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26 de juny 2014

Españoles, un esfuerzo más…
















La secuencia ha sido rápida, muy rápida, y más bien extraña para los usos y costumbres monárquicos.

2 de Junio: inesperada abdicación del rey Juan Carlos I, anunciada por televisión no por él mismo sino por el Presidente del Gobierno español. Unos meses antes, el propio Juan Carlos había declarado de forma explícita e insistente su deseo de no abdicar, de seguir hasta el final, como se espera de un rey, a pesar de sus problemas de salud, de las críticas crecientes a su persona y a los integrantes de la familia real. Poco después, el rey pronuncia un discurso por televisión explicando su abdicación, visiblemente emocionado. Es sabido que hubo que grabar dos veces el discurso porque rompió a llorar a mitad de la primera grabación.

11 de Junio: debate y votación en el Congreso español de una ley orgánica para regular de forma urgente la abdicación. La ley es aprobada por gran mayoría, con la abstención de nacionalistas (catalanes, vascos y canarios) y con el voto en contra de la izquierda plural (alternativa, ecologista y federalista). El partido socialista, de “alma republicana” —su presidente Pérez Rubalcaba dixit— ha mostrado esta vez un cuerpo monárquico. Cuerpo casi del todo unificado, con la excepción del diputado socialista vasco, Odón Elorza, que se abstiene. Varios diputados reclaman un referéndum para decidir la forma de estado que quiera darse España: monarquía o república. Los sondeos en la calle dan como resultado una mayoría de españoles a favor de la consulta, del “derecho a decidir” —la misma expresión con la que en Catalunya se reclama una consulta para la independencia—, especialmente entre los más jóvenes de la población que no conocieron el final del franquismo, cuando el dictador designó al rey como sucesor.

17 de Junio: el Senado aprueba la ley por amplia mayoría. Según las encuestas, el apoyo a la monarquía sigue cayendo en España, por debajo de la mitad de la población. Más de la mitad verían bien un referéndum: monarquía o república.

18 de Junio: el rey sanciona la ley de abdicación en lo que es su último acto en el Palacio Real.

19 de Junio: proclamación del nuevo rey, Felipe VI, con menos pompa de la habitual y menos gente en las calles de Madrid de la esperada. Para más extrañeza, el rey padre no está presente en la proclamación, —“para no restarle protagonismo”— como tampoco está presente parte significativa de la familia real, imputada por conocidos casos de corrupción. Las ausencias son más llamativas en este proceso que las presencias.
En efecto, todo muy rápido. En total, no más de diecisiete días para precipitar la urgente sucesión de un reinado de treinta y nueve años.

Pero el calendario sigue: un día después, el 20 de Junio, se registra en el Congreso la enmienda de una ley para aforar al antiguo rey Juan Carlos, es decir para protegerlo de toda querella penal o demanda civil, dejando sólo al Tribunal Supremo la posibilidad de juzgarlo. Se especula desde hace tiempo con la serie de demandas judiciales que penden sobre su persona, además de las que se siguen contra parte de la familia real y que, una vez producida la abdicación, pueden encontrarlo en una situación que deja de ser inviolable jurídicamente. Desde la demanda de paternidad de un supuesto hijo bastardo doce años mayor que Felipe, pasando por el rosario de demandas de corrupción que vienen salpicando los últimos años a varios miembros de la familia real.

Decididamente, la España del siglo XXI no quiere que un rey viva como un rey. En otro tiempo, un rey podía cazar todos los elefantes que quisiera, tener aventuras e hijos bastardos, acoger bajo su manto cualquier operación por oscura que pareciera. Una vez el “semblante” de la monarquía ha entrado en declive —sí, es cierto, siguiendo el declive de la imago paterna vaticinada por Lacan—, parece difícil su restauración estable con una sucesión hecha de manera demasiado forzada y precipitada.

La urgencia de todo este rápido proceso de sucesión no podría entenderse sin situar los dos temas mayores que hoy determinan la política del gobierno actual en el Estado español, dos temas ante los que sigue faltando una respuesta clara y precisa. El primero es el proceso imparable en Cataluña del así llamado “derecho a decidir” sobre la independencia, proceso que tiene marcada el 9 de Noviembre una cita en las urnas. El segundo es la aparición súbita, disruptiva y decidida, del movimiento “Podemos”  yes, we can— surgido desde una izquierda atípica, desde los movimientos de base y asociaciones ciudadanas, y que ha obtenido nada menos que cinco diputados en las elecciones europeas ante el claro descenso de los dos partidos que hasta ahora tienen la mayoría en el Congreso, el Partido Popular en el poder y el Partido Socialista en la oposición.

La esperanza monárquica de ambos partidos, y paradójicamente también la de algunos que se sienten con “alma republicana”, es que el joven rey Felipe VI haga posible una suerte de segunda transición que la propia democracia española no ve hoy cómo llevar a cabo. La primera transición, cada vez más discutida por lo que dejó a la sombra, fue la del franquismo a la democracia a finales de los setenta. Esta segunda transición debería rehacer los lazos rotos entre una España improbable y una Catalunya y un País Vasco que miran más hacia Europa que hacia ella. Difícil tarea para un rey que, siguiendo la dinastía borbónica, hereda el nombre de Felipe V, el rey que abolió las instituciones catalanas (gobiernos y universidades) en 1715.

Pero esta "segunda transición" debería también hacer posible la restauración de los puentes de un pacto social que se han venido abajo en unos tiempos de feroz neoliberalismo, una maquinaria infernal que se sigue alimentando de la llamada “crisis” y de sus falsas salidas. Todo muy difícil para un rey, especialmente en una época en que las monarquías están en declive.

Los “semblantes” tienen en efecto su importancia. Y en primer lugar los semblantes que dejan de escribirse. Señalemos dos pequeños detalles nada banales en el maquillaje de los símbolos en juego en esta sucesión. Se trata de dos elementos que se borraron en el escudo del hoy rey Felipe VI con respecto al de su antecesor, su padre Juan Carlos I, aparentemente por considerarse “simbología franquista”. Pero conviene saber también de dónde provienen.




Escudo de Felipe VI                                  Escudo de Juan Carlos I

El primero es la Cruz de Borgoña, el aspa roja cuarteada, emblema que había sido introducido en España en 1506 por el rey francés Felipe I el Hermoso tras contraer matrimonio con la reina Juana I de Castilla. Era el signo distintivo de la casa real de su madre, María de Borgoña. De símbolo de la unión hispano-francesa pasó a ser símbolo del imperio español allende los mares. Se ha convertido después en símbolo de los movimientos carlistas más reaccionarios.

El segundo es más enigmático por más evidente. Han desaparecido el famoso yugo y las flechas atadas con nudo gordiano, símbolos franquistas y falangistas por excelencia. Conviene saber sin embargo que su origen se encuentra en una alianza en la que se ha intentado fundar desde siempre el imposible mito de origen de la nación española. Es conocida la referencia a los Reyes Católicos, Isabel y Fernando, para dar cuerpo a este origen en el enlace entre el reino de Castilla y el reino de Aragón. La Y de “Ysabel” quedaba simbolizado en el “yugo”, la F de “Fernando” en las “flechas”. La instancia de la letra ofrece aquí otro sentido a esta elisión al dejar de escribirse la real relación entre los sexos que fundaría la unidad de España.
El primer discurso de Felipe VI ha querido incidir de manera especial en este corte histórico, sin demasiadas esperanzas por otra parte: "Una nación no es sólo su historia, es también un proyecto integrador, sentido y compartido por todos". Tal como se ha señalado ya desde distintos lados del arco parlamentario, es precsiamente este proyecto –integrador y compartido– lo que se ha visto roto para muchos ciudadanos, no sólo catalanes y vascos.

Así pues, seguimos en el Estado español la conocida fórmula lacaniana sobre el padre: del rey a lo peor. Cuando lo que queda de la pura pérdida de los “semblantes” ya no alcanza, se escucha la voz: ¡Españoles, un esfuerzo más si queréis ser republicanos!


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