09 d’octubre 2020

Política del síntoma y extravío del goce
















(Notas para las Jornadas de la Escola Brasileira de Psicoanalise: Sobversoes)


 

En el extravío de nuestro goce, sólo existe el Otro para situarlo, pero es en tanto nosotros estamos separados de él. De ahí los fantasmas, inéditos cuando no nos mezclábamos.

Dejar a este Otro a su forma de goce, esto sólo sería posible sin imponerle el nuestro, sin tenerlo por un subdesarrollado.

Cuando se añade la precariedad de nuestra forma, que a partir de entonces sólo se sitúa con el plus-de-gozar, que incluso no se enuncia de otra manera, ¿cómo esperar que prosiga el humanitarismo hecho de imposición con el que se revestían nuestras exacciones?

Dios, si vuelve a tomar fuerza con ello, acabaría por ex-sistir, esto no presagia nada mejor que un retorno de su pasado funesto.

 

Jacques Lacan: "Television", Autres Écrits, Editions du Seuil, Paris 2001, p. 534.

 

 

 

Una política del síntoma se orienta también por esta respuesta que Jacques Lacan dio a Jacques-Alain Miller, en un documento que sigue teniendo la mayor actualidad. La pregunta era sobre la indicación que había hecho Lacan en los años 60, tan proclives a los ideales del humanismo, sobre el ascenso imparable que había que esperar del racismo y de las diversas formas de segregación social.

Nos extraviamos en nuestro goce, en la adicción con la que se alimenta cada día. ¿Hay que insistir aún? Cualquiera puede denunciarlo sin reparar en el combustible que aporta al mismo tiempo para alimentar esta maquinaria infernal. La pulsión de muerte, decía Freud, realimentada por el imperativo del superyó: "¡Goza, goza siempre un poco más!" Pasado el límite, no hay más bordes cuando se trata de gozar. Sería un asunto que sólo le importa a cada uno si no fuera que este imperativo es correlativo al rechazo que se alimenta al mismo tiempo de lo que percibimos como el goce del Otro. Pero es precisamente este Otro lo único que podemos tener como referencia, como brújula, para distinguir y situar nuestra forma de gozar, incluso para limitarla, para tener en cuenta la pérdida necesaria que implica, para no ser sólo un ser-para-la-muerte, ofrecido a la pulsión de muerte.

De este Otro del goce estamos necesariamente separados, es un Otro radical, tan radicalmente Otro que nos llega a parecer inhumano. Pero, de hecho, es tan inhumano como nuestra propia forma de gozar. Y al Otro, cuando lo hacemos existir como Otro, ¿le llegará también a parecer inhumana nuestra forma de gozar? Todo ello cristaliza en fantasmas más o menos perversos, más o menos adecuados al placer de cada uno, fantasmas con los que tratamos de interpretar el modo de gozar del Otro cuando nos parece inhumano. Son fantasmas inéditos, que nos parecen absolutamente originales y nunca vistos, hasta que nos mezclamos en lo que ahora llamamos, por un fantasma precisamente, "multiculturalidad". Lo que quiere decir: las formas de gozar del otro me parecen extrañas, pero sólo son extrañas para mi fantasma, según la forma con la que interpreto mi propia forma de gozar.

De este goce y de este Otro, lo mejor es decir que no quiero saber nada, mejor decírmelo que pensar ingenuamente que yo sé más que él, de este goce del que no quiero saber nada. Entonces, ¿qué debo hacer con este Otro, tan extraño y tan familiar a la vez, una vez reconozco aquello que yo no quería saber de mi, de mi goce? "Dejar a este Otro a su forma de goce..." sería una salida posible, dejarlo librado a su propia forma de gozar y que él me deje con la mía, cada uno en su tonel, como un par de Diógenes, cada uno en su cinismo, sin ver cada uno el agujero por donde fluye su des-ser, y el del Otro. 

De hecho, era la observación de Claude Levi Strauss que alarmó a la UNESCO con dos intervenciones que marcaron un hito: la separación entre culturas era una brújula mejor que los ideales vaporosos de la multiculturalidad mezclada, ideales que parecen finalmente destinados a segregar aún más al goce del Otro. Es conocido el torbellino de reacciones que causó. Su segunda intervención, "Raza y cultura", fue escuchada en 1971 con un especial malestar por algunos defensores del universalismo y de la integración entre culturas. El ideal de tolerancia recíproca cuando se trata de las formas de gozar, el ideal de una reciprocidad entre el goce de cada ser hablante y el goce del Otro, se muestra imposible de sostener. Es lo que Lacan pudo elaborar sobre el goce como un registro radicalmente distinto del deseo, que siempre es deseo del Otro. El goce, por el contrario, nunca es el goce del Otro. Cincuenta años después, en la época de la llamada globalización, la observación antropológica de Lévi-Strauss parece de lo más actual. Lévi-Strauss ya intuía en aquel momento las condiciones de la imposibilidad de una reciprocidad entre formas diversas de gozar, y lo hacía recurriendo a la noción lacaniana del “goce del Otro”, aunque no escribiera este Otro con mayúscula ni citara explícitamente a Lacan: "La tolerancia recíproca supone ya realizadas dos condiciones que nuestras sociedades contemporáneas están más que nunca lejos de conocer: por un lado, una igualdad relativa, por otro una distancia física suficiente, dado que es imposible fundirse con el goce del otro"[1]. Cuando se trata del goce del Otro, la igualdad es siempre relativa al fantasma de cada sujeto, según aquello que le parezca semejante de este Otro a la propia imagen que tenga de sí mismo y de su forma de gozar. Por otra parte, cuando este Otro se hace presente de un modo que resulta intrusivo, la distancia física parece el único recurso posible. “Distanciamiento social” lo llaman estos días de pandemia, confundiendo al sujeto del lenguaje y del goce con su cuerpo.

La dimensión del goce del Otro, la suposición de una diferencia radical de la forma de gozar de los otros, toma un relieve especial cuando se trata de la tolerancia recíproca entre colectivos que se piensan distintos. Y es ahí donde la observación de Lacan toma su dimensión política. El ideal de reciprocidad de las formas de gozar tiene un precio, un precio muy alto cuando pasamos de la "psicología individual" a la "psicología de grupo", para retomar lo términos de Freud en su “Psicología de las masas y análisis del Yo”. Llega el momento inevitable en el que el goce del Otro, el goce como alteridad, se hace imposible de reducir al semejante, a lo que el fantasma consideraba como homogéneo a la propia imagen y a la propia forma de gozar. Y ahí se hace presente lo que del Otro no es homogéneo al fantasma, se hace presente la dimensión del prójimo como imposible de reducir al semejante. Entonces, la irrupción del goce del Otro nos muestra que nuestro propio goce no estaba tan orientado como parecía, que nuestra forma de gozar va tan a la deriva como cualquier otra. Y es ahí donde la forma de gozar del otro puede ser considerada como una forma subdesarrollada, tal como indica el término de Lacan. El fenómeno del etnocentrismo, tan bien aislado por la antropología como un fenómeno general de todas las culturas, tiene aquí su raíz. Queremos imponerle al otro que consideramos un subdesarrollado entonces nuestra forma de gozar, a veces siguiendo un ideal humanitario. Pero es para mantener más secreta todavía la causa de las exacciones de nuestra forma de gozar.

El término "exacción" que utiliza Lacan tiene varias connotaciones. En nuestra lengua es un término jurídico que designa la acción de exigir el pago de impuestos o de tributos. Podemos hablar, por ejemplo, de una exacción ilegal como el delito que comete la autoridad o el funcionario público al exigir el pago de impuestos no autorizados debidamente, o de exigir derechos superiores a los que le son señalados en el ejercicio de sus atribuciones. En francés, "exacciones" incluye ya el sentido de exigir, generalmente por la fuerza, el pago de lo que en realidad no se debe o un pago que es más de lo debido. Por extensión, una "exacción" es un maltrato, un acto de violencia en todas sus formas posibles. Digamos entonces que sólo consideramos al otro como un subdesarrollado, afectado de una forma de gozar y de vivir inferior a la nuestra, para exigirle que pague él por nuestra forma de gozar. Y así tapar nuestras propias exacciones, las de nuestra forma de gozar.

Y aquí empieza el racismo, aquí empieza la lógica de la segregación de lo no semejante del Otro que puede llegar a querer su exterminación sistemática, tal como Europa conoció en los tiempos del fascismo. Y esto es algo que no se arregla con ninguna buena pedagogía, con ningún humanismo por muy bondadoso que se quiera. El fantasma del goce del Otro es el límite de las mejores intenciones pedagógicas y humanitarias. Al fracaso del principio del placer descubierto por Freud, hay que añadir ahora el fracaso del principio del goce, más espinoso aún.

Máquina infernal, en efecto. Se añade además, para engrasar su mecanismo, un hecho hoy incontestable: nuestra forma de gozar es, como señala Lacan, tan precaria que nadie puede dudar ya de que lleva por sí misma al desastre ecológico, a la quiebra económica y a un aumento progresivo de las desigualdades con los efectos de segregación que conlleva. La lógica del discurso capitalista se alimenta de este mecanismo, que Marx descubrió como la producción de la plusvalía, plusvalía que es de hecho un plus-de-gozar, siempre un poco más. De ello Marx atisbó la forma sintomática, por ejemplo, cuando habla del fetichismo de la mercancía. Lacan reconoce la importancia de este descubrimiento marxista y desarrolla sus consecuencias: a cada uno su goce, a cada uno su síntoma, su propia manera de extraviarse en el goce. De hecho, el plus-de-gozar es ya hoy la brújula, el objeto que ocupa el lugar del mando, el objeto que viene al lugar del significante Amo, una vez los distintos significantes Amo han ido cayendo uno tras otro de su lugar de autoridad. Y el significante «democracia» no será el último en caer de allí.

La Humanidad ha sido también un significante Amo para una política del goce que no podía reconocer en sí misma la maquinaria infernal del plus-de-gozar. El recurso al Humanismo, que atravesó Occidente desde el Renacimiento hasta la Segunda Guerra Mundial, quedó para Lacan inevitablemente reducido a un "humanitarismo", en una "humanitarería" si queremos trasladar a nuestra lengua el irónico neologismo que inventa aquí - humanitairerie. No deja de ser otra forma de justificación de una manera de gozar que no quiere saber nada de la segregación que engendra. Y puede ser hoy muy bien en nombre de este humanismo como se imponga una manera de gozar al otro. Aunque sea con la pretensión de salvarlo. Sí, pero ¿para salvarlo de qué y para qué? ¿Salvarlo para hacerlo tan siervo como nosotros mismos de la maquinaria de nuestro goce? Cuidado entonces con el humanitarismo. Puede ser sólo una forma de revestir con un buen ideal la exacción de mi propia forma de gozar, imponiéndola a los demás a los que pretendo salvar de la suya.

La historia de las religiones es el mejor ejemplo de este malentendido estructural entre formas de gozar, de las versiones diversas de lo que se considere en cada caso la mejor manera de gozar del Otro. Con todos sus paraísos prometidos. Con respecto al goce, podemos considerarnos todos y cada uno religiosos. Empezando por Diógenes que optó por el goce solitario en su tonel. O dicho al modo freudiano: la religión sólo es una forma colectiva de la neurosis individual. Y hay tantas como queramos para alimentar lo que Lacan denominó «los dioses oscuros», siempre dispuestos con su retorno a pedir el sacrificio del sujeto, de todo un colectivo si hace falta, al fantasma del goce del Otro.

El psicoanálisis descubrió que el síntoma —el síntoma que anida en el malestar de la civilización— es el palo puesto en la rueda de este mecanismo infernal que hoy vemos funcionar a escala colectiva. La singularidad del síntoma implica en sí misma una forma de gozar que no se reconoce como tal y que hay que descifrar para que el sujeto pueda tolerarlo y saber hacer algo con él más allá de sufrirlo. Y es por ello que Lacan pudo decir también que el psicoanálisis es una política del síntoma[2]. No del síntoma que hay que hacer desaparecer a cualquier precio sino del síntoma como portador de una verdad del sujeto de nuestro tiempo, de su plus-de-gozar.



[1] Claude Lévi-Strauss, Race et culture, precedido de Race et histoire. Paris, Albin Michel / Unesco, 2001, pp. 167 y 172 especialmente.

[2] “El síntoma instituye el orden del que resulta nuestra política”. Lacan J., «Lituraterre», Autres écrits, Paris, Seuil, 2001, p. 18.

 

 

1 comentari:

Vicent Llémena i Jambet ha dit...

Jo crec, senyor Bassols, que hem d'interpretar l'a-Marx, obviar que la propietat és un delicte, per a interpretar que cal "tindre", si es vol, dona, casa, país, cultura.
La psicoanàlisi no pot ser filosòfica, no pot anar a conquerir l'època post-pare, l'autoritat, la propietat i com a límit el respecte i la llibertat és o deu ser bàsica.
I la figura del Pare porta tot això, fins i tot és la base de la pròpia psicoanàlisi i el poder expressar-se sobre el gaudi de l'Altre, de l'altre i de la seua impossible dissolució o solució.