en la experiencia del sujeto con el Otro sexo, en la deriva de la satisfacción pulsional. (Dicho entre paréntesis, aquí el término “deriva” es especialmente conveniente para nombrar el “drive” inglés, o el “Drang” de la pulsión freudiana). Que los significantes se relacionen entre ellos no quiere decir sin embargo que el sujeto, masculino o femenino, encuentre con ellos la relación que no existe. Más bien al revés, es porque no hay relación en el campo del goce —“relación sexual” en primer lugar y según el aforismo lacaniano— que los significantes sacados de la historia de cada uno vienen a cifrar la contingencia de sus encuentros, desencuentros más bien.
Dicho de otra manera, cuando se trata del goce femenino, no hay en realidad destino de la pulsión, —como tampoco destino de la transferencia—, sólo encuentro contingente con un real sin ley.


4. ¿Podría generalizarse la fórmula de “el empuje a La mujer” como una feminización no solo presente en el paranoico sino presente en toda estructura subjetiva y también en la estructura social?

No toda feminización es “empuje a La mujer”, en el sentido que esta expresión tiene para nosotros en la lectura de Lacan y que tiene su punto de partida en “La mujer” que falta a todos los hombres, referencia primera que encontramos en la “Cuestión preliminar…” a propósito de Schreber: “a falta de poder ser el falo que falta a la madre, le queda la solución de ser la mujer que falta a los hombres”.  La feminización transexual, por ejemplo, parte de la certeza de esta solución como única, sin referencia alguna al falo simbólico. Es una identificación con La mujer que opera un salto en lo real de la asíntota con la que Lacan ilustró esta solución. El sujeto transexual no cree en La mujer, es La mujer, pura y simplemente.
Hay, por otro lado, feminizaciones diferentes que son rodeos más o menos alejados de la identificación con “La mujer” que no existe como un universal. Son feminizaciones que creen en La mujer manteniendo el vínculo con el falo que falta a la madre o, dicho con un término posterior en la enseñanza de Lacan, con el semblante que viene al lugar de la falta de relación sexual que pueda escribirse en lo real. El hecho que este semblante tome cada vez más el rasgo de lo femenino implica, en efecto, una feminización generalizada en la medida que se desliga de la función paterna. Llamémoslo también “empuje a La mujer”, pero la asíntota en cuestión mantiene aquí su distancia con lo real en su infinitud, una infinitud que se aproxima continuamente a cero pero sin llegar al cero que indexa al falo cuando se produce su elisión irreversible, Φ0.
Entre el Uno del falo simbólico y el Cero de su elisión en la estructura existe una infinitud de fenómenos de feminización que la clínica psicoanalítica actual puede explorar muy bien en la serie de anudamientos diversos a estudiar: desde la feminización progresiva que constatamos en las profesiones del campo de la salud y de la política hasta las figuras más paradójicas de lo femenino —Conchita Wurst mediante—, son otras figuras de lo femenino que no cesará de ofrecer nuevos semblantes al sujeto contemporáneo.