21 d’agost 2009

Macedonio Fernández, la nostalgia de la página en blanco










Ricardo Piglia sostenía en un bonito documental que Macedonio Fernández es la literatura argentina. No conozco lo suficiente el conjunto de esta literatura para confirmarlo pero, en todo caso, el encuentro con la escritura de Macedonio Fernández significó para mí el encuentro con lo más singular de la literatura argentina, aunque hubiera leído ya con fruición a Jorge Luis Borges o a Oliverio Girondo. Mi colega y amigo Germán García me dio a conocer sus escritos en Barcelona a través de las múltiples citas y referencias que hacía de él en sus charlas y seminarios. Después, antes de volver a Argentina, me dejó varios de los libros de Macedonio que tenía en su biblioteca y que desde entonces entraron a formar parte de la mía. Siempre me ha parecido que los textos de Macedonio Fernández condensan y desplazan, despliegan y concentran, algo muy esencial de la lengua y de la cultura argentinas, con sus tropiezos y vacíos, con sus idas y venidas, con sus exilios y múltiples procedencias. Y lo hacen, por decirlo así, a través de un arte de rodear las ausencias y los silencios, los espacios en blanco.

Macedonio Fernández viene a ser así uno de los mejores antídotos contra el “todo lleno” al que nos empuja en la civilización la promesa del goce absoluto. Parece que casi nunca pensaba en publicar y que fue por la insistencia y el cuidado de sus más próximos que nos han llegado finalmente sus escritos. En el universo literario, si existe algo así, se nos aparece él mismo como el personaje de uno de sus chistes del aún no, esos chistes que no se ríen de inmediato porque requieren un tiempo de espera, cierto vacío, cierto tiempo de comprender. Por ejemplo: “había tan pocos que faltaba uno más y no cabía”. Es seguramente este el lugar que le cabe ocupar a Macedonio Fernández en la literatura universal, el de no llegar a caber si faltaba uno más... por si ese que faltaba fuera él. Ese lugar llegó a hacérselo, casi sin proponérselo, a través del vínculo especial que mantenía con la página en blanco, con su paciente escritura no exenta de ambivalencia ante objeto tan paradójico. De hecho, Macedonio buscaba y evitaba la página en blanco, como un fóbico y un nostálgico a la vez de su ser de objeto. Se identificaba así con su estructura antinómica al aparecer él mismo en ausencia, con ese rasgo de no estar nunca ahí donde se lo esperaba, recién venido siempre de Otro lugar. La escritura, decía Freud, es el lenguaje del ausente y es por la magia de la misma escritura que se hace existir también este lugar. Desde ahí viene y escribe Macedonio Fernández. Este lugar de la letra, lo sostiene y lo hace presente de manera especial en la página en blanco en la que llegó a encontrar el defecto más íntimo de la literatura.

“Todos sus defectos [los de la literatura] se hicieron públicos así; ocasionáronse desventajosas comparaciones con el papel en blanco y sobrevino la nostalgia de esta clase de papel, que debe haber existido alguna vez toda una hoja en blanco de papel; parece haber sido encontrada inmediatamente encima de la torre de Babel, del Arca de Noé y del descubrimiento de América, en ruinas, y que habríase de volver a inventar como el agua en un cabaret.” (Papeles de Recienvenido)

La nostalgia de la página en blanco es seguramente el mejor (auto)diagnóstico de Macedonio Fernández. Una melancolía fundamental, estructural, elemental, de la letra convertida en el objeto por excelencia. (Ver al respecto el libro de Germán García, “Macedonio Fernández, la escritura en objeto”). Es el objeto de una mirada que añora la nada en la que se inscribió, por primera vez, la escritura para rodearla. Macedonio Fernández se reconoce así como un melancólico de la pureza de la página en blanco, de la página primigenia, de una primera y originaria “toda una hoja” que alguna vez tuvo que existir, como piedra, tablilla de arcilla o pergamino. Porque, en efecto, ¿en qué momento un objeto fue elevado a la dignidad de superficie para acoger la inscripción de un signo, de una letra? Este momento único, irrepetible, pero repetido también cada vez que alguien aprende a escribir, es el verdadero prólogo macedoniano de todo lo escrito, momento presente en cada letra de su texto como lo que ha perdido de su ser.

Macedonio, que siempre rellenaba con su paciente letra el papel en blanco hasta los límites de la página cultivando, como decía, “el lleno completo”, buscaba también una verdadera página en blanco, esa que, según su parecer, dejó de existir con la literatura misma. Y es curioso que la suponga en la cúspide de la siempre inacabada torre de Babel, él, que se vanagloriaba de saber callar en varias lenguas…

Esta página en blanco irremisiblemente perdida es también la página más real, la que no cesa de no escribirse, y está por lo mismo tan perdida que hay que volverla a inventar… en cada acto de escritura. ¿Sería este uno de los mayores designios de la escritura de Macedonio Fernández como autor? Pero precisamente, nada más dudoso que hablar de Macedonio Fernández como autor. Más bien es él mismo, como sujeto, quien se ha identificado con esta página en blanco imposible de volver a encontrar pero que alguna vez fue, que alguna vez estuvo… Tanto es así, que algunos han llegado a especular con la peregrina idea de que Macedonio Fernández nunca existió en realidad, que fue tal vez sólo un invento de Jorge Luis Borges, seguramente de los más reales en distinguirse de esa realidad en la que creemos a pie juntillas. Y sí, Macedonio más real todavía en la página en blanco que alguna vez estuvo, “toda una hoja”, en la cúspide de la Torre de Babel, o en el Arca de Noé como una especie preservada del diluvio universal de la escritura, o de la América supuestamente descubierta… (Imaginamos aquí la ironía macedoniana: no, si en verdad yo y mi realidad estábamos ya a punto de existir antes de ser descubiertos).

La ficción de su escritura nos asegura que pareció encontrarse esta página en blanco en las ruinas de aquellas tres grandes ficciones occidentales de la totalidad: la de todas las lenguas en la Lengua universal, la de todas las especies y razas en la Humanidad, la de todas las alteridades en el Otro de la América descubierta… Pero es este Otro el que cada vez existe menos y sus ruinas son en realidad las de la propia página en blanco. Nos quedan sólo los restos ilegibles de lo que fue. Pero ¿qué serían los restos, las ruinas de una página en blanco? La imagen es fuerte y no resiste la rápida atribución de una idealización de la página en blanco como pureza del objeto virgen e inmaculado. Debajo de esta apariencia demasiado forzada de lo que ella es como objeto, subsiste su ser como resto en la letra misma de cada escrito. Por esto, a la vez, los restos ilegibles de la página en blanco hacen públicos los defectos, las faltas, de la propia literatura que saldría sin duda perdiendo en la comparación con ella.

¿Sería pues la literatura el intento incesante y renovado de reconstruir, de escribir la página en blanco en su ser “toda una hoja”? Samuel Beckett lo mantuvo una vez como su principal y último objetivo. Tanto como su misma imposibilidad en el objeto que rodea, una y otra vez, sin cesar de no encontrarlo.

Lituraterre, llamó Jacques Lacan a esta operación que linda con el uso del inconsciente.

(Ilustración: René Magritte, La Page Blanche)



28 de juny 2009

“Principio de incertidumbre”, un nombre del superyó*








Gustavo Dessal, Principio de incertidumbre. (RBA, Barcelona 2009).


Seguramente la mejor manera de presentar una novela con este título sería hablar de ella sin conocer su final, especialmente cuando el relato sigue las leyes del suspense de la novela negra. La incertidumbre estaría así asegurada desde el lugar mismo de enunciación de quien la presenta, una incertidumbre que debería transmitirse tal cual al futuro lector. Pero no es este el caso. A la novela de nuestro estimado colega y amigo Gustavo Dessal no le ocurre como a aquella otra evocada por Macedonio Fernández en la que el lector se había ido hacía rato y la novela seguía y seguía y el lector ya no estaba ahí para leerla. No, les aseguro que “Principio de incertidumbre” atrapa de tal modo al lector que debe leerla necesariamente sin poder dejarla hasta el final… final que, por supuesto, no sería de recibo desvelar aquí.

Para presentarla como conviene, les diré pues que conozco el final de la novela pero también que no cuál es su final. Y espero que la incertidumbre que genere esta afirmación, entre conocer y saber, se mantenga hasta el final de mi intervención.

Podemos hablar, eso sí, de su “principio” que también produce una incertidumbre, la incertidumbre del sujeto post-humano, por decirlo así. Sabemos lo importante que es el principio de una novela, su primera frase, su primera escena. Hay famosas primeras frases de novelas, y a veces es lo único que se conoce de ellas. Después del título, que es el álgebra del texto, la primera frase es el teorema que debe estar bien desarrollado a lo largo de las páginas que siguen.

Cada capítulo se inicia de un modo que nos deja en la incertidumbre de quién narra, de quién habla, hasta al cabo de un rato. Debemos esperar unas cuantas frases en cada capítulo para saber de qué se trata en lo que se escribe. Es un recurso narrativo que Gustavo Dessal maneja de un modo tan efectivo, que parece que empecemos una novela en cada capítulo, en una incertidumbre permanente pero ofrecida a pequeñas dosis.

La novela nos sitúa de entrada en un lugar de enunciación marcado por la ironía, en el mundo y la realidad del espectáculo permanente, en el goce del reality show en el que hoy se nos pide vivir. Y mantiene así la incertidumbre de este sujeto desde el principio hasta el final, con la reescritura de una misma escena, -la que abre el relato, la famosa “Noche del cerdo”- cambiando su tiempo y su sujeto. Diez años cambian el sentido de una misma escena. Diez días también pueden bastar. En realidad, basta con contar hasta diez para que ese misterio del sentido penetre en el tejido que llamamos realidad. Y se produce otra ironía: lo que en un momento nos puede escandalizar, un tiempo después puede pasar por un juego de niños, tan inocentes como perversos en su relación con la muerte y con la sexualidad. De hecho, “detrás” de la escena inicial de la “Noche del cerdo”, con su tinte de obscenidad tan actual, hay otra, la de un cuadro enigmático que pone en escena el goce maligno de la infancia, de la violencia de la infancia ejercida sobre la infancia misma. Se trata del cuadro de un tal Anton Van Boek, con la imagen de un niño con los ojos vendados, objeto de una inexplicable crueldad y sujeto de una profunda ignorancia, en un no saber nada del goce que lo habita (p. 223). Es una suerte de escena fundamental, al estilo de la que el texto de Freud “Pegan a un niño” interpretó en la estructura masoquista del fantasma. Ese es el cuadro, Los niños malos, cambiante él mismo, que se pinta y se despinta con el tiempo, y que cambió la vida del protagonista de la novela, Mark.

Desde el principio se nos presenta así la división del sujeto post-humano ante el imperativo de goce que lo corroe, un imperativo que el psicoanálisis nos enseña a leer como el imperativo del superyó. Es un imperativo que divide al sujeto entre lo interior y lo exterior, entre la escena obscena del televisor dentro de su casa y el timbre de la puerta de alguien que llama a horas intempestivas:

“Al decidirme por fin a abrir, temeroso, con esa nerviosa prevención que nos embarga cuando nuestra intimidad se siente amenazada por el mundo exterior…”

Se trata de la división del sujeto que el psicoanálisis nos enseña a tratar en su incertidumbre fundamental ante la muerte y la sexualidad, los dos temas eternos alrededor de los cuales gira todo relato que se precie. Y hay, en efecto, varias posibilidades de tratamiento según el tercer término que haga trío con ellos: la comedia, la tragedia o el drama. Woody Allen decía “comedy is tragedy plus time”: comedia es tragedia más tiempo. El problema es cómo manejar este tiempo, el tiempo de la transferencia en la experiencia analítica, el tiempo de la sesión, el tiempo del análisis, y el tiempo mismo del relato. Gustavo Dessal lo maneja de forma admirable. Hay un tempo de la narración y de las voces distintas que la componen para introducir al lector en el registro de la comedia de los sexos que evitan siempre lo mismo: lo real de la sexualidad y de la muerte.

Creo que, desde esta perspectiva, podemos decir que “Principio de incertidumbre” es una novela que trata sobre el superyó post-humano. Y lo hace poniendo en acto una de las figuras tránsfugas del superyó indicadas por Freud, la del humor. Este superyó está de hecho anunciado en la cita de las Epístolas de Horacio que hace de exordio a la novela: “El culpable es el espíritu, que nunca huye de sí mismo”. En efecto, el sujeto no puede huir de esa parte de sí mismo que encarna el imperativo del goce del superyó. Y el humor de Gustavo Dessal transforma este imperativo en una buena novela.

(Diré entre paréntesis que no todos los que conocen a Gustavo Dessal saben que es un excelente contador de chistes.)


Cinismo e ironía

Frente al goce y a su imperativo encarnado por la voz del superyó hay, es cierto, al menos dos posiciones posibles, la del cinismo y la de la ironía. No es que todo sea apariencia en esta realidad que se nos presenta hoy como reality show, no todo es “semblante”, como dice nos quiere hacer creer el discurso cínico contemporáneo. Lo que ocurre es que cada vez es más difícil aislar lo real de la apariencia, dar a la apariencia lo que es de la apariencia y a lo real lo que es de lo real.

Mark, el personaje de la novela, no niega la condición de cínico que los otros pueden atribuirle con razón. (p. 64):

“Ya sé que todo el mundo me toma por un cínico, y no niego serlo, pero de tanto en tanto me gusta recordar que hubo un tiempo en que era diferente, una existencia anterior en la que de mi boca salían palabras que no estaban dañadas por el salitre del rencor y la rabia. O acaso me engaño, y he sido siempre un hombre envenenado por su mala fortuna”.

Y sí, el cínico se engaña con el fantasma según el cual todo sería posible en el mundo de las apariencias y los “semblantes”.

Pero esa no es “la voz del relato” – para retomar esa expresión de Jacques Lacan a propósito de “El arrebato de Lol V. Stein” de Marguerite Duras – esa no es la voz de “Principio de incertidumbre”. La voz del relato es más irónica que cínica, juega con la apariencia para decirnos que la verdad tiene estructura de ficción pero que esta verdad no autoriza al sujeto a responder al imperativo de goce con un “todo vale”. Y es desde esta ironía que nos ofrece una muy precisa descripción de las paradojas del goce y de la ley del superyó que habita en la voz interior de Mark. Les cito un párrafo, en la página 65, donde se da una preciosa descripción clínica de esta voz del superyó:

“Me acuerdo de su voz, una voz increíble para ser la de un policía, una voz de pájaro desafinado, no sé como pudieron admitirlo. Mientras me hablaba lo imaginaba gritando ‘¡tiren sus armas!’ a un grupo de terroristas, y a los tipos explotando de risa al escuchar unos cloqueos de vieja, te lo juro, él me hablaba de Melinda y yo no podía concentrarme en lo que me decía, porque estaba pendiente de sus cacareos. De acuerdo, no quería aceptar lo que oía, pero no puedes hacerte una idea de cómo sonaba  esa voz. Al final, no tuve más remedio que abrir la oreja y dejar que el mensaje me llegara al cerebro, donde causó una devastación instantánea y convirtió mi mente en esa montaña de escombros que cada día barro de un lado a otro. Es una buena descripción de mi ocupación cotidiana: barro los escombros, los acomodo en un costado de la cabeza, pero se vuelven a desparramar, y entonces tengo que acomodarlos de nuevo, y así día tras día, o casi, porque a veces estoy tan cansado que los dejo por medio, ocupándolo todo. Soy una variante posmoderna de Sísifo, conozco mi castigo y mi culpa. Pero los derechos constitucionales me otorgan un permiso de vez en cuando, a lo sumo un par de días, y vuelta a empezar, echar los escombros a un lado y hacer como que se vive”.

Excelente descripción de los estragos producidos por la voz del superyó en el sujeto de nuestro tiempo. Tal vez, entonces, “Principio de incertidumbre” sea un buen nombre para la voz del superyó: funciona como un imperativo, manda, ordena un goce, pero deja al  sujeto en la más absoluta indeterminación e incertidumbre sobre el objeto de ese goce. - ¡Sí, goza! – le dice al sujeto. - Pero ¿de qué? – responde éste.


La relación de incertidumbre y el goce

No estará de más recordar aquí que el Principio de Incertidumbre fue enunciado por el físico alemán Karl Werner Heisenberg en 1927. Es un principio fundamental de la física cuántica según el cual no se puede determinar, simultáneamente y con precisión, la posición y el momento lineal (la cantidad de movimiento) de un objeto dado. En otras palabras, cuanta mayor certeza se busca en determinar la posición de una partícula, menos se conoce su cantidad de movimiento lineal. Según este principio, sería imposible determinar por ejemplo la trayectoria de un electrón. Como consecuencia del Principio de Incertidumbre se abandonó la noción de órbita ya que ello significaba dar posiciones definidas del electrón y estados de energía igualmente definidos. Sería mejor, como se señala a veces, hablar de una “relación de incertidumbre”.

Pues bien, exactamente aquel mismo año 1927, a no muchos kilómetros de distancia, Sigmund Freud escribía su excelente texto sobre “El humor”, que es también un artículo sobre otra “relación de incertidumbre”, la del sujeto neurótico, que se manifiesta en el superyó. En realidad, el verdadero principio de incertidumbre es la relación de incertidumbre entre los sexos, ese principio que Jacques Lacan enunció con su famoso “no hay relación sexual”: cuanto más creamos definir qué es un hombre, qué es una mujer, menos precisión habrá para definir su relación. O también: cuanto más se ordena el goce, supuestamente con la mejor de las intenciones hedonistas, menos se sabe de qué se goza en realidad. Esto es lo que dice el superyó al sujeto: ¡Goza, pero a condición de que no sepas! “Là où ça parle, ça jouit, et ça sait rien”, decía Lacan en su Seminario Encore.

En ese mismo texto, Freud habla del superyó transmutado en humor como esa voz que le dice al condenado a muerte al levantarse el lunes por la mañana, momento en que va directo a la horca: “bonita manera de empezar la semana”. Pues hay una frase parecida en la novela de Gustavo Dessal (vean la página 101), aunque en una escena inversa en cierto modo:“Ronald empleó las últimas fuerzas del día en desnudarse y meterse en la cama. Cuando estaba a punto de dormirse, cayó en la cuenta de que no se había lavado los dientes. ‘Un día de estos voy a morir con mal aliento’, se dijo, mientras su conciencia se disponía a desmayarse durante seis horas”. Es en esta transmutación del feroz superyó en la figura del humor y la ironía, donde el sujeto encuentra un apaciguamiento de su sufrimiento y una forma de producir algo nuevo en su principio o relación de indeterminación con el goce.

Hay otra “relación de indeterminación”, la del sujeto con su propio inconsciente, ese texto escrito del que ignora qué quiere decir.

Otra página muy interesante de la novela de Gustavo Dessal pone en escena esa relación encarnada en una pareja que se hace escribir sus nombres en chino por una mujer china (en las páginas 112 y 113):

“ … Me gustaría saber si aquí pone mi nombre o no. - ¿Qué más da - Tienes razón, qué más da. Y no volvieron a hablar hasta media hora después, sentados junto a unas jarras de cerveza [Ha hecho falta un tiempo también para que ese hecho cobre una significación y pida ser leído como un enigma]. - Esto demuestra algo muy interesante – dijo Ronald -. Qué cosa nos parece más esencial que nuestro nombre, y sin embargo, cuando lo reducimos a esto, a un trazo, unos cuantos giros de pincel, lo vemos convertido en nada. No puedo saber si éste es mi nombre o no lo es, aunque pongamos por caso que lo fuese. Ya no puedo leerlo, y por lo tanto es indiferente que estos signos me represente. [Pero no, no es indiferente, y es ahí donde habrá que pasar del cinismo a la ironía]. - Es peor que eso –arguyó Mina-, porque te representan sin que tú puedas comprender lo que pone. De algún modo estos cartones son el reflejo de nuestra propia vida, conoces tu nombre pero en el fondo no puedes saber qué es lo que dice. [Conocer no es saber, aunque el knowledge anglosajón de las ciencias cognitivas se confunda en este punto, con consecuencias más bien nefastas.] - Es divertido – replicó McEwan al cabo de un rato. Imagina que la mujer ha puesto aquí la palabra ‘mátame’. Un buen día nos vamos de viaje a China y alguien nos pregunta cómo nos llamamos. Entonces, de pronto nos acordamos de que llevamos en el equipaje el cartón con nuestro nombre. ‘Espere un momento, ya vuelvo, vamos a buscar el cartón y se lo enseñamos al chino’. El tipo lo lee, saca una pistola y nos pega un tiro. Fin de la historia”.

Es un fin posible de la historia del inconsciente en su encuentro con la pulsión de muerte. Pero es una historia de la que nunca sabemos el final: he ahí el principio de incertidumbre.

El cinismo en la relación del sujeto con el texto de su inconsciente se resuelve en un feroz: “eso no tiene nada que ver conmigo”. La ironía es saber avanzar en esta historia pensando: mira que si pone ‘mátame”. Y hay siempre una parte de verdad: desde el momento en que me nombran, que entro en lo simbólico del lenguaje, soy un ser tocado por la muerte, un “ser para la muerte”, por el hecho de ser también un ser sexuado, es decir, prometido al malentendido entre los sexos, al “no hay relación sexual”.

La novela de Gustavo Dessal nos propone precisamente otro final para el principio de incertidumbre que el de la mujer china o el del cinismo contemporáneo, un final al que nos conduce con la sabiduría y el buen humor de la ironía, un final que les invito no sólo a conocer sino sobre todo a saber y a saborear.


* Intervención el 17 de junio de 2009 en Laie Llibreria Cafè, en la presentación del libro de Gustavo Dessal, Principio de incertidumbre, RBA, Barcelona 2009, junto a Lázaro Covadlo, escritor, el autor, y Joan Ramon Lairisa, director de la Biblioteca del Campo Freudiano de Barcelona.

03 de juny 2009

Algunas observaciones acerca del “semblante”












Es un hecho que el término “semblante” ha llegado a formar parte de nuestro vocabulario lacaniano como traducción del semblant francés. Lo hemos adoptado como propio, también en castellano, a falta de haber encontrado una traducción mejor. No deberíamos, sin embargo, dejar de señalar cierto uso neológico que esta adopción supone en nuestra lengua. No hacerlo reduplicaría tal vez el equívoco, pensando que “hacemos semblante” de decir lo mismo en cada lengua, cosa por otra parte imposible si atendemos al título del libro de Umberto Eco (1) sobre lo real con el que trata la traducción: se trata de Decir casi lo mismo, admitiendo que hay algo que no cesa de no escribirse en el paso de una lengua a otra.

I

Al introducir su curso “De la naturaleza de los semblantes” (2), Jacques-Alain Miller empezaba haciendo un recorrido del término semblant en la lengua francesa, recorrido necesario para entender la torsión que Lacan da a la extensión de su uso en el psicoanálisis. Una consulta a los diccionarios de la lengua castellana nos indica que sólo en su uso antiguo o en expresiones muy concretas el “semblante” castellano llegaría a decir casi lo mismo que el semblant francés. Por lo general, el término “semblante” designa hoy la cara o el rostro de la persona, referencia que, siguiendo al Petit Robert, no encontramos en ninguna de las acepciones de semblant (3). Si bien el Diccionario de la Real Academia incluye una cuarta y última acepción de “semblante” como “apariencia”, el Diccionario de Uso del Español de María Moliner deja de incluirla para circunscribir su uso actual al de la cara o el rostro de la persona, y sólo figuradamente toma el sentido específico de “aspecto favorable o desfavorable que presenta un asunto”.  El tan preciso Diccionario Crítico Etimológico Castellano e Hispánico de Joan Corominas y José A. Pascual nos indica los vericuetos que ha seguido el término en su historia. Antiguamente, desde el siglo XIII hasta el XV por lo menos, se usaba el término “semblar” como “parecer” y, más comúnmente, el participio activo “semblante” con la acepción de “parecido”, como “apariencia de algo”. En el mejor de los casos, podríamos recuperar esta acepción. Pero el uso viró muy pronto hacia el sentido de “rostro, aspecto de la cara” del ser que habla, y sólo en el ser que habla, para quedar circunscrito a ellos. La parte fue tomada por el todo, - lo que la retórica llama propiamente metonimia -, y el “semblante” como “el parecido” de algo o de alguien vino a quedar restringido a su rostro. Por este mismo desplazamiento, el “semblante” dejó de aplicarse a las cosas para retener sólo el alma de la persona (4). Ya en el siglo XVII, momento del barroco al que siempre habrá que volver para entender algo del semblant, la acepción del término “semblante” siguió fijada como “rostro”, tal como nos indica el Tesoro de la Lengua Castellana o Española (hecho en 1611): “el modo en que mostramos en el rostro alegría o tristeza, saña, temor o otro cualquier accidente, latine vultus a similitudine, porque semeja en el rostro lo que uno tiene en el coraçón”. Y es la acepción que permanecerá en castellano como la más usada hasta la actualidad.

De estas referencias resulta, pues, difícil extraer un uso del “semblante” cercano al faire semblant, al être du semblant, o al que resulta de la oposición entre el faux-semblant y el vrai-semblant. En castellano, expresiones como “hacer semblante de” o “ser semblante” no tendrían sentido alguno desde la perspectiva del lingüista, a no ser que sean considerados como neologismos de uso, ya sea que sucedan a pequeña o a gran escala. Pero este puede ser precisamente todo su interés. La opción de trasladar el semblant por la “apariencia”, por el “hacer parecer” o incluso por el “parecer ser” no resultaría ahora más fácil. Con la importación del “semblante” se trata, pues, de una suerte de mutación en la lengua  que nos indica, en realidad, la pasta de la que está hecha la propia lengua: meaning is use.  Tal vez algún día los diccionarios del castellano se hagan eco de ella e incluyan una acepción lacaniana de “semblante” como un efecto de verdad del discurso del psicoanálisis en la lengua. Vayan estas observaciones como un ejercicio para situar este nuevo “semblante”.

 

II

Es de señalar que aquel artesano del hacer parecer en el barroco español que fue Baltasar Gracián no usara en toda su obra el término “semblante” más que con el acepción de “rostro”. Lacan calificó al escritor aragonés de “estrella de primera magnitud en el cielo de la cultura europea” (5), y se refiere también a él en el Seminario XVIII aconsejando su lectura (6). Vale la pena repasar un par de referencias donde el término queda forzado más allá de su reducción a lo imaginario del semejante para evocar así lo simbólico del semblant, aunque, bien es cierto, invocando también la vertiente más real de la letra:

- “Yo diría que, a pocas palabras, buen entendedor. Y no sólo a palabras, al semblante, que es la puerta del alma, sobrescrito del corazón” (7).  El semblante, el rostro, es aquí la puerta de entrada a los secretos del alma, pero también es por ello sobrescritura – palimpsesto que borra un texto con otro - de las pasiones del corazón.

- “El apasionado siempre habla con otro lenguaje diferente de lo que las cosas son: habla en él la pasión, no la razón; y cada uno según su afecto o su humor, y todos muy lejos de la verdad. Sepa descifrar un semblante y deletrear el alma en los señales; conozca al que siempre ríe por falto y al que nunca por falso…” (8). El semblante designa también aquí el rostro, - seguimos en la referencia a lo imaginario del semejante -, pero es también un mensaje cifrado que hay que deletrear en sus señales. 

Y es que Baltasar Gracián intuyó la llegada del discurso de la ciencia y de los nuevos semblantes que habitan la naturaleza, desde la constelación de estrellas hasta el trueno evocado por Lacan como uno de los nombres del padre. Cuando despliegue en su obra todo su arte del hacer parecer – es en este punto donde podemos aprender algo del semblant como categoría (9) – encontraremos momentos tan sugerentes como el siguiente: “No ser tenido por hombre de artificio, aunque no se puede ya vivir sin él. Antes prudente que astuto. Es agradable a todos la lisura en el trato, pero no a todos por su casa. La sinceridad no dé en el extremo de simplicidad, ni la sagacidad, de astucia. Sea antes venerado por sabio, que temido por reflejo. Los sinceros son amados, pero engañados. El mayor artificio sea encubrir lo que se tiene por engaño…” (10). Se trata de una suerte de artificio elevado a la segunda potencia que deja de serlo en la primera en la medida que hace de la verdad, precisamente, un “hacer parecer”, en un uso singular de la apariencia, del semblante como un lugar del discurso. Es aquí donde cabe distinguir muy bien la identificación con el significante amo del uso de la apariencia, del parecer ser o del semblante. 

Esta misma circunstancia daría pie para desvanecer otro artificio en el uso implícito que a veces se da a este término: el del semblante como engaño, como fingimiento o como mentira. La propia referencia de Lacan a la verdad como un semblante – a la verdad, pero, ¡cuidado!, no a sus efectos - pone en cuestión este uso del término. La crítica a los discursos que harían de todo un semblante no escapa, en realidad, a la paradoja de considerar una verdad más allá del semblante. Sin duda, el espíritu del barroco nos ayudará en este punto a “brujulear” – el término se usaba entonces para eso - de la buena manera con el semblante.

Pero lo que queda en cuestión es finalmente la idea, sostenida por la aproximación lingüística al sentido y al goce, de que habría un referente preciso del término “semblante”. Y es precisamente a propósito del semblant y del referente que Lacan manifestará pasar de la lingüística, en la misma medida en que se sirve de ella,  indicando que “el referente nunca es el bueno, y eso es lo que hace un lenguaje” (11).  Desde esta perspectiva, toda designación es metafórica  y el referente real queda como un vacío, como imposible de designar.

No se trata tanto entonces de faire semblant, expresión que en francés se acerca al “hacer comedia”, sino de alojarse, de estar en la categoría del semblant como lugar inherente al discurso. En el uso lacaniano del término, como recordaba nuestro colega Patrick Monribot recientemente en Barcelona, no se trata tanto del “hacer como si”, del fingir o del engañar escondiendo la verdad, sino del être dans le semblant, y desde ahí hacerse pasar por lo que, en realidad, se es.

 

 

Notas

(1) Umberto Eco, Dire quasi la stessa cosa. Esperienze di traduzioni, Bompiani 2003. Traducción al castellano, Decir casi lo mismo. Experiencias de traducción, Lumen 2008.

(2) Jacques-Alain Miller, Curso de 1991-92, De la naturaleza de los semblantes, Paidós, Buenos Aires 2002.

(3) Igualmente parece suceder en portugués, donde “semblante” tiene el sentido prevalente de “fisionomia, rosto, face”. En italiano, el “sembiante” parece más cercano al “aspetto, apparenza”, aunque guarda su primer sentido de “sembianza, volto”. En inglés, parece que lo más juicioso ha sido dejar el término en francés y no verterlo al “semblance”. Ver Russell Grigg, “The Concept of Semblant in Lacan's Teaching”, Lacanian Ink. Aunque el propio Russell Grigg indica una buena contingencia en la lengua inglesa: “Foolish men mistake transitory semblance for eternal fact” (Thomas Carlyle). También existe la expresión “a semblance of truth” para expresar lo verosímil.

(4) Este último uso restringido del “semblante” como “rostro” fue de hecho tomado del catalán – donde existen semblar y semblant –, lengua en la que el término siguió manteniendo, si  embargo, la acepción antigua.

(5) Jacques Lacan, “La cosa freudiana”, en Escritos, Siglo XXI, México 1984, p. 389.

(6) “Alguien del que habría que ocuparse un día es por ejemplo Baltasar Gracián, que era un eminente jesuita  que escribió cosas de las más inteligentes que se puedan escribir”. Jacques Lacan, Le Séminaire, livre XVIII, “D’un discours qui ne serait pas du semblant”, du Seuil, Paris 2006, p. 36. Traducción  al castellano, Seminario 18, “De un discurso que no fuera del semblante”, Paidós, Buenos Aires 2009, p. 35.

(7) Baltasar Gracián, “El discreto”, Obras Completas II, Turner, Madrid 1993, p. 123.

(8) Baltasar Gracián, “Oráculo manual y arte de prudencia”, Obras completas II, p. 294.

(9) Una interesante Jornada de trabajo impulsada por Jacques-Alain Miller en Febrero de 1992 reunió una serie de intervenciones sobre el tema publicadas en castellano con el título de “Arte del Hacer Parecer. Clínica del Semblante”, Fascículos de Psicoanálisis, Ediciones Eolia, Barcelona 1992.

(10) Baltasar Gracián, op. cit. p. 275.

(11) Jacques Lacan, Le Séminaire, livre XVIII, “D’un discours qui ne serait pas du semblant”, du Seuil, Paris 2006, p. 148.

01 de maig 2009

Perejaume ou le nom de la Machine-à-haleine










Même s'il est reconnu comme l'un des artistes les plus singuliers de son pays, il dit ne vouloir travailler que pour un « non public ». Ce n’est peut-être pas sans lien avec le fait qu’ayant accepté l’offre de concevoir et réaliser les plafonds du Gran Teatre del Liceu de Barcelone, après l'incendie qui avait détruit celui-ci de fond en comble, il a choisi d'y peindre un immense paysage, plein de fauteuils identiques à ceux que le public occupe dans l’orchestre, et… absolument vides. C’est bien ainsi que le sujet Perejaume aime à se présenter, au moyen d’un semblant toujours un peu démuni de représentation et comme le pendant d’un Autre quelquefois « trop plein ». C’est ce qui fait que nous tenons à respecter ce semblant et à le mettre en perspective avec ce qu’il nous présente comme son sinthome, soit l’invention d’une œuvre où tout semble avoir le poids du réel d’une écriture, dans un travail incessant de la lettre rencontrée comme sa cause : « travailler pour une autre chose dont je ne sais pas comment la dire ».
Le voici donc maintenant, tel quel, paré de cet appareil dont on fait souvent usage pour le nettoyage des rues. Il s’agit de cette sorte de grande soufflette qui balaye feuilles et papiers, tel un aspirateur inversé qui expulse l’air de son intérieur avec la force d’un petit ouragan et qui, à chaque souffle, semble remplir l’espace extérieur d’un petit peu de « rien ». Il a nommé cet engin « machine-à-halaine » (màquina d’alè, en catalan) et il le porte comme un sac à dos, pour y incarner une extension de son corps qui produit et localise l’haleine de la voix hors de cette extension même. C’est donc un appareil de langage qui fonctionne comme un sixième sens, tel ce « sixième sens » qu’un Lulle ou même un Gödel avaient cru trouver quelque part localisé comme le sens qui correspond à la parole et le langage[1]. S’il se présente armé de lui c’est, comme lui-même nous a dit, pour faire plus supportable sa difficulté de ne pas arriver à bien exprimer ce qu’il veut dire, mais aussi de ne pas arriver à écrire ce qui, justement, ne cesse pas de ne pas s’écrire. Et c’est par cette raison qu’il a fini pour attacher un micro au bout de la manche de son appareil, là où sort l’air à pression, un micro qui devra deviner « la forme audible des choses ».  Le même appareil devra aussi enregistrer cette forme dans une écriture du « son qui se vide dans le signe ».

Comment est-ce qui lui est venue cette idée ? Un jour au Monastère de Montserrat, lieu éminent d’haleine de sa langue et de sa culture, tout en regardant les éboueurs nettoyant les rues de son alentour. En effet, une lettre, une ordure…

Et quel usage en fait-il de sa machine-à-halaine ? Il se promène avec elle par l’Auditoire de Girone, une fois les musiciens ont fini le concert pour laisser reposer ses instruments au sol, à côté des chaises, et l’écho et les résonances des derniers accords sont peut-être encore dans l’air de la salle. Ou bien, par les pentes neigées de la montagne du Canigou, effaçant la neige du dessus des roches, où il écrit la forme sonore de la pierre au même temps qui y lit son orographie. Ou bien, enfin, par les marges pleines de ronces, où il balaye le terrain d’une main pendant qu’il y passe la serpe de l’autre. Le son épineux qui y enregistre n’est que la forme visible de la voix produite par sa machine. « Parce que le son vit dans l’aire, mais il est difficile de bien définir jusqu’à quel point le son est l’air ou bien l’air ne fait que l’aider à courir et à se gonfler ».  Avec cette sorte de bouche supplémentaire à laquelle le sujet réduit de temps en temps son propre corps, il palpe, comme s’il était aveugle-né pour les mots, toutes les formes de la réalité, de façon que « l’air qui sort du canon d’haleine change sa voix selon la surface dans laquelle s’applique ». La machine-à-haleine est donc tantôt une bouche qui laisse sortir l’air pour le faire devenir voix dans sa rencontre avec les objets, tantôt une bouche lectrice d’une lettre qui apparaît dans le souffle de lalangue (écrit dans un seul mot). Le tout de cette opération langagière sera enregistré dans un court-métrage en blanc et noir, projeté en deux écrans qu’un texte glissant nouera en se déplaçant de l’une à l’autre. 

Le sujet, quant à lui, n’a aucun doute : il s’agit d’une opération d’écriture, peut-être la plus vraie, à essayer de passer à la lettre ce qu’il y a de jouissance du corps dans l’objet même qu’il produit et qu’il cerne. Et ce n’est pas par hasard s’il arrive à trouver ces lettres dans les semblants que la nature nous offre. C’est là aussi qu’il suppose quelquefois le public d’une œuvre, le public global d’une écriture que la terre serait en train de produire sans le savoir, dans son orographie, mais aussi dans les artefacts que l’humanité y a surimposés avec, par exemple, ses autoroutes. L’écriture, ce n’est pas une métaphore ; comme l’écrit Jacques Lacan, c’est « le ravinement même, et quand je parle de jouissance, j’invoque légitimement ce que j’accumule d’auditoire »[2].

Quand nous lui avons demandé s’il croyait qu’il y avait de l’écrit dans le réel de la nature, il nous a répondu toute suite, sans hésiter : « Bien sûr que non, c’est moi qui y trouve de la lettre. Et vous, croyez-vous qu’il y ait là quelque chose d’écrit ? ». C’est aussi la question que la psychanalyse pose aujourd’hui à la science, celle qui veut nous faire passer sa certitude qu’il y a un savoir, écrit, dans le réel. À nous de faire ek-sister les marges où le sujet peut trouver ce qui ne cesse pas de ne pas s’écrire… encore.

 

Voyons maintenant comment l’ouvrier de cet art, nommé Perejaume (écrit dans un seul mot), nous parle de sa création. Après l’avoir lu soigneusement et l’avoir écouté avec attention répondre à nos questions, nous n’avons pas craint d’en faire un cas, même s’il est aussi « un cas sans  analyse »[3], un cas dont nous pouvons apprendre une réduction singulière du symptôme au sinthome et qui veut transmettre, de façon explicite, ce qu’il y a de ce sinthome dans chacun de nous.

« Quelquefois nous nous demandons s’il n’y a rien de volontaire dans tout cela ». C’est ainsi que Pere pose à Jaume la question du sujet supposé à son inconscient et de ce qui ne cesse pas de ne pas s’écrire dans chacune de ses productions. Le hasard apparent qui enchaîne les formes sonores saisies par son invention laisse, en effet, une marge qui semble toujours supposer un sujet dans son écriture. C’est « ce que les paroles savent et que nous ignorons en les disant », dit-il, dans une formule bien faite pour y loger l’inconscient freudien. Mais ce n’est pas là que le sujet déploie son travail, ce n’est pas dans cette voie qu’il repère cette volonté supposée. Il s’agit plutôt d’une volonté de jouissance qui se fait entendre dans son opacité même – « qui ou quoi saura-t-il nous lire ? » - dans « une écriture musculaire, respiratoire et motrice » qui impose « la pulsion d’écrire ».  C’est là, en effet, qu’est visée la division du sujet Perejaume. Et c’est là aussi qu’il demande à ne pas être trop tôt compris. Ne dit-il pas : « et peut-être même comprendre c’est déjà obéir » ? L’acte du sujet reste ainsi suspendu à une division qui est toujours affectée d’un non-savoir : « Je ne saurais pas vous dire quand est-ce que j’arrache une voix de la terre et quand est-ce que je promène une voix par terre ». Et c’est dans ce non-savoir que le sujet isole justement le noyau de jouissance qui se loge dans sa voix, le véritable objet maintenant séparé du corps avec lequel il palpe sa réalité. Il ne sait pas s’il s’agit d’une voix qu’il arrache à la terre, une voix qui serait propre à chaque chose, cette voix dont un musicien comme John Cage avait la certitude qu’elle habitait dans chaque objet et qu’il fallait savoir tirer de lui dans une sorte de purification extrême du silence. Mais il ne sait non plus si c’est lui-même, comme sujet de cette volonté, qui promène cette voix par terre.

La voix que vous rencontrez dans chaque objet est une voix aphone, lui avons-nous dit, comme celle qui sort du Shofar dans la tradition juive qui tonne et abasourdit en silence ; à quoi il nous a donné son assentiment, tout en indiquant qu’il s’agit du « son que font toutes les choses, du fait de s’adresser au silence : le son extraordinaire qu’elles font ».

L’intérieur et l’extérieur se confondent ici, dans ce point évanouissant de l’objet rattrapé et écrit par la machine-à-haleine, et nous ne savons plus si la voix qu’il fait ainsi apparaître hors corps est la sienne ou bien celle de l’Autre. C’est ce que Pere et Jaume, tous les deux maintenant, désignent dans un néologisme précis, la « coparole » (coparaula), terme qui, dans sa langue, évoque, sans doute plus qu’en français, la parole et la copule, ainsi que la parole « à deux ». Par ce biais, le sujet fait un duo avec son sinthome, là où il n’y a pas de rapport possible à écrire. De la même façon, le sujet est arrivé à solidifier son propre nom, « Pere Jaume », pour en faire un nom propre, « Perejaume » (écrit dans un seul mot),  le nom propre de son art et de sa machine-à-haleine.

 

La conception qui résulte de la langue qui parle ainsi dans le sujet reste comme un point d’enseignement sur lalangue la plus singulière de son sinthome : « En effet, une langue est un vent humainement organisé », un vent qui cherche à cerner d’ailleurs le plus inhumain qui l’habite et qui s’organise dans une série de « vents calligraphiques ». C’est dans cette région de l’être que l’on peut approcher la façon « dont se conforme, entière, notre parole commune, avec tout son jardinage d’air, avec toute cette atmosphère sienne et subtile sonorisée jusqu’au point où il sera possible de cultiver le son ».

Perejaume nous apprend ainsi avec son sinthome-machine-à-haleine que le langage, contre tout ce qu’un scientisme veut nous faire croire aujourd’hui, est un organe hors-corps, une sorte d’appendice ou de parasite qui ne peut pas se localiser dans telle ou telle région du cerveau, mais qui est accroché à lui comme un non-organe[4], cet appareil des semblants, le seul à partir duquel le sujet peut interpeller, évoquer, traquer, élaborer, la jouissance.



[1] Pour le sixième sens chez Rayomnd Lulle, voir notre article «Le sixième sens », La Cause freudienne n° 44, pp. 61-65, du Seuil, Paris 2000. Pour le sixième sens chez Kurt Gödel, voir Pierre Cassou-Noguès, Les démons de Gödel. Logique et folie, du Seuil, Paris 2007, pp. 94-95.

[2] Jacques Lacan, “Lituraterre”, Autres écrits, du Seuil, Paris 2001, p. 18.

[3] Nous nous appuyons pour faire ainsi dans la remarque de Jacques-Alain Miller dans son Cours “Choses de finesse en psychanalyse”,  du 10 décembre 2008: “le sinthome est un concept qui a été inventé pour le cas de James Joyce, qui es un cas sans analyse”.

[4] “L’appareil langagier est là quelque part sur le cerveau comme une araignée. C’est lui qui a la prise”. Jacques Lacan, Mon enseignement, du Seuil, Paris 2005, p. 46.


25 d’abril 2009

Trobada amb Perejaume i la seva Màquina d’alè














El fer de Perejaume ens ha colpit per tal com ens sentim veïns de lletra*.  Ell amb bufadors penjats a l’esquena, “amb aire pur als flascons” de rel foixana, trescant pel Canigó i esborrant la neu de les pedres per treure’n una nova veu i escriure’n el sentit abans el text no mor. La lletra mor abans no té sentit, escrivia Josep Carner – la lletra mor abans no t’he sentit, reescrivim nosaltres amb el bufador que ens deixa Perejaume. I és per això que ara fem ofici de l’inconscient que no cessa de no escriure’s i que llegim en la paraula dita: “sóc en el que s'escriu d’allò que em fuig quan parlo…”. És el nostre cogito particular, hereu de l’inconscient freudià passat per la lletra de Jacques Lacan. I quan la lletra ve al dir d’aquesta manera, aleshores escoltem la veu que cada cosa té i no sabíem veure. Com “una jove veu l’amenaça”, - l’exemple és de Ferrater, per reblar el clau de les nostres lletres - que no sabem si és la jove que ho veu o si és la veu que ens amenaça… de veure-hi massa.  Perejaume ens asserena, tanmateix, quan ens assegura que tot ve de la dificultat de no poder dir prou bé, de la feinada que li ve d’escriure allò que no deixa de no escriure’s, precisament. I és així que troba la veu de cada cosa amb el seu bufador, fet de pèl i ploma eòlics, sigui on sigui que passegi el seu ésser lletracantellut. I és així com ens fa sentir aquesta veu, com ens la fa sentit.
La veu que trobes en cada objecte és una veu àfona, - li hem dit -, com la que surt del Shofar en la tradició jueva que trona i eixorda en silenci. I ell ha assentit que l’ha sentit en la natura, i també en el silenci dels instruments deixats reposar pels músics a l’Auditori de Girona, i també en cada cop de dall quan ha estassat els esbarzers a la Vall d’Olzinelles. És la veu quan “bufa el vent sobre la veritat”, com ha deixat escrit seguint les imatges que ens ofereix amb la seva “Màquina d’alè”, nom de la seva obra sense nom perquè és feta de moltes obres i de molts noms, de l’ “Obreda” com a ell li ha agradat d’escriure en un altre lloc. I ens diu aleshores que no estassava esbarzers sinó “el nom en el lloc del nom”, que dallava doncs el significant per deixar-nos escoltar allò que el nom no mostra ni amaga i que no es pot dir, el “dallonses” com diem en la nostra llengua. D’això, d’aquest dallonses, Jacques Lacan en deia el real impossible. I d’això, d’aquests dallonses, els psicoanalistes que s’hi orienten en fan l’inconscient real, el més real que la ciència no ha sabut escriure ni trobar escrit… encara.
Així doncs, Perejaume ens el deixa llegir amb la seva “Màquina d’alè”, aquest dallonses que no deixa de no escriure’s. Nosaltres l’hem acompanyat aquest 23 d’abril a la Galeria Joan Prats de Barcelona quan ha desplegat, un cop més, el seu díptic d’imatges semioníriques, imatges entrelligades per la lletra quan escriu: “una llengua és un vent humanament organitzat”... que mira d’encerclar el més inhumà que hi habita.

* Trobada en el marc del Grup d’Investigació en psicoanàlisi i creació, Cruïlla, de la Secció Clínica de Barcelona – Institut del Camp Freudià. Agraïm molt especialment a Magda Bosch la coordinació d’aquest espai i l’organització de la trobada.

08 d’abril 2009

Llull, Gödel i el sisè sentit del llenguatge




















Pot semblar una curiosa contingència que, amb set segles de diferència i per camins aparentment diversos, dos raonadors de l’ésser hagin arribat a formular una mateixa hipòtesi: l’existència d’un sisè sentit, tingut per impossible des d’Aristòtil, un sentit desconegut fins aleshores i que tindria seu en un òrgan corporal específic, un sisè sentit que seria l’encarregat de fer lloc a la raó i al llenguatge. La paraula i el llenguatge, la raó mateixa, un sisè sentit? El sentit de les paraules seria aleshores un objecte tan “real” i perceptible com els colors de l’arc de sant Martí, com la melodia de les Variacions Goldberg, com el gust de la taronja o com el tacte fi de la seda. El sisè sentit seria així l’encarregat de percebre el sentit de les paraules i de les coses mateixes. Doncs més que d’una hipòtesi, es tracta de fet d’una mateixa certesa subjectiva, d’una experiència del real del llenguatge que rau en el principi de la ciència. Ja sigui en la ciència infusa de Ramon Llull en ple segle XIV, o en la lògica derivada del decisiu teorema de la incompletesa de Kurt Gödel en el segle XX, un mateix real emergeix per fer-se escoltar en l’estructura del llenguatge, un real que no deixa d’inscriure’s al bell mig d’una experiència de patiment subjectiu que voreja allò que massa ràpidament entenem amb el nom de “follia”. 
És sabut que a Ramon l’abellia de presentar-se en públic, i a l’historiador també, com a “Ramon lo foll”, i fer passar així el seu aspre missatge amb un semblant de veritat delirant, potser més apte a fer-se escoltar per l’un i l’altre. Menys donat a les seduccions del Jo, Kurt el lògic acabava el seu diàleg amb Albert Einstein pels jardins de Princeton en la foscor d’un deliri d’enverinament que el portà a la mort per inanició. Llull en va escapar, - ell, que també sospità d’un Altre enverinador – gràcies a l’impuls que el llenguatge va fornir-li en la lletra del seu Ars. Ambdós compartien, però, l’emprempta que la lletra deixa en l’ésser pel seu vessant més lògic, més real també, en l’experìencia de llenguatge i de gaudi que suposa.
Ramon Llull enuncià aquesta experiència de llenguatge en el seu llibre intitulat « Lo sisè seny, lo qual apel·lam Affatus », escrit l’any 1294, després d’una profunda crisi subjectiva coneguda com la “crisi de Gènova”. En aquest sorprenent llibre, el doctor il·luminat descriu l’Affatus – neologisme de procedència incerta que nosaltres preferim adscriure al mateix Affatus lul·lià – com el sentit (del cos) que percep el sentit (de la semàntica) més real de les paraules. Cos i llenguatge troben la seva intersecció en aquest territori extrem de l’experiència que el subjecte fa del sentit de les paraules i de la seva ressonància en el cos. De ben segur, l’Affatus serà per Ramon Llull el sentit per excel·lència de la connexió de l’ésser humà amb el seu Deu. Hem estudiat ja les implicacions i les conseqüències d’aquest sisè sentit en un altre lloc (cf. la nostra tesi sobre “L’amour, la parole et la lettre chez Raymond Lulle”).
Quina ha estat la nostra sorpresa en descobrir que l’insigne lògic Kurt Gödel també va formular l’existència d’un “sisè sentit” que rauria en un “òrgan físic necessari per fer possible l’operació amb impressions abstractes”. Aquest òrgan sensorial hauria d’estar estretament vinculat amb “els centres del llenguatge” i seria una mena d’”ull matemàtic” del qual Gödel havia parlat també amb el seu deixebla Hao Wang. De tot això ens n’informa l’interessant llibre de Pierre Cassous-Noguès, Les démons de Gödel. Logique et folie. (du Seuil, Paris 2007). La descoberta de Gödel fa de la raó mateixa un sisè sentit: “Suposem que algú posseixi un sisè sentit que només li doni algunes percepcions dels altres sentits. Podria incorporar aquestes percepcions en un petit nombre de regles [axiomes]. Això, segons la meva opinió, expressa molt bé la relació de la raó amb els sentits”. Subratllem que Gödel dóna així al sisè sentit de la raó, i del pensament més profundament matemàtic, una funció preeminent sobre els altres sentits perceptius, el mateix que sostenia Llull pel que fa a l’Affatus. El llenguatge determina així l’estructura d’una percepció que no té ja res d’immediata ni de fiable en relació a la realitat. Aquest sisè sentit “ens mostra una realitat completament separada de l’espai i del temps [...] i tan regular com pot ser descrita per un nombre finit de lleis”. La realitat mostrada pel sisè sentit de la raó, del llenguatge, pot ser resumida en alguns axiomes, de la mateixa manera que la realitat lul·liana – transmesa per l’Ars diví – podia ser escrita a partir de les dignitats (axiomes) de Déu, inscrites en l’abecedari de l’Art.
Mai el deliri ha tocat tant de prop el real del llenguatge per extreure’n un gra de veritat. Només que l’òrgan del qual es tracta – Affatus o ull del matema - és un òrgan fora del cos, tal com Jacques Lacan el situà en le seu ensenyament. I en això contradiu Chomsky, que segueix cercant, amb el seus derivats cognitivistes, l’òrgan del llenguatge en el cervell. Gödel era més veritable: cervell i ment se separen justament quan es tracta de l’aparell del llenguatge. El dualisme ja no serà mai més entre el “cos” i la “psique” – ves a saber quin déu invoquen l’un i l’altre - sinó entre la “psique” i el “lògic”, la raó, el llenguatge com estructura. La contingència esdevé aleshores necessitat lògica: l’escala de l’ésser de Llull i els dimonis pensants de Gödel es retroben en la lletra com a suport darrer del gaudi de l’un i l’altre. 
A nosaltres ens toca de llegir-los per treure’n l’entrellat.

10 de març 2009

Le reste à démontrer (autour de la passe)













1.
L’expression « manifestations résiduelles » (Resterscheinungen), est déjà employée par Freud en 1914 dans son texte « Pour introduire le narcissisme » et réapparaît en 1937 dans « Analyse finie et infinie » pour repérer les phénomènes symptomatiques qui restent quelquefois inaperçus á la fin de l’analyse*. Il vient en fait nous indiquer le point le plus réel et irréductible de l’expérience analytique. Ce reste accomplit la même fonction structurale que l’ombilic du rêve autour duquel s’ordonne la formation onirique et toutes les associations du sujet, cet ombilic qui s’enfonce dans le noyau du réel comme le non reconnu (Unnerkant) le plus opaque et radical pour le sujet. Pour Freud, il s’agit de repérer à la fin de l’expérience analytique un reste symptomatique qui est irréductible, mais qui est aussi son produit le plus réel, le point ombilical qui ne peut être cerné qu’après les longs détours d’une analyse menée jusqu’à sa fin.
Cette dimension de reste a été soulignée par Jacques-Alain Miller comme un point tournant pour « reconfigurer notre clinique à partir de ce point » . Ce n’est pas un dégât collatéral à mépriser dans une expérience qui se reconnaît déjà dans un au-delà des effets thérapeutiques mais il est le levier pour comprendre la structure même de ce que nous repérons dans le tout dernier enseignement de Lacan avec le « sinthome », cette opacité de jouissance exclue du sens. Dans cette perspective, il ne faut pas « considérer les restes symptomatiques comme de menus détails - ajoute Jacques-Alain Miller - mais, au contraire, renoncer à la transparence sans céder à l’élucidation ».
Cela devient spécialement important à propos de l’expérience et les enseignements de la passe : il s’agit de renoncer à une sorte de recyclage du reste dans le tout d’une démonstration logique et épistémique mais aussi de ne pas céder dans l’élucidation permanente de ce reste qui fait le pas-tout de l’expérience de la passe. C’est dans le ratage permanent de cette démonstration du reste que la clinique de la passe peut avoir la chance de nous livrer la singularité du désir de l’analyste. Le destin de cette « manifestation résiduelle » semble donc crucial dans le devenir et l’avenir de la psychanalyse, dans ce qu’elle peut nous démontrer sur la nouveauté inédite du désir de l’analyste dans notre monde et, très spécialement, dans le champ de la science. Il est le témoignage de ce qui insiste par delà les formations de l’inconscient du sujet comme son vrai partenaire-sinthome.

2.
Mais, quel statut faut-il donner à ce reste par rapport à l’inconscient et à ses formations ? Ce sont justement les restes non filtrés par le réseau des signifiants, ce sont les détails révélateurs de sa structure dans la mesure où ils ne sont pas recyclables dans le savoir élaboré par ces signifiants, dans la combinatoire de ses éléments. On rencontre toujours, en effet, cette fonction du reste dans les témoignages des passants, soit comme un reste symptomatique ou bien comme un reste repéré dans la structure du fantasme. C’est d’habitude ce reste qui vient à la place du non rapport sexuel, de ce qui ne pouvait pas être représenté de la jouissance sexuelle pour le sujet. Le problème est alors la place et le destin qu’il faut donner à ce reste dans l’expérience de la passe.
Quelquefois, c’est à l’inconscient même et à ses formations qu’on donne la charge de montrer la place et le destin final de ce reste: un rêve, un lapsus, un acte manqué, viennent alors comme force probatoire et « transparente » de ce qui restait comme irréductible dans l’élaboration du savoir dans l’analyse. Donc, c’est le savoir inconscient qui prend alors la relève du sujet dans l’élucidation de ce reste, dans une sorte de recyclage qui montrerait sa valeur dernière de vérité. Mais cela peut être aussi une façon de gommer l’opacité même de la jouissance impliquée dans ce reste pour le sujet.
Quelquefois c’est la voie de la démonstration logique qu’on prend pour essayer de repérer la valeur de vérité de ce reste. Une formule, en guise d’axiome, vient alors cerner ce reste dans le savoir. C’est un effort d’élucidation qui va dans la voie d’une logique du signifiant comme science du réel. C’est un travail qui a toute sa place dans l’expérience de la passe, soit pour le passant, soit pour le passeur ou aussi pour le cartel. On sait que cette perspective avait été longuement soutenue par Lacan dans son enseignement comme la visée d’un approche logique de l’expérience. Mais il est aussi vrai, comme l’a indiqué Jacques-Alain Miller, que le dernier enseignement de Lacan, de façon corrélative au repérage du « sinthome » et de son opacité de jouissance exclue du sens, s’avance justement vers l’idée qu’il n’y a pas de science du réel, et que même le savoir inconscient ne pourrait nous livrer ce qui reste à démontrer par le savoir de la logique et de la combinatoire des signifiants.
Le reste, dans la logique, c’est justement ce qui ne peut pas se démontrer, c’est ce qui reste exclu de la démonstration. Comme le reste dans une division, on le laisse de côté comme non-recyclable dans la proportionnalité des nombres dans la combinatoire en jeu. On refuse là de savoir ce qu’est ce reste. C’est le registre logique d’un « je n’en veux rien savoir », ou l’on pourrait se déclarer quitte de ce reste et de ce savoir à la fin de l’analyse, au nom de son propre inconscient. Mais cela laisse toujours à supposer qu’il y a encore un reste à savoir, un reste à démontrer. C’est quelquefois l’effet de clôture qui semble résonner comme « reste » dans certaines positions à la fin de l’analyse. Le mieux qu’on a pu faire dans cette direction logique c’est d’arriver à démontrer l’impossibilité de démontrer... (cf. Gödel et son fameux théorème de l’incomplétude).

3.
Ce reste n’apparaît justement dans sa valeur opaque de jouissance qu’après avoir essayé jusqu’à une certaine limite de démontrer son irréductibilité. De la même façon que Lacan rappelait l’importance d'essayer d'écrire le rapport sexuel sans le presupposé de son. Ce n’est pas de l’ordre d’un « ce n’est pas écrit » mais du « ne cesse pas de ne pas s’écrire ». Donc, il faut l’essayer, ne pas cesser d’essayer de le démontrer : « Inutile à partir de là d’essayer, me dira-t-on, certes pas vous, mais si vos candidats... » Justement, c’est là où advient ce reste opaque de jouissance, c’est là où il se montre comme indémontrable, c’est là qu’il faut commencer un nouveau travail d’écriture : « Sans essayer ce rapport de l’écriture, pas moyen en effet d’arriver ce que j’ai, du même coup que je posais son inex-sistence, proposé comme un but par où la psychanalyse s’égalerait à la science : à savoir démontrer que ce rapport est impossible à écrire » . Cet essai est du même ordre que celui de la passe dans son « ne cesse pas de ne pas s’écrire », raison pour laquelle il faut, comme la mer, toujours la recommencer. Et c’est ici la différence irréductible entre la psychanalyse et la science : il n’y a pas un savoir dans le réel sur ce rapport, il n’y a que l’indécidable : « il n’est pas affirmable mais aussi bien non réfutable : au titre de la vérité » .
Il reste toujours à démontrer, on ne peut pas le gommer, on ne peut pas le recycler au titre de la vérité... Jacques-Alain Miller parle, par contre, de « le récupérer », « mettant en évidence dans nos travaux le bord de semblant qui situe le noyau de jouissance » . Le « récupérer » ce n’est pas imaginer qu’on peut le recycler, - charge qu’on laisse quelquefois à l’inconscient transférentiel - mais non plus le laisser à coté, c’est plutôt le prendre comme boussole permanent du réel en jeu. C’est seulement là qu’il peut faire apparaître la singularité qu’il a pour chaque sujet. Ne pas cesser de ne pas le démontrer, arriver au point limite du « je n’en veux rien savoir »... Ici, il n’y a pas de formation de l‘inconscient qui puisse arriver comme démonstration, non plus comme « exemple », mais justement comme incitation à pousser le propre du « je n’en veux rien savoir » à ce bord de semblant pour y repérer le noyau opaque de la jouissance. (Le témoignage de Bernard Seynhaeve à partir de son rêve du « pâté de tête » nous a semblé de cet ordre).

4.
Par delà les formations de l’inconscient il y a donc ce reste qui insiste hors sens. On pourrait toujours songer à le recycler dans l’inconscient, et dans un sens, c’est vrai, il y a toujours une analyse infinie, une sorte d’Analysant Expérimenté dans cette infinitude. Sa finitude est inscrite, par contre et paradoxalement, dans le « ne cesse pas de ne pas s’écrire » des manifestations résiduelles qui restent à démontrer.
Une conséquence donc à tirer de ce petit parcours : il ne suffit pas de laisser la « démonstration » de ce reste à l’inconscient et à ses formations comme un effet de vérité... toujours possible. Il ne suffit pas de le montrer comme une donnée de l’inconscient et de la logique de son savoir et de sa combinatoire signifiante. La tendance à faire des diverses formations de l’inconscient – rêve, lapsus, acte manqué ou même un symptôme – la vérification d’une fin d’analyse peut avoir l’inconvénient de masquer, jusqu’à l’effacer dans la transparence, l’impossible du rapport sexuel qui ne cesse pas de ne pas s’écrire.
Se « désabonner » de cette voie de monstration, - dans le même sens que Lacan parle de « se désabonner de l’inconscient » - implique par contre de ne pas cesser de rater sa démonstration logique. C’est aussi ne pas faire de l’inconscient dont on a fait l’expérience dans l’analyse l’alibi de la démonstration de ce reste. C’est le prendre en charge comme une boussole singulière de ce réel, pour faire de lui un reste fécond dont tirer toujours un nouvel enseignement.


*Ce texte est le produit du travail comme membre plus un, du cartel de la passe B9, de l’Ecole de la Cause Freudienne.