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17 de juny 2024

La voz áfona y lo real



Intervención en el Taller Clínico de Cochabamba  (Institut du Champ Freudien) sobre “La voz y los fenómenos elementales.” 12 de abril de 2024.




Es sabido que hay dos nuevos objetos que Lacan añadió a la conocida serie freudiana de los objetos para la satisfacción de la pulsión: el objeto oral, el objeto anal y el objeto fálico. Estos dos nuevos objetos son la mirada y la voz.

La mirada no es un objeto observable ni objetivable de manera empírica, es un objeto todavía más intangible, más evanescente, que la voz, y mucho más intangible todavía que el seno materno o los excrementos. Podemos registrar la voz en un soporte material, (ahora, por ejemplo, en un soporte digital), pero es difícil pensar cómo localizar la mirada en algún soporte. De hecho, nos parece imposible. Podemos registrar imágenes (hoy no dejamos de hacerlo a cada momento con las nuevas tecnologías), pero registrar la mirada como tal no es algo nada obvio, nada evidente (nunca mejor dicho). Sí podría parecernos que la voz, a diferencia de la mirada, es un objeto más tangible, más registrable, más material que la mirada misma. Pero es solo una ilusión.

Si llego a transmitirles de la mejor manera posible lo que aprendemos de la experiencia analítica sobre la voz como objeto, espero que lleguen a hacerse una idea de la imposibilidad de imaginarnos qué es realmente la voz, la voz como ese objeto a que Lacan localizó en su enseñanza. No sabemos qué es la voz en lo real, fuera del registro imaginario o de lo simbólico, donde nos representamos la voz como lo que la lingüística llamó “la imagen acústica” de las palabras.

Cuando se trata de la voz separada de la “imagen acústica”, de la fonética misma de la palabra, no tenemos ninguna representación simbólica. Y ello especialmente cuando se trata del fenómeno de la alucinación (de las alucinaciones llamadas auditivas), de los “fenómenos elementales” o de lo que también se llamaba, en la clínica psiquiátrica clásica, “el eco del pensamiento” del que siguen dando testimonio los casos de psicosis desencadenadas.

Señalemos en primer lugar una diferencia que encontramos en muchas lenguas, la diferencia entre oír y escuchar. Es una distinción general que podemos hacer a partir de la comprensión de la significación de una frase, de una cadena significante. Hay una gran diferencia entre oír y escuchar: la comprensión de la significación. Si lo que se oye se entiende y tiene algún significado para el oyente, decimos entonces que se está escuchando. Sin embargo, si solo se perciben los sonidos, pero no tienen ninguna significación, decimos que tan solo se está oyendo. ¿Qué es lo que se añade, entonces, al hecho de escuchar una voz que no puede reducirse al hecho físico, orgánico, de oír unos sonidos? ¿Qué se está escuchando cuando estamos en el registro del lenguaje, qué se está escuchando en una cadena significante?

Para intentar situarlo, permítanme referirme a un fenómeno que seguramente algunos de ustedes habrán comprobado, a veces con cierta sorpresa como ha sido en mi caso. Cuando leemos un texto, especialmente cuando se trata de un autor al que tenemos cierta estima, suponemos siempre una voz que no tiene nada que ver con la voz precisa de esa persona en la realidad. Construimos esa voz a medida que vamos leyendo y leyendo, sin darnos cuenta. Es una voz construida, distinta a una voz física, distinta a cualquier realidad fonética. Es algo que me ha ocurrido con algunos textos que he leído y releído antes de conocer o haber escuchado a su autor en la realidad. Yo había leído, por ejemplo, con especial gusto al escritor cubano José Lezama Lima y fui construyendo sin saberlo una voz atribuida a ese texto. El día que llegué a escuchar, no hace mucho, una grabación de José Lezama Lima leyendo sus poemas y sus relatos, tuve una experiencia muy extraña, cercana a la experiencia de lo siniestro, de una extraña familiaridad. La voz que estaba escuchando no tenía nada que ver con la que yo había construido durante la lectura de sus textos. Debo decir que me ocurrió lo mismo con la voz de Lacan, a quien había leído durante mucho tiempo sin haberlo escuchado nunca en la realidad (sin que su cuerpo, como él mismo decía, hiciera de pantalla a su enseñanza).

Pues bien, ¿de qué se trataba en esa voz que yo había construido sin proponérmelo, leyendo los textos, con rasgos muy precisos que no tenían nada que ver con la voz realmente producida por su autor? Era una voz afona, separada de todo sonido realmente emitido. Pero no por ello dejaba de ser una voz muy real, en el sentido que Lacan da a lo real, distinto de la realidad percibida. Se trata del registro de la voz tomada como un objeto. Suponemos una voz a un texto, la escuchamos realmente sin oírla en la realidad. Es un registro fuera de la comprensión, fuera de la significación o el sentido. Es el registro que nos interesa señalar para entender algo de la voz como objeto y, especialmente, cuando se trata de los fenómenos de la alucinación llamada verbal.

Lacan se dedicó largo tiempo a estudiar estos fenómenos. En su tesis de 1932, La psicosis paranoica y sus relaciones con la personalidad, tiene ya observaciones fundamentales al respecto. Pero será en su Seminario 3 sobre “Las psicosis” donde aislará este fenómeno de la alucinación como una aparición del significante en lo real, excluida, forcluida, dirá, de lo simbólico. Y será en su texto de 1958, De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis, donde dará la estructura fundamental de la alucinación verbal para situar, a la vez, esta dimensión de la voz como un objeto distinto a su realidad o imagen fónica.

Conviene, pues, leer de manera muy atenta lo que Lacan dice sobre este tema en su texto de los Escritos.



***



Son dos páginas (514-515 en la edición castellana) tan densas como cruciales sobre la alucinación y especialmente sobre la voz (están en el punto 2 de la primera parte titulada “Hacia Freud”). Les propongo leer paso a paso algunos de sus párrafos indicando algunas referencias implícitas, algunas fueron desarrolladas hace años por Jacques-Alain Miller en su Seminario dedicado a este escrito.

Lacan utiliza aquí una terminología “escolástica” (casi medieval) para hacer una crítica de las concepciones de la alucinación que sigue siendo del todo actual: percipiens (el sistema perceptivo) / perceptum (lo percibido, el objeto percibido) / sensorium (el sentido entendido a partir de los cinco sentidos clásicos: los sentidos que, desde Aristóteles, solo pueden ser cinco: el oído, la vista, el olfato, el gusto, el tacto. Veremos que, en realidad, Lacan sitúa un sexto elemento, la estructura del lenguaje, como el organizador primero, prioritario, sobre esos cinco sentidos.

Lacan empieza por reunir todas las concepciones de la alucinación (en la psiquiatría y la psicología fenomenológica de su tiempo) que tienen un punto en común: entender el fenómeno de la alucinación como “una percepción sin objeto” debida a un trastorno en el el sistema de la percepción (percipiens), un sistema equivalente a uno de los cinco sentidos determinado (el sensorium). Es un prejuicio que parece evidente, demasiado evidente: alucinar es percibir algo que no está en la realidad:

“Nos atrevemos efectivamente a meter en el mismo saco, si puede decirse, todas las posiciones, sean mecanicistas o dinamistas en la materia, ya sea [ya se trate] en ellas [de] la génesis del organismo o del psiquismo…”

Hoy podríamos distinguir estas posiciones entre las más reduccionistas (biologicistas) o las más “psicológicas” (cognitivistas), ya sea que se sitúe la causa en una alteración orgánica o en lo que se llama de manera tan difusa “lo psíquico, lo mental”. Aquí habría que referirse además al problema del dualismo cartesiano (res cogitans / res extensa) que se ha reducido ahora al dualismo cuerpo / mente, con todos los problemas que plantea y que deja irresueltos. Ver, por ejemplo, el discurso de Antonio Damasio, neurocientífico y psicólogo universitario) que cree haber sobrepasado ese dualismo en un reduccionismo biologicista: la mente sería un fenómeno emergente del sistema nervioso que se explicaría en última instancia por el aparato neuronal. Lacan pone todas estas concepciones, que siguen existiendo de una manera u otra, aunque con nombres distintos, en un mismo saco:

“si, todas, por ingeniosas que se muestren [comparten un mismo prejuicio], por cuanto en nombre del hecho, manifiesto, de que una alucinación es un perceptum sin objeto [algo percibido sin su existencia en la realidad], esas posiciones se atienen a pedir razón al percipiens [al sistema perceptivo como aquello que percibe una realidad que ya estaría dada de entrada] [piden razón al sistema perceptivo] de [la aparición de] ese perceptum [sin objeto]…”

Es decir, todas se dirigen al sistema perceptivo como soporte orgánico (al sistema Percepción-Conciencia en términos freudianos) para explicar el fenómeno de la alucinación. Pero Lacan ha partido ya de una perspectiva radicalmente diferente. La realidad no está ya ahí para el sujeto, constituida como tal para ser representada para ese sujeto a través del lenguaje reducido a un sistema de representación. El lenguaje no “representa” la realidad como un sistema supuestamente exterior a ella. El lenguaje forma parte de la realidad y, además, como sistema simbólico, la constituye como tal en la experiencia que hace de ella el sujeto. Este punto de partida es fundamental para entender la experiencia del psicoanálisis y para entender también los fenómenos de la alucinación, y especialmente de la voz como fenómeno elemental de las alucinaciones. Dicho en términos posteriores de Lacan: hay un real del lenguaje alrededor del cual se estructura la realidad.

Todas las explicaciones orgánicas, neurológicas, de la alucinación fundan su investigación en atribuir la alucinación a un trastorno de la percepción:

“…sin que a nadie [sigue escribiendo Lacan] se le ocurra que en esa pesquisa se salta un tiempo, el de interrogarse sobre si el perceptum mismo deja un sentido unívoco al percipiens aquí conminado a explicarlo.”

Hay un tiempo lógico fundamental que no se tiene en cuenta. El objeto percibido no es un dato empírico, en bruto, que ya está ahí en la realidad esperando a ser percibido. El objeto percibido es un producto del lenguaje, de una operación simbólica que no es unívoca. Un objeto puede tener diversos sentidos dependiendo de la estructura de lenguaje en la que tenga lugar con un uso y una existencia particulares. Y ese tiempo está marcado por la lógica de la retroactividad entre dos significantes: S1 -- S2.

La significación de una cadena significante es retroactiva. “El lenguaje, decía José María Valverde, es eso: uno empieza una frase… y tiene que terminarla de alguna manera”. Depende de cómo la termine, del lugar y momento en que ponga un punto y aparte, o un punto final, una coma, una escansión, se producirá una significación distinta.

***

Voy a hacer un breve excurso con un ejemplo para entender mejor esta dimensión del equívoco del significante con respecto al objeto. Es una bonita observación que encontramos en la obra de Ignace Gelb, un estudioso de los sistemas de escritura, en su libro “La historia de la escritura”. Veremos cómo el objeto se convierte en soporte del significante y cómo su precepción se hace entonces equívoca. Se trata de un curioso ritual que Gelb observó en la tribu africana de los yorubas y que consiste en lo siguiente: un hombre envía a una mujer un objeto enigmático, tan enigmático como seis rosquillas ensartadas en una rama, y recibe después, como respuesta, ocho conchas hilvanadas en una cuerda. Después el hombre y la mujer se casan. Podríamos preguntarnos si es un ritual vinculado a la alimentación, pero, en realidad, es un intercambio simbólico. Son dos cartas de amor. Hay que saber que en la lengua de los yorubas la palabra efan quiere decir seis, pero también quiere decir enamorado. Y la palabra eion quiere decir ocho, pero también de acuerdo. Es decir, hay que conocer esta estructura significante previa para entender que estos objetos son los soportes de dos cartas de amor, son significantes en los que hay que saber leer un mensaje de amor. Pero eso ocurre solo a partir del equívoco significante de las palabras efan y eion, que quieren decir cada una dos cosas diferentes. Es un ejemplo interesante porque los historiadores están seguros de que hay lenguaje y escritura solo a partir del momento en que hay un equívoco significante. Es decir, no basta un código donde un término remite de forma unívoca a un significado, sino que, para que exista un lenguaje y una escritura, es preciso que un elemento, un objeto convertido en significante, remita al menos a dos significados distintos como en este caso. Alguien podría decir que se trata aquí de un código. Pero es algo más que un código, porque en un código un signo remite solo a un significado, mientras que aquí no. Aquí un significante remite al menos a dos significados. Y no solo eso. Lo importante es que, gracias a este equívoco, los objetos en juego, las rosquillas, las conchas, la rama, etcétera, se convierten —se transforman— en significantes, en letras que hay que leer, que sen da a leer, hay que interpretar, que hay que descifrar. Y por eso estos dos objetos son dos cartas de amor que se interpelan. Esto es lo que hace que un objeto se convierta en significante. La posibilidad del equívoco significante es lo que atrapa a un objeto para transformarlo en letra.

Este registro de la letra y del equívoco será de gran importancia para Lacan en la clínica de las psicosis. No es por nada que entre su Seminario 3 dedicado a “La psicosis” (1955-56) y este escrito de 1958 se encuentra su escrito sobre “La instancia de la letra en el inconsciente…” de 1957. El soporte material de la letra en la estructura de lenguaje y su tiempo lógico, subjetivo, está implicado en la lógica de la alucinación.

***

Ahora bien, este proceso en el que el objeto queda significantizado en la estructura de lenguaje requiere de un tiempo lógico siguiendo la retroactividad de la significación en la cadena significante (S1-->S2 / a). En este proceso, el objeto deja de ser un objeto empírico, idéntico a sí mismo para elevarse a la categoría de significante, incluso de símbolo, un significante que no será unívoco sino equívoco. A falta de esta simbolización primera (a falta de esta Bejahung, afirmación primaria), por la que el significante y el objeto se distinguen, el significante mismo se convierte en un objeto en lo real. Y ese será para Lacan el prinocio lógico de la alucinación: es la percepción del significante en lo real.

Ese objeto, a falta de ser simbolizado, a falta de tener su lugar en lo simbólico por la acción del significante, reaparece en lo real sin distinguirse del significante mismo. Es lo que Lacan llama en este momento “forclusión”: lo no simbolizado reaparece en lo real. Es también lo que en el Seminario III Lacan llamada: la aparición del “significante en lo real”. El significante mismo es real.

En todo este proceso, ya sea ordenado en lo simbólico por la cadena significante o ya sea por el mecanismo de la forclusión, hay un tiempo lógico inherente al lenguaje hasta que el sujeto da un sentido a ese objeto. El objeto no se percibe de la misma manera en cada caso, depende de la estructura del lenguaje en el que está inmerso el sujeto (si no formo parte del mundo de los Yorubas, puedo pensar que ese hombre y esa mujer están delirando, están alucinando mensajes de amor). El perceptum, el objeto percibido, no tiene pues una existencia en bruto, es un producto de la relación del sujeto con el significante que supone un tiempo lógico S1--S2.

Todo el problema, de la alucinación y de la voz como objeto se sitúa para Lacan en este tiempo lógico del significante. Sigue escribiendo:

“Este tiempo debería parecer sin embargo legitimo a todo examen no prevenido de la alucinación verbal, por el hecho de que no es reductible, como vamos a verlo, ni a un sensorium particular [sentido perceptivo] ni sobre todo a un percipiens en cuanto que le daría su unidad.”

El tiempo del significante no es el tiempo cronológico medible con el reloj. El tiempo del significante es un tiempo lógico (siguiendo aquel otro texto anterior de Lacan sobre “El tiempo lógico y el aserto de certidumbre anticipada). El tiempo del significante es un tiempo doble:

1 — el tiempo de una anticipación: cuando empiezo a escuchar una frase anticipo su significación. Hago una “atribución subjetiva” a lo que escucho, aun sin entender bien de qué se trata. Ocurre, por ejemplo, cuando escucho una lengua extranjera que desconozco: intento anticipar una significación… hasta que llegado un momento concluyo que no entiendo nada.

2 — el tiempo de una retroacción: cuando termina la frase encuentro la significación de lo que no llegaba a entender desde un principio.

En todo este tiempo hay un objeto, una voz, que atraviesa los distintos momentos, un objeto que es distinto a la voz en su realidad fonética, una voz que supongo a la cadena significante (una voz que puede ser familiar o extraña, amiga o extranjera, imperativa o no). Es esa voz la que es inherente al hecho del lenguaje y que puedo situar en un lugar o en otro: en lo imaginario, en lo simbólico o en lo real.

Si esa voz se me anticipa en lo real antes de encontrar yo una significación, estamos en el campo de la alucinación, del fenómeno elemental.

Así es como va a seguir el texto de Lacan:

“Es un error en efecto considerarla [considerar la alucinación verbal] como auditiva por su naturaleza [es decir, no se trata de la audición, no se trata del aparato perceptivo o del sentido del oído, no se trata de la realidad fonética de la voz], cuando es concebible en última instancia que no lo sea en ningún grado [y ahí Lacan pondrá un ejemplo que habrá que seguir de cerca en sus referencias implícitas] (en un sordomudo por ejemplo, o en un registro cualquiera no auditivo de deletreo alucinatorio)…”

Es decir, que incluso en el caso de un sordomudo (de nacimiento) podemos encontrar este registro de la voz, y también la posibilidad de que se den alucinaciones verbales.

Esta es una referencia implícita y sorprendente del texto de Lacan a una observación que seguro conocía y tenía presente al escribir estas líneas: A Cramer, psiquiatra del siglo XIX en Götingen, que escribió un precioso texto titulado “A propósito de las alucinaciones e los sordomudos enfermos mentales” (Berlin 1896, traducido y publicado en francés en Analytica 28, revista de nuestros colegas de la ECF, con una introducción de su traductor, Jacques Adam).

Voy a citarles y a comentar algunos pasajes de este artículo muy interesantes para nuestro tema.

Se trata del estudio de ese fenómeno clínico que la psiquiatría del siglo XIX describió como “voces interiores”, como “el pensamiento formulado en palabras”, o como “doble pensamiento”, o también Nachsprechen der Gedanken: retroacción verbal o hablada de los pensamientos, o como “eco del pensamiento”, y que después el psiquiatra Clérambault (el “único maestro en psiquiatría” que Lacan reconocía) llamó “automatismo mental”. Lacan dirá que “no hay nada más natural que el automatismo mental” en el ser humano. Es decir, que estos fenómenos “patológicos” de la alucinación verbal, de la aparición de una voz en lo real (del cuerpo) nos indican algo que es estructural en el lenguaje para cada ser hablante. Si me permiten el exabrupto, un poco exagerado, diré que finalmente es el lenguaje mismo el que es un automatismo mental, el que introduce en cada cuerpo hablante esa voz áfona que escribimos con el objeto a.

Cramer estudia varios casos de alucinaciones verbales, y eso es lo que llama la atención a Lacan, en sujetos sordomudos (y algunos que eran sordomudos de nacimiento, es decir, que no habían podido tener una experiencia de la imagen sonora de la voz; pero eso no impide que no estuviera en juego esta otra dimensión de la voz que estamos estudiando en lo real del cuerpo y que está en el principio lógico de las alucinaciones verbales). Los testimonios recogidos por Cramer son, por supuesto, por escrito ya que los sujetos no disponen de la palabra hablada, o solo de manera muy precaria.

En un primer caso se trata de una paranoia, un sujeto que tiene la certeza de ser perseguido, y que dice: “es extraño, siempre escucho que (me) llaman: ¡Príncipe! ¡Emperador!” Al preguntarle de dónde provienen esos mensajes que se refieren a él, el sujeto explica que nacen de una “máquina”: “La máquina dice que el hombre joven que estoy pintando [es alguien que pinta cuadros de cierto valor] es del todo inconveniente, que el cuadro es una falsedad muy curiosa, y la máquina añade: Emperador, Príncipe…” Cramer observa la paradoja de que “el paciente no puede oír el tic tac de un reloj pegado a su oreja, ni ruidos comparables al de una gran campana de una iglesia”. Pero está comprobado que alguien sordo de nacimiento puede “traducir”, por decirlo así, las vibraciones producidas por un ruido, por un sonido, en su cuerpo en representaciones simbólicas. Este sujeto podía, por ejemplo, “escuchar” la melodía de un piano “por contacto”, poniendo las palmas de su mano en la caja de resonancia del instrumento.

Cuando Cramer le pregunta quién dice “¡Principe!”, el sujeto responde: “Ese llamado, no lo he escuchado, lo he leído en los pensamientos. La máquina registra los pensamientos de manera muy exacta, como un telégrafo, funciona como un teléfono. Con la máquina todo es posible”. Esa máquina está, por supuesto, en su cuerpo y es la propia estructura del lenguaje.

Cuando Cramer le dice que “tal vez esté siendo víctima de una alucinación”, el sujeto responde de manera ejemplar: “Tal vez sea una gran alucinación de los sentidos, no es algo que escuche [en el sentido fonético, material del sonido], sino que se transmite “por vías invisibles, por supuesto” cercanas al “magnetismo”.

Otro sujeto sordomudo aquejado de alucinaciones verbales y del eco del pensamiento le dirá a Cramer: “Mi cerebro habla”. De hecho, es algo tan “normal” como cuando alguien (un neurocientífico también) dice: “Mi cerebro piensa”. ¡Es también una atribución subjetiva como cualquier otra!

Y Cramer, con una lucidez extrema, comentará lo siguiente:

“El eco del pensamiento puede penetrar en un entorno sano y puede tomar entonces formas atenuadas. Este síntoma se produce, pues, también en un sujeto que goza de una salud mental perfecta y lo he podido constatar recientemente en un colega que no presentaba ningún trastorno mental”.

Es una observación que deberían tener en cuenta los neurocientíficos de hoy (no digo ya los psiquiatras, porque la psiquiatría, de hecho, la clínica psiquiátrica de este estilo, ha desaparecido como tal). Es decir, que este registro de la voz es enteramente “normal” en el ser hablante. (Hay muchos testimonios que podemos encontrar de ello. Por ejemplo, el gran escritor Vladimir Nabokov, tiene observaciones de este orden en su autobiografía).

La conclusión de Cramer es llamativa: “puedo concebir el eco del pensamiento sin intervención de las imágenes motrices de palabras”, es decir, sin las imágenes sonoras correlativas en el oído como sentido de la percepción.

En la alucinación verbal no se trata pues, de la “imagen sonora”, del sonido como realidad física, sino de otra cosa: de una anticipación de la significación en la cadena significante y de una atribución subjetiva a esta misma cadena significante.

Anticipación de la significación en la cadena significante y atribución subjetiva de una voz distinta a su imagen sonora: son los dos términos que Lacan introduce aquí para seguir la lógica de la alucinación verbal como un efecto del significante en lo real del cuerpo. Y va a referirse también a otros psiquiatras de la época que habían situado esta lógica, aunque sin poder descifrarla, en las alucinaciones verbales en sujetos no sordomudos, a través de lo motricidad de los órganos vinculados al habla (la lengua, las mandíbulas):

“Las clínicos han dado un paso mejor al descubrir la alucinación motriz verbal por detección de movimientos fonatorios esbozados. Pero no por ello han articulado dónde reside el punto crucial: es que, dado que el sensorium [el sentido del oído] es indiferente en la producción de una cadena significante: (…)”

Y ahí Lacan enumerará tres fórmulas fundamentales vinculadas al fenómeno de las alucinaciones verbales:

“1o. ésta [la cadena significante] se impone por sí misma al sujeto en su dimensión de voz;”

Es decir, la cadena significante (ya sea como pensamientos o como frases efectivamente escuchadas) se impone como tal al sujeto como una voz (una voz áfona, pero una voz finalmente tan real, o más todavía, como la efectivamente escuchada)

“2o. toma [esta voz de la cadena singificante] como tal una realidad proporcional al tiempo, perfectamente observable en la experiencia, que implica su atribución subjetiva;”

Es decir, hay un tiempo (no cronológico: puede ser una milésima de segunda, pero también puede ser todo un día o mucho más; es un tiempo lógico) en que el sujeto termina por atribuir un sujeto a esa voz. Ese tiempo será analizado por Lacan en su famoso ejemplo, en las páginas siguientes, del caso de la alucinación que se conoce como “¡Marrana!”, y que no voy a comentar aquí.

3o. su estructura propia en cuanto significante es determinante en esa atribución que, por regla, es distributiva, es decir con varias voces, y que pone pues, como tal, al percipiens, pretendidamente unificador, como equivoco.”

Es decir, lo importante es la estructura significante del fenómeno clínico, de la alucinación que supone esa atribución de un sujeto a la voz. El sujeto puede creer que es él mismo (es lo que suele hacer el sujeto “normal”) o bien puede concluir en la certeza de que es Otro, el Otro (el vecino, pero también cualquier lugar al que atribuya esa voz). Y es una polifonía, con varias voces posibles, que muestran que la función de la percepción no es unificadora en absoluto. Se trata más bien de una coral de varias voces, separadas entre sí o bien que se van encadenando como sucede en un canon musical.

***

Voy a dar un último ejemplo clínico de un sujeto que recibí hace años en mi consulta y que siempre tengo presente a la hora de plantear el tratamiento posible de la psicosis en el dispositivo analítico.

En un primer encuentro, un sujeto me explica que, estando en la playa hacía unos días, sintió que las olas le hablaban. Era una alucinación, no era una falsa percepción como podría pensar todavía alguien formado en la psiquiatría o la psicología de nuestros días. El murmullo de las olas se convirtió en una alucinación, en la aparición de un significante en lo real (diremos retomando la indicación de Lacan en su Seminario 3 sobre “Las psicosis”). Era un mensaje que se dirigía a él en lo que Lacan llama un fenómeno de alusión. Fue el momento de un desencadenamiento en el que se sintió observado por todos los que estaban en la playa. Ahí, aparejada a esa alucinación verbal en las olas de la playa, aparece el otro objeto lacaniano, la mirada, una mirada que se extendía a toda la playa en su conjunto, como un espacio opuesto al rumor de las olas que le hablaban. No podía ni quería girarse, porque no había necesidad de verificar que todos los estaban observando, era una certeza. Por lo demás, en su delirio, todos le hacían culpable de un problema surgido en su familia entorno a una herencia y que sería largo de explicar. Entonces, durante la entrevista, sucede que suena el teléfono y mantengo una breve conversación. Solo colgar el teléfono, el sujeto me dice con igual certeza: «era la policía, ya saben que yo venía a hablar con usted». A partir de ahí, estaba claro que no era nada fácil de manejar mi lugar en la transferencia. Mantuve todas las entrevistas cara a cara con este sujeto, aunque en muchos momentos sin mirarlo directamente, poniendo mi mirada un poco de lado y hablando, cuando lo hacía, un poco de costado, sin dirigirme directamente a él. Pero esa mirada y esa voz estaban ahí, localizadas como una señal de que, al menos, no estaban en todas partes dirigidas a él.

Esta dimensión de la mirada y de la voz como objeto no tiene nada que ver con la dimensión de la visión o de la audición. En este caso, su lugar no estaba localizado en lo simbólico y reaparecía en lo real de manera alucinatoria, siempre con estas dos características: una anticipación de la significación en la cadena significante (con una certeza imborrable, incuestionable sobre esa significación) y una atribución subjetiva sobre el lugar desde el que se originaba esa cadena significante.

Es esta voz áfona, que se impone para el sujeto en lo real, la que anida en todos los fenómenos de automatismo mental o de las llamadas “alucinaciones verbales”, pero también en la forma que tenemos, cada uno, de escuchar la voz en cada lengua.





[1] Jacques-Alain Miller, “Jacques Lacan y la voz”, en Freudiana 21, Paidós, Barcelona 1997, p. 17.
[2] D. P. Schreber, Memorias de un neurópata, Ed. Petrel, Buenos Aires 1978, p. 173
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11 de març 2018

After Bach



















A la memoria de Serge Cottet

Escribir sobre música —dicen que decía Frank Zappa— es más o menos como bailar sobre arquitectura. Es decir, imposible. Tal vez por eso lo intentamos. Sobre música sólo se puede hacer música, no vale hacer de ella una forma de expresión —como dicen todavía— de la que podríamos obtener una traducción en palabras. Ni tan solo una transliteración.

Esto viene a cuento después de haber escuchado el disco After Bach de Brad Mehldau, tal vez la interpretación —una suerte de reescritura— más impactante que hemos conocido de Bach, con el permiso de Glenn Gould. Ya querríamos nosotros saber interpretar a Bach para leer como conviene esta obra de uno de los mejores pianistas que no dejamos de escuchar, siempre con la sorpresa sonora que atraviesa el lenguaje. ¡Como si fuera posible hacer música desde afuera del lenguaje! Y es que el propio Brad Mehldau nos lo avisa, cuando relee el dicho de Stravinsky, en su escrito Wisdom in music (léanlo, se encuentra en su Web): “We cannot put in words what is essential about music.” Brad Mehldau va un poco más lejos: “It is probably more reasonable to say that we cannot put in words what is essential about anything.” La música, entre las palabras y lo inefable. Y a pesar de ello, acaba escribiendo Brad Mehldau, la música nos habla. Y, como en el caso del autismo —sí, hay siempre una suerte de autismo en la música, en su goce que se repliega sobre sí mismo—, seguramente tenemos alguna cosa para decirle.

Topamos entonces con el objeto de la voz, aquel objeto a que Jacques Lacan aisló del común de los objetos perceptibles, el objeto silencioso que anida en cada sonido, o entre ellos, el objeto que nos es tan cercano como ajeno y que se nos aparece en la música como si fuera posible hacerlo presente fuera del lenguaje, fuera del discurso de las palabras al menos. ¿Podemos hablar entonces del “lenguaje de la música”? Sólo por un abuso, precisamente, de lenguaje. Del transcurso de la materia sónica en el tiempo —de hecho, ese es el real de la música— podemos construir una lógica, la de las notas y sus intervalos, podemos hacer también una escritura en el pentagrama. Pero de la música no podremos hacer nunca un lenguaje en sentido estricto, aquel lenguaje doblemente articulado en fonemas y monemas como exigía la lingüística de André Martinet. También sería abusivo hacer de ella una sintaxis y una semántica, por mucho que queramos estirar la analogía entre música y lenguaje. Tal vez más cercana a lo real de lalangue —la lengua escrita todo junto, de la que Lacan decía que el lenguaje es sólo una elucubración—, la música es antes que nada un goce del cuerpo que habla, una satisfacción pulsional que resuena en todo el cuerpo. Y es por ello que sí se puede bailar la música. Tal vez no haya modo de no bailarla, por poco sensibles que seamos a su impulso, aunque sólo sea tamborileando los dedos sobre la mesa para seguir el ritmo de una canción.

Lo que es seguro, añade Brad Mehldau, es que la música no es ninguna forma de expresión de un sentimiento o de una idea previa, como quieren hacer creer algunos teóricos al describir la experiencia musical. La presencia pulsional que la música introduce en el cuerpo, su objeto a, no es interpretable —en todos los sentidos de la palabra— a partir de otros circuitos pulsionales. Podemos tocar, ver o degustar la música sólo a través de una metáfora sinestésica, aunque músicos como Skriabin o Sibelius hayan querido hacer de esta sinestesia un cierto método. De la misma manera, otro teclista ilustre, Keith Jarrett, se quejaba un día al público interrumpiendo un concierto en directo cuando le hacían fotografías —¡Cuándo entenderán que la música no se puede fotografiar! Tete Montoliu, otro pianista que nos es cercano, también lo sabía, incluso diríamos que gracias a la experiencia personal que le imponía su ceguera de nacimiento.

Vayamos pues a escuchar After Bach. After, después, pero no Beyond, más allá. Mehldau toca cinco de los cuarenta Preludios y Fugas canónicas de Bach intercalando cinco respuestas suyas, cinco resonancias que la escritura del músico barroco ha producido en su cuerpo. Todo ello con un preludio —Before Bach— y un final —Prayer for Healing— que dejan el conjunto muy abierto a su audición. Por ejemplo, después de una fina interpretación del Preludio número 3 en Do sostenido Mayor, Mehldau nos ofrece un Rondo que vuela ligero escaleras arriba para hacérnoslas bajar de inmediato con el vértigo de quien descubre el laberinto sonoro que lleva, inevitable, el sello de Bach. Reconocemos en él el plano del laberinto, muy bachiano, pero nos distraemos gustosos en las idas y vueltas, en las disonancias y contrapuntos, muy mehldanianos, que nos conducen por pasillos que no habíamos escuchado nunca pero que sabíamos que estaban allí, como aquella parte de nuestra casa que no conocíamos y que se nos aparece, extraña, en los sueños. Y así una pieza tras otra, haciendo un injerto del barroco musical con el jazz más transversal de nuestros días. Nada que ver con la operación, más o menos fallida, de interpretar a Bach a ritmo de swing, lectura tan agradable como culturalista que hizo, por ejemplo, un Jacques Louissier  en los años sesenta. No, Mehldau nos muestra los planos de la casa de Bach alzados con la tinta invisible de su objeto a, de la voz que le habla y que sabe hacernos escuchar entre silencios sabiamente dispuestos en el pentagrama. De hecho ¿no es eso mismo lo que Bach hizo con la frase inicial, el aria de quien siempre se discute la autoría, a la hora de construir sus inolvidables Variaciones Goldberg? El tema de partida, treinta y dos compases —algunos sostienen que los ocho primeros son ya una cita de una Chacona de Haendel—, es el plano de un edificio que se irá construyendo en una serie de variaciones de una implacable lógica interna. Quiere decir que Bach, a partir de la cita de otro, desarrolla una serie de citas recursivas sobre su propio tema de partida. Todo ello, hay que recordarlo, para suavizar las noches insomnes del conde von Keyserlingk. Y la  implacable lógica interna no disminuye en nada su libertad en la composición. Hasta llegar a Mehldau citando a Bach.

Entendemos entonces que la música de Bach atraviesa buena parte de las músicas que se han hecho después —la de Brahms, la de Bartok, la de John Coltrane o la de Miles Davis— así como buena parte de las músicas posibles que se puedan hacer hoy. Sólo que algunas no lo saben todavía. Mehldau lo sabe y es un gusto que nos lo haga saber con After Bach.


19 de març 2016

La voz como objeto

Claude Debussy


















Presentación de “Incidencias del objeto voz en la clínica psicoanalítica”, una tesis de Ruth Liliana Gorenberg
  

Un sonido brillante, un color chillón… Basta detenerse un poco en estas expresiones de la lengua —sinestesias, incluso metáforas calcinadas que ya no escuchamos ni vemos como tales—, para entender que el objeto de la voz y el objeto de la mirada le deben buena parte de su naturaleza al significante y a sus operaciones en la estructura del lenguaje. Y que pueden entonces cruzarse y substituirse recíprocamente, hasta llegar a ver un sonido o a escuchar un color, hasta poder percibir un ruido que mira o una imagen que suena. La clínica clásica de las alucinaciones, de la que el lector encontrará un excelente análisis en varios pasajes de este libro, nos muestra muchos ejemplos de esta operación que sólo puede descifrarse a partir de dos axiomas lacanianos: la alucinación es un hecho de lenguaje, la percepción está estructurada por lo simbólico en el ser que habla. Entonces, el objeto de la percepción no es ya un dato de la realidad, dado de entrada, sino una sutil formación estructurada como un lenguaje que no se distingue de la propia estructura subjetiva, de aquello que la clínica analítica localiza como el fantasma. Ya no será entonces tan apropiado hablar del “objeto de la voz” y del “objeto de la mirada” como fenómenos puramente perceptivos sino más bien de la voz y de la mirada como objetos de la pulsión atrapados en las redes del lenguaje, fijados en la estructura del fantasma de un modo tan singular para cada sujeto como singular es su experiencia de goce y de sentido de esos objetos.
El objeto voz tiene sin embargo una particularidad con respecto al objeto mirada que el arte de Marcel Duchamp supo indicar con un preciosa fórmula: “Se puede mirar ver. ¿Acaso se puede escuchar oír?” La reversibilidad del objeto mirada parece resistirse en el caso del objeto voz de una manera que escapa a esta duplicación o elevación a la segunda potencia propia del registro de lo imaginario. Sólo en la suspensión de un silencio tácito, un silencio que sería idéntico a su propio decir, un silencio que diría el hecho mismo de escuchar, podríamos intentar localizar este punto imposible en el que alguien escucharía oír. Algo así sucede a veces en la intimidad de la experiencia analítica, donde el diván hurta al sujeto la posibilidad de reintroducir su discurso en el espacio imaginario de la mirada del otro, cuando un silencio llega a ser tan o más elocuente que una largo discurso efectivamente dicho. ¿No es entonces, en el silencio del analista, cuando casi parece que se podría escuchar oír —¿o bien oír escuchar?— al Otro en su discurso? Allí se hace presente un real de la lengua que implica la imposibilidad de la reciprocidad o de la duplicación imaginaria que solemos evocar con la fórmula de Lacan: no hay Otro del Otro. No hay, en efecto, Otro del Otro que pueda escuchar que se escucha, ni oír que se oye… En este punto de imposibilidad de representación del acto de escuchar, de representarse también al Otro y a uno mismo en el acto de escuchar, aparece sin embargo una presencia irreductible, una presencia que toma la consistencia de un objeto, ese objeto que la enseñanza de Jacques Lacan formalizó con su famoso objeto a.
La voz como objeto revela entonces su naturaleza más escondida, la de una presencia silenciosa que atraviesa significantes y lenguas diversas, momentos cruciales en la vida del sujeto que han quedado marcados por una experiencia de satisfacción pulsional, ya sea de placer o de displacer, una experiencia de goce en todo caso que hace del objeto a el ombligo alrededor del cual se ordenan las significaciones más o menos ruidosas de esa vida. En cada uno de sus nudos, este objeto a sigue permaneciendo silencioso como el ombligo más real de la realidad, como la misma razón de su consistencia.
Es ahí también donde la fonética —el estudio de los sonidos físicos del discurso— se distingue necesariamente del fonema —la unidad fonológica mínima en cada lengua— en el que ese discurso articula sus significaciones.
Este es precisamente el punto de partida, tanto lógico como expositivo, de la excelente tesis de nuestra colega Ruth Gorenberg que el lector tiene en sus manos y que tenemos el gusto de presentarle gracias a su amable invitación. Es una investigación, tan minuciosa como amena, del recorrido del objeto voz en la enseñanza de Jacques Lacan, de su incidencia en la clínica psicoanalítica siguiendo la paciente construcción de su consistencia lógica. Y es también una enseñanza, en el sentido que este término tiene en el Campo Freudiano más allá de su significación en el discurso universitario: no se trata sólo de la elaboración de un saber sobre su objeto, se trata de la experiencia misma de ese objeto para extraer de ella un saber siempre inédito. Y ello siguiendo las huellas de la experiencia clínica, desde la de los clásicos de la psiquiatría hasta la clínica más elaborada de los testimonios que en las Escuelas de la Asociación Mundial de Psicoanálisis llamamos “clínica del pase”, donde estos testimonios obtienen el más alto grado de densidad subjetiva.
El lector atento sabrá escuchar así en este recorrido las distintas modulaciones que el objeto voz tiene en la enseñanza de Lacan, hasta encontrar aquel “acorde resolutivo” que él mismo evocó muy pronto (cf. su texto “Intervención sobre la transferencia”, en la página 204 de los Escritos) como la anticipación de la melodía en la “frase musical” de la transferencia, la que mueve y agita a cada sujeto en su relación con el inconsciente y en su relación con el saber del psicoanálisis.
Una vez allí, seguirá siendo cierta aquella sentencia de Claude Debussy que vale tanto para la experiencia musical como para la definición de la propia transferencia: “Es el espacio entre las notas lo que define la música”.
Es a recorrer este espacio que las páginas que siguen convocan al lector.