28 d’agost 2023

La práctica virtual

Notas para una crítica del «psicoanálisis virtual»

 

La propia expresión «práctica virtual» nos plantea ya sus límites con respecto a la experiencia analítica, que es, como solemos decir, una «experiencia de lo real». El uso de Internet, como lo era ya el uso del teléfono, puede ser una práctica, una aplicación del psicoanálisis, una reducción suya, pero nada indica que pueda igualarse algún día a la experiencia de lo que Lacan llamó, en su Acto de Fundación de 1964, «psicoanálisis puro». Todo dependerá de cómo el espacio virtual contribuya a lo que el propio Lacan encontró, unos años después, como un real «desbocado» por la ciencia. Es un real del que, sin embargo, depende el analista, y no al revés.

La aparente facilidad del medio virtual, su disponibilidad inmediata y su deslocalización, hacen que sea apropiado para el tratamiento de las urgencias subjetivas, para ahorrarse viajes, desplazamientos engorrosos, y muchas otras molestias. La imagen del cuerpo y la voz pueden desplazarse en este des-lugar casi de manera mágica. Pero el propio cuerpo no, todavía no. Y el cuerpo, en la experiencia analítica, necesita hacerse un lugar en presencia del cuerpo del Otro, al que el analista debe prestar el suyo, aunque sea para separarlo después, precisamente, de su imagen con el uso del diván. ¿Podrá sustituirse algún día este uso? Más allá de lo que parece, llevar el cuerpo a rastras al dispositivo analítico es una condición necesaria de la experiencia, todavía.

Entonces, ¿debemos servirnos de la «práctica virtual»? Sí, cuando haga falta, y a veces hace falta, pero sólo a condición de poder llegar a «prescindir de ella», según una indicación de Éric Laurent que señalaba así la lógica de la volatilidad de los semblantes en nuestro mundo. 

Esta volatilidad del espacio virtual toca sin duda las condiciones mismas de la interpretación y del acto analítico, aunque más no sea por el ligero «decalage» temporal que introduce el espacio virtual en la función de la palabra. Y también por la función del corte de la cadena significante, ya sea por la intervención del analista o en el final de la sesión analítica. En el espacio virtual los silencios suenan distintos, algunos incluso no suenan en absoluto. En presencia de los cuerpos, y no solo de su imagen, lo más importante aparece después del corte que marca la conclusión de la sesión, cuando esa presencia sigue ahí. En el espacio virtual, esta presencia depende de un artefacto técnico: clicar el botón «finalizar la reunión para todos» o «salir de la reunión» en Zoom no es equivalente a este momento de concluir.

Hay, pues, lo que se pierde en el llamado espacio virtual y telemático. Un analizante me decía que no podía explicarme su sueño por teléfono, necesitaba de la presencia del cuerpo del analista en el lugar específico de la consulta para poder explicarlo, incluso para poder explicárselo a sí mismo. Otro me decía que perdía su intimidad y se sentía inhibido para hablar desde la casa donde estaban sus padres, sus hermanos.

A la vez, en el espacio virtual hay también un plus del que generalmente no se habla, pero del que he escuchado el peso que tiene para algunos sujetos, y también para el propio analista. Es una cámara, una pantalla y un micrófono, elementos intermedios en los que se hace presente un tercero virtual, un tercero que puede llegar a convertirse también en una presencia real, demasiado real para algunos sujetos. Recuerdo que hace unos años se quiso imponer en Canadá una norma de prevención en los tratamientos psicoterapéuticos. Se trataba de la inclusión de una cámara con micrófono en los consultorios que registrara todo lo que sucedía en la sesión. ¿Admitiremos ahora sin rechistar esta presencia intrusiva de un tercero tan virtual como real? 

Por mi parte, tengo presente aquella indicación de Jacques-Alain Miller en el momento de entrar en el siglo XXI: «cuanto más la presencia virtual se banalizará, más preciosa será la presencia real».