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21 de juliol 2014

El imperio de las imágenes y el goce del cuerpo hablante

Fragmento de "El jardín de las delicias" de H. Bosch























El sonido del agua unifica las imágenes, la imagen del cuerpo y el cuerpo de la imagen coinciden en la unidad del espejo.
La imagen en el río y la imagen en el espejo, el espejo reemplazando al río, pero seguimos como fantasmas errantes tras la unidad de la imagen.

José Lezama Lima[1]


I

El tema del próximo ENAPOL* —séptimo de la serie— nos sumerge de lleno en el vasto océano del registro imaginario. El poder de penetración de las imágenes se muestra hoy creciente en una realidad que admitimos cada vez más como una realidad virtual, separada de lo real imposible de representar. Es una realidad virtual promovida sin duda por los antiguos y nuevos medios, desde la Televisión hasta Internet, a través de una fetichización de la imagen exterior del cuerpo que bien podemos decir que se ha alzado como un nuevo objeto en el cenit del universo social. Es una realidad virtual promovida también por la multiplicación de las imágenes del interior del cuerpo, cada vez más extendidas con las nuevas tecnologías de resonancia magnética y neuroimagen. La unidad de la imagen exterior del cuerpo se fragmenta así desde el interior cuando se dobla como un guante mostrando su reverso de cuerpo despedazado. La endoscopía del cuerpo que en otra época formaba parte sólo del delirio o del sueño es hoy una realidad al alcance de la mirada que se localiza en cada parte del organismo, borrando los límites entre su interior y su exterior.
El poder de la imagen como Gestalt unificadora revela así su reverso en un despedazamiento del cuerpo tan virtual como minucioso.

II

Los analistas escuchamos un amplio abanico de testimonios de esta reversibilidad de la imagen vinculada al despedazamiento y multiplicación de la unidad imaginaria del cuerpo. La primera imagen del feto observada con perplejidad por la mujer que lo porta en su interior, la angustia del adolescente que encuentra la imagen de su cuerpo difundida por las redes sociales después de una primera experiencia de sexo virtual, la compulsión sintomática de otro haciéndola circular por esas mismas redes, la joven anoréxica que debe volver cada día al mismo espejo del gimnasio para buscar en él la única medida posible de su compulsión a comer la nada del objeto oral que la carcome… La imagen revela así su múltiple poder de captación del goce del cuerpo, tanto en el sufrimiento del síntoma como en el placer del fantasma.
Los efectos del poder de la imagen se hacen sentir así en la clínica: causa de fascinación o de rechazo, de placer o de angustia, de erotización o de mortificación, imagen pública o de privada intimidad, difundida masivamente como un tótem o preservada en la singularidad única del fetiche, portadora de la tensión agresiva hasta su fraccionamiento o de la unidad perdida en la alienación del Yo a la imagen del otro especular. En cada caso, el imperio de las imágenes no puede reducirse en el ser que habla a los efectos miméticos o de camuflaje que encontramos en el reino animal y que funcionan en él de modo unívoco, sin la mediación del lenguaje y sus equívocos. 
La captura que la imagen produce en el orden de la Naturaleza fue muy bien estudiada por Roger Caillois para distinguirla del poder que despliega en el ser humano. Su libro Medusa y Cia es una referencia lacaniana del mayor interés para este tema. Allí podemos leer: “En el hombre la imaginación reemplaza al instinto, la ficción a la conducta, el terror proyectado por una oscura fantasía, al desencadenamiento automático, fatal, de un reflejo implacable”[2]
La imagen condensa así lo imaginario de la forma y la ficción de la verdad vehiculizada por el lenguaje en una sola entidad que Lacan nombró al principio de su enseñanza con un término de tradición freudiana: la imago, formadora tanto de las identificaciones como de los objetos de satisfacción para la pulsión que se deshace así de su referencia al instinto natural. Nada hay de natural en la relación del ser que habla con la imagen en la que se refleja la opacidad de su goce.

III

Para el ser que habla, el poder de la imagen tiene pues y en primer lugar efectos de goce sobre el cuerpo. Y ese poder no reside ya por entero en la propia imagen. La imagen vela siempre su poder en un enigma —(enigma en español es anagrama de imagen)—, un enigma que reside en Otro lugar, en lo simbólico del lenguaje. Si las imágenes tienen un poder efectivo es entonces en la medida que están anudadas a las significaciones que la cadena significante introduce en el cuerpo.
Se trata en cada caso de la relación de la imagen corporal —i(a)— con los significantes del Ideal del Yo —I(A)—, términos que Lacan distinguió muy pronto en su enseñanza para desbrozar la significación del narcisismo en la obra freudiana. Esta distinción puede ya encontrarse, aunque no formulada así, en su famoso texto sobre el “Estadio del espejo” con el que Lacan hiciera su entrada en el psicoanálisis. En efecto, el poder de la imagen reside en su “eficacia simbólica”[3], en su relación con los significantes que conforman en el cuerpo la unidad imaginaria que llamamos Yo. De allí deducimos una equivalencia que determina el poder de la imagen: “Lo imaginario —como señalaba Jacques-Alain Miller en la presentación del tema del próximo Xº Congreso de la AMP— es el cuerpo”[4]. Y el cuerpo, a diferencia del organismo, está capturado en las redes del lenguaje.
Tal como sugiere la cita del poeta que hemos dado en exergo, es el sonido de la lengua, de las resonancias semánticas que el significante introduce en el cuerpo, el que provee la unidad permanente de la imagen especular, unidad siempre virtual. Esta unidad, fundada desde la imagen exterior del cuerpo, es a partir de entonces cuerpo de la imagen, imagen corporizada a partir de la que será percibida cada imagen. “Si es verdad que la percepción eclipsa la estructura”, entonces toda imagen conduce al sujeto a “olvidar, en una imagen intuitiva, el análisis que la soporta”[5]. La intuición de la imagen eclipsa así la estructura simbólica que le da su unidad, su poder y su significación.
En el seno mismo de esta unidad —i(a)— se encuentra sin embargo el objeto (a) que descompleta cada uno de los efectos de la imagen. Descompleta su unidad en el punto ciego que la mirada introduce en el cuadro de la percepción, mirada desde entonces separada del cuerpo. Descompleta también su poder de sugestión al revelar la causa del deseo que lo sostiene debajo de las insignias del Ideal del Yo. Descompleta finalmente su significación al hacer aparecer el sinsentido de toda imagen (i) separada del objeto que recubre (a). La historia del arte es un buen campo de investigación de las distintas formas en las que el objeto se separa de su imagen, parcializando su unidad. La fascinación producida por el tríptico de El jardín de las delicias de Hyeronimus Bosch, evocada por Lacan en diversas ocasiones, representa una cúspide de ese sinsentido en la variedad de objetos separados de la unidad imaginaria del cuerpo.

IV

Si la ciencia empuja por su lado hacia la parcialización omnivoyeur del cuerpo, el arte, que desde la época clásica había modelado su imagen exterior con el goce de su sacralización, introdujo también desde el siglo pasado el reverso despedazado de la imagen del cuerpo con la abstracción de su unidad.
El estrecho vínculo de esta operación de reversibilidad con la experiencia de goce del cuerpo ha conocido un episodio reciente en el Musée d’Orsay, un episodio más paradigmático que escandaloso, con la performance de una joven artista exponiendo al visitante la intimidad de su sexo delante del famoso cuadro de Gustave Courbet, El origen del mundo. Según sus propias palabras, la obra bautizada Espejo del origen “no refleja el sexo sino el ojo del sexo, el agujero negro” para “mostrar lo que no se ve en el cuadro original”[6]. Mostrar lo que no se ve, mostrar la mirada misma como el objeto que sólo aparece como punto ciego de la representación, es hoy la operación que se revela en lo más íntimo, y en lo más exterior a la vez, del imperio de las imágenes. 

V

“Una imagen vale más que mil palabras”. Se suele decir la frase olvidando al decirla que hacen falta al menos esas siete palabras para evocar una significación que ninguna imagen podría mostrar por sí misma, si esta imagen pudiera alguna vez quedar desligada del lenguaje. Ni mil imágenes valdrían entonces para decir esa significación, como tampoco para decir cualquier otra. Hablando propiamente, una imagen no dice nada, oculta más bien lo indecible que sólo la palabra puede evocar o invocar.
El vasto océano del registro imaginario, con toda la consistencia que adquiere para el ser que habla en su realidad virtual, se muestra entonces únicamente delimitado por el horizonte, no menos virtual, que es el registro simbólico del lenguaje: “el horizonte deshabitado del ser”[7] gustó en llamarlo Lacan.
Una imagen aislada de ese horizonte, aislada de la red simbólica que la vincula con el propio cuerpo no tiene de hecho ningún poder de significación. Este poder de significación fue formalizado por Lacan en su primera enseñanza con el símbolo y la significación del falo, el significante del deseo del Otro, el significante también que anuda la significación en una cadena significante.
A partir de este punto, el poder de la imagen es siempre correlativo de la construcción de un espacio simbólico en el que irradia su poder de significación. El espacio del sujeto de la fobia —claustrofobia o agorafobia, espacio fijado en un objeto de evitación imposible o diseminado en su multiplicación al infinito— nos enseña muchas veces qué le debe este espacio a la señal enviada por el deseo del Otro para el sujeto. Por otra parte, el espacio inhabitable del niño autista nos enseña también la función y el poder de una imagen desligada por completo de la unidad de su cuerpo, unidad que no puede simbolizarse como ausente para el Otro.
El imperio de las imágenes se revela entonces como aquel otro “Imperio de los semblantes” que Lacan encontró en los años setenta en un Japón que anticipaba su extensión a escala global[8].
Nuestro VII Enapol será sin duda la mejor ocasión para estudiar tanto las leyes que lo rigen como el real sin ley en el que se funda.


* Texto para el Boletín del VII Encuentro America de Psicoanálisis de Orientación Lacaniana (ENAPOL) que se realiza en Brasil próximamente con el tema "El imperio de las imágenes".
[1] José Lezama Lima, “El reino de la imagen”, Biblioteca Ayacucho, Caracas 1981, p 535.
[2] Roger Caillois, “Medusa & Cia. Pintura, camuflaje, disfraz y fascinación en la naturaleza y el hombre”. Ed. Seix Barral, Barcelona 1962.
[3] Jacques Lacan, Écrits, Du Seuil, Paris 1966, p. 95. Lacan retoma aquí el término de Claude Lévi-Strauss.
[4] Jacques-Alain Miller, “El inconsciente y el cuerpo hablante”, publicado en la Web de la AMP: Wapol.org.
[5] Jacques-Alain Miller, retomando la referencia de Lacan, en la nota introductoria de la “Tabla comentada de las representaciones gráficas” de los Écrits, Du Seuil, Paris 1966, p. 903.
[6] Declaraciones de Deborah de Robertis al diario “Le Monde” el 29 de Mayo de 2014.
[7] Jacques Lacan, Écrtis, Du Seuil, Paris 1966, p. 641.
[8] Jacques Lacan, “Lituraterre”, Autres écrits, Du Seuil, Paris 2001, p. 19.

16 de gener 2014

Ese "milagro" llamado lenguaje












Entrevista de Manuel Ramírez a Miquel Bassols para Psicología Rosario/12:

1. Ese "milagro" llamado lenguaje
2. En el reino del dios Google
3. Nada podrá borrar al lenguaje 




1. Ese "milagro" llamado lenguaje

-¿Cuál es la diferencia del cuerpo para el Psicoanálisis y el cuerpo para la ciencia?

Partamos de la diferencia entre organismo y cuerpo. Para llegar a tener un cuerpo es necesario cierto recorrido, más bien complejo, que pasa por el vínculo con los otros, que supone la construcción de una imagen real de ese cuerpo para el ser que habla, una construcción que Lacan investigó ya con su famoso “estadio del espejo” como formador de la función del Yo. No nacemos con un cuerpo, nacemos con un organismo, y debemos pasar por ciertos circuitos de lenguaje, circuitos enteramente simbólicos distintos del orden puramente biológico, para llegar a hacernos con ese cuerpo. Y, en efecto, “nos hacemos” con el cuerpo del mismo modo que podemos afirmar que hablamos con el cuerpo.
Llegar a tener un cuerpo supone un vínculo con el lenguaje a partir del cual este cuerpo será experimentado de una u otra forma. De modo que, como afirmará Lacan, no somos un cuerpo sino que sólo llegamos a tenerlo gracias a ciertas operaciones simbólicas fundamentales que el psicoanálisis estudia en la clínica. Por ejemplo, podemos verificar que en ciertos sujetos diagnosticados de autismo este cuerpo no se construye de una manera evidente, que la relación con los agujeros y los límites del cuerpo siguen una lógica muy singular, diferente a la que mantienen otro sujetos. Basta ver la angustia del niño que rodea de manera repetida y frenética el borde de un agujero como si pudiera ser tragado por él, como si ese agujero estuviera en continuidad con los agujeros de su propio cuerpo sin poder distinguirlos de él. En este tipo de operaciones podemos verificar qué supone experimentar el cuerpo como un conjunto desordenado de agujeros, sin poder disponer de una imagen corporal unificada.
De modo que el cuerpo es una construcción simbólica e imaginaria a partir de un organismo que, en sí mismo, no dispone de ninguna función subjetiva. La ciencia trata generalmente con organismos, seres que califica de vivos aún sin tener nada claro todavía qué es la vida como tal, qué es lo que especifica a un ser como vivo. La pregunta fue ya planteada por Erwin Schrödinger en su famoso texto “¿Qué es la vida?” y está todavía por responder.
Pues bien, aún es más enigmática para la ciencia la pregunta “¿Qué es un ser que habla?”. Y sólo un ser que habla llega a tener propiamente un cuerpo. Es este ser que habla con un cuerpo el que trata el psicoanálisis.


-Es sabido que para la ciencia de nuestro tiempo los cuerpos dicen, hablan por sí mismos, significan cosas con un saber ya escrito en ellos, ya sea en un gen o en una neurona. ¿Qué del sujeto para la ciencia entonces?

Es cierto, la ciencia también se confronta a su manera con este “misterio del cuerpo que habla”, como lo llamaba Jacques Lacan. De hecho, tanto la Física como las Neurociencias de nuestro tiempo se dan de cabeza por distintos caminos con este real imposible de resolver. La Física divulgada por un Stephen Hawking termina por aceptar que en el fundamento del universo en el que vivimos se encuentra el “milagro”, literalmente, del lenguaje. ¿De dónde viene este aparato infernal del lenguaje que sirve tanto para hacer frente a lo real como para dejarse aniquilar por él? Las Neurociencias sueñan todavía con la idea de que topografiando el cerebro y mapeando todas su zonas y conexiones neuronales llegaremos a encontrar las huellas de este virus que es el lenguaje, un virus que modifica al cuerpo hasta límites insospechados. La moda es sólo un juego de niños al lado de lo que hoy nos promete la ciencia para modificar este cuerpo.
Sin embargo, la localización del lenguaje en el sistema nervioso —ya sea en el cerebro como en sus conexiones con el resto del organismo—, se resiste de manera especial. La búsqueda sigue, inútilmente porque se busca en el mal lugar con la excusa de que ahí hay más luz, como el personaje de aquel cuento que había perdido su llave y la buscaba debajo del farol con este argumento. Finalmente, lo mejor que se puede decir desde esta perspectiva —es, por ejemplo, lo que dijeron hace una década neurocientíficos como G. Edelman y G. Tononi—, es que el lenguaje viene del lugar del Otro, que no hay nada en la naturaleza y evolución del sistema nervioso que pueda asegurar su presencia, y que este lenguaje nos convierte a cada uno en una “muestra comparable a nada”, en seres absolutamente distintos unos de los otros. Es muy sugerente, es una idea que nos conduce a lo más genuino de la concepción que el psicoanálisis tiene del síntoma, incluso del síntoma al final de un análisis, una muestra singular que no es comparable a nada, a ningún otro síntoma.
Por otra parte, la ciencia encuentra un saber ya escrito en lo real, en lo real del gen o de la neurona por ejemplo, como si alguien lo hubiera escrito ya allí. El problema es que a veces en nombre de este saber que se supone ya escrito en lo real se deja de escuchar al sujeto responsable de sus actos, al sujeto del síntoma. Es lo que sucede, por ejemplo, cuando se hace de la genética la causa de fenómenos que tocan el sentido singular de la vida y de la elección del sujeto, como es su elección sexual.
Lacan sostenía que cuanto más la ciencia avanzaba, más lo real enmudecía y más se hacía escuchar correlativamente en los nuevos síntomas de nuestra época. Ahí está el retorno del sujeto excluido por la ciencia. El psicoanálisis es el que se hace destinatario del mensaje de este sujeto enmudecido que habla en el síntoma.
Con todo, es interesante rastrear en el interior de la propia ciencia las huellas de este sujeto excluido por su operación. De nuevo alguien como Erwin Schrödinger puede ser muy ilustrativo de este retorno del sujeto en el interior del propio campo de la ciencia. Él mismo pudo situar este huella del sujeto que está presente en cada paso, en cada operación, en cada demostración del método científico. Es también una huella presente en cada paso de la ciencia actual y es muy importante que sepamos leerla y hacerla escuchar.



2. En el reino del dios Google

-Desde la perspectiva de la llamada googlelización del mundo del saber,  como nos destaca Eric Laurent en su conferencia en el VI ENAPOL, como nuevo Presidente de la Asociación Mundial de Psicoanálisis, cuál cree que debería ser la política a seguir desde el psicoanálisis frente a ese futuro.

Google es la presencia en nuestro mundo de la figura del Otro absoluto del saber. ¡Qué es lo que no sabrá ya de cada uno de nosotros esa base de datos universal que crece cada día a un ritmo exponencial! El dios Google está hoy en posición de rivalizar con la ciencia misma en todos sus ámbitos y, tal como señalaba Eric Laurent, parece que va a ganarle la partida del mercado a Apple precisamente por la cantidad astronómica de información que maneja. Basta con apretar un botón y nuestra demanda de saber parece satisfecha de inmediato con una cascada de información. Hasta el médico se encuentra hoy al paciente que sabe ya por Google mejor que él lo que le sucede. Por supuesto, es pura quimera. En realidad la información y el saber son dos cosas muy distintas. Google se propone como un sujeto-supuesto-saber absoluto, para retomar el término que Lacan hizo famoso. Pero, en realidad, Google no sabe nada, procesa y selecciona información —lo que es sin duda útil para algunos fines— pero saber, no sabe nada de nada. El saber es de otro orden, no puede reducirse a la información, pero tampoco al conocimiento supuestamente objetivo. Ahí donde hay inconsciente —el saber que nos importa cuando se trata del ser que habla— hay un saber no sabido, un saber que no se sabe a sí mismo y que aparece siempre por sorpresa, nunca apretando mecánicamente un botón. Ahí donde hay inconsciente hay una falta y un goce que escapa a este saber.
Así, frente al dios Google que se propone como el saber que llegaría a contener todos los saberes del universo, frente a esta versión epistémica de El Aleph borgiano, el inconsciente introduce una falta irreductible, un saber que descompleta todo saber, un saber que hace inconsistente todo saber. Sí, Google nos muestra cada día su cara de saber absoluto al estilo del Aleph, pero ese nuevo dios virtual tiene también la Otra cara que, para seguir la referencia borgiana, es más bien la otra cara del disco de Odín. El disco de Odín, otro cuento de Borges, es en efecto un disco que sólo tiene una cara y que cuando alguien quiere atraparlo cae siempre del Otro lado, de la cara faltante. Entonces, desaparece, se engulle a sí mismo con todo su valor infinito y absoluto. Esa otra cara del disco nos da la medida y el valor real del objeto perdido, del objeto imposible de representar, del objeto que el psicoanálisis descubre como la verdadera causa del deseo. La causa del deseo no es la cara del saber absoluto, es la cara faltante del disco de Odín.
Entonces, para decirlo de manera muy simple, la política del psicoanálisis, la política del síntoma tal como Lacan la situó, es hacer presente esta Otra cara del disco de Odín en el mundo globalizado, googlelizado, de la promesa de un saber completo y consistente. La Asociación Mundial de Psicoanálisis es el mejor instrumento del que disponemos hoy, desde que Jacques-Alain Miller la fundara, para llevar adelante esta política y para hacer escuchar al sujeto de nuestro tiempo, un sujeto que el dios Google no sabe ni sabrá nunca dónde localizar.


-¿Cuál diferencia entre el genoma de la ciencia y el ello freudiano?

Todas las diferencias. Cualquier parecido es una simple analogía entre dos órdenes que son totalmente heterogéneos.
El genoma descubierto y descifrado por la ciencia es un real de cada organismo que puede traducirse precisamente en una cantidad enorme de información sobre su estructura y sus características. El genoma es el Google de la información al que puede reducirse hoy un organismo. Por otra parte, es precisamente Google quien comunicó hace poco a la Comisión de Valores de EEUU que ha realizado una inversión de casi 4 millones de dólares para desarrollar una herramienta que hará posible que la información del genoma de cada individuo sea accesible en Internet por todos los ciudadanos. La biopiratería estará así al alcance de cada internauta con un simple clic. Sin duda, el siglo XXI es el siglo de la biogenética. Pero lo más importante que ha llamado la atención de los genetistas es que entre el llamado genotipo —la información genética que posee un organismo en particular— y el llamado fenotipo —su expresión en el individuo concreto— hay en la mayor parte de casos y fenómenos un verdadero agujero negro y no una causalidad directa. Es decir, no hay una causalidad lineal sino una discontinuidad en lo real que introduce una indeterminación. La llamada epigenética —esa es la disciplina del futuro—, se ocupa de estudiar cómo las condiciones llamadas ambientales y no genéticas intervienen en esta discontinuidad. Y al parecer, todo ello no hace más que aumentar la dimensión del agujero negro de la indeterminación causal.
Pues bien, es en este agujero negro donde el psicoanálisis localiza al sujeto del inconsciente, al sujeto del lenguaje que responde a la pulsión, con una condiciones de goce determinadas por otra causalidad, la causalidad significante. Ahí, en este espacio de discontinuidad, heterogéneo al de la genética, es donde debemos situar al Ello freudiano, a la pulsión que exige una satisfacción al sujeto según su forma singular de gozar. Y esto no tiene ya nada que ver con las unidades de información. La pulsión, a diferencia del instinto, no tiene ningún programa informático predeterminado para obtener su satisfacción. Debe construir su objeto, como decíamos a propósito del cuerpo, a través de un rodeo más o menos largo, más o menos complejo, con el andamiaje del lenguaje. La pulsión no es un programa escrito en la naturaleza como se supone que existe en el genoma —suposición, por otra parte, cada vez más cuestionada—, la pulsión debe construir su camino y su objeto a través de una experiencia de lenguaje, a través del inconsciente como aquel saber no sabido que hemos evocado.


-¿Qué opina de las investigaciones de Kevin Warwick, Ingeniero en cibernética, sobre la interfaz cuerpo ordenador? Esas investigaciones prefiguran para este siglo ¿la experiencia del cuerpo como separado, como prescindible?

Experiencias como las de Kevin Warwick —que conecta su cerebro a un ordenador para mover un brazo mecánico al otro lado del mundo a través de Internet, o que conecta incluso su sistema nervioso al de su mujer por el mismo medio— son algunos de los efectos especiales de la tecnociencia actual. Más allá de lo espectacular o fútil de estas experiencias, nos indican que la ciencia está hoy en posición de llevar más lejos todavía la introducción de toda suerte de prótesis en el cuerpo del ser humano en una suerte de fusión entre el cuerpo biológico y el llamado cibercuerpo. La era post-humana se anuncia en el siglo XXI con estos nuevos objetos, y el más habitual es el teléfono celular que solemos llevar pegado al cuerpo.
Hay, sin embargo, dos elementos irreductibles que son de hecho los más interesantes en toda esta pirotecnia cibernética. Por muy complejo que sea el aparato injertado en el cuerpo, en algún lugar de éste es necesario que exista una experiencia de goce, de satisfacción pulsional, que indica que hay ahí un ser vivo y un sujeto de esta experiencia, con sus malestares y sus síntomas. Al fin y al cabo, el Sr. Kewin Warwick no deja de manifestar que todo este montaje tiene para él la relación más íntima con algunos problemas de identidad sexual y de comunicación que existen con su mujer. Así pues, el primer punto irreductible es la aparición de nuevos síntomas producidos por el impacto de la ciencia sobre la experiencia de goce en el ser que habla.
El segundo punto irreductible es algo más inquietante. Uno de los ideales que promueven algunas de estas experiencias es llegar a prescindir del lenguaje y de la palabra para obtener una nueva forma de conexión o de comunicación entre los seres. Curiosamente, este ideal inquietante se conjuga con una de las apuestas de la clínica post-DSM de hoy, en el ocaso definitivo de la psiquiatría: poder prescindir del lenguaje y de las ambigüedades de la palabra del sujeto a la hora de diagnosticar y tratar los trastornos mentales.
Pues bien, cuanto más se avanza en esta vía, más se pone de manifiesto lo irreductible del sentido singular en el sufrimiento de cada sujeto, sentido que sólo puede entenderse e interpretarse en el campo del lenguaje. Así que las promesas de la ciencia no hacen más que poner de relieve, una vez más, lo imprescindible de las dos vertientes que definen al sujeto de la experiencia analítica: el cuerpo vivo como una experiencia de goce singular y la estructura del lenguaje como la única que permite subjetivar, simbolizar, tratar e interpretar esta experiencia.


-Ud ha destacado que vivimos en el marco de un real que implica “que una bomba estalla en cualquier momento”. Habló de dos maneras de enfrentarse con “la bomba de lo real”. ¿Cómo sería?

Especialmente desde el 11S, el sujeto de nuestro tiempo vive en efecto bajo la amenaza constante de un real que puede estallar en cualquier momento. “Un momento más y la bomba estallaba”, es el ejemplo que tomé de Lacan para ilustrar esta forma de presencia de un real pre-traumático. Y todas las medidas de seguridad para tratar este nuevo real parecen seguir el destino de aquella viñeta de un excelente humorista gráfico que se llama El roto, en la que se lee el siguiente cartel admonitorio colgado de una valla: “Por razones de seguridad, no hay seguridad.” Es la misma lógica que gobierna al síntoma que el sujeto trae a la consulta de los psicoanalistas como su propia y personal “bomba de lo real”.
Y creo, en efecto, que hay al menos dos modos de afrontar este nuevo real que nos acucia a escala tan global como local: o bien lo intentamos borrar de la realidad con todas las medidas de control y de seguridad; o bien intentamos descifrarlo para desactivarlo o para efectuar una suerte de “explosión controlada”.
El primer modo es el que promueve el higienismo actual que invade buena parte de las políticas de salud mental, tanto en Europa como en América. Se trata de reducir el síntoma a un trastorno que hay que borrar del mapa antes siquiera de preguntarse por el sentido que encierra para cada sujeto que lo sufre. En vano, porque el síntoma es como la hidra de siete cabezas que las reproduce de modo directamente proporcional a la operación de cortarlas por lo sano, nunca menor dicho.
Otro modo, que el psicoanálisis viene desarrollando desde su aparición como un nuevo discurso, es interrogar primero a la bomba de lo real que hay en cada sujeto para hacerla hablar. Tratar la bomba de lo real por medio de la palabra y el lenguaje nos permite descifrar su mecanismo simbólico, desactivarla si es posible, o bien mitigar notablemente sus efectos con un dispositivo que puede entenderse, siguiendo la analogía, como una explosión controlada. Es lo que hacen los artificieros, que saben que desplazar la bomba a otro lugar con la vana ilusión de que así desaparece es el peor de los procedimientos.
Así que el psicoanalista es una suerte de “artificiero de lo real” del síntoma para cada sujeto. El psicoanalista desactiva la bomba con su desciframiento o bien realiza una explosión controlada bajo ciertas condiciones que son las que encontramos en lo que llamamos transferencia. El síntoma bajo transferencia es tratable de una forma que evita su reproducción a base de insuflarle más sentido o desplazarlo a otro lugar.
Conviene poner a prueba este procedimiento y verificar sus efectos siempre con sumo cuidado, aprendiendo siempre caso por caso. La formación para ello no es rápida y se sabe ya desde el origen del psicoanálisis que no puede reducirse al mejor de los programas universitarios. La Asociación Mundial de Psicoanálisis, en el marco del Campo Freudiano, se dedica a crear y a desarrollar en distintos lugares del mundo los dispositivos necesarios para esta formación.

30 de desembre 2012

Hablar con el cuerpo, sin saberlo

















Hablar con el cuerpo*. La expresión no es obvia y tiene su referencia en el Seminario 20, “Aún”, de Jacques Lacan, tal como nos la ha recordado tan oportunamente Ricardo Seldes[1]. Veamos el contexto: “Yo hablo con mi cuerpo, y eso sin saberlo. Digo pues siempre más de lo que sé. Con ello llego al sentido de la palabra sujeto en el discurso analítico. Aquello que habla sin saberlo me hace yo, sujeto del verbo”.[2] ¿Qué es entonces aquello que habla con mi cuerpo sin que yo lo sepa?  Hay en el texto en francés una homofonía que conviene señalar: el sujeto —sujet— incluye lo sabido —su— y el yo —je— sujeto del verbo, sujeto del enunciado. Tal como había indicado el propio Lacan un poco antes en el mismo Seminario, aquello que habla con mi cuerpo y en lo que deberé reconocerme finalmente como sujeto, como Yo, no puede ser otra cosa que el Ello freudiano, el Ello pulsional que habla, que goza y que no sabe nada de eso. Este Ello es aquí el sentido de la palabra “sujeto” en el discurso analítico al que se refiere Lacan: “Allí donde ello habla, ello goza, y ello (no) sabe nada”. Conviene, en efecto, forzar un poco la gramática en cada lengua para acercarse a aquello que habla con mi cuerpo como sujeto, aquello con lo que terminaré identificándome como Yo, en el mejor de los casos. Hay toda una clínica que nos muestra que eso no siempre es posible, ni necesario. En algunas psicosis, por ejemplo, el sujeto puede muy bien no identificarse en absoluto con aquello que habla con su cuerpo. El cuerpo va entonces por una parte, el sujeto por otra. ¿Cómo alguien termina por identificarse como sujeto, como Yo, con aquello que habla con su cuerpo? Es un proceso que siempre tiene algún desajuste, allí por donde Ello habla sin que Yo lo sepa, diciendo más de lo que Yo sé, generalmente en el síntoma.
Todo ello supone en primer lugar que un cuerpo no habla por sí mismo, supone por el contrario que un cuerpo es aquello con lo que el Ello habla, con lo que habla el sujeto pulsional —si esa expresión tiene un sentido en la medida en que la pulsión es acéfala, sin sujeto—. Un cuerpo no habla por sí mismo, es preciso que esté habitado de alguna forma por lo que escuchamos como el deseo del Otro. De nuevo puede parecer obvio señalarlo pero no lo es de ningún modo, al menos para la ciencia de nuestro tiempo para quien los cuerpos dicen, hablan por sí mismos, significan cosas con un saber ya escrito en ellos, ya sea en el gen o en la neurona. El sentido que el término “sujeto” tiene para el psicoanálisis implica, por el contrario, que un cuerpo no habla por sí mismo sino que más bien es hablado por el Ello, por el sujeto del goce, sin saber nada de ello.
Hablar con el cuerpo es entonces una expresión muy bien encontrada si pensamos además que uno de los ideales de la ciencia de nuestro tiempo sería precisamente poder hablar sin el cuerpo. Veamos, por ejemplo, lo que dice un científico como Kevin Warwick, ingeniero, profesor de Cibernética en la Universidad de Reading, conocido por sus investigaciones en robótica y sobre la interface cuerpo-ordenador. Son investigaciones de este tipo las que están marcando el horizonte en el que el sujeto de este siglo hace ya la experiencia de su cuerpo como algo separado, como separable de él como sujeto, anexionable a toda una serie de artificios técnicos, mejorable en todas sus cualidades y, finalmente, parcializado en lo que conocemos como el cuerpo despedazado anterior al estadio del espejo. En su reciente paso por Barcelona, Kevin Warwick, apodado Captain Cyber y a quien tomamos ahora como portavoz de un cientificismo en alza, pudo afirmar sin ninguna sombra de duda: “Nuestro cuerpo ya es solo un estorbo para nuestro cerebro”[3]. Por supuesto, la primera pregunta que podríamos dirigirle es si ha dejado ya de considerar a “nuestro cerebro” como una parte de “nuestro cuerpo”. El problema no es banal, está en el centro de las neurociencias actuales cuando intentan definir los límites del cuerpo en relación a la mente, en un dualismo que retorna sin cesar a pesar de considerarlo ya resuelto. Pero veremos que ese “nuestro”, término simbólico que debería fundar la unidad del cuerpo en cuestión, término fundado a su vez en una identificación con aquello que habla con “nuestro” cuerpo, ese “nuestro” es más bien vacilante y, a fin de cuentas, absolutamente prescindible para la ciencia. Una vez troceado el cuerpo en diversas partes, ninguna de las cuales incluye necesariamente la identidad del ser que habla, el conjunto o la unidad que podamos recomponer con técnicas cada vez más sofisticadas no asegura tampoco ningún tipo de identificación ni de identidad: “¡Ahí esta el problema! La gran incógnita del futuro es nuestra identidad”, exclama entonces el científico que cree —es una creencia— que la identidad del sujeto es un dato inscrito en lo real del organismo, como si fuera una cualidad inherente a su naturaleza. La imagen que se dibuja en el horizonte del avance tecnocientífico, aunque parezca más bien una realidad de ciencia ficción, es entonces la siguiente: una red de cerebros conectados entre sí sin necesidad de soportar ese resto de funciones prescindibles en las que se resumiría un cuerpo. El ideal que acompaña esta imagen es tan explícito como el que ha llevado a Kevin Warwick a intentar vencer los insondables problemas de comunicación que parece tener con su mujer. Es el ideal de una conexión directa de cerebro a cerebro: “Estaba claro que teníamos un problema de comunicación. Así que un día conectamos mi sistema nervioso a su mano y, cuando ella la movía, yo recibía los impulsos en mi cerebro, y nos comunicábamos con código morse.” Es una experiencia que realizaría de forma literal, sin metáfora alguna, aquella otra que el poeta encuentra en el amor: “No soy sino la mano con la que tú palpas”[4]. De hecho, es una forma como otra de creer que la relación sexual puede escribirse, aquí en código morse, y que los sujetos pueden hablarse sin necesidad de pasar por el goce del cuerpo, de su bla-bla-bla tan engorroso como ineficaz desde el punto de vista del conocimiento científico.
El problema que encuentra Kevin Warwick por esta vía es, sin embargo, indicativo de otro real que se agita en los cuerpos y que no parece ser reducible al real que la ciencia aborda con sus instrumentos. Es el real del propio lenguaje, el real que aprendemos a situar con el término de lalengua. Si el sujeto tampoco ha logrado así la correcta comunicación con su mujer es porque el ingenio “topó con la misma barrera que nosotros: la interfaz entre cerebros, el lenguaje […] Comparado con lo instantáneo y preciso de la transmisión en la red neuronal, nuestro lenguaje es un código ambiguo e impreciso... Y hablar, ¡qué lenta y primitiva manera de emitir y recibir ondas sonoras!” Entonces, si los cuerpos eran ya un estorbo también lo será finalmente el lenguaje humano que se muestra absolutamente inexacto e ineficaz, equívoco y parasitario, imbuido de un goce inútil. Queda sin embargo, a juicio del propio científico, un resto imposible de eliminar: esa presencia del lenguaje en los cuerpos, un real del que ese goce inútil es el mejor testimonio.
Es precisamente en este goce inútil donde el psicoanálisis ha encontrado al sujeto del Ello, aquello que habla sin saberlo yo, ese Ello que siempre era —“Donde Ello era…” — y al que Yo, como sujeto, debo advenir, para retomar la fórmula de la ética freudiana releída por Lacan. Y Ello siempre habla, aunque sea de un modo que parezca primitivo, Ello siempre goza allí donde el sujeto menos lo sabe. También en el científico.

Retomemos entonces la preciosa expresión de Lacan: hablar con el cuerpo será siempre el mejor testimonio de este Otro real que el psicoanálisis ha descubierto con el nombre de inconsciente y que nos convoca con tanto entusiasmo a nuestro próximo VI Enapol.




* Texto de presentación del tema para el VI Encuentro Americano de la Orientación Lacaniana, Buenos Aires 22-23 de Noviembre de 2013, "Hablar con el cuerpo. La crisis de las normas y la agitación de lo real".
[1] En “Presentar el cuerpo”, consultable en la Web de ENAPOL: http://www.enapol.com/es/template.php?file=Textos/Presentar-el-cuerpo_Ricardo-Seldes.html
[2] Jacques Lacan, Le Séminaire XX, “Encore”, Du Seuil, Paris 1981, p. 108.
[3] Ver la entrevista en el periódico “La Vanguardia” del 19 de Noviembre de 2012:
http://www.lavanguardia.com/lacontra/20121119/54355365278/la-contra-kevin-warwick.html
[4] Evocamos aquí al poeta catalán Gabriel Ferrater: “No sóc sinó la mà amb què tu palpeges”.

13 de juliol 2011

"Tu cuerpo es tuyo"

Es la consigna que a principios de siglo pasado, momento también de la aparición del psicoanálisis, difundió con éxito el pensamiento liberal*. Se trataba de defender el derecho del ser humano a disponer del propio cuerpo sin las trabas de la esclavitud, de la religión o de otras formas de represión social. La frase produjo gran escándalo en su momento y Jacques Lacan la cita[1] para mostrar las paradojas del lugar del cuerpo en el discurso psicoanalítico. 

Lo que la experiencia del psicoanálisis demuestra es que el cuerpo del niño empieza por ser un objeto (transicional) para la madre y que solo podrá ser subjetivado en la medida que a ese cuerpo le es sustraído otro objeto, condensador de goce, — el famoso objeto a—, es decir en la medida que la castración simbólica se haga efectiva para el sujeto.

Las paradojas que Lacan señala empiezan con el problema que plantea “el derecho a nacer”, derecho de un sujeto que todavía no existe a un cuerpo que todavía no le pertenece. El cuerpo no es el organismo y solo se llega a tener ese cuerpo, a identificarse también con él, sin llegar a serlo nunca, ya que el ser del sujeto está siempre en Otra parte. 
Pero además, señala Lacan, “la cuestión está en saber si, por el hecho de la ignorancia en la cual es mantenido ese cuerpo por el sujeto de la ciencia, habrá derecho luego a, ese cuerpo, hacerlo pedazos para el intercambio”. 

En efecto, la ciencia de nuestro tiempo, que ya ha patentado secuencias de nuestro ADN y que permite separar e injertar órganos artificiales de la unidad corporal, ignora esta dimensión del cuerpo que el psicoanálisis descubrió con Freud y que podemos resumir así para interpretar como conviene la frase en cuestión: “Tu cuerpo es tu Yo”.


*Texto de preparación para las próximas Jornadas de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis, Zaragoza, Noviembre de 2011.

[1] Lacan, J. (1968), “Discurso de clausura de las Jornadas sobre las psicosis en el niño”, El Analiticón nº 3,  Correo / Paradiso, Barcelona 1987.