(Presentación del libro el 20 de septiembre de 2024, con Patricia Moraga, Jesús Santiago y Silvia Tendlarz)
¿Qué supone el término de “inconsciente” en el título de este libro? Supone que, por el hecho de hablar, el ser humano se enreda, se equivoca de mala manera, no sabe lo que dice ni dice lo que sabe. En este sentido, la política, en su sentido más amplio, sigue de la manera más lógica el inconsciente freudiano. Resultaría de ello que toda política es necesariamente inconsecuente, incluso irresponsable de esta lógica del inconsciente que enreda a cada ser hablante.
La cuestión que plantea entonces la frase de Jacques Lacan, y que las intervenciones del libro elaboran puntuadas en diez reflexiones, es si hay una política posible que sea consecuente con el inconsciente freudiano, con el inconsciente como el verdadero discurso del Amo para cada sujeto, que tenga en cuenta la dimensión de equívoco irreductible en las palabras. Esta suerte de cuestión preliminar a toda posible política es lo que Lacan llamó en su momento “una política del síntoma”.
Señalaré brevemente algunos de los puntos que me han llamado la atención siguiendo este hilo en la lectura del libro.
En primer lugar, la afirmación de Jacques-Alain Miller (p. 13): “el psicoanálisis está en la política”. Está en ella, podemos añadir, lo sepa o no el psicoanalista, lo sepa o no cada ciudadano. La cuestión no es solo cómo hacerlo saber sino sobre todo cómo llevarlo a la dimensión del acto. No siempre es posible. Tal vez mejor partir de la idea que es del orden lo imposible (tal como Freud intuyó muy pronto), es decir, partir de lo real, en los términos que utilizamos con Lacan.
El inconsciente es político quiere decir que el inconsciente es transindividual, del orden del colectivo. El colectivo debe ser entendido aquí no como la masa o el grupo sino como un discurso, el discurso del Otro (con mayúscula), del que depende la posición de cada sujeto, especialmente cuando hablamos del sujeto del inconsciente. No hay política individual, hay política del colectivo como sujeto de lo individual.
Esta concepción es especialmente importante cuando, tal como indican varias intervenciones, se da en el mundo actual un empuje feroz al individualismo, siguiendo una política que identifica al sujeto con el individuo, y al individuo con su cuerpo, y a su cuerpo con un modo de gozar desligado del discurso del Otro. Este Otro, en efecto, existe cada vez menos como simbólico (como sucede con el amor, por otra parte, como sucede también con el amor de transferencia mismo que es el principio del psicoanálisis).
La política del síntoma es precisamente una política para hacer frente a este empuje al individualismo, porque el síntoma analítico —el síntoma bajo transferencia– es precisamente lo que anuda el goce con el discurso del Otro, con al discurso del inconsciente, cuando tienden a hacerse cada vez más disjuntos, más desvinculados.
Entonces: ¡bienvenido el síntoma en la política! La cuestión es cómo convertirlo en un síntoma con el discurso del Otro, que varía en cada época (no era el mismo en la época de Freud, no es hoy el mismo que en la época de Lacan). Aquí, en esta operación que es del orden del colectivo como sujeto de lo individual, cada psicoanalista está de lleno en el campo de la política, lo sepa o no.
Y la tarea que le corresponde, tanto en el ámbito de la experiencia de cada psicoanálisis que conduce como en el ámbito llamado de “lo social” (si es que eso existe hoy como tal), su tarea puede ser definida del siguiente modo:
– El Otro del discurso del inconsciente (que no es el Otro reducido al cuerpo), ese Otro del sujeto como colectivo, “hay que inventarlo”, como recuerda Marisa Morao retomando la expresión de Christiane Alberti (p. 275), “a menos –sigue diciendo Marisa– que uno se decida por el cinismo más estéril”.
Es una observación muy oportuna en la que conviene detenerse hoy especialmente. Porque la posición ética y filosófica del cinismo tiene una noble tradición en la Antigüedad y no está excluida como posición política según cómo se entienda el discurso y la propia práctica analítica: cada uno encerrado en el tonel de Diógenes, aceptando la visita de otro individuo que viene con su propio tonel, en una suma de toneles dentro de toneles. Lo que puede dar una forma de no-vínculo, des-vínculo social bastante curioso.
Es una alternativa que sabemos que no está excluida cuando hablamos, por ejemplo, del “saldo cínico” irreductible al final de la experiencia analítica, una experiencia que termina necesariamente descubriendo el axioma que, de hecho, la precede: y es que “el Otro no existe” como tal. Esto daría para una sabia Escuela del cinismo, y también para una política que termina abogando, sin embargo, precisamente por la liquidación de la transferencia. Sabemos que es una posibilidad, que esta ha sido, y es a veces de manera explícita, la posición de algunos psicoanalistas.
No parece, sin embargo, un buen destino para el discurso del psicoanalista siguiendo la pendiente de lo que, con razón, se llama en estas páginas, siguiendo la expresión de Jacques-Alain Miller, “la degradación del empleo del psicoanálisis”.
Quiero señalar aquí un detalle de esta expresión cuya lectura está de acuerdo con la anterior, “hay que inventar al Otro (con mayúscula)”. Y es que no se trata de la degradación del psicoanálisis mismo sino de su empleo, del uso que se haga de él. Porque el psicoanálisis, el dispositivo analítico funciona, incluso a pesar de los propios analistas.
Hay que subrayar la palabra “empleo”, o ”uso” (usage en la expresión en francés), del dispositivo y de la transferencia como su principio fundamental, porque es ahí donde se funda la posición política del psicoanalista. Y ello ya desde las primeras observaciones de Jacques Lacan en su texto sobre “La dirección de la cura y los principios de su poder”, donde define la política como lo que gobierna táctica y estrategia en cada cura: “El analista es menos libre todavía en lo que domina estrategia y táctica: a saber, su política...” Es aquí donde el uso del psicoanálisis, el uso de lo que cada uno ha aprendido de su propia experiencia analítica –es decir, que el Otro como tal no existe– resulta decisivo, es ahí donde ese uso puede ser degradado o elevado a una nueva potencia.
Esta es, de hecho, la paradoja propia del discurso analítico y de su política, en la dimensión particular de cada caso y en su dimensión social (dos dimensiones que ya desde Freud y su “Psicología de las masas” no pueden distinguirse en realidad, ya que la segunda es solo una extensión de la primera). Esta paradoja puede enunciarse así: se trata de hacer un uso de la transferencia para hacer existir al Otro sabiendo que ese Otro no existe como tal.
Pues bien, concluiré diciendo que es también esta paradoja la que motiva la necesidad de la existencia de una Escuela, la experiencia de una transferencia de trabajo en ese colectivo que llamamos con Jacques-Alain Miller la Escuela-sujeto, principio de toda política del psicoanálisis lacaniano.
Y el trabajo que supone este libro es un buen ejemplo de ello.
20 de septiembre de 2024