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29 d’agost 2018

Acto de violencia















Tomo prestado el título de una conocida novela de Manuel de Pedrolo[1]escrita en 1961, en pleno franquismo, y cuyo argumento es tan simple como efectivo. Toda una ciudad, oprimida desde hace años bajo el poder del dictador, se moviliza para derrocarlo a partir de una simple consigna que ha empezado a circular de mano en mano escrita en un panfleto anónimo: “Es muy sencillo: quedaros todos en casa”. Tres días bastan para que el poder cambie de lugar sin verter una sola gota de sangre. La gran “movilización” es pues una detención de todo movimiento, de toda acción, de toda respuesta agresiva, pero el resultado es, en efecto, un verdadero acto de violencia. La novela tenía un primer título, “Rompamos los muros de cristal”, que fue desestimado por su autor seguramente porque invocaba, a pesar de la invisibilidad de la fuerza opresiva, una acción agresiva que no quería animar. 

Sirva esta referencia para señalar de entrada la necesidad de distinguir, a la hora de considerar el tema de los niños violentos, el acto de la acción, y la violencia de la agresión. No toda acción es un acto, no toda violencia implica una agresión. Es la distinción que Lacan subrayó en distintos momentos de su enseñanza y sin la cual tanto el fenómeno de la violencia como el de la acción agresiva quedan difuminados en una misma y confusa conducta. Una acción motriz sólo se convierte en un acto si después de ella hay una modificación del sujeto, sujeto que es en realidad el efecto de este acto más que su causa. El ejemplo, tomado por Lacan, de Julio César atravesando el Rubicón no puede entenderse como una simple acción motriz sino como un verdadero acto después del cual el propio sujeto se ha modificado para ser ya Otro en relación a sí mismo, y para modificar a la vez su vínculo con el Otro ante el que sostendrá su acto. Por otro lado, sin ser en sí mismo un acto violento, tampoco podemos decir que sea ésta una acción agresiva. Pero la violencia que implica no deja de ser inherente a la modificación radical del sujeto en el acto de atravesar la frontera que el rio simboliza. Así, entre acto de violencia y acción agresiva se abre un abanico de singularidades que debemos tener en cuenta a la hora de tratar la violencia, tanto en la infancia como más allá de ella.

Tal como señala Jacques-Alain Miller en el texto que preside nuestras elaboraciones sobre el tema[2], el plural de “niños violentos” implica entonces que “el niño violento no es un ideal-tipo”, que hay violencias muy distintas y que es preciso distinguirlas según cada caso. Por ejemplo, no tiene nada que ver la violencia del niño autista, pura defensa ante lo real que invade su cuerpo sin sostén alguno en una imagen especular, con la violencia del paranoico, que rompe precisamente esta imagen especular en la que ha encontrado a su Otro perseguidor. Y nada tienen que ver estas dos, en lo que pudieran tener en común, con la del niño neurótico que atraviesa la ventana de su fantasma con un pasaje al acto que realiza la tensión agresiva que ese fantasma mantenía en una escena imaginaria. Y, aún, deberemos distinguir cada una de éstas de la violencia contenida en la misma tensión agresiva que podrá desplazarse a otras acciones, exentas de agresión pero que no dejarán de llevar la marca de aquella violencia inicial. 

Señalemos por otra parte que no hay nunca un verdadero acto, con la separación que supone necesariamente de su objeto, sin cierto grado de violencia, aunque más no sea la que implica la castración simbólica, aquella que hace posible que “el goce sea rechazado para que pueda ser alcanzado en la escala invertida de la Ley del deseo”[3], según la sentencia de Lacan evocada en este mismo texto. Si todo acto verdadero tiene siempre un rasgo de automutilación, de separación del objeto que se llevaba, por así decirlo, pegado al cuerpo, no es por la mayor o menor brutalidad de esta separación como podremos medir su carácter de violencia sino por las consecuencias que tenga para el propio sujeto. Volvamos de nuevo al niño autista para encontrarlo preso de una violencia extrema ante la sola separación del objeto que lo acompaña necesariamente de un lugar a otro, separación que en sí misma no parecerá violenta para aquél que lo esté observando o, incluso, para aquél que esté forzando esta separación. Y, al revés, preguntemos al mismo observador su impresión sobre la violencia que supone la autolesión  que otro niño se produce a sí mismo con un daño irreversible pero sin dar señales de dolor alguno. La violencia es cada vez un fenómeno subjetivo que tiene distintas vinculaciones con la acción de la agresión efectiva y manifiesta, o con la tensión en la que queda contenida de manera no menos agresiva.

Sea en un extremo o en el otro de este amplio abanico clínico, la violencia tiene siempre, sin embargo, un mismo rasgo señalado muy pronto por Lacan: “¿No sabemos acaso que en los confines donde la palabra dimite empieza el dominio de la violencia, y que reina ya allí, incluso sin que se la provoque?”[4]El dominio de la violencia empieza allí donde se rompe el pacto simbólico de la palabra, allí donde la pulsión deja de tener su amarre en el significante para aparecer como lo que es siempre en su límite, pura pulsión de muerte. Pero la frontera entre los dos dominios no es tan nítida y simple como querría la buena voluntad del mediador para rehacer el pacto roto de la palabra y devolver sus límites al goce de la pulsión. Porque, tal como indica Lacan, la violencia reina también en estos mismos confines, incluso sin que nadie la provoque y la desencadene con cualquier chispa, ya que es una chispa puede ser la de la palabra misma. Hay pues una violencia inherente a lo simbólico. En realidad, al contrario de lo que se suele pensar, la violencia es un producto, nada natural, de lo simbólico mismo, del malestar en la cultura al que Freud dedicó su texto inaugural para sacar definitivamente al “buen salvaje” de su paraíso. 

Es por ello que al hablar de niños violentos debemos distinguir —como indica Jacques-Alain Miller— “la violencia como emergencia de una potencia en lo real y la violencia simbólica inherente al significante que cabe en la imposición de un significante-amo”[5]. Incluso podemos llegar a decir que el significante, el significante que es el soporte de la lengua y de sus formas de satisfacción pulsional, es la primera violencia ejercida sobre el cuerpo. Violencia más o menos suave, violencia más o menos dulce según sea una canción de cuna o un feroz imperativo sin nadie todavía que pueda obedecerlo, pero violencia al fin y al cabo. Ya sea en un caso como en otro, la violencia inherente al significante puede ser rechazada por el sujeto, antes mismo de que llegue a obedecer a su sentido. Volvemos por ahí al caso del niño autista que se rehúsa al vínculo que el significante establece con el Otro y que a partir de ese momento sentirá como una violencia intolerable.

Así los fenómenos de la violencia, y muy especialmente en la infancia, no son separables de la relación que el sujeto mantiene con la pulsión y con aquello que limita el goce pulsional. Este límite, subrayó Lacan, no podemos encontrarlo en la Ley, por muy distinta a la simple norma que la supongamos, no podemos encontrarlo tampoco en la prohibición clásicamente atribuida a la función simbólica del padre. No es la Ley ni la prohibición la que puede poner límite a la violencia y al goce de la pulsión de muerte. Esta Ley, indica Lacan, “hace solamente de una barrera casi natural un sujeto tachado”[6]. Es decir, la ley simbólica, la ley misma de la castración, no tiene en sí misma la posibilidad de limitar el goce, más bien a veces puede empujar al sujeto hacia ese territorio, como bien vemos en el caso de Sade en su relación con la ley kantiana estudiada por Lacan. La ley no hace otra cosa que inscribir aquello que Lacan llama “una barrera casi natural” —y todo el problema es este “casi”— como un sujeto tachado, como un sujeto dividido entre deseo y goce. Allí donde hay deseo hay siempre una pérdida inevitable de goce. Esta “barrera casi natural” no es otra que lo que Freud llamó “principio del placer” que, lejos de igualarse a una voluntad de goce, lo limita. “Pues es el placer el que aporta al goce sus límites, el placer como nexo de la vida, incoherente”, sigue escribiendo Lacan en el mismo texto. La violencia del goce no sigue pues el principio del placer, como se podría suponer según una concepción demasiado rápida del “instinto violento”, sino que se sitúa más allá de ese principio. Entonces, el principio del placer tiene sus razones para limitar la violencia del goce o el goce de la violencia. No son razones distintas a las que Lacan evoca al final del texto, señalado por Jacques-Alain Miller de nuevo, en la figura de la Ley del deseo, la que implica una pérdida de goce necesaria para renunciar a la violencia como “emergencia de una potencia en lo real”.

Creo que podemos encontrar una figura de esta Ley del deseo en una noción que Lacan no indica de forma explícita pero que me parece pertinente señalar en relación a la problemática de los “niños violentos”. Es la figura de la autoridad, que no es necesariamente la de la autoridad paterna o la autoridad de la norma legal. Incluso puede oponerse a ella. Es la autoridad de la autorización del sujeto en su deseo y en la cesión del poder a la palabra. Encontramos esta referencia en alguien que fue un maestro de Lacan en la lectura de Hegel, el filósofo Alexandre Kojève. Creo que su lectura puede ser de gran actualidad en muchos puntos, especialmente la de su libro “La noción de la autoridad”[7]. Es un libro escrito justo después de la Segunda Guerra Mundial y de la constatación de una crisis generalizada de las formas clásicas de autoridad, crisis a partir de la que se vieron surgir las más siniestras figuras del autoritarismo. Alexandre Kojève, además de señalar que la Legalidad es el cadáver de la Autoridad, sostiene allí lo siguiente:

“Ejercer una autoridad no sólo no es lo mismo que emplear la fuerza (la violencia), sino que ambos fenómenos se excluyen mutuamente. De manera general, no hay que hacer nada para ejercer la Autoridad. El hecho de estar obligado a hacer intervenir la fuerza (o la violencia) prueba que no hay Autoridad en juego. A la inversa, no se puede —sino a la fuerza— hacer que la gente haga lo que no haría espontáneamente (por sí misma) sin hacer intervenir a la Autoridad.”[8]

Se trata aquí de la violencia como un uso de la fuerza que no es necesariamente física, tampoco de la violencia como una emergencia súbita de lo real. Es más bien la violencia como un producto de lo simbólico mismo en la imposibilidad de resolver los impasses de lo imaginario, de la rivalidad y de sus tensiones agresivas. Es una violencia correlativa a la pérdida de autoridad del significante amo como tal. Digamos que en la medida que el sujeto no puede autorizarse en la Ley del deseo sostenida en ese significante amo, se produce entonces un recurso necesario a la violencia, también a la violencia de lo simbólico que ya reina allí, en los confines de la palabra. 

Desde esta perspectiva, acoger la división del sujeto en relación al significante amo es ya un modo de inscribirla en lo simbólico, de situar así al sujeto ante la pulsión, y de limitar por esta vía los estragos de la violencia. Es un modo de tratamiento posible, distinto a cualquier buena intención pedagógica. En todo caso es el modo que el psicoanálisis puede ofrecer para tratarla, en el polo opuesto en el que se colocaría un “guardián de la realidad”. En lugar de pretender tratar la violencia desde el “principio de realidad”, posición que encontramos con frecuencia en los modos de tratamiento por adiestramiento o modificación conductual, se trata de hacer al propio sujeto —y ello empezando por el niño considerado como sujeto responsable de sus actos— guardián del principio del placer como verdadero límite del goce de la violencia. No es una tarea fácil ni cómoda pero es la única forma analítica de acoger y tratar el recurso a la violencia para encontrar en ella la división del sujeto, la división que implica estar en el mundo como un ser hablante.
  


Texto publicado en la Revista "Rayuela" (Julio de 2018)
[1]Pedrolo, M. de. Acte de violència. Editorial Sembra, Valencia 2016.
[2]Miller, J.-A. Niños violentosConferencia de clausura de las IV Jornadas del Instituto del Niño. París 2017 en Carretel nº 14. Revista de la DHH-NRC. Bilbao. 1917. p. 9-17.
[3]Lacan, J. “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano”. Escritos,Ed. Siglo XXI, p. 807.
[4]Lacan, J. “Introducción al comentario de Jean Hyppolite sobre la Verneinungde Freud”. Escritos, ed- Siglo XXI, México 1971, p. 360.
[5]Miller, J.-A. Opus cit. p. 10.
[6]Lacan, J. “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano”. Escritos,Ed. Siglo XXI, p. 801.
[7]Kojève, A. La noción de la autoridad. Ed. Nueva Visión, Buenos Aires 2006.
[8]Kojève, A. Opus cit.p. 38. 

07 de novembre 2016

Violencias y pasiones


Entrevista realizada a Miquel Bassols el 20 de septiembre de 2016, por Gloria González, para el boletín de la Nueva Escuela Lacaniana.

Gloria González. La NEL escogió como tema de sus IX Jornadas: Violencias y pasiones, sus tratamientos en la experiencia analítica. ¿Qué perspectiva nos propone tomar para articular estos dos significantes? Violencias y pasiones.

Miquel Bassols. En primer lugar habría que situar el tema en su actualidad, donde la violencia ha encontrado nuevas formas. Siempre ha habido violencia, en todos los momentos de la historia, pero vivimos ahora un momento singular respecto a la extensión de la violencia, a sus modos de producción en masa y a la señal de alarma que ya se produce incluso antes de que se den acontecimientos violentos. Como decía Eric Laurent, vivimos en un “estrés pre-traumático” porque sabemos que un estallido de violencia en masa puede aparecer de un momento a otro en cualquier ciudad. Diría que la violencia ha cambiado incluso de significación: de ser una continuación de la política por otros medios ha pasado a ser ella misma un fin de acción política, más allá de lo que era tradicionalmente la función de la guerra. Es por eso que tal vez no podemos hablar ahora de una guerra generalizada, como a veces se dice para intentar atrapar algo de este fenómeno actual de la violencia. Hay un nuevo anudamiento entre la violencia y lo que propongo volver a pensar como la función de lo sagrado. Creo que es necesario replantearnos la función de lo sagrado y del sentido que clásicamente le ha atribuido la religión, que por lo demás ha sido también muy violenta, tal como se puede constatar en la historia de las religiones. Necesitamos repensar la relación entre la violencia y lo sagrado. La violencia terrorista en nombre del islamismo es tal vez la que más presente se nos hace ahora, la que nos parece también más incomprensible con sus nuevos medios.
De modo que el tema “violencias y pasiones” es sin duda un tema actual. Luego podemos escucharlo en la experiencia analítica diaria, en lo que escuchamos como fenómenos de violencia. También ahí creo que es muy importante estudiar la función de lo sagrado en cada sujeto, dimensión que ha sido borrada por un pensamiento secular, por un pensamiento supuestamente ateo. No es tan fácil ser ateo y la función de lo sagrado en la violencia nos lo muestra. Diría incluso que hoy en día, la violencia es uno de los modos de abordar el lugar de lo sagrado que para cada sujeto tiene el fantasma. La violencia nos muestra un modo de agujerear ese lugar de lo sagrado para cada sujeto. Es un punto de partida, tomar los pasajes al acto violentos que se presentan actualmente como un modo de apuntar, de tocar lo más íntimo y sagrado que se supone que hay en el Otro. Y es precisamente por querer golpear lo más sagrado del Otro que se desencadena el acto violento.
De hecho, Lacan había abordado esta dimensión en sus primeros escritos con la famosa función del kakon, esa forma de goce maligno que el sujeto aborda a través del fantasma y que se puede localizar en el lugar del Otro en el pasaje al acto violento, o bien en sí mismo en la autolesión. Hoy nos encontramos con una especie de reunión fatídica y siniestra de estos dos lugares porque el terrorista suicida finalmente lo que hace es abordar también ese lugar del kakon sagrado en sí mismo, a través del suicidio, a través de lo que es para él un modo de acceder a lo sagrado. Este es un punto de partida, no es el único, pero me parece especialmente actual, sobre todo para reescribir, para replantear, este lugar de lo sagrado que ha sido, diría, injustamente olvidado.
Luego habría que abordar la cuestión del lado de las pasiones y de lo que para el psicoanálisis fue introducido con la noción de pulsión. Pienso que la noción freudiana de pulsión es la que nos permite abordar esta dimensión. Hay que recordar el eco etimológico de la palabra “pasión”, que tiene que ver con el pathos, con el sufrimiento y también con lo pasivo, con una experiencia que se vive pasivamente. La pulsión siempre es activa, pero el sujeto la experimenta de manera pasiva y eso está presente ya en el desmontaje de la pulsión que Lacan muestra en su Seminario 11, cuando escribe la pulsión en ese grafo de ida y vuelta en el que la pulsión está en el origen, con su perentoriedad, su Drang, y el sujeto está al final del recorrido pulsional recibiendo su efecto en una posición pasiva. Freud también habla de una posición activa y una posición pasiva respecto a la pulsión, da todas las vueltas gramaticales de las distintas pulsiones, el voyerismo, exhibicionismo, el sadismo, el masoquismo… Pero  finalmente siempre el sujeto es efecto de la pulsión que es acéfala, que no tiene un sujeto de entrada. El sujeto está al final de recorrido, dividido por la pulsión en su deseo y en su relación con el placer.
Por otra parte hay que recordar la idea freudiana, que me parece muy interesante, de que la pulsión ni ama ni odia. Es decir, cuando hablamos de pasiones como el amor, el odio, y la ignorancia, —son las que Lacan enumera como las tres pasiones del ser—, hay que tener presente que la pulsión ni ama, ni odia, ni sabe ni ignora nada. La pulsión es una piraña que busca su objeto, objeto que no tiene predeterminado, sin ningún código genético o natural que le diga en qué objeto puede satisfacerse. Cada sujeto se construye su objeto con la pulsión, y es ahí donde, en efecto, el sujeto puede escapar o no a la violencia de la pulsión de muerte, construyéndose un objeto de la pasión que le permita vivir de acuerdo con su deseo.

G.G. ¿Qué destino para la pasiones al final del análisis? Hablamos de “un nuevo amor”, un amor más digno, ¿cómo concebirlo? De otro lado ¿qué podríamos decir del destino del odio al final de la experiencia? ¿Qué lugar para esa maldad estructural que es al mismo tiempo lo más in-humano y lo más humano?

M.B. Odioneamoramiento, es el término que usamos precisamente para decir que entre odio y amor no hay un corte tan claro y tan preciso como a veces pensamos. Dicho de otra manera, el odio y el amor están hechos de la misma estofa y esa estofa es siempre un elemento vinculado a la imagen corporal, a la imagen narcisista en términos de Freud. Por eso para Freud el odio y el amor siempre se vinculan con la pulsión, pero en tanto ésta está articulada al narcisismo, a la imagen narcisista del propio cuerpo. En algún lugar lo dice explícitamente, cuando afirma que la pulsión ni ama ni odia, dice también que la pulsión en sí misma no es agresividad, que hace falta que se vincule con la imagen especular del narcisismo para transformarse en agresiva. No se entienden los pasajes al acto sin pensar su relación con la imagen corporal. Habría que estudiar bien las imágenes del cuerpo que se construyen actualmente en distintas formas, en distintas tribus urbanas, en distintas tradiciones, para ver cómo se articula la pulsión con el narcisismo y es ahí donde podemos pensar lo que es el amor/odio o el odioenamoramiento en la actualidad.
El destino del amor/odio al final de análisis es un gran tema. Lo primero que podríamos decir es que hay un amor más allá del narcisismo. Si el amor se articula en términos de ser amado por el otro, buscando no sólo una reciprocidad, sino una simetría, ahí fracasa siempre el amor y tenemos los grandes virajes al odio en historias de amor que terminan en odio precisamente porque no hay relación simétrica ni entre los sexos, ni entre el sujeto y el Otro. Si hay un amor más allá del narcisismo es a partir de poder elaborar un amor sin Otro. ¿Qué ocurre con el amor cuando el Otro ya no existe, cuando el Otro de lo simbólico o de la reciprocidad deja de existir? Es ahí cuando Lacan empieza a hablar de un amor más digno, de un amor más allá del narcisismo. Es el amor que encontramos en el seminario Encore, el amor que se dirige al ser, a lo más íntimo y más ignorado también, en su ex - sistencia, como dirá Lacan. Es ahí donde tenemos que escuchar a los sujetos uno por uno, a quienes han terminado un análisis en primer lugar, y escuchar qué nos pueden decir, por ejemplo, en los testimonios del pase. Generalmente lo que escuchamos, siempre de una manera singular, es que se trata de un amor nada idealizado, del que no podríamos hacer ninguna pastoral, no es un amor armónico, es un amor que puede ser además difícil de vivir, un amor que no sigue las leyes del principio del placer.
La ignorancia. El yo es un ser de ignorancia, es el mayor grado de ignorancia en la estructura subjetiva, es la ignorancia que se encuentra en la supuesta transparencia del yo, ese Yo que no es más que opacidad de goce, que es “Egoce”, término que Jacques-Alain Miller inventó una vez en castellano. Hay una primera manera de abordar esa pasión más allá del narcisismo, creo que la encontramos ya en la referencia de Lacan a Nicolás de Cusa y a su “docta ignorancia”. Hay la ignorancia del que cree saber pero que no sabe en qué cree y hay la ignorancia de la docta ignorancia que no se sostiene en el sujeto supuesto saber, que no se sostiene en la impostura del sujeto supuesto saber que es la que solemos encontrar como figura del saber mas o menos académico, más o menos erudito, más o menos relacionado con el conocimiento, pero que también está presente como fenómeno de la transferencia analítica. La docta ignorancia es una ignorancia sin creencia, lo cual es muy difícil de pensar. Es difícil pensar un saber sin creencia. La ciencia misma no sabe qué cree cuando cree saber con su teoría del conocimiento. Hay una creencia siempre implícita en la mayor parte de saberes, de discursos del saber. Podríamos dirigirnos al arte para encontrar otra forma de saber en la que a veces la creencia se pone en suspenso. ¿Es posible un saber sin creencia, religiosa o no? Diríamos en términos lacanianos, ¿es posible un saber sin la creencia en el Otro? Creo que la fórmula “docta ignorancia” que Lacan retoma muy pronto en sus escritos y en su enseñanza apunta a ese lugar, apunta a poder sostener un saber descreído, un saber que no supone ninguna creencia, lo que obliga a preguntar siempre, porque es un saber que no da nada por supuesto. Me parece que una pasión por la ignorancia, como docta ignorancia, es lo mejor que podemos obtener de un análisis, porque eso además pacifica muchísimo, pacifica todos los efectos desastrosos de las pasiones del amor y del odio. Cuando alguien parte de una posición de docta ignorancia pone en suspenso la creencia en el Otro completo que a veces conduce a los pasajes al acto, ya sean de carácter religioso o no. Cuando digo religioso, me refiero a que si bien en realidad la creencia es inherente a la religión, es inherente también  a cualquier forma de relación con un saber supuesto. El discurso del analista ¿se podría plantear entonces como una docta ignorancia en este sentido? ¿Hay un saber sin creencia? Es una pregunta, y para seguir la lógica de lo que estoy diciendo, ignoro si hay una sola respuesta.

G.G. Antes de pasar a otro punto, quisiera aclarar por qué le resultó necesario a Lacan inventar un neologismo odioenamoramiento, para referirse a la pasión inventada por Freud, ¿por qué no le bastó para nombrarla el término “ambivalencia”?

M.B. Posiblemente porque cuando Freud hablaba de ambivalencia, y en especial cuando lo hicieron los post freudianos, se sustancializó mucho el amor y el odio como fenómenos hechos de dos sustancias distintas. Incluso la referencia a Eros y Tánatos fue utilizada así, como dos fuerzas que pelean en el universo de la humanidad y del sujeto contemporáneo. La perspectiva de Lacan creo que es distinta. Hay un dualismo pulsional, —libido del Yo, libido de objeto, por ejemplo—no lo olvidemos, Freud lo discute y se distingue de Jung para quien existía un monismo pulsional. Hay un dualismo pulsional, pero eso no se reparte en los términos de un dualismo amor/odio que es tal vez lo que dio lugar a un mal uso del término ambivalencia, suponiendo que eran dos fuerzas contrarias. No, amor y odio son la misma fuerza.

G.G. Pero entiendo que para Lacan la pulsión es una, pulsión de muerte.

M.B. A mi modo de ver Lacan mantiene el dualismo pulsional en todas sus versiones, pulsión de vida, pulsión de muerte, libido del yo, libido de objeto. Este dualismo pulsional se mantiene en la primera eneñanza de Lacan lector de Freud, inlcuso cuando podemos decir que toda pulisón es en su límite pulsión de muerte. Pero también cuando hablamos del goce en el Lacan posterior, el término dualismo se queda corto para estudiar el campo del goce, de la misma manera que se queda corto el término ambivalencia que sugiere aquel dualismo. Porque la  operación de Lacan con respecto a la pasión y al goce de la pulsión - entendiendo el goce como la satisfacción de la pulsión en sí misma - conduce a una lógica que no se puede resolver en una lógica binaria clásica. Cuando Lacan va elaborando la noción de goce llega a esa concepción, muy precisa y a la vez difícil de seguir, de la diferencia entre goce fálico y goce del Otro. Es una diferencia que a mi modo de entender no es un dualismo, y no es un dualismo precisamente porque no es ambivalente. Goce del Otro y goce fálico están, diríamos, en una disyunción interna, en un campo donde el Goce del Otro es éxtimo al goce fálico, como una suposición finalmente. Lacan en el seminario Encore tiene momentos muy interesantes respecto a eso, como cuando sostiene el goce del Otro… si existiera, o el goce que no haría falta que existiera. De modo que nos encontramos con un dualismo que no es tal, con un campo dividido en su interior, que requiere de otra concepción espacial, que no es la simétrica de un campo ambivalente. Por eso Lacan debe recurrir a la topología para estudiar espacios que no se distribuyen de una manera dual, sino de una forma donde la supuesta dualidad es una, como en la banda de Möbius. Hay un corte donde el goce se plantea con una disyunción interna, y eso lo vemos en muchos fenómenos como los vinculados al cuerpo, en el modo como el sujeto aborda su objeto de goce a partir de bordes. Lo vemos en el autismo y también en todas las formas en las que el sujeto construye un objeto que es interior y exterior a la vez.

G.G. Al final del análisis, el punto de ausencia de garantía del Otro y de absoluta soledad del parlêtre coincide entonces con el encuentro de su pasión? El analista no sería  solamente un advertido de su pasión, sino que, se serviría de ella para operar analíticamente?

M.B. Generalmente cuando seguimos al objeto de la pasión somos ciegos al objeto que realemnte causa nuestro deseo. Y un análisis, es cierto, es el recorrido que nos muestra que, detrás de esa ceguera, lo que no podemos ver, lo que no queremos ver, es la falta del Otro. Es este punto de incompletud, de la falta del Otro, lo que Freud llamaba castración y que Lacan elabora en términos lógicos más adelante. Sí, un analista es el que lo ha advertido al menos una vez – y digo “al menos una vez” porque no tenemos el convencimiento de eso de una vez por todas – y sería impensable una pasión que no fuera en algún punto ciega a su objeto. Siempre hay un punto de ceguera en la pasión. Pero uno puede estar, diríamos, “avisado” del fantasma que sostiene la ceguera de su propia pasión. Y cuando uno llega a averiguar las condiciones de goce que están fijadas en su propio fantasma, al menos puede darle un vistazo a lo que está más allá de la pantalla de ese fantasma, puede saber algo del punto ciego de su fantasma con respecto al goce.

G.G. En Colombia, uno de los países en los que se asienta la NEL, estamos atravesando un momento histórico, el de la firma de la paz con el más fuerte grupo insurgente. Recientemente preguntaban en entrevista televisiva a un integrante de las fuerzas armadas ¿cómo es posible dejar de odiar al enemigo? ¿cómo, si hasta hace unos días los perseguían por el crimen y el delito, hoy deben ser Uds. quienes velen por la seguridad de los guerrilleros? Su respuesta fue “nos ordenan que los perdonemos, entonces los perdonamos”. ¿Qué comentario para esta respuesta que deja entrever la posibilidad de dejar de odiar por decreto?

M.B. Es obvio que no se puede amar ni odiar por decreto, como tampoco se puede dejar de amar o dejar de odiar por decreto. No hay amor y odio por decreto, hay más bien un secreto del amor y del odio que no se puede ordenar ni representar tan ingenuamente. Y el secreto del amor, como decía Lacan, es dar lo que no se tiene a otro que no lo es. Frase siempre enigmática y que toca lo más dificil de reconocer de las condiciones de goce de cada uno. Lo importante en el caso de Colombia es que se haya llegado a establecer al menos un pacto sobre lo que siempre falta, porque un pacto simbólico es un modo de intentar simbolizar lo que siempre falta por colmar en esa odio/amor que se desata en la pasión. Toda pasión puede terminar entonces con la exclusión y la segregación más radical del otro ante lo imposible de soportar su forma de gozar. Pero esa exclusión o segregación radical es una forma, finalmente, de intentar hacer existir un Otro completo del goce, de reducir el Otro sin falta a lo Uno. Finalmente se trata de eso, de hacer existir al Otro como Uno completo, como el Uno único. La historia de las religiones también nos muestra eso, es la historia de las luchas en nombre del Uno único para hacer existir un Otro sin falta.
Pero el psicoanálisis, por esta misma razón, no puede ser una política para todos, por decreto, solo funciona uno por uno, a partir del secreto de cada uno que llamamos inconsciente. Dicho de otro modo, según la máxima lacaniana, el inconsciente es la política. Hay que ver si el análisis puede cambiar algo de las condiciones de goce de cada uno. No es nada simple, porque hay odios y amores que están marcados a fuego en el sujeto y forman parte de su escritura del síntoma, de su axioma fundamental.
Pensemos por ejemplo en Freud cuando, en el caso Schreber, planteaba el axioma fundamental para el sujeto, un axioma erotomaníaco, “el Otro me ama”, y seguía todas sus transformaciones gramaticales que Lacan comenta en su Seminario. En el caso de la erotomanía ese axioma coincide con “el Otro goza de mí”. Y eso puede llegar muy lejos, como en el caso de Schreber, hasta tener la certeza de ser la mujer de Dios, por ejemplo. Se trata de algo de este orden, “el Otro me ama” puede ser un axioma que funda una certeza muy difícil de desarmar. En los actuales fenómenos de civilización, vemos hoy la dificultad extrema para desarmar axiomas de este orden que están en el principio de la violencia, de las guerras, de los actos terroristas. Hay axiomas marcados a fuego en el cuerpo hablante y,  hay una dificultad límite para poder operar con eso a nivel de las masas. Sólo en un sujeto que llega a hacerse responsable de su acto puede tratarse este axioma.

G.G. Este punto se conecta con mi pregunta final. ¿Qué tarea correspondería al psicoanalista lacaniano, a la llamada Acción Lacaniana, en el caso colombiano?

M.B. En primer lugar, existen lo que llamamos los “Observatorios” que funcionan en distintos niveles de las Escuelas de la AMP, vinculados a la Acción lacaniana, y que tienen como primera función dar cuenta de los fenómenos que existen y de qué modo existen en cada lugar para plantearse una incidencia en ellos. No son lo mismo los fenómenos de violencia en Colombia, en Francia o en EE.UU. De tal manera que la primera función sería hacer una recensión del fenómeno, recoger testimonios, estudiar el tema a partir de ellos. Luego, creo que hay que salir de la lógica de la reinserción, que a veces orienta políticas que llevan a rápidos impasses. Estudiamos ya este problema en el congreso de Pipol 3, hace unos diez años, con la noción de “prise directe sur le social”, de conexión del psicoanalista con lo social. Vimos fenómenos que se suelen pensar en la lógica integración / desintegración social y que preferimos llamar en ese momento “de conexión y de desconexión”. Es algo que encontramos también en la actividad pedagógica, con el problema de la integración del niño en la actividad y el grupo escolar. El problema es que uno siempre piensa la integración a partir del propio fantasma, entonces se integra según lo que uno piensa previamente que es el cuerpo al que habría que integrar ese elemento extraño. Creo que para poder tratar y entender estos fenómenos, y sobre todo los nuevos fenómenos de violencia, hay que salir de la lógica de la integración o de la reinserción social y pensarlos en términos de conexión y desconexión. De hecho se va a realizar ahora también en la EOL un encuentro sobre los “hiperonectados”. Aunque el término sugiere de inmediato el tema de internet, del espacio virtual, se trata también de introducir otra lógica que la de la integración.
Podemos estudiar a lógica conexión / desconexión desde muchas perspectivas y nos plantea otra cuestión, ya no en la lógica de integrar algo en un espacio sino de conectar en una estructura de red puntos distintos que de entrada no tienen conexión. ¿Qué es lo que para cada sujeto hace conexión con el Otro? Tenemos varios elementos, tenemos el fantasma, tenemos el síntoma. El goce no hace conexión, el problema fundamental es ese, es que el goce desconecta, no hace vínculo social, no se integra a nada. Querer integrar o reinsertar el goce es una tarea fracasada de entrada. Si se plantea en términos de conexión o reconexión, a través de los elementos de los que disponemos en el psicoanálisis, que son el fantasma y el síntoma, creo que tenemos la posibilidad de entenderlo de otra manera, porque el fantasma es un primer modo de conexión del sujeto con el Otro, con el goce que no se conecta con nada. Y el síntoma es otro, es un intento de cada sujeto de conexión con el Otro. Para recapitular: ¿qué síntoma podemos pensar soportable para sujetos que de entrada han sido excluidos del vínculo social o se han excluido ellos mismos? ¿Qué tipo de síntoma puede construirse un sujeto que haga soportable la inexistencia del Otro, la no relación entre los sexos y la inconsistencia del Otro? Desde ahí podemos ubicar la función del psicoanálisis, incluso de la Acción lacaniana, de escuchar y acompañar las invenciones sintomáticas que pueden producirse en sujetos que se han desconectado radicalmente del Otro, pero que se conectan a diversas formas sintomáticas. Se trata de no entender el síntoma como algo que hay que borrar, perspectiva de la lógica higienista clásica que promueve finalmente así la misma segregación que quiere tratar. En la perspectiva de la conexión / desconexión no se trata de integrar al sujeto Otro, sino de tomar el síntoma como punto de apoyo para construir una forma soportable para el sujeto de conexión con el Otro.